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lunes, 27 de abril de 2015

Camino de Santidad

Camino de Santidad


















































jueves, 23 de abril de 2015






San Jorge y el Dragón




De acuerdo a la leyenda contada por Jacobus de Voragine,
la historia de San Jorge y el Dragón tomó lugar en Libia. Un pueblo de la
localidad tenía un lago que era plagado por un dragón, y para calmar su ira el
pueblo le daba ovejas y una virgen como sacrificio, todos los días. Las
vírgenes eran escogidas por medio de una lotería, y el día en que la princesa
fue elegida, el rey intentó comprar su libertad ofreciendo toda su plata y oro;
pero el pueblo rechazó la oferta. San Jorge se enteró de lo sucedido, y decidió
ir a caballo al lago. El miedo se quiso apoderar de él, pero hizo la señal de
la Cruz, y se llenó de valor. Con la ayuda de la princesa, San Jorge logró
ajustar la corona de ella alrededor del cuello del dragón, y lo obligó ir al
pueblo, como si fuese un perro tirado por correa. San Jorge le dijo al pueblo
que si ellos no se convertían al Cristianismo, dejaría suelto a la bestia. Por
lo cual todos los habitantes accedieron para evitar tal calamidad, y se
bautizaron. Nuestro héroe entonces sacó su espada, y dio fin a la existencia
del dragón. Donde murió la bestia, el rey construyó una iglesia bendecida por
la Virgen María y San Jorge. De las aguas de sus fuentes, se curaron todas las
enfermedades.

Oración
¡OH Dios, refugio y fortaleza nuestra!,
mirad favorablemente al pueblo que llama a Vos,
y, por la intercesión,
de la Inmaculada y gloriosa Virgen María
y del poderoso y bienaventurado San Jorge
y de todos los Santos,
escuchad con misericordia y bondad nuestras oraciones
para la conversión de los pecadores
y para que se domine la envidia y la maldad.
Poderoso San Jorge, defiéndenos en el combate,
sed nuestro socorro contra la malicia,
el odio, la venganza y la traición,
la envidia, la injusticia y el rencor,
los celos, las intrigas y la difamación,
así como de hechicerías, conjuros y maleficios
de brujerías y de los malos espíritus,
y de las muchas tentaciones del demonio.
Líbranos de sus engaños y su persecución
amparándonos en todo momento.
Poderoso San Jorge,
aparta de mi mente las malas ideas
y los malos pensamientos,
que Dios por tu medio acreciente mi fe
y mi plena confianza en mi Creador
para salir victorioso en los embates de la vida
y que mi camino quede libre de obstáculos
para que cada día tenga más fuerza,
material y espiritual, para luchar y vencer.
Así sea.
Dios por San Jorge me proteja.
Dios por San Jorge me ampare.
Dios por San Jorge me libere.
Dios por San Jorge me ilumine.
Dios por San Jorge me defienda.
Dios por San Jorge me dé fortaleza.
Dios por San Jorge vigile mi hogar.
Dios por San Jorge me ampare en los caminos.
Dios por San Jorge me libre de traición.
Dios por San Jorge bendiga mi familia.

San Jorge
            
Rogad por Nosotros 



martes, 7 de abril de 2015






La novedad de la Pascua


                                               Resultado de imagen para La  Pascua
Pascua nos pone ante la inevitable y gozosa exigencia de
lo nuevo. De lo nuevo en el mundo y en la historia. De lo nuevo en nosotros
mismos y en la Iglesia. La presencia de Cristo Resucitado—el verdadero «Hombre
Nuevo» (Ef. 2,15) —es una fuerte invitación a renovarnos profundamente en El
por el Espíritu. «Despojaos de la vieja levadura, para ser una nueva masa, ya
que vosotros mismos sois como el pan sin levadura. Porque Cristo, nuestra
Víctima Pascual, ha sido inmolado» (1 Cor 5,6-8).

Pascua es la fiesta de la Vida; por consiguiente, la
celebración de lo nuevo. En la sagrada Noche de la Vigilia Pascual —la noche
más santa, la más feliz y más honda del año—todo es nuevo: la luz, el agua y el
pan. El Pan de la Eucaristía que nos hace hermanos nos. El Agua del Bautismo
que nos hace hijos. La Luz del Cristo Resucitado que nos hace testigos.
Pero, sobre todo, es nuevo el hombre que renace en Cristo
«por el agua y el Espíritu Santo» (Jn 3,5). Por eso en la Vigilia
Pascual—mientras cantamos la alegría del Cristo Resucitado y participamos en la
fecundidad maternal de la Iglesia que engendra nuevos hijos por el Bautismo—nosotros
renovamos con mayor conciencia nuestras promesas bautismales. Si hemos sido
sepultados con Cristo en su muerte por el Bautismo y nos hemos identificado con
El en la re-surrección, no podemos ser hombres viejos y de pecado (Rom.
6,3-11), hombres vencidos por la tristeza, el pesimismo o el miedo. Hemos sido
«engendrados, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza de Vida» (1 Pe
1,3). Luego, los hombres tienen derecho a exigir de los cristianos «un nuevo
estilo de vida» (Rom. 6,4), un modo nuevo de comprender y realizar la historia,
el testimonio pascual de una alegría más honda y una esperanza más firme y
creadora que sólo nacen de la cruz de Jesucristo...
Pascua nos enseña a leer la historia desde adentro y a
valorar las cosas y los hombres desde su dimensión definitiva. El hombre vale
lo que la muerte de Cristo en la cruz. Por eso su vida es sagrada y sus
derechos inviolables. Porque «Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo
único» (Jn 3,16).
Esta invitación pascual a renovarnos—en la interioridad
personal o en la vida de nuestras comunidades e instituciones—es una
providencial llamada a seguir siendo permanentemente jóvenes. Porque lo que nos
asusta no es la muerte, sino la vejez. Hay un modo de volvernos viejos en
seguida: no saber mirar el mundo con ojos nuevos cada mañana, no saber
descubrir en nuestros hermanos un rasgo nuevo de Jesús cada día, no saber
penetrar a cada momento las exigencias cotidianamente nuevas del plan de Dios
sobre nosotros. Es decir, pensar que el plan de Dios nos ha sido revelado
plenamente de una vez para siempre sin dejarnos la alegría de ir descubriendo a
cada instante una formidable y comprometedora sorpresa. Hay un signo
preocupante de nuestra vejez prematura: quedarnos añorando tiempos pasados sin
hacer algo por preparar los nuevos en la esperanza.
Los contemplativos y los pobres—los que viven una fuerte
experiencia de Dios en el desierto o están permanentemente abiertos a una honda
comunicación de la Palabra y al gozoso descubrimiento de Cristo en los hombres
y las cosas—son los únicos capaces de gustar la alegría de lo nuevo y de
entender las verdaderas exigencias de la novedad pascual. Los que viven la
euforia de lo puramente externo o la improvisación de los cambios inmediatos y
los que se encierran en la seguridad personal de sus propios juicios infalibles
son incapaces de penetrar en lo profundamente nuevo que va surgiendo cada día
por la acción de Dios en el mundo. Por eso, también, son incapaces de asumir
con generosidad la responsabilidad gozosa de lo nuevo y de experimentarlo como
una constante manifestación de Dios en la historia.
Hacen falta contemplativos: hombres que descu¬bran en la
historia la presencia del Cristo resucitado, que sepan anunciar a sus hermanos,
como san Juan —el discípulo que Jesús amaba, el contemplativo—: «Es el Señor»
(Jn 21,7), y que nos enseñen a no te¬ner miedo en la noche o la tormenta (Me
4,35-41; 6,50), sino a caminar siempre sin quedarnos a llorar sobre las ruinas
o a lamentar nuestro cansancio. Hom¬bres capaces de adelantar en el tiempo la
visión y la seguridad de que la vida eterna ya ha sido plantada en nuestro
interior por el Bautismo.
¡Qué hermoso es pensar, con santo Tomás, que «la gracia
es la semilla de la gloria»! ¡Qué bien nos ha¬cen las palabras de Jesús cuando
nos dice que «el que cree en El y el que come su carne y bebe su sangre ya
tiene la Vida eterna» (Jn 6,47 y 54). Marchamos ahora, en la nostalgia del
destierro y la firme esperanza de la peregrinación, hacia la manifestación
definitiva y el gozo consumado.
Vivir con autenticidad la Pascua significa experimentar
la alegría de un encuentro más hondo con Jesús, el Hombre Nuevo; sentir el
compromiso de renovar profundamente algo en nuestra vida y en la de los otros,
esperar con amor la manifestación definitiva de Cristo. Por eso, el resumen de
la novedad pascual es el siguiente: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad
los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tened el
pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Realmente
moristeis y vuestra vida está desde ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando
se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces vosotros también
apareceréis con El, llenos de gloria» (Col 3,1-4).
La novedad pascual no nos arranca de la historia, nos
hunde en ella; no nos desentiende del hombre, nos abre generosamente al
hermano. Tampoco nos encierra en el tiempo, nos lanza a lo definitivamente
nuevo de la eternidad. Porque la Pascua nos hace gustar simultáneamente la
alegría de ser «desde ahora hijos de Dios»—por consiguiente, hermanos de los
hombres—y la esperanza de ser "un día «semejantes a El porqué lo veremos
tal cual es» (1 Jn 3,1-2)                                                                                               
Resultado de imagen para Card. Eduardo Pironio.

 Alegres en la Esperanza. Card. Eduardo Pironio. Ediciones Paulinas, Madrid —1978; págs. 15-19

domingo, 5 de abril de 2015






Mensaje Urbi Et Orbi del Papa Francisco


       
 
Queridos
hermanos y hermanas
¡Feliz
Pascua!
¡Jesucristo
ha resucitado!
El amor
ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la
oscuridad.
Jesucristo,
por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo,
asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por
esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.
Con su
muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad:
esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que
conduce a la gloria. Sólo quien se humilla puede ir hacia los «bienes de allá
arriba», a Dios (cf.Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo»,
el humilde, «desde abajo hacia arriba».
La mañana
de Pascua, Pedro y Juan, advertidos por las mujeres, corrieron al sepulcro y lo
encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar
en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo
quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su
camino.
El mundo
propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos,
por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad,
en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino
disponibles y respetuosos.
Esto no
es debilidad, sino auténtica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su
amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la
fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.
Imploremos
hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la
violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la
paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos
nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen
injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están
produciendo, y que son tantas.
Roguemos
ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se
restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman
estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante
la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos
refugiados.
Imploremos
la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y
palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner
fin a años de sufrimientos y divisiones.
Pidamos
la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por
el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se
preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y
edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y
esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación,
por el bien de toda la población.
Al mismo
tiempo, encomendemos con esperanza al Señor, que es tan misericordioso, el
acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo
hacia un mundo más seguro y fraterno.
Supliquemos
al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas
regiones del Sudán y de la República Democrática del Congo. Que todas las
personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que
perdieron su vida asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en
Kenia, por los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus
hogares y sus seres queridos.
Que la
resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a
los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el
país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las
partes implicadas.
Pidamos
paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas
formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y
libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados
con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana.
E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que se
enriquecen con la sangre de hombres y mujeres.
Y que a
los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo
rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los
niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de
luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz
consoladora y curativa del Señor Jesús: «Paz a vosotros» (Lc 24,36). «No
temáis, he resucitado y siempre estaré con vosotros» (cf. Misal Romano,
Antífona de entrada del día de Pascua).      

lunes, 16 de marzo de 2015






Muchos pueblos renacieron a Dios por mí




Sin cesar doy gracias a Dios que me mantuvo fiel el día
de la prueba. Gracias a él puedo hoy ofrecer con toda confianza a Cristo, quien
me liberó de todas mis tribulaciones, el sacrificio de mi propia alma como
víctima viva, y puedo decir: ¿Quién soy yo, y cuál es la excelencia de mi
vocación, Señor, que me has revestido de tanta gracia divina? Tú me has
concedido exultar de gozo entre los gentiles y proclamar por todas partes tu
nombre, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad. Tú me has hecho comprender
que cuanto me sucede, lo mismo bueno que malo, he de recibirlo con idéntica
disposición, dando gracias a Dios que me otorgó esta fe inconmovible y que
constantemente me escucha. Tú has concedido a este ignorante el poder realizar
en estos tiempos esta obra tan piadosa y maravillosa, imitando a aquellos de
los que el Señor predijo que anunciarían su Evangelio para que llegue a oídos
de todos los pueblos. ¿De dónde me vino después este don tan grande y tan
saludable: conocer y amar a Dios, perder a mi patria y a mis padres y llegar a
esta gente de Irlanda, para predicarles el Evangelio, sufrir ultrajes de parte
de los incrédulos, ser despreciado como extranjero, sufrir innumerables
persecuciones hasta ser encarcelado y verme privado de mi condición de hombre
libre, por el bien de los demás?


Dios me juzga digno de ello, estoy dispuesto a dar mi
vida gustoso y sin vacilar por su nombre, gastándola hasta la muerte. Mucho es
lo que debo a Dios, que me concedió gracia tan grande de que muchos pueblos
renacieron a Dios por mí. Y después les dio crecimiento y perfección. Y también
porque pude ordenar en todos aquellos lugares a los ministros para el servicio
del pueblo recién convertido; pueblo que Dios había llamado desde los confines
de la tierra, como lo había prometido por los profetas: A ti vendrán los
paganos, de los extremos del orbe, diciendo: «Qué engañoso es el legado de
nuestros padres, qué vaciedad sin provecho». Y también: Te hago luz de las
naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
Allí quiero esperar el cumplimiento de su promesa
infalible, como afirma en el Evangelio: Vendrán de Oriente y Occidente y se
sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob.

Oración
Oh Dios, que elegiste a tu obispo san Patricio para que
anunciara tu gloria a los pueblos de Irlanda, concede, por su intercesión y sus
méritos, a cuantos se glorían llamarse cristianos, la gracia de proclamar
siempre tus maravillas delante de los hombres.
 Por nuestro Señor Jesucristo.

De la Confesión de san Patricio


(Caps. 14-16: PL 53, 808-809)

martes, 10 de marzo de 2015






La Cruz de Cristo






Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y
sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada
día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el
Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú. Camino 178.

lunes, 16 de febrero de 2015






Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015


Resultado de imagen para mensaje del papa para la cuaresma 2015

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia,
para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de
gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros
amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a
nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro
nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le
interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre
que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás
(algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus
sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en
la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes
no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una
dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de
la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como
cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor,
encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea
continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme
en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una
tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada
Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el
punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en
la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre
definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y
la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de
la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a
cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el
mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe
sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de
renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría
proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co
12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí
mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre
todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se
ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su
bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él,
siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo
con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los
pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo
debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien
antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen
"parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir
por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra
de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En
ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar
para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros
corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es
indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un
miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella
participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el
amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está
también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión
de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo
para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos
en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a
quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y
por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y
las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario
traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades
eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo?
¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que
conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?
¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están
lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta
cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios
nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos
direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la
oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y
de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su
plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la
indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a
los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y
gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron
definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta
victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros,
todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía
convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado
no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento
mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando
para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la
alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro
deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado
es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y
de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a
cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los
pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse
replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere
llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no
puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada
hombre, hasta los confines de la tierra (cf.Hch 1,8). Así podemos ver en
nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó.
Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo
que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los
lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias
y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de
la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona
creyente
También como individuos tenemos la tentación de la
indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran
el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad
para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral
de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la
Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas
personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en
toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es
expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad,
llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los
numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo
propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea
pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un
llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la
fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos
humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras
posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el
amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer
que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de
omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un
camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas
est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil.
Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al
tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu
y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En
definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por
el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con
ustedes a Cristo en esta Cuaresma: "Fac cor nostrum secundum Cor
tuum": "Haz nuestro corazón semejante al tuyo" (Súplica de las
Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte
y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y
no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente
y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y
les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano, 4 de octubre de 2014
Fiesta de san Francisco de Asís


FRANCISCUS PP
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miércoles, 11 de febrero de 2015






Bienaventurada seas


Oh la más pura Virgen, por haber condescendido a
manifestar tu esplendor con vida, dulzura y belleza en la Gruta de Lourdes,
diciendo a la niña Santa Bernadette: "Yo soy la Inmaculada
Concepción". Miles de veces nos hemos congratulado acerca de tu Inmaculada
Concepción. Y ahora, Oh por siempre Virgen Inmaculada, madre de misericordia,
salud para los enfermos, refugio de pecadores y consuelo para los afligidos, tu
que conoces nuestros deseos, nuestros problemas y nuestros sufrimientos, dígnate
a echar sobre nosotros una mirada de misericordia.
Al aparecer en la Gruta de Lourdes te complaciste en
hacer de él un santuario privilegiado desde dónde dispensas tus favores y donde
ya muchos han obtenido la cura para sus enfermedades, tanto espirituales como
físicas. Acudimos por tanto, con la más ilimitada confianza a implorar tu
maternal intercesión. Consigue para nosotros, Oh Madre adorada, que nuestra
petición sea concedida. Por medio del agradecimiento por tus favores, nos
esforzaremos en imitar tus virtudes para así un día poder compartir tu gloria.







Oh Señora de Lourdes, Madre de Cristo, tu que tuviste
influencia con tu divino hijo mientras permaneciste sobre la tierra tienes
ahora la misma influencia en el cielo. Ruega por nosotros y obtén para nosotros
de tu divino Hijo nuestras especiales peticiones si esa es la Voluntad de Dios.
Amén.
         Nuestra Señora de Lourdes, ruega por nosotros
Santa Bernadette, ruega por nosotros.









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