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LECTIO DIVINA TIEMPO ORDINARIO (AÑO IMPAR)
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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-.
Semana 1ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 2ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 3ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 4ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 5ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 6ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 7ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
Semana 8ª Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
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Liturgia de las Horas
Lectio Divina
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Adoración
1. Nuestro carácter ferial
Vamos a comparar, de manera breve, dos cuadros, casi dos iconos, de la dimensión ferial.
Veamos el primero: el hombre de hoy -cada uno de nosotros- en los días feriales. Nos encontramos inmersos en una febril e intensa actividad, en una carrera frenética y sin pausa. La dimensión ferial está marcada, para nosotros, por la «fiebre de la acción» y por el miedo a perder tiempo, por una doble y opuesta sensación: que nos roben nuestro tiempo y que nos coma el tiempo. Nuestra dimensión ferial está amenazada, está enferma.
Veamos ahora el otro cuadro: se trata de los primeros seis grandes días feriales en los que Dios está trabajando, hace ser y da forma a toda la creación (Gn 1,1-2,4). Viene, a continuación, el hombre, asociado a Dios en esta obra «ferial»: «el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara» (Gn 2,15). Aquí, la dimensión ferial es creativa; el tiempo aparece como un espacio de realización. La dimensión ferial se encuentra en estado de nacimiento y no conoce aún las turbaciones y los desgarros que vendrán después.
Nuestra dimensión ferial está enferma y necesita ser redimida. Esta enfermedad se ha originado por haber prestado oído a las voces del «enemigo»; la redención se llevará a cabo a través de la escucha del verdadero «Amigo». Escuchar a Dios en los días feriales es ponerse en marcha por el camino de la redención.
2. Escuchar a Dios en la vida ordinaria, en la condición ferial
La dimensión ferial, tiempo para custodiar, meditar y hacer fructificar la Palabra
Nuestra condición ferial encuentra su rescate y su victoria en la escucha de la Palabra. Al final de la celebración eucarística de cada domingo se nos remite a los días feriales. Tías haber sido espectadores y haber vivido los glandes acontecimientos de la salvación, el Espíritu nos impulsa a salir, a proclamar y a dar testimonio de lo que hemos escuchado y vivido en el misterio de la celebración, lo que ha sido depositado en nosotros como depósito que debemos custodiar, meditar y hacer fructificar. A fin de que podamos vencer las grandes tentaciones, a fin de que podamos hacer frente sin miedo a los múltiples desafíos, el Espíritu de Dios se encuentra junto a nosotros y nos recuerda la Palabra que libera y salva.
La Palabra que hemos oído en los diferentes domingos vuelve de nuevo en los días feriales, aunque dispuesta en nuevos contextos y en nuevas sucesiones: cada lectura está puesta en contacto con otras diferentes a las del domingo; cada acontecimiento de la historia de la salvación se conjuga con otros; conjuntamente nos hablan después a nosotros, hombres y mujeres de los días feriales, para hacernos «ver más allá», para hacernos descubrir la voluntad del Amigo escondida en el tejido de la vida cotidiana, para introducirnos en los secretos de un amor concreto, para hacernos pasar de la dispersión a la unidad y de la soledad a la comunión, para hacernos capaces de ofrecer, día a día, el sacrificio espiritual que Dios espera de sus hijos, para darle a toda la vida una impronta pascual.
Escuchar para ser capaces de «ver más allá»
Durante los días feriales vivimos inmersos en una historia cuya orientación y sentido, con frecuencia, no acertamos a entrever de modo claro. A veces puede presentársenos como carente de dirección, caótica y sin sentido. Es como si nos encontráramos ante algo opaco que no permite ver lo que hay más allá. Los israelitas que caminan por el desierto no consiguen entrever lo que hay delante de ellos, lo que les espera; sin embargo, a Balaán -el hombre que «oye las palabras de Dios», el oyente- le ha sido quitado «el velo de los ojos», ha recibido un «ojo penetrante» y «ve la visión». Él es capaz de interpretar la historia y su orientación (Nm 24,3ss).
Si nos hacemos oyentes de las «palabras de Dios», tendremos el ojo penetrante; seremos capaces de interpretar con mayor facilidad la historia, y en particular nuestra propia vida, y, sobre todo, seremos capaces de intuir la presencia de Dios en los pliegues de la vida de cada día, hasta en los dolorosos. Incluso cuando la oscuridad sea tal que no podamos vislumbrar nada y seamos como ciegos, si escuchamos la Palabra de Dios, percibiremos el paso del Señor y tendremos la fuerza necesaria para decirle: «Que yo pueda ver» (cf. Le 18,35-43).
Escuchar para descubrir la voluntad del Amigo
La capacidad de escucha - u n don que Dios regala a cada hombre- nos lleva a descubrir su voluntad no como una fatalidad a la que no podemos sustraernos, sino como una manifestación de amor que encuentra su expresión en las cosas pequeñas de cada día. La familiaridad con la escucha diaria nos conduce a ser como el profeta que devora las palabras y hasta el libro (Jr 15,16), a convertir -precisamente como Jesús- la voluntad de Dios en nuestro alimento diario (Jn 4,34).
Escuchar para entrar en los secretos del amor
Si somos capaces de ponernos a la escucha, los días feriales no serán un tiempo de lejanía de Dios; de una manera gradual, nos llevarán a entrar en la intimidad más profunda con él. La escucha humilde y atenta, el estar pendientes de los labios del amado, nos introducirá en la bodega del amor (Cant 2,4). Si no fallamos a la cita, descubriremos las infinitas atenciones de Dios, los juegos misteriosos de su ausentarse para volver a presentarse a continuación, su continuo sorprendernos. Estas palabras pueden parecer... exageradas, y así son para el que sigue aún en el umbral de la verdadera escucha.
Escuchar para pasar de la dispersión a la unidad, de la soledad a la comunión
Los días feriales nos llevan a vivir «fuera»: fuera de casa y fuera también de nosotros mismos. De una manera extraña se insinúa el miedo de «volver a entrar en nuestra casa», en nosotros. En esta situación percibimos que algo -si no todo- se dispersa, se nos escapa. Sin esta vuelta, aunque estemos en medio de mucha gente, estaremos solos, nos será imposible encontrarnos con el otro, no llegaremos a la comunión.
Si decidimos ponernos a la escucha de Dios, nuestros días feriales se convertirán en el tiempo en el que nos recuperaremos a nosotros mismos, recuperaremos nuestra identidad más profunda y estableceremos relaciones profundas y verdaderas con los otros.
Escuchar para ofrecer el sacrificio espiritual
Aunque estamos situados en medio del «huerto», en el magno espacio del mundo, nosotros no debemos huir ni escondernos para no oír el paso de Dios. Dios pidió a los israelitas en el desierto que escucharan su voz porque sólo esto tenía valor de sacrificio: «Yo no prescribí nada a vuestros antepasados sobre holocaustos y sacrificios cuando los saqué de Egipto. Lo único que les mandé fue esto: Si obedecéis mi voz, yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 7,22ss).
Esta escucha de la Palabra de Dios convierte nuestros días feriales en el tiempo oportuno de nuestro sacrificio a Dios. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en «hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2,5) (Lumen gentium 34).
Escuchar para ser redimidos, celebrar la pascua
Los días feriales transcurridos escuchando la Palabra se convierten en días de «rescatados», «santificados», redimidos; se convierten en días «pascuales», de «paso» hacia la pascua eterna; son como los escalones de la escalera de Jacob (Gn 28,10-12).
3. La ordenación de las lecturas
En las ferias del tiempo ordinario hay dos ciclos anuales para la primera lectura: el ciclo I para los años impares, y el ciclo II para los años pares; para el evangelio hay un solo ciclo.
Ordenación de las lecturas evangélicas
La ordenación adoptada para los evangelios prevé que se lea primero Marcos (semanas l-IX), después Mateo (semanas X-XXI), a continuación Lucas (semanas XXII-XXXIV). Los capítulos 1-12 de Marcos se leen en su totalidad; se prescinde sólo de dos perícopas del capítulo 6, que son leídas en días de otros tiempos. De Mateo y Lucas se leen lodos los pasajes que no se encuentran en Marcos. De este modo, algunas parles se leen dos o tres veces: se trata de aquellas que tienen características absolutamente propias en los distintos evangelios o son necesarias para entender bien la seguida del evangelio. El «discurso escatológico», en su redacción completa referida por Lucas, se lee al final del año litúrgico.
Ordenación de las primeras lecturas
En la primera lectura se van alternando los dos Testamentos, varias semanas cada uno, según la extensión de los libros que se leen.
De los libros del Nuevo Testamento se lee una parte bastante notable, procurando dar una visión sustancial de cada una de las cartas.
En cuanto al Antiguo Testamento, no era posible ofrecer más que los fragmentos escogidos que, en lo posible, dieran a conocer la índole propia de cada libro. Los textos históricos han sido seleccionados de manera que den una visión de conjunto de la historia de la salvación antes de la Encarnación del Señor. Era prácticamente imposible poner los relatos demasiado extensos: en algunos casos se han seleccionado algunos versículos, con el fin de abreviar la lectura. Además, algunas veces se ilumina el significado religioso de los hechos históricos por medio de textos tomados de los libros sapienciales, que se añaden, a modo de proemio o conclusión, a una determinada serie histórica (OLM 110).
Proyectando una visión panorámica sobre los dos años, vemos que en los días feriales figuran casi todos los libros del Antiguo Testamento. Sólo se ha prescindido de los libros proféticos más breves (Abdías, Sofonías) y de un libro poético (Cantar de los cantares). Entre los libros narrativos con carácter edificante, que exigen una lectura más bien prolongada para ser entendidos como es debido, se leen Tobías y Rut; de los otros (Ester, Judit) se prescinde, aunque se leen algunos pasajes de los mismos en domingos o ferias de otros tiempos litúrgicos.
Las primeras lecturas de los años impares están tomadas de Hebreos (semanas I-IV); Génesis 1-11 (V-VI); Eclesiástico (VII-VIII); Tobías (IX); 2 Corintios (X-XI); Génesis 12-50 (XII-XIV); Éxodo (XV-XVII); Levítico (XVII); Números (XVIII); Deuteronomio y Josué (XVIII-XIX); Jueces y Rut (XX); 1 Tesalonicenses (XXI-XXII); Colosenses (XXII-XXIII); 1 Timoteo (XXIII-XXIV); Esdras, Ageo y Zacarías (XXV); Zacarías, Nehemías y Baruc (XXVI); Jonás, Malaquías y Joel (XXVII); Romanos (XXVIII-XXXI); Sabiduría (XXXII); 1 y 2 Macabeos (XXXIII); Daniel (XXXIV).
Lunes 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 1,1-6
1 Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas;
2 ahora, en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo.
3 El Hijo que, siendo resplandor de su gloria e imagen perfecta de su ser, sostiene todas las cosas con su Palabra poderosa y que, una vez realizada la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de Dios en las alturas
4 y ha venido a ser tanto mayor que los ángeles cuanto más excelente es el título que ha heredado.
5 En efecto, ¿a qué ángel dijo Dios alguna vez: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Y también: Yo seré padre para él y él será hijo para mí?
6 Y, de nuevo, cuando introduce a su Hijo primogénito en el mundo, dice: Que lo adoren todos los ángeles de Dios.
**• Los cristianos procedentes del judaísmo, a quienes va dirigida la carta a los Hebreos, están acechados por dos pruebas que podrían inducirles a la apostasía: la nostalgia de los ritos del templo de Jerusalén, de los que han sido excluidos, y el presagio de nuevas e inminentes persecuciones. El autor, a fin de confirmarlos en la fe, les presenta la belleza y la profundidad del misterio de Cristo, haciendo una continua referencia al culto judío; por otra parte, alterna la exposición doctrinal con exhortaciones a la perseverancia y a la fidelidad.
El exordio (w. 1-4), donde presenta el esbozo de los temas que va a desarrollar en la carta, tiene casi el tono de una doxología. Está centrado en la novedad cristiana fundamental: el Dios de los Padres es único, pero no un solitario; en la perfecta comunión de las personas es, eternamente, Padre de un Hijo cuyo misterio se ha hecho presente entre nosotros «ahora». El autor traza, de una manera sintética, sus rasgos: el Hijo es creador junto con el Padre, le revela plenamente y participa de su soberanía (w. lss). En él mora todo el resplandor de Dios, que se hace así perceptible al hombre (v. 3a): el templo era un símbolo de esta realidad que se cumple en Jesús. Éste, que es el verdadero templo, es asimismo el verdadero sacerdote que ha llevado a cabo «la purificación de los pecados» con la ofrenda sacrificial de sí mismo: éste es el culto definitivo que nos abre el acceso a Dios, a cuya diestra está sentado ahora el Hijo (v. 3b). Aunque ha asumido nuestra naturaleza (v. 6a), Cristo es muy superior a los ángeles: tiene, en efecto, una relación de origen absolutamente única con Dios (v. 5), que le ha constituido primogénito de toda criatura (v. 6; cf. Col 1,15-18) y le ha dado su mismo «nombre»: Señor, Kyrios (v. 4; Flp 2,9-11).
Evangelio: Marcos 1,14-20
14 Después de que Juan fue arrestado, marchó Jesús a Galilea, proclamando la Buena Noticia de Dios.
15 Decía: -Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.
16 Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores.
17 Jesús les dijo: -Venid detrás de mí y os haré pescadores de hombres.
18 Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron.
19 Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban en la barca reparando las redes.
20 Jesús los llamó también, y ellos, dejando a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.
*• La liturgia del tiempo ordinario nos pone en camino con Jesús, «detrás» de él (v. 17), a fin de ir descubriendo, de una manera progresiva, su misterio y nuestra auténtica identidad. El fragmento de hoy recoge en síntesis el comienzo de su ministerio público. Jesús se inserta en el surco preparado desde los profetas hasta Juan el Bautista, precursor de Cristo incluso en el desenlace de su misión (v. 14, literalmente: «entregado»).
Sin embargo, su novedad es absoluta, porque Jesús no anuncia ya lo que Dios quiere llevar a cabo, sino que realiza el cumplimiento de las promesas divinas y de las expectativas humanas: el Reino de Dios y la salvación se vuelven una realidad presente con él. Su misma persona es el Reino, es el Evangelio (1,1); él inaugura el tiempo favorable (kairós) en el que Dios somete a las fuerzas que disminuyen la vida del hombre (v. 15a).
Se trata de un mensaje espléndido y, al mismo tiempo, comprometedor, puesto que la obra de Dios solicita nuestra respuesta, una respuesta que se compone de conversión (cambiar de mentalidad y de orientación nuestros propios pasos) y de adhesión de fe a la alegre noticia. La vocación de los primeros discípulos nos ofrece un ejemplo práctico. A diferencia de la costumbre judía, en la que eran los discípulos quienes escogían a su «rabí», ahora la iniciativa corresponde, significativamente, a Jesús: es él quien llama a algunos para que le sigan, para que sean discípulos suyos. Jesús pasa por la vida cotidiana de los hombres, ve con una intensa mirada de amor y de conocimiento, invita y promete una condición nueva.
Esta llamada se repite: es una invitación que se extiende, una alegría que se multiplica, un acontecimiento que también nos llega a nosotros, hoy. El que cree en el mensaje de Jesús cambia de estilo de vida, deja el pasado, las seguridades, los afectos: «Se ha cumplido el plazo», es preciso aprovechar la ocasión de gracia. «Está llegando el Reino de Dios»: a nosotros nos corresponde elegir si entramos en él. «Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron» (vv. 18.20b).
MEDITATIO
Un encuentro, una invitación. Una mirada que ha penetrado hasta el alma, y, desde entonces, la mirada del corazón quisiera posarse para siempre sobre ti. ¿Quién eres, Jesús? Tú nos llamas para que te sigamos, y nosotros apenas te conocemos... Los profetas de los tiempos antiguos nos han anunciado las cosas de Dios, pero hoy es por medio de ti como nos habla el Padre. Y la Palabra poderosa, creadora, eres tú. El Dios al que nadie había visto lo revelas tú en ti mismo: eres su imagen perfecta, el resplandor de su gloria, su Hijo amado. Tú nos llamas para que te sigamos, pero nosotros nos sentimos muy inadecuados, lejanos... Con todo, por eso has venido a nosotros: para purificarnos de los pecados, ofreciéndote a ti mismo, y preparar así a cada hombre -hermano tuyo- un lugar junto al Padre. Nosotros, como los primeros cristianos, advertimos tu mirada sobre nuestro presente y comprendemos: si nos dejamos aferrar por la fascinación de tu persona, nos sentiremos libres de cualquier otra cosa. «Se ha cumplido el plazo»: queremos seguirte. «Está llegando el Reino de Dios»: para que reine en nosotros únicamente tu amor, ayúdanos a abandonar todo lo que se opone a él. Hoy, detrás de ti, comienza un camino que puede llevarnos lejos, un camino que atraviesa las calles del hombre y conduce a la diestra de Dios.
ORATIO
Jesús, Hijo eterno del Padre, que has recorrido los senderos del tiempo, tú irradias la gloria de Dios en el gris fluir de los días. Concédenos, oh Señor, una mirada capaz de entrever tu continua presencia entre nosotros.
Tú eres la Palabra, la Buena Noticia que el Padre nos envía: concédenos escuchar con fe el Evangelio que puede cambiar nuestra vida. Primogénito elevado por encima de los ángeles, tú has venido a los hombres para buscar a tus hermanos: haz que acojamos la invitación a seguirte a la casa de tu Padre. Ayúdanos a aprovechar la ocasión de gracia que hoy -siempre hoy- nos ofreces, lavando nuestros pecados con tu sacrificio. «Se ha cumplido el plazo»: queremos ir detrás de ti, Señor.
CONTEMPLATIO
He aquí la magnífica prerrogativa del sacerdocio de Cristo y de sus ministros: ofrecer a la Trinidad, en nombre de la humanidad y del universo, un cántico de alabanza agradable a Dios; asegurar, esencialmente, el retorno integral de la criatura al Señor de todas las cosas.
El Padre engendra al Hijo y, desde toda la eternidad, le comunica el don supremo: la vida y las perfecciones de la divinidad, haciéndole partícipe de todo lo que es él mismo. El Verbo, imagen perfecta y sustancial, es «resplandor de la gloria del Padre». Como nacido de la fuente de toda luz, él mismo es luz, y refluye como un cántico sin fin hacia aquél de quien emana: «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10).
El sacerdocio es un don del Padre a la humanidad de Cristo, puesto que, en cuanto el Verbo se hizo carne, el Padre celestial contempló a su Hijo con una complacencia infinita; le reconoció como único mediador entre el cielo y la tierra, como pontífice para siempre. Jesús, como hombre-Dios, tendrá la prerrogativa de concentrar en sí mismo a toda la humanidad para purificarla, santificarla y reconducirla al abrazo de la divinidad, rindiéndole así, por medio del Señor, una gloria perfecta en el tiempo y en la eternidad.
El Hijo recibió desde el primer instante de la encarnación esta misión de mediador y de pontífice. El consummatum est pronunciado por Cristo al morir era, al mismo tiempo, el último suspiro de amor de la víctima que ha expiado todo y el solemne testimonio del pontífice que consuma la acción suprema de su sacerdocio (C. Marmion, Cristo idéale del sacerdote, Milán 1959, pp. 3-8, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Me has llamado, Señor, aquí estoy» (cf. 1 Sm 3,4ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
En la raíz de nuestra vocación cristiana se encuentra el hecho de que Cristo nos dio su vida en la cruz. La vida que él nos ha dado es una vida que ha pasado a través de la muerte y la ha vencido; es la vida resucitada; es la vida eterna. Esta vida es la misma que mana de Cristo para salvarnos, del mismo modo que brota de una manera incesante para continuar creándonos. Esta vida es imparable. Inundados por ella, debemos salvarnos por medio de ella, en ella, con ella. Ahora bien, cuando el Reino de los Cielos quiere traspasar el mundo, cuando el amor de Dios quiere buscar a alguien que está perdido, cuando este alguien es una multitud, importa mucho más quién se es que lo que se es; importa mucho más cómo se hace que lo que se hace.
Se puede ser vendedor de pescado, farmacéutico o empleado de banca; se puede ser hermanito de Foucauld o hermanita de la Asunción; se puede ser scout o miembro de la Acción Católica... A cada uno le corresponde su puesto. Sin embargo, hay un puesto que no se puede dejar de ocupar, un puesto que está destinado a cada uno de nosotros, sin excepción: amar al Señor antes que nada como a un Dios que rige el mundo; amar al Señor por encima de todo como a un Dios que ama a los hombres; amar a cada ser humano hasta el fondo; amar a todos los hombres, amarlos porque el Señor los ama y como él los ama.
El cristiano está destinado a sufrir sabiendo por qué sufre. El sufrimiento no es injusto para él: es su fatiga. El sufrimiento de Cristo y la redención de Cristo son inseparables para el cristiano. Este sabe que la redención de Cristo no ha eliminado el pecado, y por consiguiente el mal, del mundo, sabe que la redención de Cristo no na vuelto a los hombres inocentes, sino que los ha convertido en perdonados en potencia (M. Delbrél, Indivisibile amore, Cásale Monf. 1994, pp. 22-24, passim).
Martes 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 2,5-12
5 Porque no fue a los ángeles a quienes sometió el mundo futuro del que hablamos.
6 Así lo ha testimoniado alguien en algún lugar de la Escritura: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te preocupes por él?
7 Lo hiciste un poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y honor;
8 todo lo sometiste bajo sus pies Al someterle todas las cosas, no dejó nada sin someter. Es cierto que ahora no vemos que le estén sometidas todas las cosas,
9 pero a aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos.
10 Pues era conveniente que Dios, que es origen y meta de todas las cosas, y que quiere conducir a la gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos al más alto grado de perfección al cabeza-de fila que los iba a llevar a la salvación.
11 Porque, santificador y santificados, todos proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos
12 cuando dice: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.
*+• El primer tema desarrollado en la carta a los Hebreos es el de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, una superioridad afirmada a partir de la filiación divina de Jesús (1,5-14) y puesta de manifiesto, en esta perícopa, considerando asimismo su condición humana.
Sin embargo, esta demostración doctrinal se dilata a través de la contemplación y del anuncio del designio redentor de Dios (vv. 9-11). Esto pasa a través de la humillación del Hijo, que, por amor, se hace partícipe de la naturaleza humana -interior a la angélica, aunque objeto también de la bendición divina (cf. w. 5-8)- hasta las consecuencias extremas del sufrimiento y de la muerte, experimentadas en beneficio de todos.
Aquí se revela la maravillosa «justicia» de Dios (v. 10): el que es creador y fin de todas las cosas ha considerado tan importante al hombre que ha querido atraerlo a la comunión filial consigo. Con tal objeto, se ha hecho solidario hasta el fondo con nosotros en su Unigénito, enviado para llevarnos a la «salvación», a la «gloria», al «mundo futuro» (vv. 5.10). Dios, en su infinita gratuidad, lleva a cabo nuestra santificación a través del humilde amor de Jesús, que se entrega a sí mismo para poder llamarnos «hermanos» y anunciarnos el nombre -la realidad- del Padre (w. 1 lss).
Evangelio: Marcos 1,21-28
En aquel tiempo,
21 llegaron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar a la gente,
22 que estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la Ley.
23 Había en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar:
24 -¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
25 Jesús le increpó diciendo: -¡Cállate y sal de ese hombre!
26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él.
27 Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: -¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad! ¡Manda incluso a los espíritus inmundos y éstos le obedecen!
28 Pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea.
**• Al presentarnos una jornada típica del ministerio de Jesús, Marcos nos hace acercarnos ál misterio de su persona a través del impacto que ésta produce en la gente.
Jesús enseña los sábados en la sinagoga, como los rabinos, pero la sorprendente autoridad de sus palabras es muy diferente. Jesús no se limita a repetir y a comentar la tradición: la suya es «una doctrina nueva llena de autoridad», que socava las costumbres tranquilizadoras y suscita en los corazones una pregunta inquietante: «¿Qué es esto?...» (v. 27). Sin embargo, hay «alguien» que da muestras de conocer bien al nuevo Maestro y grita fuerte la identidad de Jesús para comprometer el desenlace de su misión forzando sus tiempos y sus modalidades. El «espíritu inmundo» había podido ocupar un hombre sin ser molestado y permanecer sin ser advertido en un lugar de culto hasta que entró en él «el Santo de Dios». Su venida desenmascara al «padre de la mentira» (Jn 8,44), que reconoce en Jesús a su enemigo, su ruina (Me 1,24).
Con dos breves, órdenes Jesús libera al hombre poseído
por el demonio: es su primer milagro y tiene un valor programático. De este modo indica Marcos que Jesús ha venido a traer el Reino de Dios venciendo el dominio de Satanás y caracteriza toda la misión de Cristo como un encuentro frontal -hasta la muerte y, aún más, hasta la resurrección- contra el mal. Los exorcistas judíos empleaban largas fórmulas, encantamientos, ritos; a Jesús le basta con una palabra para hacer callar el estrépito del demonio y devolverle al hombre su dignidad. Crece el estupor de los presentes y la maravilla inquieta a los corazones acostumbrados también a las cosas de Dios: ¿quién es, pues, Jesús?
MEDITATIO
La Palabra nos abre hoy el corazón a la maravilla. Y la maravilla puede llegar a ser en nosotros -tal vez un poco habituados a las realidades de la gracia- un terreno virgen para un encuentro nuevo con Jesús. La autoridad de su persona nos ha sorprendido, y «autoridad» significa capacidad de hacer «crecer» (en latín, augere) a los otros. ¿Por qué tiene Cristo «autoridad»? La respuesta que se nos da en la carta a los Hebreos no es algo que pueda darse por descontado: «Lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto». En consecuencia, Jesús no tiene autoridad porque está por encima de los ángeles, sino porque, al aceptar el designio del Padre, se ha humillado hasta el extremo. Jesús es amor que entrega su vida para liberarnos y unirnos a él.
Ha asumido toda la fragilidad de nuestra naturaleza porque sólo tomando sobre sí el peso aplastante de nuestro mal podía salvarnos Dios. La suya es una compasión sin reservas: es una lucha a muerte que derrota al artífice del pecado, causa del sufrimiento y de la muerte, y su victoria aparece como la pérdida más total. Sin embargo, de este modo nos santifica y nos vuelve a llevar a su mismo origen, al Padre, en cuyo amor «no se avergüenza de llamarlos hermanos».
Esta humillación nos confunde y nos plantea interrogantes, y ya no nos es posible permanecer indiferentes: Jesús viene a esclarecer nuestras tinieblas, a introducirnos en la verdad. Podemos rebelarnos e intentar sofocar su voz con el alboroto que llevamos dentro o, bien, guardar silencio y acoger la Palabra que tiene autoridad para liberarnos de nuestras maldades y perezas, porque ha bajado a rescatarnos pagando las consecuencias que ello entraña. Dios se ha hecho compañero del sufrimiento y de la muerte del hombre para llevarlo, libre, a la gloria, al abrazo del Amor.
ORATIO
Jesús, hermano y Señor nuestro, nos quedamos atónitos ante tu misterio de humillación en favor de nosotros... Adorando el designio del Padre, le damos gracias a él a través de ti. Danos, Señor, un corazón agradecido, para comprender todo el bien que constantemente recibimos de ti e intuir en el sufrimiento el camino de la gracia que tú nos has abierto y recorres con nosotros.
Danos un corazón vigilante, para rechazar el entorpecimiento de la indiferencia y las insidias del mal, y acoger tu novedad en nuestra vida. Danos un corazón compasivo, capaz de hacerse cargo contigo de las penas de los otros. Entonces, una vez que hayamos alcanzado la humildad y la bondad, participaremos también de tu autoridad para hacer crecer en el bien a todos los hermanos y señalar a sus pasos la meta de la gloria, la casa del Padre.
CONTEMPLATIO
Dios no tenía ninguna necesidad de salvar al hombre de este modo, sino que era la naturaleza humana la que necesitaba que Dios fuera satisfecho de este modo. Dios no tenía ninguna necesidad de soportar tantos dolores, sino que era el hombre el que necesitaba ser reconciliado de este modo con Dios. Dios no tenía ninguna necesidad de ser humillado hasta ese punto, sino que era el hombre el que necesitaba ser sacado de este modo de las profundidades del infierno. La naturaleza divina no tenía necesidad ni podía ser humillada o sufrir: sí era necesario que la naturaleza humana se humillara y sufriera, para ser llevada al fin para el que había sido creada. Pero ella, como cualquier otra cosa que no fuera el mismo Dios, no podía bastarse para este fin. El hombre no es reconducido a aquello para lo que fue creado si no es elevado a un nivel semejante al de los ángeles, en el que no hay pecado alguno. Ahora bien, esto es imposible que tenga lugar a no ser después de la plena remisión de todos los pecados, que se lleva a cabo sólo mediante su plena satisfacción.
Sin embargo, puesto que la naturaleza humana no podía hacer esto por sí sola y, en consecuencia, no podía reconciliarse con Dios mediante la satisfacción debida, a fin de que la justicia de Dios no tuviera que permitir el desorden del pecado en su Reino, intervino la bondad divina y el hijo de Dios asumió en su persona la naturaleza humana, para ser hombre-Dios en esta persona.
La naturaleza divina no ha sido humillada por todo esto; en cambio, la naturaleza humana se ha visto exaltada. Aquélla no quedó disminuida, ésta ha sido ayudada misericordiosamente. Y la naturaleza humana no sufrió nada en este hombre por constricción, sino sólo por su libre voluntad. Él no se sometió a la violencia de nadie; sólo por su bondad espontánea, para honor de Dios y para la utilidad de los otros hombres, sostuvo con su alabanza y por su misericordia lo que le fue impuesto con mala voluntad; pero lo hizo sin que nadie se lo impusiera por obediencia, sino con una sabiduría que lo dispone todo de manera poderosa (Anselmo de Canterbury, II Cristo, Milán 1989, III, pp. passim; existe edición de sus obras completas en castellano en la BAC).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú eres mi fortaleza, Dios fiel» (Sal 59,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Creer en la gracia de Dios significa no demorarse en hurgar en nuestra miseria, en nuestra culpa, sino salir de nosotros mismos y dirigir la mirada a la cruz, allí donde Dios tomó sobre sí y cargó con la miseria y la culpa, derramando así su amor sobre todos los que tienen que cargar con pesos difíciles de llevar.
Miseria y culpa del hombre, gracia y amor misericordioso de Dios, son realidades que se reclaman mutuamente. Allí donde están presentes en gran cantidad la miseria y la culpa, precisamente allí, sobreabundan más que nunca la gracia y el amor de Dios. Allí donde el hombre se muestra pequeño y débil, allí ha manifestado Dios su propia gloria. Allí donde el corazón del hombre está destrozado, allí penetra Dios. Allí donde el hombre quiere ser grande, no quiere estar Dios; allí donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, allí mismo instaura Dios el Reino de su gloria y de su amor. Cuanto más débil es el hombre, tanto más fuerte es Dios: esto es cierto; tan cierto como que en la cruz de Cristo se encuentran el amor de Dios y la infelicidad humana.
Allí donde toda la desesperación de la humanidad, todo su atormentador deseo, toda su obligación de renunciar, se muestran con toda su crudeza, en la miseria y en el pecado de nuestras ciudades, en las casas de los publícanos y de los pecadores, en los asilos de la desesperación y de la miseria humana, en las tumbas de nuestros seres queridos, en el corazón de aquel a quien se ha arrebatado toda la alegría de vivir, en el pecho de quien ya no consigue levantarse de su propia culpa... allí es donde triunfa la Palabra de la gracia divina. Aquí no es posible descifrarla ni discernirla, allí se muestra espléndida; aquí es inverosímil, allí se muestra hecha realidad; aquí aparece como un relampaguear en el horizonte del tiempo, allí luce con el resplandor de la eternidad (D. Bonhoefrer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 191 ss, passim).
Miércoles 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 2,14-18
Hermanos:
14 puesto que los hijos tenían en común la carne y la sangre, también Jesús las compartió, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo,
15 y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida.
16 Porque ciertamente no venía en auxilio de los ángeles, sino en auxilio de la raza de Abrahán.
17 Por eso tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser ante Dios sumo sacerdote misericordioso y digno de crédito, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo.
18 Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba.
**• El autor de la carta, profundizando en el significado de la solidaridad de Cristo con nosotros, explora, por así decirlo, los confines de la misericordia divina. Jesús ha asumido plenamente la realidad del hombre, marcada por la fragilidad y la muerte a causa del pecado. Aunque no conoció el pecado (cf. 4,5), cargó sobre sí las consecuencias del mismo. De este modo, pudo liberar a la humanidad -sometida al dominio del diablo, artífice del pecado y de la muerte- no desde fuera y desde arriba, sino desde el interior: una liberación «impuesta» no habría sido ni auténtica ni eficaz. El Hijo, sin embargo, se hizo partícipe de nuestra condición, a fin de que nosotros pudiéramos participar de la suya. Como buen samaritano, se inclinó sobre aquel que más necesidad tenía de sus curas: no los ángeles, sino la raza de Abrahán (v. 16); a saber, todos los peregrinos de la fe en este valle de lágrimas.
Puesto que esta asimilación total con nosotros por parte de Cristo nos rescata del pecado, Cristo cumple perfectamente la función sacerdotal: él es el verdadero sumo sacerdote, «misericordioso» con los hombres –cuyos sufrimientos conoce por experiencia personal- y «digno de crédito» en las cosas relacionadas con Dios, puesto que ha sido enviado por el Padre para nuestra salvación.
Evangelio: Marcos 1,29-39
En aquel tiempo,
29 al salir de la sinagoga, Jesús se fue inmediatamente a casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan.
30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Le hablaron en seguida de ella,
31 y él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. La fiebre le desapareció y se puso a servirles.
32 Al atardecer, cuando ya se había puesto el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados.
33 La población entera se agolpaba a la puerta.
34 Él curó entonces a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero a éstos no les dejaba hablar, pues sabían quién era.
35 Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar.
36 Simón y sus compañeros fueron en su busca.
37 Cuando lo encontraron, le dijeron: -Todos te buscan.
38 Jesús les contestó: -Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para predicar también allí, pues para esto he venido.
39 Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando los demonios.
**• El evangelista continúa la narración de una jornada típica de Jesús: las apremiantes demandas de los discípulos y de la gente, las muchas y acuciantes necesidades parecen «devorar» su tiempo... Sin embargo, cada uno es a sus ojos una persona única: lo muestra el primer milagro que sigue al primer exorcismo (w. 30ss). La Misericordia «se acerca» a la miseria de una mujer enferma -considerada en nada, según la mentalidad de la época y la «levanta» cogiéndola por la mano: con la ternura de este gesto, Jesús le restituye no sólo la salud, sino también la capacidad de servir, esto es, de amar humildemente. La noticia se difunde enseguida (cf. v. 28) y Jesús se encuentra cargado de trabajo: acabado el descanso sabático con el ocaso del sol, todos le llevan a sus enfermos y endemoniados. Se reúne una muchedumbre de menesterosos, de miserables, sedientos de vida. Y la Misericordia es como un río de gracia que da de su sobreabundancia a cada uno (w. 32-34).
Pero ¿cuál es la fuente de este río? También Jesús es como un pobre, necesitado de alcanzar la sobreabundancia del Padre para poderla derramar sobre los otros; la oración nocturna, solitaria y prolongada, es su secreto. Un secreto al que se apega como al de su propia identidad, que los demonios quisieran revelar para forzar su misión haciendo palanca en las expectativas de la gente (un Mesías político, un reino poderoso). Pero Jesús no lo permite, y ni siquiera se deja seducir por su propio éxito (w. 37ss); la oración le mantiene en continua relación con el Padre, en adhesión a su designio. Ha «salido» (v. 38: al pie de la letra) del seno del Padre para manifestar su rostro a los hombres. Por eso, como siervo humilde, como Hijo obediente y amadísimo, no puede detenerse: continúa su peregrinación entre nosotros, dilatando los confines del Reino y venciendo a las fuerzas del mal (v. 39).
MEDITATIO
A nosotros, atosigados por mil compromisos o angustiados por tantas tribulaciones, se nos ofrece hoy una Palabra que puede restaurarnos, confortarnos e indicarnos una dirección para la vida. Ésta nos hace detenernos un poco para contemplar la misericordia divina: un designio de amor que nos salva y nos libera de la esclavitud del Maligno a través de la encarnación redentora del Hijo de Dios. Jesús ha querido preocuparse por nosotros, pobres, compartiendo en todo nuestras miserias, nuestros sufrimientos, la fatiga de nuestro camino.
Ha salido del seno del Padre para recorrer nuestras calles y anunciarnos este amor admirable, para entrar en nuestras casas y aliviar nuestras enfermedades, para bajar a nuestras plazas y ofrecernos la liberación del mal y de todas sus nefastas consecuencias. En algunas ocasiones, incluso hoy, lo hace con un milagro evidente.
Pero, con mayor frecuencia, tiene lugar en lo secreto de las conciencias, tocadas por su gracia. A lo largo del discurrir de los tiempos, el Señor glorioso continúa revelándose en la humildad, en el silencio, en la oración. Y de este modo nos indica el camino: llegar a ser como él, con él, misericordia para los hermanos, ternura infinita que sabe dar, a cada uno de los mil rostros con que se encuentra, la dignidad de ser persona: un hijo amado de Dios, un hermano amado por mí. Jesús viene a dar aliento a nuestros mil compromisos, a dilatar el horizonte de nuestras múltiples angustias, ofreciéndonos el bálsamo de la misericordia para que sepamos darlo a los otros. Nuestras jornadas «más que repletas» tendrán entonces el aliento del amor; nuestro nuevo e infinito horizonte se llamará «compasión». Y será el horizonte de Dios.
ORATIO
Te alabamos, oh Padre, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a comprender sus confines inconmensurables y a acoger con fe tu amor, que nos envuelve, nos libera, nos invita a la fiesta de la vida eterna en ti.
Te damos gracias, oh Hijo, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a inclinarnos contigo sobre cada hermano que está pasando por la prueba, que sufre, que es humillado. Haz que unos seamos capaces de llevar las cargas de otros, reconociéndonos todos como llevados por tu compasión.
Te invocamos, oh Espíritu Santo, porque es eterna tu misericordia: ven a abrirnos a tu gracia, ilumínanos con tu benevolencia, inflámanos con tu caridad. Entonces seremos testigos veraces de Cristo junto a cada hombre amado con el corazón de Dios.
CONTEMPLATIO
En esta vida, cuanto más tiempo pueda ser herida la carne mortal por el padecer, tanto más tiempo puede ser tocado el ánimo, vulnerable, por el compadecer [...].
En efecto, así como la debilidad de la carne es padecer, así la debilidad del ánimo es compadecer. Por eso el Dios-hombre vino a suprimir ambas y cargó con ambas. Asumió el padecer en la carne, acogió el compadecer en el ánimo. En ambos quiso ser débil por nosotros, a fin de curarnos a nosotros, que somos débiles, de ambos. Enfermó por el padecer de su pasión; enfermó por el compadecer la miseria de los otros. Y cargó sobre sí el padecer hasta morir por los mortales. Y cargó sobre sí el compadecer hasta llorar por los que se encaminaban a la ruina.
A causa de la miseria, entregó su carne a la pasión; a causa de la misericordia, dejó que su alma se turbara hasta la compasión. Sufrió en su carne padeciendo por nosotros; sufrió por nosotros en su ánimo compadeciendo [...]. Y así Jesús llevó, en la humanidad que había asumido, y durante todo el tiempo que quiso cargar con ella, según lo que es propio del ser humano, tanto la pasión en la carne como la compasión en el ánimo... «Pues mis días se disipan como humo, mis huesos se consumen como brasas» (Sal 102,4). Los días se disiparon por la pasión, los huesos ardieron por la compasión.
A causa de la pasión, murió la carne; a causa de la compasión, ardió el alma. El dolor de la compasión fue como una quemazón del alma, en la que ardía de misericordia, era impulsada por la compasión, estaba desecada por la desesperación: digo desesperación, pero no a causa de sí misma, sino a causa de los que no podían ni corregirse en el mal ni liberarse de él (Hugo de San Víctor, Miscellanea I, CLXXX: en PL 177, cois. 577ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Alabad al Señor, porque es bueno: su misericordia es eterna» (Sal 135,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El conocimiento que tenías de mí como creador ha sido superado en «calidad» por el que has adquirido haciéndote hombre. Ahora sabes qué significa vivir como mortal en esta tierra: sabes qué son los vínculos de sangre, qué es la amistad, qué es el sueño, qué es cansarse con el trabajo, qué es poder lavarse cuando se está sudado y sucio, qué es participar en una fiesta, qué es rezar pronto por la mañana hasta ver blanquear el cielo y nacer el sol, qué es ser traicionado, qué es tener miedo, qué es ser amado por la gente, qué es enseñar, qué es comer o beber, qué es el dolor, qué es tener una madre y, por último, qué es morir. Gracias a todas estas experiencias, ahora me conoces, sabes qué es «ser hombre». Tú también quieres que yo te conozca, que también yo sepa un poco qué es «ser» Dios, qué es ser eterno, qué es ser libre, qué es ser amor, ser paz, ser alegría; qué es, en el fondo, simplemente «ser», y puesto que el Ser eres tú, qué es, en definitiva, «ser» tú (A. Marchesini, Vieni e vedi, Bolonia 1986, pp. 146ss).
Jueves 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 3,7-14
Hermanos:
7 Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si escucháis hoy su voz,
8 no endurezcáis vuestros corazones, como sucedió en el lugar de la rebelión el día de la prueba en el desierto,
9 cuando vuestros antepasados me pusieron a prueba después de haber visto mi actuación durante cuarenta años.
10 Por eso me enojé contra aquella generación y dije: Su corazón anda siempre extraviado; jamás han conocido mis caminos.
11 Por eso juré airado: ¡No entrarán en mi descanso!
12 Mirad, hermanos, que no se halle en alguno de vosotros un corazón malo e incrédulo que le aleje del Dios vivo.
13 Al contrario, exhortaos mutuamente cada día, mientras dura este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca por la seducción del pecado.
14 Porque participamos de la suerte de Cristo siempre y cuando mantengamos firme hasta el final la confianza del principio.
*+• El Espíritu Santo habla siempre en el «hoy» del hombre para ayudarle a vivir el presente según la voluntad de Dios. Sin embargo, el hombre se encuentra siempre tentado de endurecer el corazón a esta voz y seguir sus propios caminos torcidos, imposibilitándose la alegría de la comunión con Dios (es decir, su «descanso», w. 7-11). El autor de la carta a los Hebreos, alternando las exhortaciones con la exposición doctrinal, amonesta a los destinatarios a permanecer vigilantes sobre esa actitud interior. En efecto, «los padres» del antiguo Israel cayeron en la obstinación y en la incredulidad aunque habían «visto» las maravillas obradas por el Señor. Si se enojó con aquella generación, que había recibido por medio de Moisés la Ley de la alianza, cuánto más grave será la responsabilidad de quien endurece su corazón después de haber encontrado a Cristo, muy superior a Moisés (3,1-6), en cuanto Hijo de Dios.
Por consiguiente, es preciso renovar continuamente nuestra propia adhesión de fe: cada día se nos llama a decidir entre la docilidad a la voz del Señor o el hundimiento en el pecado que nos acecha (12,1). En esta buena batalla (cf. 1 Tim 1,18) por la fidelidad a Dios, los creyentes están invitados a apoyarse recíprocamente: es grande el consuelo que procede del testimonio recíproco, de la fe común en Jesús, cumplimiento supremo de las promesas de Dios y de las expectativas del hombre (w. 13ss).
Evangelio: Marcos 1,40-45
En aquel tiempo,
40 se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: -Si quieres, puedes limpiarme.
41 Jesús, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: -Quiero, queda limpio.
42 Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio.
43 Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente:
44 -No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos.
45 Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes.
**• Marcos, en cada episodio de su evangelio, nos ayuda a intuir cada vez mejor la personalidad de Jesús. A éste, que había sido presentado como el heraldo y como el que inaugura el reino de la vida (v. 39), se le acerca un leproso, considerado como un «muerto viviente», según la Ley, a causa de la descomposición anticipada de la carne. Y puesto que todo lo que tiene que ver con la muerte contamina al hombre, estos enfermos eran marginados por completo para evitar el doble peligro del contagio y de la impureza. Ellos mismos debían, gritar a distancia: «¡Leproso! ¡Leproso!», para advertir del riesgo a quien incautamente se les acercara. En este relato se rebasa la Ley continuamente: por lo demás, ésta sólo podía constatar la enfermedad, segregar al enfermo y certificar su curación cuando tuviera lugar. Sin embargo, el leproso sabe que puede confiar en algo más grande y más sagrado que la Ley: por eso se atreve a acercarse a Jesús con una humildad total, manifestándole la fe en su poder y el abandono sin pretensiones a su voluntad. También Jesús, con su «compasión visceral» (v. 41, al pie de la letra), va más allá de la Ley: toca al leproso y con ese contacto fraterno restituye al enfermo su dignidad. Ahora ya no se siente un excluido, un infectado que contamina, sino un ser amado. Tras mostrarle su solidaridad, Jesús expresa su voluntad y revela su poder curando al enfermo. A fin de evitar un entusiasmo prematuro y desorientador en la gente, Jesús le impone severamente al hombre que guarde el secreto y cumpla las prescripciones legales para certificar
la curación.
Sin embargo, con una ulterior transgresión, el «redivivo» se preocupa únicamente de divulgar el hecho. Una publicidad inoportuna que obliga al humilde Siervo de YHWH, venido a cargar con nuestras enfermedades, a quedarse fuera de las ciudades, como un leproso. A pesar de ello, todos acuden a él. Se intuye que Jesús posee una autoridad superior a la Ley {cf. 2,1-3,6), está movido por una inmensa compasión por el mal (dolor-pecado) del hombre, es portador de vida y quiere darla. Pero sabe por qué camino realizará el Padre este don: las muchedumbres, por ahora, no pueden comprenderlo.
MEDITATIO
Como el antiguo Israel, como los primeros judeocristianos, también nosotros hemos contemplado las maravillas obradas por el Señor. Sin embargo, como todos, también nosotros corremos cada día el riesgo de acostumbrarnos a la gracia, de «endurecer el corazón», prefiriendo escuchar otras voces antes que la de Dios. El nos invita a examinarnos por dentro, «hoy»: este «hoy» es nuestro presente y, al mismo tiempo, es también el tiempo de la conversión concedido a la humanidad, un tiempo del que no podemos abusar. Miremos, pues, a la luz de la Palabra, si nuestro corazón no se encuentra pervertido, desviado, sin fe; en suma, alejado del Dios vivo.
Si sólo buscamos de Dios favores y realizaciones humanas, si pretendemos convertirlo en instrumento y ponerlo al servicio de nuestros intereses, si estamos dispuestos a renegar de él cuando nos parece más oportuno mostrarnos como «librepensadores» o consumidores despreocupados de los bienes de la vida, entonces nuestro corazón esté, pervertido: si está vuelto hacia atrás, entonces sigue la lógica del Maligno, aunque mantenga a veces una fachada de religiosidad.
Un corazón desviado no se da cuenta de que anda fuera del camino, no asimila la mentalidad evangélica, porque reorganiza a su propio gusto las exigencias y la gracia. Un corazón sin fe: ¿cómo se puede referir esta expresión a gente «practicante»? Sin embargo, también nuestro corazón puede carecer de fe cuando se aleja del Dios vivo y permanece encarcelado en una religión sólo formal, sin una relación vital con Cristo. El leproso va a Jesús superando las estrecheces de la Ley, pone en Jesús toda su esperanza y experimenta así el toque de su inefable misericordia, el poder del Dios-con-nosotros... Podemos alejarnos del Dios vivo de muchos modos, pero la Palabra nos sitúa en la verdad y nos anima: Dios es más grande que nuestro corazón. Si nos reconocemos leprosos en nuestro interior, portadores del pecado y de la muerte, vayamos con confianza a Jesús y supliquémosle humildemente: «Si quieres, puedes limpiarme».
ORATIO
Señor Jesús, venimos a ti como leprosos entre muchos leprosos, como menesterosos entre muchos que necesitan, sobre todo, recuperar la voluntad de curar, la voluntad de redescubrir la bondad de la vida, aunque esté marcada por dolores y fatigas. Sufrimos, efectivamente, pero tal vez no sintamos verdaderos deseos de curar; estamos solos, excluidos, separados de los otros; nos lamentamos de ello, pero no deseamos a fondo volver a la responsabilidad de la convivencia fraterna, a los deberes de quienes están sanos, de quienes deben servir a los demás. Señor Jesús, todos nosotros, postrados, cual multitud de leprosos en el espíritu y en la carne, te suplicamos que suplas tú mismo con tu firme voluntad de salvación nuestra indecisión crónica. Si tú quieres, puedes limpiarnos. Sí, a pesar de nosotros mismos, tócanos con tu mano y pronuncia tu palabra: «¡Quiero, queda limpio!». Y suscita en nuestro corazón y en todo nuestro ser la gratitud y la alegría, el canto de la vida nueva, el canto de la salvación total. Amén.
CONTEMPLATIO
La atención depende de la importancia que reconocemos al objeto que nos atrae, de la fascinación que ejerce. Si lo consideramos grande y bello, bueno y fuerte, si nos parece perfecto, rico en todo lo que puede saciarnos, entonces la atención es extrema.
La atención que prestamos a Dios es rara, porque raras son las almas que le conocen. El pecado nos ha distraído de él; vivimos de cara a lo creado; las imágenes de las criaturas nos llenan el alma, nos retienen y hacen difícil la atención a Dios. Es necesario volver atrás: ése es el sentido del término «conversión». La conversión tiene muchos grados. Yo soy extremadamente débil; la atención de mi espíritu vacila como la llama de un cirio al viento; la energía de mi voluntad, dirigida por esta luz, disminuye a cada instante o se disipa en esfuerzos desordenados [...]. Instante tras instante, mi pobre vida va desapareciendo así, sin valor y sin resultados. ¡Desearía tanto establecerla en la firmeza y en la paz! ¿Cómo es posible? Mi impotencia es evidente: no encuentro, no encontraré nunca en mí mismo la fuerza necesaria.
Y por eso vuelvo a ti. Tú me has hecho bajar a las profundidades de mi alma, allí donde reina la gran alegría calma de tu eterno amor. Deseo volver a hacer contigo este viaje. Deseo alcanzar en ti, a través de un coloquio corazón a corazón, la fuerza que me falta. ¿Acaso no eres tú la fuerza infinita? ¿No eres tú la luz de todo espíritu en este mundo, la luz verdadera, la luz que muestra todas las cosas en la verdad, la luz que quiere comunicarse a mí? Dios mío, derrama en mí este rayo amado que hace ver, que hace obrar y que es vida verdadera (A. Guillerand, «Scritti spirituali», en Un itinerario di contemplazione, Cinisello B. 1986, pp. 202-204, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Él perdona todas tus culpas, cura todas tus enfermedades» (Sal 102,3).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Afirma Efrén el Sirio: «La Iglesia no es la asamblea de los justos; la Iglesia es una muchedumbre de pecadores que se arrepienten », y la palabra clave en esta definición no es «muchedumbre», ni tampoco «pecadores», sino «que se arrepienten».
Arrepentimiento, por otra parte, no significa lamentarnos de nuestra propia miseria, sino tener conciencia de lo que es el pecado: separación de Dios, separación de los otros, división interior, separación de las raíces profundas y auténticas de nuestro propio ser. «Pecadores que se arrepienten» son los que han tomado conciencia de esta situación, han comprendido que ningún esfuerzo humano puede ponerle remedio y, por consiguiente, se han dirigido a Dios. El término «conversión» significa «volverse», «cambiar de orientación». La Iglesia es un cuerpo de personas que, por muy impías y miserables que puedan ser tomadas una a una, miran ¡untas hacia Dios, se dirigen a Dios, se vuelven a Dios a través de la súplica, a través de Ya fe, a través de la esperanza, y dan los primeros pasos en el amor (A. Bloom, Vivere nella Chiesa, Magnano 1990, pp. 31 ss).
Viernes 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 4,1-5.11
Hermanos:
1 Temamos, pues, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros quede sin entrar.
2 Porque también nosotros hemos recibido la Buena Nueva como ellos, sólo que a ellos el mensaje no les sirvió de nada, porque no estaban unidos mediante la fe a aquellos que lo escucharon.
3 Pero nosotros, si tenemos fe, podemos entrar en este descanso del que ha dicho: Por eso juré airado: ¡No entrarán en mi descanso! En realidad, sus trabajos terminaron cuando dio fin a la creación del mundo,
4 porque en cierto pasaje se dice acerca del día séptimo: Y Dios descansó de toda su obra el día séptimo.
5 Pero volvamos a nuestro pasaje: No entrarán en mi descanso.
11 Apresurémonos, por tanto, a entrar en este descanso, para que nadie caiga en aquella misma desobediencia.
*+• La Palabra nos exhorta hoy a vivir con santo temor el tiempo presente, tendidos hacia el futuro que Dios nos ofrece: la comunión con él, su «descanso» (v. 1).
Esta promesa hecha a Israel es, no obstante, válida para los creyentes en Cristo, pero la «Buena Nueva» anunciada por Dios debe ser acogida con fe. El antiguo pueblo de la alianza se cerró el descanso del Señor precisamente por la incredulidad. Este riesgo amenaza también al nuevo pueblo de Dios: adherirse a Cristo no significa, efectivamente, asumir un conjunto de nociones teóricas, ni estipular de una vez para siempre un contrato ventajoso...
Es, más bien, una opción dinámica que requiere un compromiso perseverante, tanto en el ámbito personal, dado que la fe en la Palabra ha de ser constantemente innovada y llevada a la vida (v. 3), como en el ámbito eclesial, puesto que es en la comunidad de los creyentes donde ha de ser transmitida la Palabra. Ésta ha de ser acogida, además, obedeciendo con fe a cuantos la comunican (v. 2b).
Entonces podrá caminar el nuevo pueblo de Dios en la unidad, hacia la meta indicada por el Señor. Todos los que deseen entrar en su descanso, deberán vigilar constantemente para dar, con solicitud, los pasos que conducen a este descanso (v. 11).
Evangelio: Marcos 2,1-12
1 Después de algunos días entró de nuevo en Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa.
2 Acudieron tantos que no cabían ni delante de la puerta. Jesús se puso a anunciarles el mensaje.
3 Le llevaron entonces un paralítico entre cuatro.
4 Pero, como no podían llegar hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico.
5 Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados te son perdonados.
6 Unos maestros de la Ley que estaban allí sentados comenzaron a pensar para sus adentros:
7 -¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?
8 Jesús, percatándose en seguida de lo que estaban pensando, les dijo: -¿Por qué pensáis eso en vuestro interior?
9 ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados o decirle: Levántate, carga con tu camilla y vete?
10 Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados. Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo:
11 -Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
12 El paralítico se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos, de modo que todos se quedaron maravillados y daban gloria a Dios diciendo: -Nunca hemos visto cosa igual.
*» Las obras de Jesús dejan aparecer cada vez con mayor claridad su misterio, un misterio que es verdadera «piedra de tropiezo». En efecto, éste suscita admiración, estupor, alabanza a Dios, en quien lo acoge, aunque no comprenda (v. 12), mientras que hace crecer la hostilidad en quien quisiera circunscribir su alcance (w. 6ss). De este modo, la fe activa de los cuatro acompañantes del paralítico se contrapone aquí al inmovilismo de los maestros de la Ley, «sentados» ante este rabí para valorar, juzgar y condenar sus palabras y sus gestos.
De todos modos, la fe en Jesús requiere continuas superaciones, puesto que él va mucho más allá de las expectativas depositadas en él; más aún, esas expectativas quedan decepcionadas en un primer tiempo para poder ser trascendidas y -sólo así- plenamente realizadas.
El primer milagro hecho al paralítico no es ni evidente ni deseado; sin embargo, es más grande (v. 7b) y más necesario, según el profundo conocimiento espiritual de Aquel que escruta los corazones (v. 8). El pecado es, efectivamente, la verdadera y grave parálisis que inmoviliza al hombre, impidiéndole caminar hacia Dios.
¿Cómo puede ir a Jesús quien está atado por estos «lazos de muerte» (Sal 114,3)? Es imposible. Por consiguiente, es necesario que la fe atenta de otros la supla (v. 5). Además, Cristo ha venido precisamente para liberarnos del pecado: por eso fue reo de pecado en favor de nosotros (2 Cor 5,21): se dejó clavar en el madero de la cruz. Los maestros de la Ley, que están delante de Jesús como jueces, no pueden comprender. Ven la blasfemia precisamente allí donde se revela la verdad más grande: el Hijo del hombre, el Juez apocalíptico de toda criatura (Dn 7,10b-14), no viene a la tierra a condenar, sino a perdonar los pecados. Para demostrar la verdad de sus palabras, realiza Jesús el segundo milagro, que, en este punto, manifiesta no sólo su poder, sino también de dónde procede (w. 9-11). De ahí que los presentes –probables testigos de otros milagros precedentes- puedan decir: «Nunca hemos visto cosa igual». Y el paralítico, libre en sus miembros y en su espíritu, puede recorrer ahora las calles de los hombres y el camino de Dios.
MEDITATIO
La fe es un camino que conduce al descanso de Dios. Un camino arduo en ocasiones; sin embargo, quien lo recorre hace reposar, ya desde ahora, su propio corazón en el Corazón de Dios. Con todo, muchas veces nos sentimos incapaces de dar ni un paso: somos paralíticos espirituales, nos mostramos inertes a los estímulos de la gracia o estamos atados por compromisos estresantes, tal vez asumidos precisamente para colmar con el activismo el vacío del «estancamiento» interior. La fiesta preparada desde siempre para nosotros nos espera: ¿cómo llegar a ella? Hoy la Palabra nos anima: Si te sientes demasiado débil, únete a la cordada, permanece unido a los testigos de la fe, déjate conducir por la obediencia.
También esta confianza en la fe eclesial es ya un paso -¡y cuan necesario!- de la fe. Tal vez nos encontremos precisamente impotentes, cautivos por los lazos del pecado; el orgullo y el egoísmo pueden atenazar también el alma de quien va diciendo: «Nunca he hecho nada malo»... También ahora viene en nuestra ayuda la Palabra: Déjate llevar a Cristo por la fe de los hermanos. Por su fe, él podrá desatarte, liberarte de los pecados, restituirte a una vida plena y responsable: «Levántate y anda».
La experiencia del perdón nos volverá a poner en marcha. Corramos con perseverancia en la fe, apresurémonos a entrar en el descanso de la comunión con Dios. La alegría de sentirnos amados y perdonados por él dilatará nuestro corazón. Y desde ahora comenzará ya la fiesta.
ORATIO
Gracias, Señor, por la fe de quien me ha llevado a ti.
Gracias porque has conocido mi miseria, el pecado que me paraliza, sin haberme condenado.
Gracias por la mirada de infinita ternura que has posado sobre mí, inerte.
Gracias por esa palabra que no buscaba y que me ha vuelto a dar también la vida: «Hijo, tus pecados te son perdonados».
Gracias por la nueva libertad que ha «soltado» las cadenas que mantenían cautivo mi corazón y me ha dado un impulso antes desconocido.
Gracias, Señor, por la alegría de la fe que tú mismo has suscitado en mí. Y ahora que me has dado la posibilidad de caminar, sostenme, para que no disminuya por el camino. Haz que, estrechamente unido a los hermanos en la fe, también aprenda yo a llevar a los otros a ti, hasta que lleguemos todos juntos a ese descanso eterno al que nos invitas, a la bienaventurada fiesta del Amor.
CONTEMPLATIO
Hermanos y padres muy queridos: He aquí que pasamos de un año a otro, de una estación a otra, de una fiesta a otra, sin encontrar ninguna estabilidad en esta vida; debemos dejar esta vida nuestra para entrar en el descanso eterno. Leemos en la Escritura: «Y el que entre en el descanso de Dios descansará también él de sus trabajos, como Dios descansa de los suyos» (Heb 4,10).
¿Y cuál es este descanso? A buen seguro, el Reino de los Cielos. Mirad: del mismo modo que Dios prometió a los israelitas la entrada en la Tierra prometida, pero los que no creyeron y le exasperaron no pudieron entrar en ella, tampoco a nosotros, si no obedecemos sus preceptos, se nos abrirá la entrada del Reino de los Cielos.
Pero ¿cuáles fueron las culpas que impidieron a los judíos la entrada en la Tierra prometida? La incredulidad, la murmuración, la calumnia, la contestación, la dureza de corazón, la soberbia, la fornicación: estos vicios fueron su ruina. Por eso, también nosotros, hermanos, debemos huir como del fuego de estos vicios mortíferos, no dudando de las promesas de Dios, sino creyendo firmemente «que Dios tiene poder para cumplir lo que promete» (cf. Rom 4,21). No murmuremos, no vituperemos a los otros, no nos opongamos, no endurezcamos nuestro corazón, no nos ensoberbezcamos; busquemos más bien «ser benévolos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos recíprocamente como Dios nos ha perdonado en Cristo». Si pasamos así nuestra vida, entraremos, sin duda, en la región de los mansos de corazón, donde desemboca la fuente de la vida y de la inmortalidad, donde resplandece la belleza de la Jerusalén celestial, donde reinan la alegría y la exultación (Teodoro Estudita, Piccola Catechesi, 34).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Ya que habéis acogido a Cristo Jesús, el Señor, vivid como cristianos. Enraizados y cimentados en él» (Col 2,6-7).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Nuestra fe es un movimiento hacia Dios, una fe que nos sacude y nos arrastra, una fe que es éxodo de nosotros mismos y penetración en Dios. Una fe semejante constituye un trastorno radical: el hombre está invitado a salir de sí mismo, aprende a olvidarse y a abandonarse para dejarse alcanzar por la palabra viva y omnipotente de Dios, con todas las consecuencias que esto implica. Una de ellas es que, en virtud de la fe, recibimos el mismo poder de Dios. La fe, en efecto, no es sólo el camino por el que podemos adherirnos a Dios y alcanzarle; es también el camino que Dios abre a su poder y a su fuerza para obrar maravillas en todo el mundo.
Éste es el maravilloso diálogo de la fe entre Dios y el hombre: Dios es el primero en hablar y espera de nosotros que nos abandonemos a su Palabra cuando ésta nos haya asido. En cuanto esto tiene lugar, Dios se vuelve, por así decirlo, el humilde servidor de quien lo ha abandonado todo por él. Desde ese momento, Dios deja de ser el único omnipotente: quien cree y se confía a esta omnipotencia lo es igualmente. María fue la primera en abandonarse así a la Palabra de Dios que le fue dirigida por el ángel Gabriel: «Hágase en mí según tu palabra» (Le 1,38).
Ahora bien, en el corazón del diálogo de fe, Dios le da la vuelta a esta frase y nos la envía: «Que os suceda según vuestra fe» (Mt 9,29); «Que te suceda lo que pides» (Mt 15,28). De este modo, nuestra fe se parece a un seno fecundado por el poder de la Palabra de Dios, que a su vez participa del poder de Dios en cuanto esta Palabra es acogida con un abandono total. Entonces ya nada es imposible; al contrario, «todo es posible para el que tiene fe» (A. Louf, Sotto la guida dello Spiríto, Magnano 1990, pp. 39-41, passim).
Sábado 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 4,12-16
Hermanos:
12 La Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.
13 Así que no hay criatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas.
14 Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos.
15 Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado.
16 Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.
*•*• Este fragmento presenta dos consideraciones, que concluyen y sintetizan una sección de la carta a los Hebreos y abren desarrollos ulteriores. La primera (w. 12ss) está unida a las exhortaciones precedentes (3,7-4,11), que se apoyan en las promesas y en las amenazas contenidas en algunos pasajes de la Escritura. Tras haber mostrado su cumplimiento, el autor puede afirmar la incoercible energía de la Palabra de Dios. Ésta es «viva, eficaz» y discierne la verdad incluso en esas profundidades interiores que el hombre es incapaz de sondear.
Aunque intentemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás, no es posible mentir a Dios. Su Palabra tiene, por tanto, el poder de llegar a lo más íntimo de nosotros mismos para desenmascararnos e iluminarnos, a fin de que, «al vernos» con la mirada misma del Señor, podamos «enmendarnos», puesto que a él «hemos de rendir cuentas». La segunda consideración recupera el tema de Jesús «sumo sacerdote misericordioso» (señalado en 2,17ss): hasta ahora se ha explicado el alcance del adjetivo «misericordioso»; esta alusión prepara ahora otros desarrollos que van a seguir sobre el sacerdocio de Cristo.
Estas dos breves reflexiones son dos aspectos de un único mensaje: estamos invitados a caminar con santo temor bajo la guía verdadera de la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, con plena confianza, puesto que Cristo, constituido en sumo sacerdote en favor de nosotros, ha experimentado nuestra debilidad y puede compartirla plenamente. Por consiguiente, si a la luz de la Palabra nos reconocemos frágiles y pecadores, no por ello ha de disminuir nuestra confianza: el trono de Dios es «trono de gracia», su realeza es misericordiosa, y Cristo mismo, sentado a la diestra del Padre, pide por nosotros la ayuda necesaria en la hora de la prueba (v. 15).
Evangelio: Marcos 2,13-17
En aquel tiempo,
13 Jesús volvió a la orilla del lago. Toda la gente acudía a él, y él les enseñaba.
14 Al pasar vio a Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado en su oficina de impuestos, y le dijo: -Sígueme. Él se levantó y le siguió.
15 Después, mientras Jesús estaba sentado a la mesa en casa de Leví, muchos publícanos y pecadores se sentaron con él y sus discípulos, pues eran ya muchos los que le seguían.
16 Los maestros de la Ley del partido de los fariseos, al ver que Jesús comía con pecadores y publícanos, decían a sus discípulos: -¿Por qué come con publícanos y pecadores?
17 Jesús lo oyó y les dijo: -No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.
**• La persona y la misión de Jesús figuran en el centro de cualquier pasaje del evangelio de Marcos como una provocación, como una invitación a tomar posición respecto a él y, en virtud de ello, a reconocernos a nosotros mismos en la verdad. Los episodios precedentes habían mostrado ya que Jesús ha venido a arrancar al hombre del mal y del pecado; la perícopa de hoy nos hace ver la perfecta libertad de que goza y que, en consecuencia, puede ofrecer a los otros. La muchedumbre
acude a él porque intuye esta posibilidad de vida nueva y plena que ofrece Jesús, que es Jesús. Pero incluso los que no van a él advierten la fascinación de su paso, la fuerza de su presencia. Leví está «sentado», atento a cumplir su odioso oficio.
Sin embargo, a la luz de la llamada de Jesús, al eco de su llamada, consigue liberarse de las cadenas interiores de la avidez, «se levantó» (en el griego original se emplea el mismo verbo que para designar la resurrección) y le siguió (v. 14), abriéndole el corazón, la casa y... un paso para llegar a muchos otros de su misma categoría. Se trata de gente sin escrúpulos, explotadores profesionales, vendidos al dominador extranjero. Sin embargo, Jesús, sin preocuparse de la contaminación ritual, comparte con ellos la comida, símbolo de la comunión de vida.
Una libertad excesiva a los ojos de la élite religiosa, una provocación para todos: «¿Por qué come con Publiocanos y pecadores?» (v. 16). Jesús comparte la vida incluso con quienes no han optado aún por romper con el pecado: viene precisamente para dar la fuerza y la gracia necesarias para poder hacerlo, y, entretanto, busca al hombre allí donde se encuentra, acercándose a él, haciéndose hermano suyo, comensal. Sin embargo, el que se siente justo no ha comprendido que el médico se pone al servicio de los enfermos y que la misericordia se vierte sobre quien es miserable. La peor enfermedad, la mayor miseria, es el pecado; por eso Jesús busca, llama, cura a los pecadores con amor de predilección. ¿A qué categoría pertenezco yo?
MEDITATIO
Verdad y misericordia: el mensaje de la liturgia de hoy se resume en estos dos términos y en otro que es como la resultante de ambos: libertad. «La Palabra de Dios es viva y eficaz»; la Palabra es Jesús mismo, que pasa siempre por nuestra vida, que ve siempre las oscuras profundidades de nuestro corazón y, sin embargo, nos invita: «Sígueme». La Palabra es «más cortante que una espada de dos filos», porque con la verdad corta nuestra mentira y con la misericordia expulsa todo orgullo y desaliento. Sí, Jesús nos hace reconocernos tal como somos, pecadores, y, después, nos envuelve con el manto de su compasión, nos reviste de su santidad. A menudo nos encontramos encadenados por malas costumbres, por inclinaciones al mal que ni siquiera queremos admitir o que mimamos, disfrazándolas según la moda. Nos mentimos a nosotros mismos y a los demás, aunque no conseguimos engañar al Señor. Y es a él «a quien hemos de rendir cuentas». Sin embargo, el Juez verdadero se hace comensal nuestro: si hoy nos decidimos a abrirle nuestro corazón y nuestra casa, su libertad nos liberará, su plenitud de vida hará de nosotros hombres y mujeres resucitados, su amistad se convertirá dentro de nosotros en fuente de alegría para muchos.
«Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia», donde Cristo está sentado junto al Padre y nos prepara un sitio: quiere tenernos como comensales suyos en el banquete eterno, en la fiesta de la misericordia. El Médico ha cargado con nuestras debilidades, y «por sus llagas hemos sido curados».
ORATIO
Señor, Dios de verdad, ilumina nuestros corazones con tu Palabra. Penetra las profundidades de nuestro ser para acabar con la mentira que no queremos rechazar.
No nos resulta fácil reconocernos y mostrarnos tal como somos: pecadores, enfermos en el espíritu.
Cristo, Dios de misericordia, pasa hoy por nuestra vida y míranos: sentados, atados a nuestros mezquinos intereses, no somos capaces de levantarnos e ir a ti si tú no nos llamas.
Señor, Dios de libertad, arráncanos de las insidias del Mal. Ven a compartir la mesa de nuestra vida cotidiana y danos plena confianza: gracias a tu perenne intercesión ante el trono de Dios, nos sentaremos un día junto a ti en el banquete eterno. Fiesta de pecadores perdonados, jolgorio del Amor que salva.
CONTEMPLATIO
Jesús está con nosotros en sus palabras, pero eso significa, de un modo absolutamente claro y preciso, que está con nosotros en lo que quiere y en lo que piensa de nosotros. Está con nosotros con su voluntad en sus palabras, y sólo a través de la frecuentación de esta Palabra de Jesús presagiamos su proximidad. Ahora bien, la palabra es el medio expresivo más claro y significativo a través del cual pueden entrar en contacto entre sí los seres espirituales. Si poseemos la palabra de un hombre, conocemos su voluntad y toda su persona. La Palabra de Jesús es siempre una y siempre la misma y, no obstante, es siempre y nuevamente diferente. Nos dice: estás bajo el amor de Dios, Dios es santo y también vosotros debéis ser santos; Dios quiere daros el Espíritu Santo a fin de que seáis santos. Y dice esto de una manera diferente a cada uno y en todo momento; la Palabra de Dios es una para el niño y una para el adulto, una para el muchacho, una para la muchacha; una para el hombre, una para la mujer: tampoco hay edad, ni instante de la vida en la que la Palabra de Dios no tenga algo que decirnos. En la medida en que nuestra vida esté bajo su Palabra, será santificada por ella. La Palabra de la Iglesia acompaña a los hombres desde el bautismo hasta la tumba, pone al hombre bajo la certeza de la Palabra: «Mirad, yo estoy con vosotros» (D. Bonhoeffer, Lo straordinario sifa evento, Brescia 1998, pp. 121ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La misericordia y la verdad se encuentran» (Sal 85,11).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La Palabra es un espejo y una espada. En primer lugar, un espejo. ¿En qué sentido? En el sentido obvio de que la Palabra refleja nuestra imagen. Es el instrumento para realizar un diagnóstico despiadado de nuestra vida. Pone al desnudo nuestros pensamientos secretos y nos revela nuestro corazón. Junto al símbolo del espejo está el de la espada, que ratifica el primero.
La imagen es de una rara eficacia. La Palabra debe herir: debe abrir una llaga, o sea, poner en crisis situaciones falsas, provocar un cambio de opinión, suscitar una metanoia. Una lectura en que la Palabra roce la epidermis del alma sin ni siquiera hacerle un rasguño al pensamiento, al corazón, a la vida, es una lectura que se resuelve en un formalismo. Es una Palabra que procede de los abismos de la vida divina y quiere aferrar nuestra vida, llegando a las raíces profundas del ser: a la «médula». Los profetas han dicho esto mismo haciendo gala de un gran realismo: «Hijo del hombre, come este libro». Esta manducación es el acto con el que queda sellada la vocación de Ezequiel (Ez 2). También Jeremías siente la Palabra «como un fuego devorador encerrado en mis huesos» (Jr 20,9); y allí se muestra como lava explosiva de volcán que se abre con una fuerza viva una vía de salida: «Intentaba sofocarlo y no podía». Una Palabra sufrida íntimamente, que va a traspasar el corazón de los otros, después de haber traspasado el mío: «Hablaré, sí, hablaré... para que la espada de la Palabra de Dios por medio de mí llegue a traspasar también el corazón del prójimo. Hablaré, pero oiré que la Palabra de Dios se dirige también contra mí»: son palabras de Gregorio Magno [Homilías sobre Ezequiel XI, 1,5].
De estas palabras se hace eco una novela moderna, en la que un sacerdote se dirige a un hermano en el sacerdocio de este modo: «La Palabra de Dios es un hierro al rojo vivo, y tú, que debes enseñarla a los otros, ¿quieres cogerla con las tenazas por miedo a que te queme? ¿No la cogerás más bien con las dos manos? [...]. Quiero que cuando el Señor saque de mi interior en cualquier ocasión una palabra útil para las almas, pueda sentirla por el mal que me hace dentro» [G. Bernanos, Diario de un cura rural] (M. Magrassi, Bibbia e preghiera, Milán 1980, pp. 154-157, passím).
Lunes 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 5,1-10
Hermanos:
1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados.
2 Es capaz de ser comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas,
3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, a la vez que por los del pueblo.
4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón.
5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy
6 O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec.
7 El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente,
8 y precisamente porque era Hijo aprendió a obedecer a través del sufrimiento.
9 Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen
10 y ha sido proclamado por Dios sumo sacerdote a la manera de Melquisedec.
*•• El pasaje cuya lectura se nos propone hoy está construido con un gran esmero. En primer lugar, señala las características del sumo sacerdote del Antiguo Testamento. De él sabemos que estaba llamado a intervenir en favor de los hombres en sus relaciones con Dios (v. 1); los comprende profundamente porque es uno de ellos (v. 2); debe recibir este encargo de parte de Dios. A continuación, empezando por la última y ascendiendo hasta la primera, aplica el autor estas características a Jesús, mostrando que él es verdaderamente el único y sumo sacerdote. En cuanto elegido por Dios, es también el Hijo, depositario de un sacerdocio que dura para siempre; es misericordioso con los hombres hasta el punto de ofrecer, aunque no tenía pecado, no sacrificios externos, sino a sí mismo, abriendo así el camino a todos los hombres a la salvación eterna. Nos encontramos en el punto central de la carta a los Hebreos, que nos muestra a Cristo en el momento en que ofrece al Padre su voluntad de compartir el sufrimiento humano hasta la muerte en la cruz. Cristo, con «oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas» (v. 7a), presentó su ofrenda y agradó al Padre por su respetuosa sumisión a su divina voluntad. Así alcanzó «la perfección» (v. 9) y pudo obtener la salvación para todos los que acogen su Palabra.
Evangelio: Marcos 2,18-22
18 Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decir a Jesús: -¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no?
19 Jesús les contestó: -¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen.
20 Llegará un día en que el novio les será arrebatado. Entonces ayunarán.
21 Nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, porque lo añadido tirará de él, lo nuevo de lo viejo, y el rasgón se hará mayor.
22 Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres, y se perderán vino y odres. El vino nuevo en odres nuevos.
*>•• El comportamiento de los discípulos ofrece el motivo para una polémica ulterior de los maestros de la Ley contra Jesús. ¿Por qué no ayunan ellos como hacen, en cambio, los discípulos de Juan y de los fariseos? El ataque lanzado contra Jesús, en vez de perjudicarle, le brinda una nueva posibilidad de revelarnos su misterio. Jesús es «el Esposo», extensamente prefigurado en el Antiguo Testamento (Is 62,5; 61,10; Os; Cant; Ez 16), que, por fin, está en medio de su pueblo. Por consiguiente, ha llegado el tiempo de la salvación, y el tiempo del ayuno ha dejado de tener sentido, puesto que la presencia de Cristo abre el tiempo de la fiesta y de la alegría. Habrá todavía días en que será arrebatado el Esposo, con violencia, a la compañía de sus hermanos (cf. Me 14,43ss), pero ahora ha hecho irrupción en la historia la novedad absoluta. Con la presencia de Jesús ha entrado en el tiempo algo irreductiblemente diferente. El vestido de la ley no puede tolerar el paño nuevo representado por Jesús. En el banquete de bodas de Dios con la humanidad, del que Cristo nos ha hecho partícipes, está ahora el vino nuevo del Espíritu, que rompe los odres viejos de los corazones endurecidos.
MEDITATIO
Las dos lecturas que nos han sido propuestas constituyen una clara invitación a fijar la mirada de nuestro corazón en Jesús. Él es el sumo sacerdote que, verdaderamente, puede sentir justa compasión por nosotros, dado que pagó con «con grandes gritos y lágrimas» su solidaridad con nosotros y «aprendió a obedecer a través del sufrimiento». Por eso permanece ahora siempre vivo en presencia del Padre como memorial santo y agradable a Dios por todos nosotros. Se nos ha abierto, por fin, el camino para acceder al corazón del Padre, con la certeza de que seremos escuchados más allá de nuestro deseo.
En efecto, no sólo él nos representa a todos ante Dios, sino que es también la presencia viva de Dios en medio de los hombres, es el Esposo que nos hace sentar a cada uno de nosotros en su banquete de alegría y de fiesta, donde no está permitido ayunar, porque ahora está con nosotros para siempre, hasta el final de los días.
Estamos, por tanto, ante una palabra que nos afecta profundamente y constituye un verdadero «evangelio», la Buena Noticia que esperábamos. Nuestra ignorancia y nuestro error -nuestro extravío- han encontrado al final a alguien que está en condiciones de darles un nombre y cambiarlos, con la certeza de que nada de cuanto es nuestro carece de valor. Dios nos ama, Dios me ama. Él es quien recoge nuestras lágrimas en su odre -pues son preciosas para él- y cambia nuestro lamento en danza (cf. Sal 55,9; 29,12).
ORATIO
Señor Jesús, tu recuerdo irrumpe en la monotonía de nuestras jornadas como un toque de fiesta. Mientras a nuestro alrededor parece imperar la mordaza de un despiadado egoísmo, tú sabes decir aún la palabra que abre los corazones a la alegría y a la esperanza. Tú eres la novedad absoluta, el vino nuevo y espumoso que rompe los odres endurecidos de nuestras presuntas certezas. Hoy quisiéramos no sentirnos bien en el vestido viejo de nuestras ideas preconcebidas.
Envía de nuevo al Espíritu del Padre para que permitamos al paño nuevo y robusto de tu divina humanidad revestirnos con los vestidos de la salvación. Será el vestido festivo que nos permitirá sentarnos contigo en el banquete de bodas, saborear el vino de la alegría, comer ese pan que no tiene otra cosa sino la perpetuación de tu entrega de amor por nosotros. Haz que tengamos parte en tu mesa, conscientes del precio de los «gritos y lágrimas» que tú derramaste por nosotros. Haz que también nosotros, viviendo contigo y en el Espíritu en obediencia al Padre, llevemos a cumplimiento su designio de salvación y lleguemos a ser testigos de su amor eterno para todos los hermanos.
CONTEMPLATIO
La mortificación del alma consiste en que uno no desee en su corazón los bienes de este mundo y sus satisfacciones pasajeras, ni se complazca en vagar con su pensamiento en la codicia de las cosas terrenas, sino que su espíritu anhele continuamente, con impaciencia y con una expectativa incesante, la esperanza de las realidades futuras, de la vida nueva. En verdad es ésta la mortificación de quien está muerto con Cristo, nuestra resurrección. Con todo, no es posible alcanzar esta mortificación sin la ayuda del Espíritu Santo.
Oh Cristo, que en tu amor moriste por mí, hazme morir al pecado y despójame del hombre viejo, a fin de que me encuentre en todo momento en novedad de vida ante ti, como en el mundo nuevo. Tú, el Dios a quien los cielos y los cielos de los cielos no pueden contener; tú, que has elegido un templo entre nosotros para morada, hazme digno de convertirme en lugar donde habite tu caridad. Los santos, atraídos por tu amor, se olvidaron de sí mismos, se volvieron locos detrás de ti y, en su ebriedad, se unieron a ti en todo momento sólo por amor, y ya nunca se volvieron atrás. Tú has embriagado, en efecto, con el estupor de tus misterios a quienes habían bebido de esta dulce fuente, para que tuvieran sed de tu caridad (Isaac de Nínive, Capitoli sulla conoscenza di Dio I, 87ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Has cambiado mi lamento en danza» (Sal 29,12).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La eucaristía protege al mundo y, de una manera secreta, lo ilumina. El hombre encuentra en ella su filiación perdida, alcanza su propia vida en la de Cristo, el amigo fiel que comparte con él el pan de la necesidad y el vino de la fiesta. El pan es su cuerpo, y el vino es su sangre; y en esta unidad ya nada nos separa de nada ni de nadie. ¿Qué puede ser más grande? Es la alegría de la pascua, la alegría de la transfiguración del universo. Y nosotros recibimos esta alegría en comunión con todos nuestros hermanos, vivos y muertos, en la comunión de los santos y con la ternura de la Madre. Por eso ahora ya nada puede darnos miedo. Hemos conocido el amor que Dios siente por nosotros, hemos llegado a ser «dioses». Ahora todo tiene un sentido. Tú, tú también, tienes un sentido. No morirás. Aquellos a quienes amas, aunque los creas muertos, no morirán. Todo lo que vive, todo lo que es bello, hasta la última brizna de hierba, incluso ese breve momento en que has sentido palpitar la vida en tus venas, todo estará vivo, para siempre. Hasta el dolor, hasta la muerte, tienen un sentido, se convierten en senderos de la vida. Todo está ya vivo. Porque Cristo ha resucitado.
Existe aquí abajo un lugar en el que ya no hay separación, sino sólo el gran amor, la magna alegría. Ese lugar es el cáliz, en el corazón de la Iglesia. Y desde allí también en tu corazón (Patriarca Atenágoras I, cit. en Dialoghi con Atenagora, entrevista realizada por O. Clément, Turín 1972, p. 337).
Martes 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 6,10-20
Hermanos:
10 Porque no es Dios injusto para olvidar vuestras obras y el amor que habéis mostrado a su nombre, a través de los servicios que habéis prestado y que aún prestáis a los creyentes.
11 Sólo deseamos que cada uno de vosotros dé hasta el fin muestras del mismo celo en orden a la plena realización de vuestra esperanza,
12 de modo que, en lugar de descuidaros, sigáis el ejemplo de aquellos que, por su fe y su perseverancia, son ya herederos de las promesas divinas.
13 Así, Dios, en la promesa que hizo a Abrahán, no teniendo otro mayor por quien jurar, juró por sí mismo,
14 diciendo: Te colmaré de bendiciones y haré innumerable tu descendencia.
15 Y así, gracias a su tenaz esperanza, alcanzó Abrahán la realización de la promesa.
16 Los hombres juran por alguien que es mayor que ellos, y el juramento es una garantía que pone fin a toda discusión.
17 Por eso también Dios, queriendo mostrar más solemnemente a los herederos de la promesa que su resolución no cambiaría, interpuso el juramento
18 para que, mediante dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta, nos veamos más poderosamente animados los que hemos buscado un refugio asiéndonos a la esperanza propuesta;
19 esperanza a la que nos acogemos como áncora segura y firme para nuestra vida y que penetra hasta el interior del santuario,
20 adonde ya ha entrado Jesús como precursor nuestro, en calidad de sumo sacerdote para siempre igual que Melquisedec.
**• Se nos ha ofrecido una gran esperanza, una esperanza segura y firme que nos hace penetrar en los cielos con Jesús, que es para nosotros el Camino al Padre. Él es, en efecto, el sumo sacerdote -de quien era una prefiguración el misterioso Melquisedec en el Antiguo Testamento- que ha entrado en el interior del velo del santuario, es decir, en los cielos, y ahora permanece a la diestra del Padre como intercesor nuestro para siempre.
En él vemos realizadas todas nuestras aspiraciones por parte de aquel Dios en quien «hemos buscado un refugio» (v. 18), un Dios verdadero y bueno que ha prometido recompensar toda obra buena, como nos ha revelado Jesús, asegurándonos que tendrá su recompensa hasta un solo vaso de agua.
Dios, en efecto, «no es injusto» (v. 10) y no olvida lo que hemos hecho a los hermanos en la fe (a los «santos») por amor a él (a su «nombre»). Lo único necesario es no ceder a la pereza e, imitando a los patriarcas –especialmente a Abrahán, nuestro padre en la fe-, perseverar hasta la consecución de las promesas; más aún, de la única gran promesa, la de alcanzar a nuestro Señor Jesús en la gloria.
Evangelio: Marcos 2,23-28
Sucedió que
23 un sábado pasaba Jesús por entre los sembrados, y sus discípulos comenzaron a arrancar espigas según pasaban.
24 Los fariseos le dijeron: -¿Te das cuenta de que hacen en sábado lo que no está permitido?
25 Jesús les respondió: -¿No habéis leído nunca lo que hizo David cuando tuvo necesidad y sintieron hambre él y los que lo acompañaban?
26 ¿Cómo entró en la casa de Dios en tiempos del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la ofrenda, que sólo a los sacerdotes les era permitido comer, y se los dio además a los que iban con él?
27 Y añadió: -El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.
28 Así que el Hijo del hombre también es señor del sábado.
**• Un nuevo ataque procedente de los fariseos brinda a Jesús la ocasión de proceder a otra revelación sobre su propia identidad. Esta vez el pretexto lo proporciona una acción realizada por los discípulos al pasar por un campo de espigas. Para calmar el hambre, frotan entre las manos las espigas maduras, y ese gesto es interpretado por los adversarios como una violación de la ley del sábado que prohibía la siega. Jesús replica, al modo de los rabinos, planteando una pregunta a quienes se erigían en paladines de la observancia de la Ley.
También David, en un momento de necesidad, sació su hambre y la de los suyos con los doce panes de la ofrenda -reservados a Aarón y a sus hijos- que todos los sábados eran «colocados ante la faz del Señor» Toda ley, hasta la más sagrada, está, en efecto, en función del hombre y no al revés.
Pero hay más. Jesús, que camina por el sembrado con sus discípulos, es la realización de cuanto David y los suyos prefiguraban. Él es el Mesías esperado, el Señor que hace gustar a cuantos le siguen el misterio y la alegría de aquel sábado sin ocaso en el que entrará todo el que se alimenta de él, pan vivo bajado del cielo para introducirnos también a nosotros en la plenitud de su descanso. Jesús no ha venido, en efecto, a abolir la ley, sino a llevarla a plenitud. Con él, en él y por él entramos en el verdadero sábado.
MEDITATIO
La vida cristiana nos revela, una vez más, su carácter paradójico. El autor de la carta a los Hebreos parte de hechos muy sencillos, cotidianos, como las buenas obras realizadas a los hermanos en la fe, para abrir el discurso al verdadero horizonte que se presenta a toda vida humana: la vida eterna. Por eso se requiere una perseverancia a toda prueba. Nada de cuanto hace el hombre es pequeño, insignificante; todo gesto es para siempre y nuestras obras nos seguirán {cf Ap 20,12ss).
Ni siquiera una actividad aparentemente trivial, como la realizada por los discípulos de Jesús al pasar entre los campos recogiendo espigas, carece de consecuencias. El Adversario, el acusador de los hermanos, está allí, dispuesto a convertirlo todo en instrumento para sus fines.
La vida humana está asediada. Podemos cansarnos de hacer el bien (cf la primera lectura) o podemos actuar sin darnos cuenta de la verdadera novedad que se produce cuando caminamos detrás de Jesús. En efecto, con él todo cambia. Los cielos ya son nuestra patria y gozamos de una libertad soberana: la libertad de quien es «hijo en el Hijo», por quien verdaderamente todo es nuestro, y nosotros de Cristo.
Con todo, es demasiado fácil pensar que somos cristianos porque hemos aprendido algún eslogan de este tipo: «El sábado fue hecho para el nombre». No se trata de esto. Jesús es nuestro todo, y sólo en él podemos encontrar la plena felicidad, aunque no una felicidad al alcance de la mano, descontada y trivial, que nos decepcionaría al final. Llegamos a ella si caminamos con Jesús haciéndonos con él, como él, pan para los hermanos en medio de la humildad cotidiana del servicio, a través de la disponibilidad, de la acogida. Sólo así, obrando incansablemente el bien, saboreamos la paz de aquel descanso en el que Jesús, nuestra cabeza, ha penetrado ya.
ORATIO
Señor, «¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿Qué es esa criatura salida de tus manos como arcilla modelada por el alfarero, y de quien no dejas caer en el vacío ni siquiera el más pequeño gesto de bondad para con los hermanos? En tu gratuidad has querido unirte a nosotros de una manera verdaderamente singular; hiciste a Abrahán amigo tuyo, le susurraste promesas grandes como el cielo estrellado, innumerables como la arena del mar. Has colmado la indigencia humana con tu imprevisible riqueza, la riqueza sorprendente del amor, que tiene un nombre y un rostro: Jesús. ¿Qué esperas de nosotros? Sólo quieres que nosotros, los que hemos buscado y encontrado refugio en ti, nos aferremos firmemente al ancla segura y sólida de nuestra vida - tu Hijo amado-, seguros de que por el misterio de su sufrimiento también nosotros entraremos en aquel descanso que anhela nuestro corazón. Él es el Esposo venido a invitarnos al banquete de bodas en el que él mismo se entrega como pan; él es el Señor del sábado, la fiesta y el reposo sin fin.
CONTEMPLATIO
La eucaristía es la vida de todos los hombres. Les da el principio de la vida; les da la ley de la vida; más aún, de la caridad, de la que es fuente este sacramento: precisamente en virtud de ellos crea entre los individuos un vínculo de comunión, casi -por así decirlo- un parentesco cristiano. Todos comen el mismo pan, todos son comensales de Cristo, el cual lleva a cabo entre ellos, de modo sobrenatural, una consonancia de costumbres fraternas. La eucaristía es la vida del alma y de la sociedad humana, del mismo modo que el sol es la vida del cuerpo y de la tierra. Sin el sol sería estéril la tierra; el sol adorna, enriquece y hace exultar de alegría. Bienaventurada e incluso más que bienaventurada el alma creyente que encuentra este tesoro escondido, que calma su sed en la fuente de la vida, que come con frecuencia este pan vivo, este pan de la vida. La comunidad cristiana es una familia, y el vínculo entre sus miembros es Cristo eucaristía. Es el Padre quien prepara la mesa para su familia. En la santa misa, todos somos niños que nos alimentamos del mismo alimento. La eucaristía proporciona a la comunidad cristiana la fuerza para observar la ley del respeto y de la caridad con el prójimo.
Jesucristo nos manda amar y honrar a los hermanos.
Por eso, él mismo se identifica, por así decirlo, con ellos: «Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Pietro Giuliano Eymard, Scritti).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Para que seamos libres nos ha liberado Cristo» (Gal 5,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cuanto más inmensa es la esperanza, mejor percibe de manera instintiva que sólo podrá consumarse teniendo resueltamente una gran paciencia consigo misma, con el otro, con el mismo Dios. Cualquier pequeño gesto le sirve para expresarse.
Un vaso de agua ofrecido o recibido, un pedazo de pan compartido, el hecho de dar la mano, son más elocuentes que un manual de teología sobre lo que es posible ser ¡untos.
Estamos marcados, unos y otros, por la llamada de un más allá, pero la lógica prioritaria de este más allá es que se puede hacer mejor entre nosotros, hoy, ¡untos. Está en gestación un mundo nuevo, y a nosotros nos corresponde dejar presentir su alma [...]. Nos damos perfectamente cuenta de que sería algo contrario al Evangelio pretender dar pasos hacia el otro sólo a condición de que éste haga lo mismo. A veces se oye decir: «Siempre me toca a mí dar el primer paso. Ya me he cansado. Que empiece él». Como si nosotros mismos no estuviéramos en deuda, en primer lugar, con la extraordinaria iniciativa tomada por Aquel «que nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Ir hacia el otro e ir hacia Dios es una sola cosa: no se puede hacer de otro modo, y requiere la misma gratuidad. Puesto que se perfila ante nosotros un único horizonte, adquiere una importancia vital aprender a caminar ¡untos en nombre de lo mejor que tenemos en nosotros.
Jesucristo es precisamente el gran sacramento de este «Tercer Mundo» de la esperanza, el iniciador de la fe en el hombre y su consumación en Dios (padre Cristian de Chergé, cit. en Comunitá di Bose [ed.], Piü forti dell'odio, Cásale Monf. 1997, pp. 40-42, passim).
Miércoles 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 7,1-3.15-17
Hermanos:
1 Melquisedec era rey de Salem y sacerdote del Dios altísimo. Cuando Abrahán volvía de vencer a los reyes, Melquisedec le salió al encuentro y lo bendijo.
2 Abrahán, por su parte, le dio el diezmo de todo. Melquisedec, cuyo nombre significa en primer lugar rey de justicia y luego rey de Salen, es decir, rey de paz,
3 se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida, y así, a semejanza del Hijo de Dios, es sacerdote para siempre.
15 Esto es aún más evidente si surge otro sacerdote que, a semejanza de Melquisedec,
16 no lo es en virtud de un sistema de leyes terrenas, sino por la fuerza de una vida indestructible,
17 pues así está testificado: Tú eres sacerdote para siempre, igual que Melquisedec.
*•• En el pasaje que nos propone la liturgia de hoy sobresale un personaje misterioso: Melquisedec. Su nombre significa «rey de justicia» y se le califica de «sacerdote del Dios altísimo». A diferencia de los protagonistas del Antiguo Testamento, cuya ascendencia siempre se detalla de una manera minuciosa, Melquisedec «se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados». ¿Quién es, pues, este rey de paz {Salem), superior incluso a Abrahán, a cuyo encuentro sale en el valle del Rey y a quien bendice ofreciendo pan y vino, y al que Abrahán paga el diezmo? Es «figura», es decir, casi un esbozo y una anticipación, que perfila los rasgos de Jesús, nuestro único, sumo y santo sacerdote, constituido como tal para siempre no según una descendencia carnal, sino porque es Hijo de Dios. Su sacerdocio le hará para siempre único auténtico mediador entre la humanidad y su Creador; como verdadero hombre y verdadero Dios, le habla al Padre con palabras de hombre y le es acepto porque es el único santo e inmaculado. Su sacerdocio, en efecto, y su culto al Padre son tan nuevos que llevan a su consumación, de un modo inesperado, tanto la realeza de David - a cuya descendencia pertenece Jesús según la carne- como el más antiguo sacerdocio del Antiguo Testamento, representado por Melquisedec.
Ahora, en Cristo, todo el pueblo de Dios puede acceder al culto nuevo y perfecto inaugurado por Jesús en su cuerpo inmolado en la cruz.
Evangelio: Marcos 3,1-6
En aquel tiempo,
1 entró de nuevo Jesús en la sinagoga y había allí un hombre que tenía la mano atrofiada.
2 Le estaban espiando para ver si lo curaba en sábado y tener así un motivo para acusarlo.
3 Jesús dijo entonces al hombre de la mano atrofiada: -Levántate y ponte ahí en medio.
4 Y a ellos les preguntó: -¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla? Ellos permanecieron callados.
5 Mirándoles con indignación y apenado por la dureza de su corazón, dijo al hombre: -Extiende la mano. Él la extendió, y su mano quedó restablecida.
6 En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para planear el modo de acabar con él.
*• Es sábado. Jesús entra en la sinagoga. Hay un hombre enfermo, pero, sobre todo, hay alguien que espera coger al Rabí en algún fallo.
El Maestro bueno que pasa haciendo el bien está siendo espiado en realidad por quienes desean desembarazarse de aquel incómodo personaje. Jesús advierte la hostilidad contra su persona -una hostilidad enmascarada por el amor a la Ley de Dios- y les hace frente a rostro descubierto. Hace poner en medio al hombre que tiene la mano atrofiada y lanza una pregunta a sus adversarios sobre la licitud de hacer el bien o el mal en sábado. Se produce un silencio muy elocuente después de su pregunta. Jesús se apena, se indigna frente a la doblez y la dureza de corazón de los que buscan atrincherarse detrás de aquel silencio hostil.
Jesús restablece la mano de aquel hombre: hace el bien a pesar de todo. Sabe que eso le costará la vida, pero ha venido precisamente para asumir nuestras durezas, nuestras flaquezas, nuestras lepras, y para quemarlas en el don supremo de un amor que no se detiene frente a ninguna ingratitud.
MEDITATIO
Nuestro corazón tiene sed de comunión con Dios; quisiéramos encontrarle, hallarle, hablarle; recuperar la unidad y la armonía con los otros, con el orden creado.
No hay ningún hombre que no haya sentido, al menos de una manera fugaz, un resplandor de estos deseos buenos y santos. Y no hay deseo humano que no encuentre en Jesús su cumplimiento y su realización. Él vino a nosotros para ser el santo y sumo sacerdote -prefigurado misteriosamente por Melquisedec- y para darnos su maravillosa dignidad,
Ahora, después de haber consumado Jesús en la cruz su santo sacrificio, todo hombre puede ofrecer al Padre, por medio de él y participando de su sacerdocio, el único y perfecto sacrificio. Cada hombre ha recuperado la inesperada dignidad que le permite hablar con Dios, ofrecerle toda la creación y, lo que es aún más, ser a sus ojos una viva imagen del Hijo amado en el que ha puesto su complacencia. Para eso ha venido Jesús, en efecto.
ORATIO
Señor Jesús, gracias por haber venido a nosotros para abrirnos de nuevo el camino hacia el Padre. No te canses de nuestra ingrata dureza, de nuestros rechazos.
Ten piedad de la parálisis que nos atrofia la mano y, todavía más, el corazón. Siempre nos pones en el centro de tu atención y vuelves a dar soltura a nuestras manos encogidas, para que podamos abrirlas por fin y acoger el don que eres tú mismo, convertido por nuestro amor en pan y vino. Con tu ejemplo nos enseñas a no cerrar más nuestra mano como una garra sobre tus dones, aferrándolos y poseyéndolos sólo para nosotros mismos, y con el poder de tu Espíritu de amor nos haces entrar contigo en el movimiento de gratuidad y de ofrenda que nos hace libres y felices.
CONTEMPLATIO
Que, como en la ley vieja, sobre la cabeca de aquel animal con que limpiava sus peccados el pueblo, en nombre del, ponía las manos el sacerdote y dezía que cargava en ella todo lo que su gente peccava, ansi él, porque era también sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ajuntó con su alma, como en lo passado se dixo, por una manera de unión espiritual e ineffable, con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la humanidad de su hijo a los que, según su ser natural, estavan della muy fuera; y los hizo tan unos con él que se comunicaron entre sí y a vezes sus males y sus bienes y sus condiciones; y muriendo él, morimos de fuerca nosotros; y padeciendo el Cordero, padecimos en él y pagamos la pena que devíamos por nuestros peccados, los cuales peccados, juntándonos Cristo consigo, por la manera que he dicho, los hizo como suyos proprios, según que en el psalmo dize: Cuan lexos de mi salud las vozes de mis delictos; que llama delitos suyos los nuestros, porque se echó ansi a ellos, como a los autores dellos tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas dellos, y le sujetaron al agote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en él assiento lo que no podía ser hecho ni obrado por él. En que se consideran con nueva maravilla dos cosas: la fuerca del amor y la grandeca de la pena y dolor. [...]
Y esso mismo, que fue hazerse Cordero de sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades devidas al Cordero, que, sacrificado, limpiava, fue en cierta manera un gran sacrificio, y disponiéndose para ser sacrificado, se sacrificava de hecho con el fuego de la congoxa, que de tan contrarios extremos en su alma nascía, y antes de subir a la cruz le era cruz essa misma carga que para subir a ella sobre sus hombros ponía.
Y subido y enclavado en ella, no le rasgavan lauto ni lastimavan sus tiernas carnes los clavos cuanto traspassavan con pena el coracón la muchedumbre de malvados y de maldades, que, ayuntados consigo y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que el aj untarse en el mismo templo de la sanctidad tanta y tan grande torpeza. A la cual, por una parte, su sancta ánima la abracava y recogía en sí para deshazerla por el infinito amor que nos tiene, y por otra esquivava y rehuya su vezindad y su vista, movido de su infinita limpieza, y ansi peleava y agonizava y ardía como sacrificio aceptíssimo, y en el fuego de su pena consumía esso mismo que con su vezindad le penava, ansi como lavava con la sangre que por tantos vertía esas mismas manzillas que la vertían, a que, como si fueran proprias, dio entrada y assiento en su casa. De suerte que, ardiendo él, ardieron en él nuestras culpas, y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los peccadores, y muriendo el Cordero, todos los que estavan en él por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la ley requería. Que como fue justo que la comida de Adam, porque en sí nos tenía, fuesse comida nuestra, y que su peccado fuesse nuestro peccado, y que emponzoñándose él, nos emponzoñásemos todos, ansi fue justíssimo que, ardiendo en la ara de la cruz, y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estavan encerrados y como hechos uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedassen abrasados todos y limpios (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, Espasa-Calpe, Clásicos castellanos, vol. III, Madrid 1969, pp. 243-247).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Te compadeces de todos, oh Señor, amante de la vida»
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Sólo Cristo se ofreció perfectamente como hostia viva, como sumando su vida por amor en el misterio de la cruz; únicamente él realizó perfectamente el culto espiritual, que nosotros mismos podemos ofrecer en unión con él. ¿Qué es, pues, este culto?
1. Es exigente y pascual. El creyente no puede eludir la exigencia de la cruz, muerte al egoísmo y vida para Dios. Del mismo modo que el muchacho prueba su amor a su amada aceptando por ella exigencias y una constante conversión, con mayor razón el que piensa haber descubierto a Dios le alcanza mediante la muerte a sí mismo y la vida ofrecida gozosamente. El sacerdocio del creyente se consuma en sacrificio, es decir, en don de sí por amor. El Cristo resucitado hace brillar la luz a la salida del paso estrecho de la pascua. El encuentro brilla como un rayo de luz a través del bosque, esta luz guía nuestros pasos, sin que por ello nuestra marcha se vuelva menos fatigosa. No habrá nunca ningún manual para alcanzar «la santidad sin esfuerzo»; la vía de la infancia espiritual que nos propone santa Teresa de Lisieux no es un camino de facilidades. Hace falta mucho coraje para volverse niño.
2. El culto espiritual es liberador y fuente de humanización. Rebasa las rigideces del ritualismo. Sabe elegir lo que es posible en cada circunstancia y somete las observancias, ya sea la de una reala escrita o la de un ideal personal, a la exigencia superior de la caridad. Nos libera también de una falsa comprensión el pecado relativizando todas as cosas frente a la verdad del amor: «En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).
3. El culto espiritual es crístico y espiritual. Es entrar en comunión con las actitudes de Cristo en la libertad innovadora del Espíritu. No soporta ni un apego demasiado rígido al testimonio de Jesús, ni un olvido de Cristo en beneficio de una edad del Espíritu que justificara la fantasía. El creyente consagrado al culto espiritual sabe que tiene que atarse a Cristo y, al mismo tiempo, dejarse guiar por el Espíritu de libertad.
4. El culto espiritual es filial y eterno. Como vinculación a Cristo y como docilidad al Espíritu, planifica al hombre que busca a Dios a través de la aceptación del misterio del Padre. El buscador llega al término de su búsqueda reconociendo que este ser absoluto, creador y providencia, es el Padre amantísimo. Yo soy criatura, por supuesto, y no existo más que a partir de la potencia vivificante del Ser, pero soy el hijo que subsiste en las palabras dichas al Hijo: tú eres mi hijo bienamado, tú tienes todo mi favor. Estas palabras son eternas, puesto que se apoyan en el diálogo trinitario; lo son también en el sentido de que nuestra vocación se realizará a través de la aceptación bienaventurada de esta verdad. En el cielo no se nos dirán palabras diferentes a las de la tierra. Pero tomaremos plena conciencia de ellas, las aceptaremos y nos gozaremos con ellas. Toda nuestra búsqueda se verá colmada no en una satisfacción beata y perezosa, sino cuando dancemos de alegría con todos nuestros hermanos junto a la fuente de la vida (Ph. Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Edicep, Valencia 1990, pp. 212-213).
Jueves 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 7,25-8,6
Hermanos: Cristo
7.25 puede perpetuamente salvar a los que por su medio se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos.
26 Tal es el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y más sublime que los cielos.
27 Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo.
28 Y es que la ley constituye sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la ley, hace al Hijo perfecto para siempre.
8.1 Esto es lo más importante de lo que venimos diciendo: que tenemos un sumo sacerdote que está sentado en los cielos a la derecha del trono de Dios,
2 como ministro del santuario y de la verdadera tienda de la presencia erigida por el Señor, y no por el hombre.
3 Todo sumo sacerdote, por haber sido instituido para ofrecer oblaciones y sacrificios, necesariamente debe tener algo que ofrecer.
4 Si sólo fuera para la tierra, Jesús no sería ni siquiera sacerdote, pues ya existen sacerdotes encargados por la ley de ofrecer oblaciones.
5 Estos sacerdotes celebran un culto que es sólo una imagen, una sombra de las realidades celestes, según la advertencia divina hecha a Moisés cuando se disponía a construir la tienda de la presencia: Mira -le dijo- hazlo todo conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte.
6 Por eso, Jesús ha recibido un ministerio tanto más elevado cuanto que es mediador de una alianza superior y fundada en promesas mejores.
**• Ocupándose de un tema aparentemente lejano y obsoleto, el autor de la carta a los Hebreos nos presenta un pasaje repleto de contenidos que nos afectan de cerca. Jesús es el sumo sacerdote que necesitamos, «santo, inocente, inmaculado» (7,26). En efecto, a diferencia de los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento, Jesús no tiene que ofrecer, antes, nada por sus propios pecados y, después, por los nuestros, porque se ha ofrecido a sí mismo, de una manera perfecta y cumplida, de una vez por todas, inmolándose en la cruz. Estamos en el punto capital de lo que se va diciendo en la carta: Jesús, que ha asumido en plenitud la naturaleza humana, es y sigue siendo para siempre el Hijo sentado a la diestra del Padre, siempre vivo para interceder a favor nuestro. Todo lo que en el Antiguo Testamento era sólo sombra y figura ha encontrado, finalmente, una realización inesperada, porque, en Jesús, Dios mismo nos ha salido al encuentro para acercarnos a él. En Cristo coinciden el que ofrece el sacrificio y lo que se ofrece como tal, y con ello realiza una mediación única y extraordinaria entre Dios y el hombre.
Evangelio: Marcos 3,7-12
En aquel tiempo,
7 Jesús se retiró con sus discípulos hacia el lago y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea,
8 de Jerusalén, de Idumea, de TransJordania y de la región de Tiro y Sidón acudió a él una gran multitud, al oír hablar de lo que hacía.
9 Como había mucha gente, encargó a sus discípulos que le preparasen una barca, para que no lo estrujaran.
10 Pues había curado a muchos, y cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle.
11 Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban: -Tú eres el Hijo de Dios.
12 Pero él les prohibía enérgicamente que lo descubriesen.
*•• El texto se abre con uno de los llamados «resúmenes», esto es, una síntesis de muchos hechos que hace de charnela entre diferentes pasajes. Estas conexiones son importantes porque el autor nos revela en ellas sus intenciones teológicas y nos ofrece la clave interpretativa del relato. En este resumen vemos a una gran multitud que acude a Jesús. Éste se retira con los discípulos junto al mar. La multitud se le echa encima hasta el punto de poner en peligro la incolumidad de Jesús, lo que le obliga a pedir a los discípulos que pongan a su disposición una barca para liberarse del asalto del gentío.
Se trata de enfermos de todo tipo que se le echan literalmente encima (v. 9), casi para arrancarle, tocándole, una energía benéfica y sanadora. La fama de las curaciones que había realizado se había difundido rápidamente por las regiones que Marcos enumera al comienzo del relato. Es el mejor momento para que los espíritus inmundos pongan en escena una gran propaganda sobre Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», proclaman. Es la verdad, pero anunciada de una manera que la hace vana. En efecto, Satanás quiere anticipar la gloria de Jesús para hacerle evitar la cruz, que es lo único que la hace verdadera. También Pedro, más tarde y por una amistad mal entendida, intentará ahorrar al Maestro la prueba suprema y recibirá una dura reprimenda de Jesús: «¡Aléjate de mí, Satanás!» (cf. 8,31-33). También cuando nosotros intentamos huir de la cruz servimos de obstáculo a la realización del designio divino de salvación.
Ahora bien, Jesús quiere ser fiel al Padre, que le llama a convertirse en el Siervo de YHWH; por eso resiste con firmeza a los que le tientan y les impide manifestar su identidad. Y es que todo conocimiento de Jesús sin amor a la cruz se vuelve una mentira tergiversadora.
MEDITATIO
Jesús ha venido como hombre para realizar un acto único, perfecto y agradable al Padre, ofreciéndose a sí mismo a través de la debilidad, del sufrimiento, de la muerte. Toda su vida, culminada en la entrega total de sí mismo en la cruz, nos afecta de cerca. A él están asociados ahora nuestros acontecimientos cotidianos, los trabajos, las mil ocasiones de renuncia y de muerte que forman la trama de nuestros días. ¿Cómo vivirlos? ¿Dejándolos hundirse en un lamento estéril, en una insatisfacción mal reprimida, o echándolos alegremente en el tesoro de su generoso padecer por amor, en ese acto perenne que le hace vivir para siempre intercediendo por nosotros?
En efecto, no hay ocupación, circunstancia o adversidad que pueda impedirnos volver a levantar interiormente la mirada del corazón hacia su cruz, a fin de alcanzar de él la fuerza de un acto de renovada adhesión a la voluntad del Padre. Sólo así gustaremos la dulzura de haber sido sanados por las llagas de nuestro descontento, a fin de encontrar la alegría de ser hijos en el Hijo.
ORATIO
Señor Jesús, no puedo ponerme verdaderamente ante ti sino contemplándote colgado en una cruz. Tú eres el amante pobre, humillado, ofrecido totalmente de una vez por todas. Sin embargo, tu sacrificio, el que ahora hace que te sientes a la diestra del Padre, me interpela y me inquieta, porque prosigue hoy en mis hermanos enfermos, explotados, en los que sufren. Me parece que no puedo hacer nada por este mal que se propaga, que me atropella por todas partes y acaba casi por molestarme, empujándome a acorazar mi corazón para no ser herido.
Concédeme, te ruego, comprender que también yo puedo hacer algo si me uno más profundamente a ti, a tu incesante intercesión por nosotros, con una ofrenda humilde y renovada de los pequeños inconvenientes que ni me molestan, de las inevitables contrariedades que encuentro en el camino. Enséñame a atesorar todo para unirme a la ofrenda plena y total que tú consumaste generosamente por todos nosotros.
CONTEMPLATIO
Cristo nos espera, nos quiere, nos llama, nos atrae. Este rey del universo se interesa por mis actos, por mis fatigas, por mis virtudes, por mis pecados, por las vibraciones de mi vida moral, por mis propósitos, por lo que dejo de cumplir. Su ojo vigila y de cada acto exhala un reflejo de fidelidad, un reverbero de amor que dice que entre él y yo pasa -sí, pasa- el amor. Un amor auténtico, no puro sentimiento, algo primigenio, absolutamente auténtico, fuerte, inconfundible...
En este punto es preciso que nos hagamos «alumnos» de san Pablo, el gran maestro de quien quiere verdaderamente amar a Cristo, porque nos enseña que nadie, sino sólo Cristo, es verdaderamente necesario para la salvación humana, para la economía universal que va desde Adán hasta el último hombre. El que vino bajo Poncio Pilato es necesario a todo el que quiera alcanzar su propio destino.
La función de Jesucristo, antes incluso de definirse como salvadora, es mediadora: Jesús se sitúa como el puente, como el camino entre nosotros y el Padre celestial. Es el único revelador, el camino que nos lleva de la tierra al cielo; si queremos llegar a Dios no con la religión que es intento, anhelo, deseo, grito dirigido al cielo y que no sabemos si llega, sino con la religión que nos da la vida eterna y el pan de la vida eterna, que llena nuestra vida de una plenitud que no falla, pongámonos a seguir a Cristo, mediador entre nosotros y Dios (Pablo VI, Meditazioni, Roma 1994, pp. l l l s s ).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Señor, con sencillez de corazón, te ofrezco todo con alegría» (cf. 1 Cr 29,14).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
¿Quién nos hará comprender el pecado? Quisiera, oh Señor, que me lo hicieras comprender. Lo quisiera para aprender, por fin, a odiarlo en mí y en los demás. Quisiera que grabaras tan profundamente en mi alma la comprensión de lo que es el pecado, que brotara de mí, oh Señor, una perenne fuente de lágrimas y una sed insaciable de reparar también el que cometen los otros [...]. Comprendo también que si no tengo la comprensión del pecado es porque no tengo amor. Sólo a la luz del amor puede ser comprendido [...]. Tu amor abraza, de manera perenne, a todas las criaturas: éstas están sumergidas, aunque lo ignoran o lo niegan o no lo quieren, en este océano de tu caridad y se mueven en él. Y mientras el amor las rodea por todas partes para atraerlas a sus profundidades, ellas lo odian, lo repudian, quisieran salir de sus aguas dulcísimas [...]. Y tú, omnipresente, omnividente, abarcas con tu mirada todos sus pecados pasados y futuros, sientes subir hacia ti su rebelión, la nuestra, y detestas con una detestación perenne esta locura colectiva, esta injuria inconcebible. Pero hemos de acercarnos al Verbo para comprender la profundidad de este dolor divino por el pecado. Es preciso verte cubierto, Señor Jesús, del sudor de sangre para comprender lo que es no corresponder al amor, revelarse contra el amor […]. Es, sobretodo el Amor el que pagará el pecado contra el Amor. (Mela)
Viernes 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 8,6-13
Hermanos:
6 Jesús ha recibido un ministerio tanto más elevado cuanto que es mediador de una alianza superior y fundada en promesas mejores.
7 En efecto, si la primera alianza hubiera sido perfecta, no habría sido necesario buscar una segunda.
8 Pero es un reproche el que Dios les hace cuando dice: Vienen días, dice el Señor, en que yo concluiré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza nueva;
9 no como la alianza que hice con sus antepasados cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto Ellos no fueron fieles a mi alianza, y por eso los deseché, dice el Señor.
10 Pero ésta es la alianza que yo haré con el pueblo de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.
11 Nadie tendrá ya que instruir a su conciudadano ni a su hermano diciendo: «Conoce al Señor», porque todos me conocerán, del menor al mayor.
12 Pues yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados.
13 Al decir alianza nueva, Dios ha declarado vieja a la primera; ahora bien, lo que se vuelve viejo y anticuado está a punto de desaparecer.
*•• «...éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». En toda celebración eucarística, en el momento de la consagración, revivimos con estupor conmovido y adorador el misterio de la «alianza superior», cuyo mediador, como dice la carta a los Hebreos, es Jesús.
El pasaje describe detenidamente con una extensa cita, tomada del capítulo 31 del libro del profeta Jeremías, la «nueva» alianza con la que Dios sustituye –declarándola superada- la precedente, estipulada mediante ritos y prácticas exteriores. El vínculo que había establecido con los padres, cuando liberó a su pueblo de Egipto, ha quedado roto a causa de la infidelidad de Israel; sin embargo, Dios no se detiene ante ello y estipula otra alianza, destinada a penetrar en lo íntimo del hombre, en su mente, en su corazón. Toda la historia de la salvación no es otra cosa que el progresivo cumplimiento del deseo apasionado de Dios de hacerse reconocer y amar por el hombre, criatura pensada y querida en la libertad. El prodigio de esta «alianza nueva» consistirá en que, por fin, cada uno «conocerá» -esto es, amará- al Señor, que, una vez más, se manifiesta como Aquel que es misericordia, perdón (Ex 34,6ss). El lugar en que se consumará tal manifestación será la cruz del Hijo amado, Jesús.
Evangelio: Marcos 3,13-19
En aquel tiempo, Jesús
13 subió al monte, llamó a los que quiso y se acercaron a él.
14 Designó entonces a doce, a los que llamó apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar
15 con poder de expulsar a los demonios.
16 Designó a estos doce: a Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro;
17 a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno;
18 a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el hijo de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo
19 y Judas Iscariote, el que lo entregó.
*» Como ocurría ya en la primera lectura, también en este pasaje del evangelio vemos desplegarse la iniciativa de Dios, que, deseando vincular de una manera más estrecha consigo a la humanidad, elige a través de Jesús a algunos que experimenten de una manera más profunda su amor y se conviertan en testigos, anunciadores de la nueva alianza entre los hermanos.
Las características de esta llamada responden al criterio de una libertad absoluta por parte del Maestro, que llamó «a los que quiso» (v. 13), es decir, a los que amaba. Con todo, la elección se hace siempre a favor de todos los hermanos. Marcos lo subraya inmediatamente después. Los eligió antes que nada «para que lo acompañaran» (v. 14), aprendiendo así a conocer el corazón del Padre manifestado en Jesús. Sólo a partir del vínculo profundo establecido con él son enviados los discípulos a anunciar a todos la «Buena Nueva» del amor del Padre. Jesús les confiere también el poder de vencer al mal y, por consiguiente, todo miedo, expulsando a los demonios (cf. v. 15).
Los escogidos son doce, número entrañable en Israel; son, por tanto, los patriarcas del nuevo pueblo de Dios, testigos ante todos de todo lo que dice y hace Jesús. El primero es Simón, que recibe el nombre de Pedro-Roca, imagen de la fidelidad de Dios a su alianza (v. 16). Le siguen Santiago y Juan, a quienes dio Jesús, tal vez a causa de su carácter, el sobrenombre de «hijos del trueno» (v. 17), y después todos los otros hasta llegar a Judas Iscariote, el traidor: también él fue elegido por ser amado.
Los Doce son gente normal, sin prerrogativas excepcionales, bien al contrario; y, sin embargo, precisamente a ellos confió Dios dar testimonio de su amor a los hombres.
MEDITATIO
Dios creó todo el universo para el hombre y creó al hombre para unirlo a Él en Jesús, su Hijo. Esta certeza está en condiciones de iluminar y cambiar por completo nuestra vida, porque no es posible sentirnos amados sin que esto renueve desde el interior nuestra existencia y cambie nuestras relaciones. El riesgo que corremos es vivir como desmemoriados, dejándonos aplastar por la opacidad de un horizonte en el que no penetra la luz de Dios.
«Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron» (cf. Jn 1,11), pero si lo recibimos, si nos abrimos a la alegría de la fe, entonces también nosotros nos convertimos en hijos, amados, escogidos, elegidos para estar siempre con él y para anunciarlo a los hermanos, con el poder de derrotar al Maligno, que recurrirá a todo para alejarnos de la alegría de este descubrimiento. ¿Dónde podemos alcanzar la fuerza para vivir la memoria de este amor poderoso, sino participando en el sacrificio eucarístico que cada día nos vuelve a llevar a las fuentes del don de Dios y vuelve a proponernos adherirnos a la nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre que Jesús ha venido a establecer en su sangre divina derramada por nosotros?
ORATIO
Señor Jesús, tú me has llamado también a mí para que esté contigo. Has vencido para siempre mi soledad dándome la plenitud de tu amor, capaz de renovar todas las cosas. Abre mi corazón para acoger cada día la novedad de tu Espíritu, que viene sobre mí y me impulsa a anunciarlo a mis hermanos. Hay una enorme necesidad de alegría, de amor y de paz a mi alrededor, entre todos los que viven más cerca de mí.
Concédeme penetrar en el misterio de tu entrega de amor que renuevas por nosotros a diario sobre el altar, haz que yo llegue a ser un testigo creíble. Hazme comprender que «hay más alegría en dar que en recibir» y vence en mí toda resistencia, toda dureza, para que también yo sea para todos pan partido, sangre derramada, en el misterio de la nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre, que tú has venido a sellar con tu sangre.
CONTEMPLATIO
El Señor ha prometido a sus santos no sólo estar, sino permanecer también junto a ellos y, lo que es aún más grande, morar en ellos. ¿Qué digo? Está escrito nada menos que el Señor, amigo de los hombres, se une a sus santos con tal amor que forma un solo espíritu con ellos. Es imposible expresar la amistad de Dios por los hombres; su amor por nuestra estirpe supera todo discurso humano y sólo conviene a la divina bondad: en esto consiste, en efecto, la paz de Dios, que supera todo entendimiento.
De modo análogo, la unión del Señor con aquellos a quienes ama está por encima de cualquier unión que podamos pensar, de cualquier ejemplo que podamos poner; por eso ha tenido que servirse la Escritura de muchas imágenes para expresarla, porque una sola hubiera sido insuficiente. Unas veces usa la figura de la casa y del que habita en ella, otras la de la vid y los sarmientos, otras las bodas, otras la cabeza y los miembros, pero ninguna corresponde a la realidad de tal modo que, por las imágenes, sea posible llegar al conocimiento exacto de la verdad. En efecto, la unión debe corresponder al amor, pero ¿qué realidad puede ser adecuada al amor divino?
Las bodas no pueden unir a los esposos hasta tal punto que les haga estar y vivir el uno en el otro, como sucede con Cristo y la Iglesia. Los miembros están unidos a la cabeza, viven de esta conexión y, si son cortados, mueren, pero bastante más que a su cabeza están unidos a Cristo, y viven por él mucho más que por la unión a su cabeza. Y llego así a la realidad más extraordinaria: ¿quién está más unido a otro que consigo mismo? Pues bien, también esta unidad es inferior a la unión de la que hablamos. A buen seguro, cada uno de los espíritus bienaventurados es único e idéntico a sí mismo; sin embargo, está más unido al Salvador que a sí mismo: en efecto, ama al Salvador más que a sí mismo (Nicolás Cabasilas, La vita in Cristo, II [edición española: La vida en Cristo, Rialp, Madrid 1999]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 84,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
No parece una cosa tan evidente que los cristianos sean una «estirpe elegida». Pendencieros, vanos, egoístas, petulantes, ingratos, tenaces en el resentimiento, los miembros de esta raza elegida a duras penas se distinguen en el marco de la universal miseria humana. Nada de lo nuestro puede haber motivado, ni de lejos, la elección divina. El único valor que hay en nosotros es precisamente esta elección, que lleva a cabo y explica cuanto de santo, de puro, de generoso, de sabio, de bueno... germina en un terreno tan sórdido y duro. La existencia de una «estirpe elegida» no significa que haya «estirpes excluidas». La estirpe elegida está compuesta por todos los que no se defienden del asalto del amor que está en el origen de todas las cosas que existen. Los «predestinados» son -allí donde se encuéntrenlos que se dejan amar. La Iglesia es la asamblea de los convocados por el amor del Padre.
Somos un pueblo, unificado por la común dignidad y por la esperanza común. Somos un pueblo con la única ley del amor. Con nuestro comportamiento podemos desmentir mil veces esta realidad nuestra, pero no por ello deja de estar arraigada y de ser urgente dentro de nosotros. Somos un pueblo y parecemos una manada de litigiosos sumarios. Ahora bien, nadie debe ironizar ni escandalizarse. Nadie que sea capaz de registrar despiadadamente sus propias derrotas se maravillará de los ideales aparentemente inertes y traicionados por todos, con tal de que cada día se renueve el compromiso. Estoy tan asombrado y soy tan feliz de que me haya alcanzado la misericordia, que no llego a descubrir justamente motivos de indignación y de denuncia.
Somos un pueblo de gente que intenta amar en un mundo donde todo nos invita a atrincherarnos en nosotros mismos; que intenta contemplar la realidad verdadera y eterna, mientras que todos nos exhortan a disiparnos; que intenta orar, esto es, abrirse al diálogo con el Padre, cuando todos están persuadidos de que el cielo es un vacío y el mundo un orfanato. Todos estos repetidos intentos, realizados ¡untos para que nuestro escaso ánimo se multiplique y nuestros abatimientos no se sumen, eso es el pueblo de Dios (G. Biffi, Meditazioni sulla vita ecclesiale, Milán 1972, pp. 129-132, passim).
Sábado 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 9,2-3.11-14
Hermanos:
2 La tienda de la presencia tenía una estancia anterior en la que se hallaban el candelabro, la mesa y los panes ofrecidos: se le llama el Santo.
3 Detrás del segundo velo estaba la parte de la tienda de la presencia llamada el Santo de los santos.
11 Cristo, en cambio, ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Es la suya una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres, es decir, no es de este mundo.
12 En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así nos logró una redención eterna.
13 Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros y las cenizas de una ternera con las que se rocía a las personas en estado de impureza tienen poder para restaurar la pureza exterior,
14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para que podamos dar culto al Dios vivo!
>•* El autor de la carta continúa sus propias reflexiones sobre el sacerdocio de Jesús, esto es, sobre su facultad para hacer de camino entre la humanidad y Dios.
Eso no se ha realizado, como en el Antiguo Testamento, penetrando en un lugar material, la tienda del templo de Jerusalén, en cuyo interior había otro ámbito, el Santo de los santos, en el que sólo se permitía entrar al sumo sacerdote una vez al año. Con Jesús, el culto cambia radicalmente: de exterior se convierte en interior, porque Cristo entra una sola vez y para siempre en el santuario del cielo, ofreciendo su cuerpo santísimo como ofrenda viva y agradable a Dios, obteniéndonos la salvación con su preciosa sangre. Éste es precisamente el precio del culto perfecto del que también nosotros hemos sido hechos partícipes. En efecto, el sacrificio de Jesús, que se ha ofrecido en el Espíritu al Padre como víctima pura, nos abre también a nosotros la posibilidad de entrar en la fiesta trinitaria del don recíproco entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El culto ya no es un cúmulo de ritos externos, sino un movimiento festivo de honor rendido y recibido entre las personas de la Santísima Trinidad.
Evangelio: Marcos 3,20ss
En aquel tiempo,
20 volvió Jesús a casa y, de nuevo, se reunió tanta gente que no podían ni comer.
21 Sus parientes, al enterarse, fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado.
**• Sólo dos versículos, y desconcertantes. Jesús entra en una casa y la gente, una vez más, se apiña hasta tal punto que ni siquiera le permiten comer. Jesús está en el momento culminante de su actividad de Maestro, que enseña y se entrega a manos llenas a cuantos están dispuestos a escucharle o le buscan para que los cure. Pero están asimismo «sus parientes» más allegados (¿no se nos describe aquí también a nosotros?), que, «al enterarse», fueron para llevárselo porque, según su valoración y su juicio, «estaba trastornado». Por una parte, Jesús vive la entrega plena y total a todos, educando en este sentido también a los discípulos; por otra parte, están los más íntimos, que, en vez de secundarle y seguirle, quieren que sea Jesús quien adopte lo que ellos consideran como el sentido común, sus medidas y prudencias humanas. En el fondo, nos encontramos frente a la acostumbrada opción radical impuesta por la vida cristiana: o seguir a Jesús, que se entrega sin cálculos, hasta no reservarse ya nada para sí, o tratar de apoderarse de él de algún modo, como harán sus enemigos, intentando que se pliegue a nuestros mezquinos puntos de vista, cambiándole o incluso vendiéndole a bajo precio.
MEDITATIO
Quien ama, sale de sí y se entrega. Cuanto mayor es el amor, tanto mayor se hace la fuerza que éste libera en un movimiento imposible de detener. Así, Jesús, el amor, no puede hacer otra cosa que estar verdaderamente «trastornado», fuera de sí, porque ha asumido una actitud de entrega total al Padre y a los hermanos a través de una entrega de sí mismo que sólo se detendrá cuando haya derramado la última gota de sangre y haya salido de su costado la última gota de agua. A esta entrega en el Espíritu también estamos llamados nosotros, aunque seamos medrosos y calculadores.
Esto puede resultarnos desconcertante. Ahora bien, ¿no es propio de nuestro innato «sentido común» quitarle a la vida cristiana la fuerza y la audacia de su testimonio? Sólo si nos quedamos verdaderamente con Jesús, como los discípulos, podremos permanecer en una actitud oblativa y gratuita, y esto se hace posible si nos comprometemos a la asidua familiaridad con la escucha de la Palabra, a la meditación, a la adoración eucarística, a una vida sacramental auténticamente participada. Pero en cuanto nos distanciemos de la frecuentación asidua de su compañía, todo cambiará.
Hablaremos, sí, todavía de él, aunque poco o sólo buscando someterlo a nosotros, encerrarlo dentro de nuestros esquemas, dentro de nuestras medidas ya probadas, que no nos permiten ser en absoluto «sal de la tierra».
ORATIO
Señor Jesús, sabes que poseo una gran habilidad para conciliar todo: el misterio de tu locura de amor con el tiempo que tengo previamente asignado para darte cada día. A buen seguro, son cosas santas y buenas las que hago, y en todas ellas -o casi- entras también tú con tu Reino; sin embargo, a menudo me sorprendo diciéndote: no exageres conmigo. Sabes que me tomo muy a pecho pasar por una persona discreta y equilibrada. Sin embargo, Señor, hoy quisiera dirigirte una oración diferente.
Concédeme, Señor Jesús, al menos un poco de tu santa locura para que me permita romper el esquema seguro de mi tranquilo vivir. Quema la falsa prudencia para la que, ciertamente, soy generoso siempre que sea yo quien establezca la medida de mi generosidad. Que el fuego de tu Espíritu me arrolle como arrolló a tus santos y rompa los diques de mi pequeño sentido común para que también yo, tu apasionado discípulo, pueda dejarme arrollar por tu desmesurado amor por el Padre y por los hermanos.
CONTEMPLATIO
La vida de Cristo debe sernos sumamente querida. Por muchos motivos. Nos procura el perdón de los pecados.
Pero, a continuación, cuando nos esforzamos por caminar en el seguimiento de Cristo, meditando sobre su ejemplo, siempre salimos más purificados, porque «nuestro Dios es un fuego devorador» (Heb 12,29). Quien se adhiere a él queda lavado de todas sus manchas. Esta vida divina nos ilumina para que contemplemos al que es la luz que brilla en las tinieblas. Alumbrados por esta Luz, divisamos la justa orientación que debemos dar a nuestra vida en relación con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Meditar sobre la existencia de Cristo, que ha expiado nuestros pecados, nos ofrece el medio de reparar las faltas cotidianas.
El Señor vuelve a levantar siempre a los que fijan en él la mirada. La vida de Cristo encierra en sí misma la fuente de las más suaves dulzuras para el espíritu. Es el único camino para conocer la majestad del Padre. Para concluir, la vida del Salvador es el atracadero seguro para nuestra peligrosa peregrinación terrena. La vida de Cristo vivifica. Cual rocío fecundo, purifica y transforma a los que se unen a ella, los hace conciudadanos de los santos, los admite a formar parte de la familia de Dios. Es una vida que suscita amor y ternura; es una vida suave que hace las delicias del corazón: quien la haya gustado, por poco que sea, encuentra insípido y aburrido todo lo que no se la recuerda.
La vida de Cristo es consuelo continuo, la mejor compañía, fuente de alegría, de alivio y de consuelo. La vida de Jesús es el camino llano y fácil por el que se llega a contemplar al Creador (Guigo du Pont, Della contemplazione II, 2-4).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La santidad ha de ser considerada en todos los tiempos como la trama de la vida cristiana. El santo no es un superhombre; el santo es un hombre verdadero. La santidad es así «lo único necesario ». Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos hace aprender a ver todas las cosas referidas a un valor único.
De esta riqueza brota una visión de la vida de una grandísima simplicidad: una sola realidad confiere su luz a todas las cosas. Sólo la compañía del Hijo de Dios da a la vida de un hombre la capacidad de conseguir la realización proporcionada a su destino: el afecto a Cristo constituye el rasgo más respetable y sorprendente de la fisonomía del santo. En cierto sentido, lo que codicia el santo no es la santidad como perfección; lo que codicia es la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, identificación con Jesucristo. El encuentro con Cristo le proporciona la certeza de una presencia cuya fuerza le libera del mal y hace que su libertad sea capaz del bien.
No hay ninguna consecuencia más radical, necesaria y absoluta que ésta: la certeza de ser transformados y, en consecuencia, poder cambiar. Y no se trata de la certeza de una salvación que tenga lugar después de la muerte, sino de la certeza de una salvación que ya está aconteciendo en mi vida: antes de que yo muera, penetra en mí la santidad, me posee su justicia.
Se trata de una certeza que desafía el tiempo de mi miseria, porque su motivo reside en la omnipotencia de una Persona que me ha elegido para entregarse a mí.
Adrienne von Speyr observa: «La santidad no consiste en el hecho de que el hombre lo dé todo, sino en el hecho de que el Señor lo toma todo»; en cierto sentido, incluso a despecho de aquel a quien el Señor elige. «Entre ofrenda y concesión existe siempre algo así como un contraste, un error, una inadvertencia.
El hombre lo ofrece todo tal vez de palabra, pronuncia la ofrenda con medias palabras. Pero el Señor la escucha como si hubiera sido pronunciada como es debido; la gracia de la santidad consiste, precisamente, en el hecho de que el Señor permite la inadvertencia» (Luigi Giussani, en C. Martindale, Santi, Milán 1976, IX-XVII, passim [edición española: Los santos, Encuentro, Madrid 1988]).
Lunes 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 9,15.24-28
Hermanos:
15 Cristo es el mediador de la nueva alianza, pues él ha borrado con su muerte las transgresiones de la antigua alianza, para que los elegidos reciban la herencia eterna que se les había prometido.
24 Por eso Cristo no entró en un santuario construido por hombres -que no pasa de ser simple imagen del verdadero-, sino en el cielo mismo, a fin de presentarse ahora ante Dios para interceder por nosotros.
25 Tampoco tuvo que ofrecerse a sí mismo muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra en el santuario una vez al año con sangre ajena.
26 De lo contrario, debería haber padecido muchas veces desde la creación del mundo, siendo así que le bastó con manifestarse una sola vez, al fin de los siglos, para destruir el pecado con su sacrificio.
27 así como está decretado que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual vendrá el juicio,
28 así también Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que le esperan.
**• En continuidad con las precedentes afirmaciones sobre la «novedad» traída por Cristo a la historia, el autor de la carta a los Hebreos considera ahora un ulterior aspecto de la doctrina cristiana, refiriéndose siempre a la ley antigua.
Así como el sumo sacerdote entraba, en nombre de todo el pueblo, en relación directa con Dios mediante los sacrificios de víctimas animales, le presentaba las ofrendas y llevaba a la asamblea la bendición divina en señal de reconciliación, así también Cristo es mediador entre Dios y la humanidad. Sin embargo, la continuidad termina aquí y comienza la novedad. En efecto, Jesús es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Él -puro de toda mancha de pecado- se entrega en su pasión a Dios por los pecadores; no ofrece una sangre ajena, sino la suya propia. De la perfección del sacrificio deriva su unicidad y la unicidad de la alianza que, mediante él, se establece.
Con su muerte en la cruz, Jesús consuma su actividad sacerdotal; con su ascensión entra no en el «Santo de los santos», no en un templo construido por mano de hombres, sino en el mismo cielo, y allí permanece como Cordero erguido ante Dios para interceder en favor de nosotros (cf. Ap 5,6). Ahora le ha sido arrebatada toda la fuerza al pecado y se nos ha abierto a cada uno el «camino nuevo» (cf. Heb 10,20) para volver al Padre.
Evangelio: Marcos 3,22-30
En aquel tiempo,
22 los maestros de la Ley que habían bajado de Jerusalén decían: -Tiene dentro a Belzebú. Y añadían: -Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios.
23 Jesús los llamó y les propuso estas comparaciones: -¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? 24 Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir.
25 Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no puede subsistir.
26 Si Satanás se ha rebelado contra sí misino y está dividido, no puede subsistir, sino que está llegando a su fin.
27 Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear su ajuar si primero no ata al fuerte; sólo entonces podrá saquear su casa.
28 Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan,
29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno.
30 Decía esto porque le acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.
**• Jesús, desde el comienzo de su vida pública, «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio » (Hch 10,38). Esto, sin embargo, suscita la envidia de los maestros de la Ley y de los fariseos, que buscan a toda costa algún pretexto para acusarle. La acusación referida en el pasaje de hoy es gravísima: el Hijo de Dios, reconocido y atestiguado por Juan el Bautista como Cordero inocente que carga sobre sí el pecado del mundo, es acusado de estar poseído por un espíritu inmundo. La incomprensión es absoluta.
Jesús toma entonces la palabra y, siguiendo el método de los rabinos, plantea una pregunta, como si dijera: «¿Estáis seguros de haber hablado con rectitud de conciencia y no movidos por otros fines que os incapacitan para ver el bien y adheriros a él?». Está en tela de juicio la libertad humana y se le ha dejado un amplio espacio para considerar quién es, verdaderamente, este Hijo del hombre que no quiere la muerte del pecador, sino su conversión para que viva.
La conversión -éste es el segundo mensaje- siempre es posible, con tal de que no nos cerremos a la acción del Espíritu Santo, o sea, de que no «blasfememos» contra él. Tal vez una imagen nos ayude a comprender mejor.
Pongamos en uno de los dos platillos de una balanza todos los pecados cometidos por los hombres a lo largo de toda la historia -y es preciso que nos detengamos un momento a considerar bien lo que estamos diciendo- y en el otro el sacrificio de Cristo, sumo sacerdote: pues bien, el peso de este último platillo es decididamente superior, porque es el peso de un amor infinito. Con todo, puede suceder una cosa: que voluntariamente se bloquee el astil de la balanza; entonces, el peso del pecado se vuelve aplastante. La salvación es un don, pero sólo puede darse a quien tiene deseos de ser salvado.
MEDITATIO
¿Cuál es el destino del hombre? Éste es el tema fundamental que unifica las dos lecturas, en las cuales se nos pone ante la única gran alternativa: la salvación eterna o la condenación eterna. El hombre, aparentemente frágil como la hierba del campo, no ha sido creado en realidad sólo para un breve momento sobre la tierra, sino para siempre. Siempre: una palabra extraordinariamente comprometedora y, por eso, tan temida, así como pisoteada, violada y despreciada de muchas maneras. Basta pensar -breve inciso de vastas resonancias- en la extrema facilidad con la que se rompen los vínculos más sagrados: matrimonio, sacerdocio, consagración religiosa... La desproporción entre nuestra pequeñez y la grandeza de nuestro destino es tal que espanta, y por ello la redimensionamos de una manera mezquina. Un buen trabajo, relaciones honestas con los demás..., esto parece bastarnos. Sin embargo, no es así.
Aunque sofocado, en nuestro corazón alienta el deseo de infinito: el Espíritu que inhabita en nosotros grita dentro de nosotros que estamos hechos para un amor sin medida. El hombre es verdaderamente un condenado: tiene que optar entre la santidad o la desesperación.
¿Y qué es la santidad, si estamos llamados a ella? El Evangelio nos dice a este respecto algo muy sencillo y hermoso: la santidad es comunión con Jesús. Entonces todo se transfigura: cuando rezo, estoy con Jesús ante el Padre para adorar, interceder, dar gracias; cuando trabajo, estoy con Jesús al servicio de mi prójimo; cuando sufro, participo en la pasión de Jesús para la salvación del mundo; cuando me llegue la hora de la muerte, estaré unido a la muerte redentora de Cristo, entraré en su pascua y pregustaré la alegría de ver, sin velos, el rostro de aquel que me amó y se dio a sí mismo por mí.
ORATIO
Padre santo, que nos llamas a ser santos porque nos ha hecho a tu imagen, tú sabes que mientras seamos extranjeros sobre la tierra llevaremos sobre nosotros el peso del pecado y nos ofuscará el hollín del mundo. Lávanos continuamente con la sangre preciosa de tu Hijo, Cordero sin defecto ni mancha. Míranos en él, santo y obediente, puesto que únicamente por medio de él nos atrevemos a dirigir a ti nuestra mirada, a través de la fe y de la esperanza. Sólo en él podemos amarnos los unos a los otros de verdadero corazón, reconociéndonos hermanos.
Nosotros, frágiles como la hierba y la flor del campo, desapareceríamos en el rápido discurrir del tiempo si tu Palabra viva y eterna no nos regenerase constantemente a nueva vida. Concédenos un corazón humilde y dócil, que sepa escuchar, para que tu gracia pueda renovarnos y hacernos santos iconos de tu presencia. Amén.
CONTEMPLATIO
Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este nuevo ser lo engendra la fe; la regeneración del bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.
Éste es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros establecidos desde el comienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. ¿Y qué tierra? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y produce abundantes espigas. En esta nueva creación, el sol es la vida pura; las estrellas son las virtudes; el aire, una conducta sin tacha; el mar, el abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios; las hierbas y semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto; los árboles que llevan fruto son la observancia de los preceptos divinos. En este día es creado el verdadero hombre, ese que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, por ventura, un nuevo mundo el que empieza para ti en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el profeta al decir que será un día y una noche que no tienen semejante?
Pero aún no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz al primogénito de entre los muertos, a aquel que hizo este admirable anuncio: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro (Jn 20,17).
¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza (Gregorio de Nisa, Sobre la resurrección de Cristo, 1).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La alegría no es un estado espontáneo del hombre, sino el resultado de una concepción de la vida y una fatigosa conquista hecha posible por la gracia de Dios. Los enemigos de la alegría son más numerosos de lo que a primera vista podría parecer. El camino hacia la alegría requiere con frecuencia que abdiquemos de nuestros propios derechos, con la firme certeza de que arriba hay alguien que se preocupa de ellos y que los hará valer, pero del modo y en el momento que considere más oportuno.
La fe no elimina los obstáculos que el hombre encuentra en su camino, pero ayuda a superarlos a la luz de la paternidad de Dios. No se trata tanto de tener una simple visión superior de la realidad como de conseguir una profunda comunión con Dios, dejándonos ¡luminar por la fuerza penetrante de su Espíritu. La alegría cristiana es siempre una participación en la alegría de Dios. En medio de las sombras y de las oscuridades de la vida presente, el ánimo se eleva sobre las alas de la alegría para superarlas. El don de la vida, la alianza, la promesa, las bendiciones, la salvación, son «acontecimientos» que inundan el ánimo del creyente.
La seguridad de la alegría cristiana se fundamenta en el abandono en Dios-Padre, en la certeza de que Dios nos ama. Si cualquier «buena noticia vigoriza el cuerpo» (Prov 15,30), el Evangelio hace estremecerse al ánimo con una alegría inefable e inenarrable, porque anuncia no una simple doctrina consoladora, sino un acontecimiento real de salvación, que tiene su inicio en la alianza y concluye en la encarnación, en la resurrección y, finalmente, en el Reino de los Cielos. La alegría no es, para un cristiano, un simple sentimiento, sino una persona: Jesucristo.
Él ha muerto y resucitado por todos los hombres. Jesús, al remover la piedra del sepulcro, disipaba para siempre las tinieblas del mal y de la muerte y abría a todos las puertas de la bienaventuranza eterna (F. Gioia, // libro delta gioia, Cásale Monf. 1997, pp. 201-206, passim).
Martes 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 10,1-10
Hermanos:
1 La ley no es más que una sombra de los bienes futuros, y no la realidad misma de las cosas. Por eso, no puede hacer perfectos a través de estos mismos sacrificios a quienes todos los años sin falta se acercan a ofrecerlos.
2 En caso contrario, ¿no se habrían dejado de ofrecer, dado que quienes los ofrecen, una vez purificados, ya no tendrían conciencia alguna de pecado?
3 Sin embargo, estos sacrificios hacen patente cada año la memoria de los pecados,
4 porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados.
5 Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: No has querido sacrificio ni ofrenda, pero me has formado un cuerpo;
6 no has aceptado holocaustos ni sacrificios expiatorios.
7 Entonces yo dije: Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Así está escrito de mí en un capítulo del libro.
8 En primer lugar dice: No has querido ni te agradan los sacrificios, ofrendas, holocaustos ni víctimas por el pecado, que se ofrecen según la ley.
9 Después añade: Aquí vengo para hacer tu voluntad. De este modo anula la primera disposición y establece la segunda.
10 Por haber cumplido la voluntad de Dios, y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios.
** Como consecuencia de la caída original, la naturaleza del hombre está inclinada al mal y, de hecho, la inclinación se convierte en pecado realizado, que, a su vez, hace todavía más fácil el hundimiento. De ahí deriva un estado de esclavitud permanente. Por eso, la ley antigua prescribía complicados ritos de purificación, exigía la ofrenda repetida de víctimas sacrificiales: sangre de toros y de machos cabríos. Estos conseguían mantener viva la conciencia del pecado, pero eran absolutamente insuficientes para extirparlo de raíz y devolver la auténtica libertad. Un rito exterior no puede poner remedio de manera automática a una herida interior que tiene su origen en un acto de desobediencia a Dios, en una soberbia rebelión contra su voluntad. El verdadero antídoto está, pues, en la humilde obediencia al designio divino de salvación.
Jesús vino al mundo a construir, por vez primera, este camino de retorno, abriendo así a los hombres la única vía que puede conducir a la salvación. Aunque era Hijo de Dios, se rebajó a la condición humana y se hizo obediente hasta morir en la cruz.
Toda su vida terrena encuentra una síntesis perfecta en esta afirmación: «Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado-» (Jn 4,34). En esta obediencia consiste el culto perfecto en espíritu y en verdad, el que no se agota en prácticas exteriores, sino que se convierte en comunión con Dios y en salvación para todos.
Evangelio: Marcos 3,31-35
En aquel tiempo,
31 llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, le mandaron llamar.
32 La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: -¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.
33 Jesús les respondió: -¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?
34 Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: -Éstos son mi madre y mis hermanos.
35 El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
**• El pasaje de la carta a los Hebreos ha subrayado que la encarnación de Jesús marca el final de la antigua ley e inaugura el nuevo culto en espíritu y en verdad, la obediencia amorosa al designio del Padre. El fragmento evangélico nos ofrece la misma enseñanza, poniendo incluso más de relieve su radicalismo. Mientras Jesús está enseñando, alguien viene a decirle que su madre y sus hermanos le buscan. Es una buena ocasión para perfilar los rasgos del verdadero cristiano, del auténtico discípulo. «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre», dice Jesús. Otros evangelistas refieren una afirmación todavía más incisiva: «Quien no odia a su padre y a su madre, no es digno de mí». Es la carta magna que funda la familia sobrenatural.
El cristiano debe ser capaz de poner a Cristo en el centro de su propia vida y anteponerlo a todo y a todos, exactamente como hizo María, Madre de Cristo según la carne, pero aún más discípula de Cristo en el espíritu. Ella no se limitó a decir su sí decisivo para la historia de la humanidad -ese sí que abrió a Jesús la entrada en el mundo- en el momento de la anunciación, sino que vivió después esta obediencia momento a momento, hasta la entrega suprema del Hijo al Padre, mientras por obediencia de amor estaba junto a la cruz y su corazón era traspasado por una espada. Entonces se convirtió María en Madre de la Iglesia: misteriosa fecundidad de una vida totalmente abandonada a la voluntad de Dios.
MEDITATIO
«Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.» «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.» Sólo dos versículos, pero contienen todo el misterio de nuestra salvación. La liturgia de la Palabra de hoy presenta dos lecturas que tienen que ver con el punto más profundo de la vida cristiana; dos lecturas que, unidas de este modo, parecen escogidas para liberar el corazón del hombre de una visión estrecha de la obediencia y de extraños preconceptos sobre la voluntad de Dios, entendida, con excesiva frecuencia, casi como el capricho de un tirano o como una ley férrea y anónima. Para descubrir el verdadero significado de estas dos luminosas afirmaciones, preguntemos, aunque sólo sea por medio de brevísimas alusiones, a la Sagrada Escritura. En el salmo 17 leemos: «El día de mi desgracia me asaltaron, pero el Señor fue mi apoyo. Me liberó, me dio respiro, me salvó, porque me amaba», y la versión latina -fiel al original hebreo dice simplemente: quia me voluit, «porque me quiso»: la voluntad de Dios es su quererme.
En la plenitud de su revelación, Jesús declarará: «Y su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día» (Jn 6,39). Si la voluntad de Dios consiste en el deseo de nuestro bien, ¿qué será, entonces, la obediencia? Desde el aquí estoy de Abrahán {cf. Gn 22,2) hasta el aquí estoy de María, desde el aquí estoy de Jesús al aquí estoy de todos los que han seguido sus huellas, la obediencia se revela como un canto nupcial que brota de un corazón deseoso de cooperar con el designio divino de salvación. La obediencia no es la fría ejecución de unas órdenes severas, sino un apasionado compromiso de toda la persona en un confiado abandono a aquel que es, a buen seguro, omnipotente, pero también Padre; Altísimo, pero también Emmanuel, Dios-con-nosotros. El hombre y la mujer obedientes encontrarán momentos de cansancio en su camino, pero siempre sentirán junto a ellos los pasos de aquel que nos precede llevando por amor a nosotros su-nuestra cruz.
ORATIO
Señor Jesús, Hijo obediente del Padre, atraídos por la misteriosa fascinación de tu persona y cautivados por la fuerza penetrante de tu Palabra, nos apretamos a tu alrededor, míseros y pobres, mendigando la paz y el perdón. Somos muchos, pero nos sentimos solos; quisiéramos mirarte a la cara, pero la vergüenza nos hace bajar la cabeza. Estamos aquí con el peso de nuestra nada, con la esperanza de una vida nueva. Posando tu mirada sobre nosotros, nos dices: «Quien hace la voluntad de mi Padre es para mí hermano, hermana, madre...». Estábamos solos, ahora somos tu familia, somos hermanos entre nosotros; nos sentimos unidos entre nosotros con una dulce y fuerte solidaridad. Que tu amor nos sostenga y nos impulse siempre a vivir contigo para todos.
CONTEMPLATIO
Si me preguntas dónde puedes encontrar la obediencia, cuál es la causa que te la quita y cuál el signo de que la tienes o no, te responderé que la encuentras de una manera consumada en el dulce y amoroso Verbo unigénito mi Hijo. Estuvo tan dispuesta esta virtud en él que, para cumplirla, corrió a la oprobiosa muerte de cruz. ¿Quién te la puede quitar? Considera al primer hombre y verás cuál es la causa que le quitó la obediencia: la soberbia engendrada por el amor propio.
La señal para saber si tienes o no esta virtud es la paciencia. No hay ningún hombre que pueda llegar a la vida eterna si no es obediente. Obligado por mi infinita bondad, puesto que veía que el hombre, a quien yo tanto amaba, no podía volver a mí, que soy su fin, cogí las llaves de la obediencia y las puse en las manos del dulce y amoroso Verbo, y él, como portero, abrió esta puerta del cielo. Cuando volvió a mí, os dejó esta dulce llave de la obediencia.
¿Cuál fue la razón de la grandísima obediencia de este Verbo? La razón fue el amor que consagró a mi honor y a vuestra salvación. El amor no está nunca solo, sino que acompaña a todas las virtudes. Por eso, su madre, que es la caridad, le ha dado por hermana a la obediencia la virtud de la paciencia. Esta virtud tiene una nodriza que la alimenta; a saber, la verdadera humildad, por lo que el alma es tan obediente como humilde, y tan humilde como obediente (Catalina de Siena, Dialogo della divina Provvidenza, Bolonia 1989, nn. 154ss, passim [edición española en Obras de santa Catalina de Siena, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1996]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Correré tras tus mandatos, pues me colmas de gozo» (Sal 118,32).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La obediencia a Dios -objetará alguno- es fácil: a Dios no le vemos, no le oímos; podemos hacerle decir lo que queramos [...]. Es verdad [...]. Sin embargo, la Escritura nos ofrece el criterio para discernir entre la verdadera y la falsa obediencia a Dios. Hablando de Jesús, dice que «aprendió a obedecer a través del sufrimiento» (Heb 5,8). La medida y el criterio de la obediencia a Dios es el sufrimiento. Cuando dentro de ti todo grita: «Dios no puede querer esto de mí» y, sin embargo, te das cuenta de que quiere precisamente esto... y te encuentras ante su voluntad como ante una cruz en la que debes extenderte, entonces descubres lo seria, concreta y cotidiana que es esta obediencia.
Para obedecer a Dios, haciendo nuestros sus pensamientos y sus voluntades, es preciso morir un poco cada vez. En efecto, nuestros pensamientos empiezan siendo diferentes a los de Dios no algunas veces, como por casualidad, sino siempre, por definición.
La obediencia a Dios requiere, en cada ocasión, una auténtica conversión. Pongamos un pequeño ejemplo que vale tanto para la vida de comunidad como para la de familia. Alguien ha tomado para sí o ha cambiado o violado un objeto que te pertenecía: una pieza del vestuario o alguna otra cosa que pertenecía a tu uso particular. Estás firmemente decidido a señalar el asunto y a reclamar lo tuyo. Ningún superior interviene para prohibírtelo. Pero he aquí que, sin nabería buscado, te sale al encuentro con fuerza la Palabra de Jesús, o te la encuentras sin más delante, por casualidad, al abrir la Biblia: «Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames» (Le 6,30).
Comprendes con claridad que esa afirmación no valdrá siempre y para todos, pero que vale ciertamente para ti en esa precisa circunstancia; te encuentras frente a una obediencia bella y buena que realizar; si no lo haces, sientes que has dejado perder una ocasión de obedecer a Dios. La obediencia a Dios es una obediencia que siempre podemos realizar. Cuanto más obedecemos, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que éste es el don más bello que puede hacernos, el que hizo a su amado Hijo Jesucristo (R. Catalamessa, L'obbedienza, Milán, 1986, pp. 52-56, passim [edición española: La obediencia Edi cep, Valencia 1990]).
Miércoles 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 10,11-18
Hermanos:
11 Cualquier otro sacerdote se presenta cada día para desempeñar su ministerio y ofrecer continuamente los mismos sacrificios que nunca pueden quitar los pecados.
12 Cristo, por el contrario, no ofreció más que un sacrificio por el pecado, y está sentado para siempre a la derecha de Dios.
13 Únicamente espera que Dios ponga a sus enemigos como estrado de sus pies.
14 Con esta única oblación ha hecho perfectos de una vez para siempre a quienes han sido consagrados a Dios.
15 Es lo que también nos atestigua el Espíritu Santo, pues después de haber dicho:
16 Esta es la alianza que yo haré con ellos, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mis leyes en sus corazones y las escribiré en sus mentes, añade:
17 Y no me acordaré más de sus pecados ni de sus iniquidades.
18 Ahora bien, donde los pecados han sido perdonados, ya no hay necesidad de oblación por el pecado.
*•• El tema central del pasaje es el sacerdocio de Cristo, considerado bajo el aspecto de su eficacia salvífíca. También desde este punto de vista el sacrificio realizado por él es, con mucho, superior a los sacrificios de la antigua alianza. El autor de la carta se dirige a una comunidad judeocristiana. Ésta -como veremos en los capítulos siguientes- pasa por un momento de crisis y siente nostalgia por el culto antiguo. El autor establece una comparación directa entre los sacerdotes del templo y el mismo Cristo. Los primeros aparecen sometidos a una continua y vana repetición de ritos que no llegan nunca
a purificar las conciencias ni a liberarlas del pecado: son, efectivamente, sacrificios externos, sólo figura del verdadero sacrificio. Frente a ellos se yergue la figura majestuosa de Cristo: éste, tras ofrecer «una sola vez» su propia vida en obediencia al Padre, «está» ahora en su presencia y «está sentado» a su derecha, esperando que lleguen a su madurez todos los frutos de la obra de salvación que ya ha realizado.
El camino de acceso al cielo -el verdadero «Santo de los santos»- está ahora abierto, y así queda para siempre. Este carácter definitivo es considerado por el autor como la realización de la profecía de Jeremías (31,33ss) referente a la «nueva alianza»: Dios ha escrito su ley en el corazón del hombre y ha perdonado todos sus pecados. En el Hijo amado, cada hombre es ahora, potencialmente, hijo de Dios. La Iglesia, al ofrecer cada día el sacrificio eucarístico, no repite el acontecimiento de la pasión-muerte de Jesús, sino que renueva para cada hombre, cada día, aquel único sacrificio, ofreciendo así a cada uno la posibilidad de entrar libremente en comunión vital con Cristo y convertirse en miembro vivo de su cuerpo místico.
Evangelio: Marcos 4,1-20
En aquel tiempo, Jesús
1 se puso a enseñar de nuevo junto al lago. Acudió a él tanta gente que tuvo que subir a una barca que había en el lago y se sentó en ella, mientras toda la gente permanecía en tierra, a la orilla del lago.
2 Les enseña muchas cosas por medio de parábolas. Les decía:
3 -¡Escuchad! Salió el sembrador a sembrar.
4 Y suceda que, al sembrar, parte de la semilla cayó al borde del camino Vinieron las aves y se la comieron.
5 Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra; brotó en seguida porque la tierra era poco profunda,
6 pero en cuanto salió el sol se agostó y se secó porque no tenía raíz.
7 Otra parte cayó entre cardos, pero los cardos crecieron, la sofocaron y no dio fruto.
8 Otra parte cayó en tierra buena y creció, se desarrolla y dio fruto: el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.
9 Y añadió: -¡Quien tenga oídos para oír que oiga!
10 Cuando quedó a solas, los que lo seguían y los Doce le preguntaron sobre las parábolas.
11 Jesús les dijo: -A vosotros se os ha comunicado el misterio del Reino de Dios, pero a los de fuera todo les resulta enigmático,
12 de modo que: por más que miran, no ven, y, por más que oyen, no entienden, a no ser que se conviertan y Dios los perdone.
13 Y añadió: -¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo vais a comprender entonces todas las demás?
14 El sembrador siembra el mensaje.
15 La semilla sembrada al borde del camino se parece a aquellos en quienes se siembra el mensaje, pero en cuanto lo oyen viene Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos.
16 Lo sembrado en terreno pedregoso se parece a aquellos que, al oír el mensaje, lo reciben en seguida con alegría,
17 pero no tienen raíz en sí mismos; son inconstantes y, en cuanto sobreviene una tribulación o persecución por causa del mensaje, sucumben.
18 Otros se parecen a lo sembrado entre cardos. Son esos que oyen el mensaje,
19 pero como las preocupaciones del mundo, la seducción del dinero y la codicia de todo lo demás les invaden, ahogan el mensaje y éste queda sin fruto.
20 Lo sembrado en la tierra buena se parece a aquellos que oyen el mensaje, lo acogen y dan fruto: uno treinta, otro sesenta y otro ciento.
**• El relato de la parábola va precedido de dos versículos muy importantes. Jesús está sentado -o sea, con la actitud propia de maestro- y a su alrededor se encuentra una enorme muchedumbre; el evangelista señala tres veces que Jesús está enseñando; por otra parte, la parábola comienza y acaba con dos mandatos que invitan a la escucha, o sea -bíblicamente-, a la «obediencia», a dar la propia adhesión. Jesús, por consiguiente, quiere entrar en una relación viva con las personas a las que se dirige.
En efecto, Jesús, en la parábola, habla de la misión que ha venido a realizar en la tierra. Él es el sembrador que aparece al comienzo, generoso a la hora de esparcir por doquier la semilla, no por inexperiencia o inoportuna prodigalidad, sino por ese amor excesivo que cree todo, hasta la posibilidad de que el desierto florezca. A continuación, desaparece de escena. Nada más se dice de él, sólo se siente su atenta vigilancia. Empieza, en cambio, la historia de la semilla, que es también Jesús (cf. Jn 12,24).
Una vez echado en la tierra, ¿cuál es su destino? Multiforme. Unas veces está nada menos que sofocado: es su muerte en la cruz, coronado de espinas; otras se lo comen las aves y se lo llevan: como cuando le invitan a que se vaya de la región de los gerasenos; otras parece germinar, pero sólo breve tiempo: como cuando muchos discípulos se echan atrás escandalizados. Por último, da fruto: «uno treinta, otro sesenta y otro ciento» por uno. Una proporción enorme, inimaginable: así se difundió el cristianismo después de Pentecostés. Y en este momento empieza su curso la parábola. Ahora el sembrador y la semilla es el cristiano, que, tras recibir la Palabra, está llamado a dejarse transformar por ella para poderla anunciar hasta los confines del mundo.
Con esta parábola, Jesús quiere hacernos comprender también que la Palabra debe ser predicada a todos, sin desconfianza, sin miedo a los fracasos. Y, a su tiempo, dará fruto.
MEDITATIO
Dios pone su ley en nuestros corazones, olvida nuestros pecados; por medio de Cristo estamos santificados... Casi podríamos tener la impresión de que mientras que en la antigua ley había que hacer «muchas cosas» con poco resultado, en la «nueva y eterna alianza» no hay que hacer nada para obtener el máximo resultado. En cierto sentido esto es verdad, pero el «no hacer nada» debe ser en realidad plena disponibilidad para acoger los dones de Dios. La parábola evangélica completa adecuadamente e ilumina el contenido doctrinal de la primera lectura. Aceptar recibir no es una cosa fácil para el hombre, puesto que requiere una gran humildad.
No es fácil reconocerse pobre, hacerse mendigo... En una sociedad como la nuestra, donde reina la abundancia, donde está de moda el mito del hombre infalible, donde la mentalidad dominante difunde una «cultura» basada en el éxito, en el saber y en el poder, en este contexto quien es pobre y tiene hambre de la Palabra de Dios es verdaderamente un extranjero, alguien que vive aislado. Llegamos incluso a ser incapaces de reconocer cuáles son nuestras auténticas necesidades.
¿Qué es, en efecto, la tierra árida de la parábola sino ese vacío, ese deseo de la verdad y del silencio que todo hombre debería redescubrir en el fondo de su propio corazón, para reconocerse, finalmente, mendigo de Dios, buscador de lo absoluto? La Palabra encuentra en este vacío el terreno fecundo para fructificar. Sin embargo, mientras espera, el Señor busca de mil modos, incluso en los corazones aparentemente más cerrados, una mínima grieta donde sembrar su Palabra, una rendija por la que pueda entrar con su luz.
Este infinito y paciente amor de Dios, esta indómita esperanza suya, no nos autoriza, sin embargo, a dejar sin cultivar el jardín de nuestra alma; al contrario, nos impulsa a prepararlo con mayor cuidado en la espera trémula de que el divino Sembrador pase y se ponga solícitamente a trabajar para consumar su obra.
ORATIO
Señor Jesús, tu Palabra nos impulsa hoy a abrirte el corazón con plena confianza. Cuando, en medio del silencio y del recogimiento, te escuchamos, sentimos brotar irresistible dentro de nosotros un inmenso deseo de santidad. Nos invade una energía nueva; somos un campo sembrado que quiere producir frutos en abundancia; con ánimo confiado, nos abrimos a la nueva jornada.
Pero cuando, llegados a la noche, cansados, vemos discurrir ante nuestros ojos las fatigosas horas de la jornada, las muchas ocasiones perdidas, el peso de situaciones dolorosas, el bien omitido, el mal realizado, entonces nos encontramos como quien ha intentado en vano levantarse a sí mismo y a los otros de la tierra al cielo... Precisamente en esta hora es todavía tu Palabra viva, sepultada en nuestros corazones, la que nos hace ponernos humildemente de rodillas ante ti para decirte con sencillez: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros. Tal vez no exista el fruto que tú esperabas, pero sí existe un vacío más grande en nuestro corazón, una disponibilidad más sincera para escuchar tu Palabra, para vivirla. Mañana saldremos juntos al campo a sembrar; tú irás delante y nosotros te seguiremos.
CONTEMPLATIO
Hermanos, nosotros queremos salvarnos durmiendo y por eso nos desanimamos, pero basta con poco trabajo: y entonces nos cansamos, a fin de recibir misericordia.
Si uno tiene una facultad y la deja sin cultivar, cuanto más la descuide, tanto más se le llenará de espinas y de abrojos, ¿no es verdad? Y cuando vaya a limpiarla, cuanto más llena esté, más sangre deberán verter sus manos. Por eso, quien desea limpiar su propia facultad debe arrancar bien de raíz, en primer lugar, todos los hierbajos: si no arranca bien las raíces, sino que se limita a cortarlas por encima, aquéllas volverán a crecer; después deberá romper los terrones, arar; entonces podrá sembrar buena semilla. Si, efectivamente, vuelve a dejarla de nuevo en reposo, volverán los hierbajos, pues encuentran la tierra blanda y hermosa, echan raíces profundas y se multiplican en el campo todavía más.
Así ocurre también con el alma. Antes que nada, es preciso acabar con las malas costumbres no sólo luchando contra ellas, sino también contra sus causas, que son las raíces. A continuación, es preciso ejercitar bien nuestras propias costumbres; sólo entonces empezaremos a sembrar la buena semilla, que son las obras buenas. Quien quiera salvarse debe no sólo abstenerse de hacer el mal, sino también hacer el bien. Ahora bien, el que siembra, además de echar la semilla, debe sepultarla también en la tierra, para que no vengan las aves a llevársela y así se pierda; y después de haberla escondido espera la misericordia de Dios, hasta que mande la lluvia y crezca la semilla. Así sucede también con nosotros: si alguna vez hacemos algo bueno, debemos esconderlo con la humildad y confiar a Dios nuestra debilidad, pidiéndole que apruebe nuestro trabajo, pues de otro modo será vano. En ocasiones, después de que hayan germinado y crecido, y haya aparecido la espiga, llegan la langosta o el granizo y otras desgracias semejantes y destruyen la cosecha. Así sucede también con el alma, de modo que quien de verdad quiera salvarse no debe quedarse tranquilo hasta el último respiro. Es preciso, pues, esforzarnos, estar muy atentos y pedirle siempre a Dios que nos proteja y nos salve con su bondad, para gloria de su santo nombre. Amén (Doroteo de Gaza, Insegnamenli spirituali XIII, pp. 139-144.148, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La explicación de tu Palabra es luz que ilumina y proporciona instrucción a los sencillos» (Sal 118,130).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Dios ha creado por amor, y con los fines del amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor mismo y los medios del amor. Ha creado seres capaces de amor a todas las distancias posibles.
Él mismo -puesto que ningún otro podía hacerlo- fue a la distancia máxima, a la distancia infinita. Esta distancia infinita entre Dios y Dios, desgarro supremo, dolor que no tiene par, milagro de amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que fue hecho maldición. Este desgarro, encima del cual crea el amor supremo el vínculo de la unión suprema, resuena perpetuamente a través del universo, sobre un fondo de silencio, como dos notas separadas y fundidas, como una armonía pura y desgarradora. Es la Palabra de Dios. Toda la creación no es más que su vibración. Cuando hayamos aprendido a escuchar el silencio, será esto lo que, en medio del silencio, comprendamos con mayor distinción. Los que se aman, los amigos, tienen dos deseos: uno, amarse hasta el punto de penetrar el uno en el otro y convertirse en un solo ser; el otro, amarse hasta tal punto que, aunque estuvieran separados por los océanos, su unión no quedara debilitada. Todo lo que el hombre desea verdaderamente aquí abajo es real y perfecto en Dios. Todos estos deseos imposibles son en nosotros algo así como una señal de nuestro destino y tienen un efecto positivo sobre nosotros desde el momento en que esperamos alcanzarlos. El amor de Dios es el vínculo que une a dos seres hasta el punto de hacerlos imposibles de distinguir y realmente uno solo, y que, tendido por encima de las distancias, triunfa sobre la separación infinita. Por ese motivo, la cruz es nuestra única esperanza (S. Weil, Attesa di Dio, Milán 1984, pp. 90-94, passim [edición española: A la espera de Dios, Editorial Trotta, Madrid 1996]).
Jueves 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 10,19-25
19 Así pues, hermanos, ya que tenemos libre entrada en el santuario gracias a la sangre de Jesús,
20 que ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne,
21 y ya que tenemos un gran sacerdote en la casa de Dios,
22 acerquémonos con corazón sincero, con una fe plena, purificado el corazón de todo mal de que tuviéramos conciencia y lavado el cuerpo con agua pura.
23 Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe.
24 Procuremos estimularnos unos a otros para poner en práctica el amor y las buenas obras;
25 no abandonemos nuestra asamblea, como algunos tienen por costumbre, sino animémonos mutuamente, tanto más cuanto que ya veis que el día se acerca.
**• Una vez concluida la exposición dogmático-teológica sobre el sacerdocio de Cristo, comienza ahora la segunda parte de la carta a los Hebreos, en donde se extraen las consecuencias prácticas de los principios afirmados antes. En este punto, el autor se dirige a sus interlocutores llamándoles «hermanos», denominación cuyo significado específicamente cristiano comprendemos ahora mejor: «hermanos» porque todos hemos sido redimidos por la sangre de Cristo y todos estamos llamados a entrar en comunión vital con él y, en consecuencia, los unos con los otros.
Gracias al sacrificio de Cristo, el hombre, que era esclavo de la muerte, es libre de regresar a la casa del Padre; de exiliado -más aún, de condenado- se convierte en peregrino. Delante de él se abre un camino «nuevo» y «vivo», un camino que es la persona misma de Jesús. El camino que hemos de recorrer es, por tanto, el de la conversión, el de la configuración con Cristo. Por eso, el autor nos invita a acercarnos a él con las debidas disposiciones interiores. En primer lugar, está la llamada a la pureza del cuerpo y del espíritu: esta pureza, conferida por el bautismo, ha de ser custodiada celosamente con la santidad de vida, y recuperada con el arrepentimiento y la petición de perdón; en segundo lugar, aparecen la «fe» y la «esperanza»: en medio de los trabajos de su vida, el cristiano, lejos de retroceder, está llamado a dar testimonio de que se apoya sin vacilar en un Dios cuyo nombre es «Fiel y Veraz» (cf. Ap 3,14).
Ahora bien, todo esto no debe ser vivido como búsqueda de una perfección individual. De ahí, pues, que la auténtica verificación la proporcione la urgencia de la caridad: es preciso que los unos sean para los otros ejemplo, estímulo y apoyo. El hombre está llamado a preparar y, en cierto sentido, anticipar en la historia la vida de comunión que será también la meta de su peregrinación.
Evangelio: Marcos 4,21-25
En aquel tiempo,
21 decía también a la gente: -¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro o ponerla debajo de la cama? ¿No es para ponerla sobre el candelero?
22 Pues nada hay oculto que no haya de ser descubierto; nada secreto que no haya de ponerse en claro.
23 ¡Quien tenga oídos para oír que oiga!
24 Les decía además: -Prestad atención a lo que escucháis. Con la medida con que vosotros midáis, Dios os medirá, y con creces.
25 Pues al que tenga se le dará, y al que no tenga se le quitará incluso lo que tiene.
**• Los breves versículos que componen el pasaje de hoy contienen algunas sentencias que completan e iluminan el mensaje central ofrecido por la parábola de la semilla y del sembrador. Se subraya, en particular, la necesidad de convertirse en anunciadores fieles e incansables de la Palabra recibida: todo don se convierte en un deber.
Una comparación tomada de la vida ordinaria sirve para introducir la enseñanza que Jesús quiere proporcionar a sus colaboradores más allegados. «¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro?» (v. 21). La pregunta es tan sencilla que hasta un niño podría contestarla sin dificultad; en consecuencia, tanto más claras e inequívocas resultarán también las exigencias del seguimiento de Cristo.
A los apóstoles -y a todos los cristianos- les ha sido manifestado el secreto del Reino de los Cielos; ellos, como portadores de la luz divina, se han convertido por eso en lámparas: ya no pueden permanecer escondidos; su tarea concreta es la de iluminar a los otros, guiarles hacia la Luz verdadera. He aquí, pues, que vuelve, apremiante, la invitación -más aún, el compromiso- de escuchar: los apóstoles no pueden anunciar nada de su propia cosecha, sino sólo lo que han recibido, con una fidelidad y humildad extremas: son discípulos del único Maestro. Les ha sido dado un gran tesoro, pero con él se les ha confiado asimismo la responsabilidad de hacerlo fructificar; si llegara a faltar el fruto por un descuido voluntario, sería señal de que se ha rechazado antes que nada al Dador, cerrándose así a la vida y al amor, abocándose a la muerte.
MEDITATIO
El cristiano camina incansablemente por un camino nuevo y vivo. Aquí abajo nunca considera que ha llegado, nunca se siente satisfecho con los resultados alcanzados o asegurado contra los peligros y las insidias. Con la mirada fija en la meta, nunca debe detenerse: eso sería retroceder.
Por otra parte, esta urgencia insaciable de ir siempre «más allá» es la señal misma de la presencia en él de algo -o Alguien- que le supera infinitamente. Es el amor derramado por el Padre en nuestros corazones el que nos da ojos para descubrir a nuestro alrededor situaciones de pobreza que tienen necesidad de socorro, de consuelo, de esperanza. Estamos todos en camino hacia la morada de paz, pero no llegaremos a ella sino juntos, ayudándonos mutuamente. Y es precisamente la caridad la que nos renueva siempre el camino, porque con su divina intuición es capaz de hacernos descubrir, bajo las más míseras apariencias, la llama de la vida que quiere nacer. Entonces la fatiga deja de contar, puesto que ve brillar la luz allí donde reinan la tristeza y la muerte.
Jesús nos invita en el evangelio de Marcos a escuchar atentamente su Palabra, para que nos impregnemos hasta tal punto de ella que la hagamos rebosar fuera de nosotros, que la irradiemos. El autor de la carta a los Hebreos nos propone una manera muy sencilla de ser misioneros del evangelio: animarnos recíprocamente, evangelizarnos unos a otros practicando la caridad fraterna en las situaciones de la vida cotidiana. Es imposible que este amor humilde y sincero no suscite interrogantes en quienes nos ven vivir de un modo tan «diferente» y tan bello. Las historias de muchas conversiones han empezado precisamente así: del encuentro con creyentes que vivían a Jesús. «¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro?». A buen seguro que no. La lámpara existe sólo para brillar con un rayo de esperanza en la oscuridad
de la noche. Como los cristianos en el mundo.
ORATIO
Jesús, al principio tú estabas junto al Padre, dirigido a el en el amor; ahora estás también con nosotros, misericordiosamente inclinado sobre nuestras heridas; caminas con nosotros y nos llevas sobre tus sagrados hombros. No sólo nos indicas la senda, sino que tú mismo eres el Camino hacia la casa del Padre. Estás viendo cómo, a veces, nos sorprende el cansancio, nos aferra el miedo; tú conoces bien nuestras secretas tentaciones, que nos invitan a detenernos, a dirigir la mirada hacia atrás... Y nosotros sentimos, por encima de todo el humano sufrir, tu mirada misericordiosa, que se posa sobre nosotros; en la hora de la prueba sólo en ti ponemos nuestra confianza. Tu Palabra, fiel, siempre nos sostiene, porque creemos que todo tu camino, todo trecho del camino, por muy áspero y escarpado que sea, no es un sendero desconocido, sino que es camino de salvación y quien lo toma encuentra su paz.
Todo tu camino, aunque parezca duro e interminable, es un paso a la vida que no tiene límites. Concédenos, Señor, cada día el ánimo para volver a partir todos juntos; no permitas que nunca se quede alguien atrás, sentado en sus ruinas, con el corazón cargado de tristeza. Señor, ven en nuestra ayuda, para que deseemos llegar a contemplar sin velos tu rostro en el Reino de la luz.
CONTEMPLATIO
El Señor plasmó al hombre de la tierra, pero nos ama como a verdaderos hijos suyos y nos espera con deseo. El Señor nos ha amado con un amor tal que se encarnó por nosotros y derramó por nosotros su sangre, con la que nos ha dado de beber, y nos ha dado su precioso cuerpo. Y así, por su carne y por su sangre, hemos llegado a ser sus hijos, a semejanza del Señor. Así como los hijos se parecen a su padre, y esto con independencia de la edad, así nosotros nos hemos vuelto semejantes al Señor en su humanidad, y el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que estaremos eternamente con él.
El Señor no cesa nunca de llamarnos: «Venid a mí y yo os haré descansar». Nos alimenta con su precioso cuerpo y su preciosa sangre. Nos instruye misericordiosamente con su palabra y por medio del Espíritu Santo. Nos ha revelado sus misterios. Vive en nosotros y en los sacramentos de la Iglesia y nos conduce al lugar donde contemplaremos su gloria. Ahora bien, cada uno contemplará esta gloria según la medida de su amor.
Quien ama más se lanza con mayor ardor para estar con el amado Señor, y por eso se le acerca más. Quien ama poco, también desea poco. ¡Qué maravilla! La gracia me ha hecho conocer que todos los que aman a Dios y observan sus mandamientos están llenos de luz y se asemejan al Señor. Y esto es algo natural. El Señor es luz, e ilumina a sus siervos (Archim. Sofronio, Silvano del Monte Athos. Vita, dottrina, scritti, Turín 1978, p. 346).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Jesús vino a la tierra para abrir un camino entre los hombres, para que éstos, a su vez, tomen este camino y sigan a Jesús. No hay otro camino posible para ningún hombre. Antes o después, de un modo o de otro, cada hombre se encuentra en el camino de Jesús, aunque probablemente sólo sea en la hora de su muerte.
Jesús habla a menudo de aquellos que le siguen y a los que llama discípulos. Les traza el camino, les indica las condiciones, los riesgos, las insidias. Los modos del seguimiento de Jesús son múltiples, pero todos los caminos tienen como desembocadura la misma entrega total de nosotros mismos a Jesús, a aquella obediencia que fue la suya, una obediencia hasta la muerte en una cruz, precio y camino de la resurrección. Seguir a Jesús es renegar de nosotros mismos, aceptar perder aparentemente nuestra propia vida. Una propuesta así sería no sólo arriesgada, sino también aberrante, si Jesús no hubiera añadido tres breves palabras que cambian radicalmente su sentido: «Por mi causa».
A causa de Jesús. Quien se atreve a hablar así lo hace por amor. Y quien habla por amor no propone un itinerario que conduce a la muerte, sino que se abre a la vida. El que ama se ha arrancado a sí mismo del objeto de su amor. Ya no es capaz de vivir replegado sobre sí mismo, porque el amor tiende a desplegar al máximo todas las posibilidades que hay en él. El amor les da dinamismo, decuplica sus fuerzas, fecunda sus palabras, sus acciones. ¿Y qué decir cuando se trata del amor de Jesús?
A causa de Jesús, podrá decir san Pablo, y para conocer la sublimidad de su amor se ha atrevido a considerar todas las cosas como basura (cf. Flp 3,8). A causa de Jesús. Estas cuatro breves palabras dicen aún otras cosas. En efecto, el amor no sólo potencia los recursos de aquel que ama, sino que hace entrar también en el misterio de aquel a quien se ama. A causa de Jesús equivale a decir quemados en lo íntimo por el amor que nos arrastra, pero también «como Jesús», o sea, empujados y arrastrados por el amor que él mismo siente por nosotros y cuya poderosa ternura no nos abandona un solo instante.
No hay ni un solo sufrimiento sembrado en nuestro cuerpo, en nuestro corazón e incluso en nuestro espíritu que no nos construya, por así decirlo, en plenitud, conduciéndonos a dar nuestros frutos más bellos. Y aquí se encuentra también la fuente de nuestra alegría. Sí, haciéndolo todo y soportándolo todo a causa de Cristo, exultaremos con una alegría inefable y llena de la gloria de Dios (A. Louf, Seúl l'amour suffirait, París 1982).
Viernes 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 10,32-39
Hermanos:
32 Acordaos de los días primeros en los que, después de haber sido iluminados, sostuvisteis un combate tan grande y doloroso.
33 Algunos fuisteis públicamente escarnecidos y tuvisteis que sufrir tormentos; otros os hicisteis solidarios con los que tales cosas soportaban.
34 Tuvisteis, en efecto, compasión de los encarcelados, soportasteis con alegría que os despojaran de vuestros bienes, sabiendo que teníais riquezas mejores y más duraderas.
35 No perdáis, pues, esta confianza, que os proporcionará una gran recompensa.
36 Pues tenéis necesidad de perseverar, para que, cumpliendo la voluntad de Dios, alcancéis la promesa.
37 Porque, dentro de poco, de muy poco, el que ha de venir vendrá sin retraso;
38 y mi justo vivirá por la fe; mas, si se echa atrás cobardemente, ya no me agradará.
39 Pero nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de los que buscan salvarse por medio de la fe.
*• Ya desde los orígenes se propagó en la Iglesia el peligro de la tibieza, un peligro que degeneró con frecuencia en abierta apostasía o en vida pecaminosa contraria a la fe. Son varios los pasajes de los escritos apostólicos que atestiguan esta situación (cf. Gal 3,2; 2 Cor 2; Ap 2-3).
Consciente del delicado momento que está atravesando la comunidad judeocristiana a la que se dirige, el autor de la carta a los Hebreos se enfrenta al mal en sus raíces. Revelándose como un profundo conocedor del corazón humano y repleto de discernimiento en la guía de las almas, nos ofrece una página que sigue siendo un precioso documento de sabiduría pastoral. Aunque denuncia el mal, no usa palabras de abierta condena ni de duro reproche, sino que sigue la vía de la exhortación.
«Acordaos»: un imperativo preciso que remite al tiempo del primitivo fervor y pretende crear una separación clara con el presente para volver a la frescura original. En dos breves versículos se representa al vivo ante nuestros ojos a una comunidad que ha dado pruebas de gran fortaleza y de gran caridad: una comunidad capaz de hacer frente a toda persecución y a las más graves humillaciones sin echarse atrás; pero eso no basta: ha mostrado asimismo ser solidaria con los que están sometidos a prueba. Una comunidad, por consiguiente, plenamente cristiana, animada por un auténtico amor fraterno.
¿Cuál fue la fuente de tal impulso? La fe firme en los bienes futuros. Pues bien, precisamente esa fe tiene que ser reavivada ahora. Y es la Palabra de Dios la que puede alimentarla. El autor de la carta, citando pasajes del Antiguo Testamento que han encontrado su pleno cumplimiento en Jesús, quiere sostener en los cristianos la esperanza y la tensión hacia los bienes futuros.
Evangelio: Marcos 4,26-34
En aquel tiempo,
26 decía Jesús a la gente: -Sucede con el Reino de Dios lo que con el grano que un hombre echa en la tierra.
27 Duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece, sin que él sepa cómo.
28 La tierra da fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga.
29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
30 Proseguía diciendo: -¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?
31 Sucede con él lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas.
32 Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra.
33 Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, acomodándose a su capacidad de entender.
34 No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, se lo explicaba todo en privado.
**• Con dos breves parábolas, tomadas del mundo agrícola, Jesús ilustra el proceso de crecimiento del Reino de Dios en el mundo. Éste es como una semilla que, sembrada en la tierra, necesita un largo período de maduración en medio del silencio y la paciencia. Tras la siembra, el labrador vuelve a sus ocupaciones habituales, sin tener que preocuparse de la semilla. Es la tierra la que espontáneamente, por su propia fuerza, lleva a cabo la transformación. El evangelista se detiene a describir, una a una, las fases de la germinación, para subrayar que cuanto desde fuera parece «tiempo muerto» -silencio de Dios- es, en realidad, un tiempo fecundo de gracia. Cuando haya llegado su hora -expresión que usará muchas veces Jesús refiriéndose a su destino-, la misma semilla, convertida ahora en fruto maduro, se entregará a la hoz para la siega. También aquí surge espontánea la referencia a Jesús, que libremente se ofreció a sí mismo por nuestra salvación.
La sorpresa del labrador, después de la larga espera, será grande, como muestra la segunda parábola. Se ha depositado en la tierra un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, algo no llamativo, pero al final se hace mayor que todas las hortalizas, se hace casi como un árbol a cuya sombra -imagen bíblica que indica la consumación del Reino de Dios icf. Jue 9,8-15; Ez 17,22-24; 31,4; Dn 4,10-12.17-23)- pueden reposar los pájaros. Toda la Sagrada Escritura atestigua que Dios escoge lo que es pequeño: los instrumentos más pobres parecen ser los más aptos para cooperar en su designio de salvación. Los caminos de Dios no son nuestros caminos; su Reino lleva en sí mismo un principio de desarrollo, una fuerza secreta que lo conducirá a su plena consumación más allá de lo que podría suponer cualquier humana imaginación. No queda más que esperarlo con firme esperanza y humilde colaboración.
MEDITATIO
Sólo haciendo nuestro el «deseo de Dios» expresado en tantas páginas del Antiguo Testamento, y de modo absolutamente particular en los salmos, es posible intuir qué grande debió de ser la alegría de los primeros judeocristianos cuando, iluminados por la gracia, reconocieron en Jesús al Mesías, al Esperado por todas las gentes, al Salvador prometido. Este descubrimiento suscitó un gran fervor; los nuevos cristianos se encaminaron con entusiasmo por el «camino nuevo y vivo».
Pero muy pronto se dieron cuenta de que el camino era largo y fatigoso; la exaltación inicial cedió el paso al desaliento. Es la hora de la prueba, en la que es preciso resistir con paciencia. El autor de la carta a los Hebreos exhorta, por tanto, a sus interlocutores a perseverar con buen ánimo. Aunque el paisaje parezca estar desolado, cada paso les aproxima a la meta. Hay períodos en la vida de cada persona en los que se vuelve necesario aferramos con todas nuestras fuerzas a la virtud de la esperanza. Ésta es, por así decirlo, el bastón del peregrino que se dirige hacia el Reino de los Cielos.
También las dos pequeñas parábolas del evangelio aluden a esta virtud. ¿No es acaso su presencia la que nos hace soportable el tiempo que discurre entre la siembra y la siega? Es preciso estar fuertemente motivados para perseverar cuando el desánimo, como un ladrón, viene a robarnos las pocas fuerzas de las que disponemos. Sólo la esperanza nos las puede restituir. Con todo, también ella debe tener un sólido fundamento. No basta con mantener fija la mirada en las realidades futuras, en el Reino que parece inalcanzable. Entonces, ¿en qué se puede apoyar la esperanza cristiana? En la experiencia de los peregrinos de Emaús, en la certeza de que aquel que nos llama a la meta es también nuestro silencioso compañero de viaje, y cuanto más duro se vuelve el camino, más presente se hace.
ORATIO
Señor Jesús, eterno Viviente, tú eres nuestra única esperanza. Por nosotros te escondiste como semilla en nuestra humana debilidad; experimentaste la persecución, el peso de la soledad y la aflicción de la pobreza; por nosotros aceptaste voluntariamente la muerte, por nosotros te hiciste Pan de vida que nos sostiene a lo largo del camino. Tú nos conoces en lo íntimo y ves nuestras tribulaciones y la fatiga que nos produce el compromiso de conservar la fe. Perdónanos si hemos dejado envejecer nuestro corazón, perdiendo el ardor y el entusiasmo de nuestro primer amor. Despierta en nosotros el hermoso recuerdo de nuestra enamorada juventud, para que nunca nada ni nadie pueda apartarnos de buscar tu rostro. Quédate con nosotros en la hora de la prueba y concédenos la fuerza de tu Espíritu para serte fieles hasta la muerte. Contigo ni siquiera nuestra pobreza nos espanta ya: al ofrecértela, se convierte en el pequeño signo de nuestro infinito deseo de colaborar en la realización de tu Reino.
CONTEMPLATIO
Nadie ama verdaderamente a otro con auténtico fuego de amor si no siente un intenso deseo de verle. Por esa razón, cuando el ser amado está lejos, aumenta el deseo, y el retraso del Amado, aunque sea breve, parece largo. Por eso, «¡ay de mí, que vivo como emigrante!» (cf. Sal 119,5) y «estoy enfermo de amor» (Cant 2,5).
Como huésped de paso en este mundo, suspiro por las moradas celestes. Pero ¿qué es lo que espero? ¿No es al Señor Jesús? ¿No está en él toda nuestra esperanza? Siento nostalgia de contemplar la vida invisible que moriría con alegría. Sin embargo, si la espero con serenidad de ánimo es porque interiormente se me inspira que sea paciente. Mi espíritu, embebido por completo del admirable don de Dios, me convence para que me santifique a diario en el amor. Por eso me comprometo a no seguir mi voluntad, sino que espero con alegría a que Dios me manifieste la suya. Que la sombra del Espíritu Santo me sirva aquí abajo de consuelo y que mi deseo de gozar de la felicidad futura haga desaparecer toda la basura de mis vicios.
No poseo ninguna morada en este mundo de miseria; golpeado por tantas adversidades, no voy en busca de vanos consuelos, pues no tengo más que un consuelo: el amor eterno. Los elegidos de Cristo, vayan donde vayan, no cesan de custodiar en su espíritu la alegría de los bienes celestiales. Sobre el infalible fundamento puesto, esto es, el Señor Jesús, construyen y se preparan para la recompensa eterna. Así, los trabajos que realizan en vistas al amor divino o la violencia que se hacen para custodiar la paz del corazón incrementan su mérito. Cuando el cuerpo está cansado, los ojos se elevan hacia la estancia celestial, hacia la mirada del Amigo omnipotente y nos sentimos protegidos por todas partes a la sombra de sus dones (R. Rolle, // canto d'amore IV, 1 lss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La esperanza no engaña, porque Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rom 5,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Por lo general, pensamos que la paciencia es una especie de resignación fatalista frente a lo que se nos opone y, por consiguiente, una confesión de derrota. Sin embargo, de hecho, la paciencia cristiana no es resignación, sumisión. Para comprender la actitud espiritual que llamamos paciencia es preciso mirar a Jesús paciente. Basta con leer el evangelio para ver que el Señor Jesús experimentó la incomodidad física, el cansancio, la monotonía del trabajo, la opresión de la muchedumbre. Le alcanzaron las contestaciones, el odio, la incredulidad. Experimentó el dolor físico más agudo y el sufrimiento del espíritu, la agonía, el abandono de los discípulos y hasta del Padre. Pero no fue un aplastado: se ofreció porque lo quiso. Llevó sobre sí todo con una paciencia que no es ni inercia ni pasividad, sino ofrenda de sí mismo a todo lo que quiere el Padre. El amor al Padre y a los hombres le impulsa a entregarse hasta el extremo. «Si el grano de trigo no muere, no da fruto», dice en el evangelio. Así, con su, sacrificio glorificó al Padre y llevó a cabo nuestra salvación. Ésta es la victoria del amor, de la paciencia. A partir del ejemplo vivo del Señor Jesús, comprendemos que la paciencia es la perfección de la caridad. Observa san Juan de la Cruz: «El amor ni cansa ni se cansa». Es la paciencia silenciosa, perseverante, que se vuelve don, como Cristo, pan partido por los hermanos. Ahora bien, esta disponibilidad de amor no puede ser sostenida más que por una fe viva y por una intensa esperanza. Muchas de nuestras impaciencias y muchos abatimientos proceden precisamente de una fe y de una esperanza demasiado débiles, que no nos orientan plenamente al amor (A. Ballestrero, Parlare di cose veríssime, Cásale Monf. - Roma 1990, pp. 103ss).
Sábado 3ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 11,1-2.8-19
Hermanos:
1 La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve.
2 Por ella obtuvieron nuestros antepasados la aprobación de Dios.
8 Por la fe, Abrahán, obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber a dónde iba.
9 Por la fe vivió como extranjero en la tierra que se le había prometido, habitando en tiendas. Y lo mismo hicieron Isaac y Jacob, herederos como él de la misma promesa.
10 Vivió así porque esperaba una ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
11 Por la fe, a pesar de que Sara era estéril y de que él mismo ya no tenía la edad apropiada, recibió fuerza para fundar un linaje, porque se fió del que se lo había prometido.
12 Por eso, de un solo hombre, sin vigor ya para engendrar, salió una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena de la orilla del mar.
13 Todos estos murieron sin haber alcanzado la realización de las promesas, pero a la luz de la fe las vieron y saludaron de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.
14 Los que así hablan ponen de manifiesto que buscan una patria.
15 Indudablemente, si la patria que añoraban era aquella de donde habían salido, oportunidad tenían para volverse a ella.
16 Pero a lo que aspiraban era a una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no se avergüenza de llamarse su Dios, porque les ha preparado una ciudad.
17 Por la fe, Abrahán, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac, y era su hijo único, a quien inmolaba, el depositario de las promesas,
18 aquel a quien se había dicho: De Isaac te nacerá una descendencia.
19 Pensaba Abrahán que Dios es capaz de resucitar a los muertos. Por eso el recobrar a su hijo fue para él como un símbolo.
**• Una vez concluido el discurso doctrinal, se abre ahora un capítulo totalmente dedicado a la fe: el autor, empleando un procedimiento de tipo sapiencial (cf. Sab 10-12; Eclo 44-50; Sal 68; 105; 106; 135; Hch 7), pasa revista a la historia sagrada, proponiendo una serie de ejemplos con la intención de suscitar en los lectores el deseo de seguirlos. Antes de comenzar el excursus, sintetiza en un versículo toda la enseñanza y proporciona la clave de lectura de todo el pasaje: la fe es el apoyo indispensable para el camino de la vida; la fe garantiza la existencia de los bienes deseados y da la certeza de poderlos alcanzar, porque se fundamenta en las promesas de un Dios fiel.
Con Abrahán encontramos el «modelo» del creyente. Al comienzo de su camino tuvo necesidad de la fe para obedecer a la llamada de Dios, que le ordenaba salir de su tierra hacia otra tierra misteriosa; a lo largo del camino, la fe, acompañada de la esperanza, le permitió aceptar una vida errante y precaria: viviendo con esperanza, Abrahán hacía frente a la fatiga de la vida nómada y esperaba con absoluta certeza la Jerusalén del cielo. Su fe fue evidente, sobre todo, en el sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa. Ésta fue la «gran prueba» del patriarca: en ella, Dios mismo parecía contradecirse y quitarle precisamente lo que era don suyo y prenda de los bienes futuros.
«Esperando contra toda esperanza», Abrahán ofreció a Dios -antes incluso de que le hubiera pedido a Isaac- el sacrificio de una obediencia heroica, no debilitada por la «noche oscura» de la fe. Por ello recibió una doble recompensa: volvió a tener a su hijo y le fue revelado, en parábola, que ese hecho escondía una enseñanza respecto a la futura economía de la salvación.
Evangelio: Marcos 4,35-41
35 Aquel mismo día, al caer la tarde, les dijo: -Pasemos a la otra orilla.
36 Ellos dejaron a la gente y le llevaron en la barca, tal como estaba. Otras barcas lo acompañaban.
37 Se levantó entonces una fuerte borrasca y las olas se abalanzaban sobre la barca, de suerte que la barca estaba ya a punto de hundirse.
38 Jesús estaba a popa, durmiendo sobre el cabezal, y le despertaron, diciéndole: -Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
39 Él se levantó, increpó al viento y dijo al lago: -¡Cállate! ¡Enmudece! El viento amainó y sobrevino una gran calma.
40 Y a ellos les dijo: -¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?
41 Ellos se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros:-¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?
*+• Tras los fatigosos trabajos de una jornada de predicación, Jesús, que no ha dejado la barca desde la que impartía su enseñanza, pide a los discípulos que le lleven a la orilla oriental del lago. De inmediato empiezan a navegar, mientras Jesús se adormece en el asiento posterior, reservado a los pasajeros importantes; detrás de él, el piloto gobierna el timón. De improviso, estalla una violenta tempestad y la barca corre el riesgo de hundirse. Presas del pánico, los discípulos despiertan a Jesús con una llamada mezclada con un velado reproche: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Enseguida se levanta e increpa al viento: «¡Cállate! ¡Enmudece!».
No se trata de dos órdenes iguales, sino de un incremento en la fuerza, puesto que el segundo término significa al pie de la letra: «Queda amordazado». «...Y sobrevino una gran calma». Un solo versículo para narrar un acontecimiento tan prodigioso: la misma sobriedad del relato es uno de los indicios más seguros de la historicidad del hecho.
Ahora que los discípulos se sienten seguros, puede dirigirles Jesús una pregunta: «¿Por qué tanto miedo, por qué esta falta de confianza?». Las enseñanzas que habían recibido durante la jornada hubieran debido convencerles de que, incluso durante el sueño, permanece vigilante el Señor (cf. la parábola de la simiente). A continuación, el evangelista anota con una gran precisión el sentimiento que surge en los apóstoles: no tanto la alegría por haber sido salvados, sino un temor sagrado, una admiración sorprendida. Ya habían asistido a milagros de curación, pero era la primera vez que se encontraban frente a una tamaña manifestación de poder: Jesús se les revela como Señor, como dueño de lo creado. Y el estupor se convierte en pregunta: «¿Quién es éste?». Todo el evangelio según san Marcos está acompasado por preguntas como ésta, preguntas que desembocarán en la profesión de fe del centurión en el Calvario: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (15,39).
MEDITATIO
Abrahán «salió»: a partir de ese momento ya no se pertenece, sino que procede a la señal de Dios sin vacilar. Lleva una vida de nómada, pero no de desarraigado: hunde sus raíces en el cielo. Si no sentimos en el corazón su misma nostalgia del mundo futuro, algo le falta a nuestra fe. La llamada de Dios: «Sal de tu tierra...» está destinada a atravesar los siglos y se dirige hoy directamente a cada uno de nosotros. Es preciso saber estar en silencio para percibir, a través de los acontecimientos de la vida cotidiana, la llamada del Señor a que le sigamos por caminos inesperados. Con frecuencia, sentimos la tentación de proyectarlo todo; nada tiene que escaparnos, tenemos que definir los detalles: y, de este modo, nos encontramos encerrados en estrechas prisiones, tal vez con paredes de oro, pero, a pesar de todo, prisiones.
Ser capaces de confiar en Alguien es el camino de la libertad. En muchos casos no se tratará de abandonar, geográficamente, nuestra propia patria, nuestra propia familia, sino de hacer otra «salida», la más radical y fundamento de todas las otras: la salida de nosotros mismos; tal vez se trate sólo de volver a entrar cada mañana en la cocina para desarrollar las acostumbradas labores domésticas, o de volver a recorrer la calle que conduce a la oficina, o de permanecer inmóvil en nuestro propio lecho de enfermo ofreciendo cada instante al Señor, para que disponga de él como mejor le parezca.
Abrahán salió comprometiendo toda su vida y se convirtió en padre de los creyentes; todo consentimiento generoso a Dios es fecundo en bienes para muchos; toda resistencia o rechazo ralentiza para todos el camino hacia la consumación de la historia. Abrahán es alabado por su fe, aunque sólo viera de lejos; en el evangelio, los apóstoles son objeto de reproche por su falta de fe, siendo que Jesús está junto a ellos: increíble paradoja que nos hace reflexionar. La fe no tiene necesidad de unas condiciones particulares; para el que es capaz de dirigir la mirada hacia las profundidades del corazón, la tierra prometida está escondida ahí y se llega a ella a través de ese acto de obediencia y de entrega que el Espíritu nos sugerirá un instante tras otro.
ORATIO
Con corazón de peregrinos cansados a lo largo de los caminos del mundo, caminamos, Señor, impulsados por el deseo de ver sin velos tu rostro de Padre y de ser recibidos, como pecadores humillados y arrepentidos, en tu abrazo de misericordia. Procedemos paso a paso, pero las tempestades de la vida son muchas, dentro y fuera de nosotros; basta con poca cosa -una palabra inoportuna, un pensamiento que no sea bueno, una sospecha imprevista- e inmediatamente nuestro ánimo se vuelve como un mar en tempestad; el puerto de la paz parece un lejano espejismo, la tentación de detenerse es cada vez más penetrante...
Concédenos la fuerza para perseverar en la fe, guía nuestros pasos como ya acompañaste -con una presencia invisible, pero fuerte- el camino de nuestros antiguos padres, de aquellos que te vieron sólo de lejos y de aquellos que te siguieron de cerca: los apóstoles, los mártires, los confesores. Haz que en medio de las tinieblas del mundo, aunque estemos entre vientos contrarios, nunca se apague la antorcha de nuestra fe, sino que arda siempre para nosotros e ilumine a los demás, a fin de que entremos todos en tu Reino de esplendor eterno.
CONTEMPLATIO
La Biblia, el evangelio, Cristo, la Iglesia, la fe, son un grito de guerra contra el miedo. El miedo es el enemigo originario. Se instala en el corazón del hombre, cava en él, hasta que de improviso se encuentra privado de resistencia, sin fuerza y se hunde. De una manera furtiva, corroe todos los hilos que unen al hombre con Dios y con los otros.
Sin embargo, el hombre no debe tener miedo. Esto es lo que distingue al hombre de todas las demás criaturas: cuando falta toda vía de escape, en medio de la confusión y de la culpa le queda siempre una esperanza. Y esa esperanza podemos expresarla con estas palabras: «Que se haga tu voluntad»; más aún: «Tu voluntad se ha cumplido». «Todo pasa, sólo Dios permanece y no vacila; sus pensamientos, su Palabra, su voluntad, tienen fundamento para la eternidad». Y preguntaréis: ¿cómo lo sabes? Y entonces pronunciaremos el Nombre de aquel que es el grito de victoria de la humanidad liberada del miedo: Jesucristo, el Crucificado, el Viviente. Así pues, cuando tengáis miedo, miradle a él, pensad en él, ponedle delante de vuestros ojos, invocadle, rezadle, creed que él está ahora a vuestro lado y os ayuda. Entonces palidecerá el miedo y retrocederá, y vosotros seréis libres en la fe en Jesucristo, el redentor fuerte y vivo (D. Bonhoeffer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 81-83, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Sostenme, Señor, según tu promesa y viviré» (Sal 118,116).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El amor irradia, es el origen primero y siempre nuevo de todo vivir. Por amor hemos nacido; por amor vivimos; ser amados es alegría de la vida; no serlo y no ser capaz de amar es infinita tristeza.
La comunidad es la casa del amor: ella traduce, en el orden concreto de los días, la verdad de la historia del amor. No es una, sino muchas las gratuidades que se requieren para hacer un camino común; a cada uno le incumbe la urgencia de comenzar a amar. Quien piense que no tiene necesidad de los otros se quedará en la soledad de una vida sin amor; quien se pone a aprender del otro y se hace mendigo de amor construye vínculos de paz y hace crecer a su alrededor la comunión con todos. Esto expresa ya de algún modo qué grande es la fatiga que supone amar: si tuviéramos que tener en cuenta el vasto mundo de las relaciones humanas, la evidencia del fracaso del amor aparecería hasta inquietante. Aunque ha sido hecho para amar, parece ser que el hombre no es capaz de hacerlo; aunque ha sido originado por el amor, parece ser que ya no es capaz de suscitar amor. ¿Quién hará al hombre capaz de amar? Nos volvemos capaces de amar cuando nos descubrimos amados previamente, envueltos y conducidos por la ternura del Amor hacia un futuro, un futuro que el amor construye en nosotros y para nosotros: hacer este descubrimiento es creer y confesar la Trinidad del Dios cristiano.
La fe viene a escrutar en las profundidades del misterio, en la escuela del santo relato de la cruz y de la resurrección del Señor, el eterno manar del Amor en la figura del Padre, principio sin principio, gratuidad pura y absoluta, que da comienzo a todo en el amor y no se detiene ni siquiera ante el doloroso rechazo de la infidelidad y del pecado. Y ¡unto al eterno Amante, la fe cuenta del Hijo, el eternamente Amado, que con su vida en la carne, vivida en obediencia filial, nos hace capaces de pronunciar el «sí» de la fe a la iniciativa de la caridad de Dios.
Junto con el Amante y con el Amado contempla la fe la figura del Espíritu, que une a ambos con el vínculo del Amor eterno y, al mismo tiempo, les abre al don de sí, al generoso éxodo de la creación y de la salvación: el Espíritu Santo, éxtasis de Dios, viene a liberar el amor, a hacerlo siempre nuevo y radiante (B. Forte, Nella memoria del Salvatore, Gnisello B. 1992, pp. 175-182, passim).
Lunes 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 11,32-40
Hermanos:
32 ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo para hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas,
33 que por la fe sometieron reinos, administraron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones,
34 apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, superaron la enfermedad, fueron valientes en la guerra, pusieron en fuga a los ejércitos enemigos,
35 y hasta hubo mujeres que recobraron resucitados a sus difuntos. Unos perecieron bajo las torturas, rechazando la liberación con la esperanza de una resurrección mejor;
36 otros soportaron burlas y azotes, cadenas y prisiones;
37 fueron apedreados, torturados, aserrados, pasados a cuchillo; llevaron una vida errante, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, perseguidos, maltratados.
38 Aquellos hombres, de los que el mundo no era digno, andaban errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y cavernas de la tierra.
39 Y, sin embargo, todos ellos, tan acreditados por su fe, no alcanzaron la promesa,
40 porque Dios, con una providencia más misericordiosa para con nosotros, no quiso que llegasen sin nosotros a la perfección final.
*» El autor sagrado canta, como en una rapsodia, la fe de los padres de Israel y los propone como modelo a los judíos cristianos que vacilan en la fidelidad a Cristo porque están siendo probados por l a persecución y asediados por la nostalgia de los r i t o s del templo. La fe les dio a sus padres la energía espiritual necesaria para realizar grandes empresas (w. 32-35a) y para soportar penosas tribulaciones (w. 35b-38), en particular el desprecio y la marginación, señal de q u e «el mundo no era digno» de ellos.
La ejemplar fortaleza de ánimo de los antiguos debe estimular a los destinatarios de l a carta, haciéndoles comprender que el ser extraños al mundo -cosa que padecen de una manera dolorosa— es la condición normal para quien quiere adherirse d e verdad a Dios. De la comparación con estos «gigantes en la fe» procede otro motivo de consuelo (w. 39ss): la gracia recibida por los creyentes en Cristo e s mayor, puesto que Jesús es el cumplimiento de las promesas de Dios. Los justos de la antigua alianza vivieron con la mirada puesta en un futuro que no pudieron ver, y el buen testimonio de su fe debe sostener ahora a cuantos –habiendo tenido el don de conocer a Cristo- están llamados a perseverar firmes en la espera de su día glorioso, cuando se consume el designio de su salvación universal.
Evangelio: Marcos 5,1-20
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos
1 llegaron a la otra orilla del lago, a la región de los gerasenos.
2 En cuanto saltó Jesús de la barca, le salió al encuentro de entre los sepulcros un hombre poseído por un espíritu inmundo.
3 Tenía su morada entre los sepulcros y ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo.
4 Muchas veces había sido atado con grilletes y cadenas, pero él había roto las cadenas y había hecho trizas los grilletes. Nadie podía dominarlo.
5 Continuamente, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras.
6 Al ver a Jesús desde lejos, echó a correr y se postró ante él,
7 gritando con todas sus fuerzas: -¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes.
8 Es que Jesús le estaba diciendo: -Espíritu inmundo, sal de este hombre.
9 Entonces le preguntó: -¿Cómo te llamas? Él le respondió: -Legión es mi nombre, porque somos muchos.
10 Y le rogaba insistentemente que no los echara fuera de la región.
11 Había allí cerca una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte,
12 y los demonios rogaron a Jesús: -Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.
13 Jesús se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron en el lago.
14 Los porquerizos huyeron y lo contaron por la ciudad y por los caseríos. La gente fue a ver lo que había sucedido.
15 Llegaron donde estaba Jesús y, al ver al endemoniado que había tenido la legión sentado, vestido y en su sano juicio, se llenaron de temor.
16 Los testigos les contaron lo ocurrido con el endemoniado y con los cerdos.
17 Entonces comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio.
18 Al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía que le dejase ir con él.
19 Pero no le dejó, sino que le dijo: -Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti.
20 El se fue y se puso a publicar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él, y todos se quedaban maravillados.
**• Jesús ha salido vencedor sobre las fuerzas del mal: este tema, que aparece a lo largo de todo el evangelio de Marcos, encuentra en este episodio acaecido en tierra pagana su manifestación más evidente.
La narración, vivaz y particularizada, presupone el relato de un testigo directo del acontecimiento, que suscitó una impresión imborrable. Jesús tiene el poder de liberar a un hombre habitado por una multitud de demonios, un hombre cuya dramática condición se vuelve absolutamente evidente cuando es transferida a una piara de cerdos (w. 3-5.13). Jesús es «el más fuerte » (3,23-27) y viene a reducir al Maligno a la impotencia. El demonio sabe que no tiene escapatoria; sin embargo, se siente atraído por Jesús, hasta el punto de conjurarle «por Dios» (w. 6ss). Es una potencia de muerte (w. 3a.5b.13) que se arraiga a la vida, casi para chuparla (w. 10-12). Ahora bien, Jesús es el Señor de la vida y el vencedor de la muerte: su exorcismo libera al poseso y le restituye la salud física, psíquica y espiritual (v. 15). Sin embargo, la gente del lugar hubiera preferido convivir con el demonio antes que perder en sus propios intereses (w. 16ss) y tener que vérselas con aquel que ha venido a dar la vida en plenitud. Ahora bien, quien ha encontrado la salvación en Jesús no desea otra cosa que permanecer con él y cumplir su voluntad: el hombre liberado se hace misionero de la misericordia de Dios, que obra con poder en Jesús de Nazaret.
El evangelista invita a los que escuchan el anuncio a tomar posición: cuanto más se manifiesta la absoluta singularidad de Jesús, tanto menos es posible la indiferencia. Como indica con claridad este pasaje, o reconocemos en Jesús al Salvador y deseamos seguir con él, poniéndonos al servicio del evangelio, o bien tenemos miedo de él. No queremos que su presencia nos incomode demasiado y preferimos alejarle de nuestro territorio, de nuestra vida cotidiana. ¡Que no lleguemos a rechazar la Vida!
MEDITATIO
Nos encontramos constantemente muy frágiles en la fe. Es posible que hayamos encontrado al Señor a través de una experiencia que un día cambió radicalmente nuestra vida, o tal vez le hayamos acogido tras haber reflexionado sobre acontecimientos concretos, tras una seria confrontación con él. A buen seguro, la fe nos pidió renuncias a las que, en un primer momento, correspondimos con impulso generoso. Sin embargo, no resulta fácil perseverar día tras día, dar testimonio de Cristo en un contexto neopagano o bien tradicionalista, ligado a costumbres ahora vacías de alma. Poco a poco, los entusiasmos iniciales se han ido amortiguando, las incomprensiones nos hieren, el aislamiento nos desanima. Corremos el riesgo de encontrarnos poco convencidos y nada convincentes...
La fe tiene que ser reanimada continuamente: es como una antorcha que ha de estar en contacto a menudo con el fuego del Espíritu para mantenerse ardiente y luminosa. Tomémonos el tiempo necesario para alcanzar la fuerza de lo alto. Aprendamos a hacer memoria de tantos hermanos nuestros que nos han dado un espléndido ejemplo de perseverancia y –como en una carrera de relevos- nos han entregado la antorcha de la fe para que llevemos adelante su misma carrera.
Volvamos con el corazón a las circunstancias de nuestro encuentro con Jesús y permanezcamos un poco en su presencia: el recuerdo de la gracia del pasado y la perspectiva del futuro que nos espera reanimarán nuestros pasos.
El Señor conoce nuestra debilidad; sin embargo, quiere que seamos misioneros suyos en el mundo. Él mismo nos sostendrá, para que podamos conseguir la promesa junto a los grandes testigos que nos han precedido y a los que vendrán después de nosotros, a los que nosotros mismos, si conseguimos perseverar, podremos entregar la vivida antorcha de la fe.
ORATIO
Por tu gracia, Señor, nos has llamado a la fe: renueva en nosotros la alegría de tu don, la fuerza para dar testimonio de él, la perseverancia para vivirlo en la hora de la incomprensión y de la prueba. Concédenos una mirada penetrante, que sea capaz de reconocer en el pasado a los gloriosos testigos de tu misericordia y escrutar en el futuro la meta de la historia. Haz que, habiendo recibido la antorcha de la fe de quienes nos han precedido, la entreguemos ardiente a las generaciones futuras, para que resplandezca tu luz a los ojos de todos.
CONTEMPLATIO
Nadie ha oído decir nunca de aquellos santos hombres que fueron nuestros Padres que la opción de vida por la que caminaban, así como el progreso o el altísimo grado de perfección que alcanzaron, fueran una conquista de su habilidad; decían, más bien, que lo habían recibido todo del Señor, al cual dirigían su oración en estos términos: «Guíame en tu verdad» (Sal 24,5), «Señor, allana delante de mí tus caminos» (Sal 5,9). Los apóstoles comprendieron muy bien que todo lo que tiene que ver con la salvación es don de Dios, por eso le pidieron también la fe al Señor: «Señor, auméntanos la fe» (Le 17,5). No pensaban que pudieran alcanzar por ellos solos la plenitud de esta virtud, sino que creían que sólo podían recibirla de la magnanimidad de Dios. Además, el mismo Autor de nuestra salvación nos enseña a reconocer la inconstancia, la debilidad, la insuficiencia absoluta de nuestra fe, cuando no es socorrida por la ayuda divina: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga» (Le 22,3 lss).
Otro personaje evangélico, prevenido por su experiencia personal, sentía que su propia fe era como empujada por las olas de la incredulidad hacia los escollos del naufragio, por eso oraba así, dirigiéndose al Señor:
«¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Me 9,24). Los apóstoles y los demás personajes que pueblan el evangelio habían comprendido perfectamente que ningún bien alcanza su perfección en nosotros sin la ayuda de Dios: estaban tan convencidos de que no podrían ni siquiera conservar la fe con sus solas fuerzas que le pedían al Señor que pusiera y conservara en ellos la fe (Juan Casiano, Conferenze III, 7.13-16, passim [edición española: Colaciones, Ediciones Rialp, Madrid 1961]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Me 9,24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Todavía no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo.
Su fórmula central reza «creo en ti», no «creo en algo». Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la inteligencia como persona. En su vivir mediante el Padre, en la inmediación y fuerza de su unión suplicante y contemplativa con el Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aún, no es puro testigo al que creemos lo que ha visto en una existencia en la que se realiza el paso de la limitación a lo aparente a la profundidad de toda la verdad. No; él mismo es la presencia de lo eterno en este mundo. En su vida, en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, la inteligencia del mundo se hace actualidad, se nos brinda como amor que ama y que hace la vida digna de vivirse mediante el don incomprensible de un amor que no está amenazado por el ofuscamiento egoísta. La inteligencia del mundo es el tú, ese tú que no es problema abierto, sino fundamento de todo, fundamento que no necesita a su vez ningún otro fundamento.
La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no existe la pura inteligencia, sino la inteligencia que me conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe no son sino concretizaciones del cambio radical, del «yo creo en ti», del descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, hombre (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1970, pp. 57-58).
Martes 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 12,1-4
Hermanos:
1 También nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros,
2 fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por el gozo que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.
3 Pensad, pues, en aquel que soportó en su persona tal contradicción de parte de los pecadores, a fin de que no os dejéis abatir por el desaliento.
4 No habéis llegado todavía a derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado.
*•• La exhortación a perseverar en la fe no está hecha a partir de conceptos, sino de modelos. El autor ha animado a los destinatarios de la carta con el ejemplo de los antiguos, de una verdadera «nube» de testigos (v. 1), y ahora les presenta a su contemplación al modelo supremo, a Jesús, que es el principio y el guía (archegós) de la fe y, al mismo tiempo, su cumplimiento (teleiotés), su perfeccionador (v. 2). Él nos precede en la «carrera» hacia Dios, que -como un certamen competitivo- tiene que ser afrontada en las debidas condiciones.
En primer lugar, es necesario prescindir de todo «estorbo» superfluo (a lo esencial hay que tender con lo esencial) y del obstáculo del pecado, que siempre acecha al cristiano e intenta enredarle; a continuación, es preciso tener muy presente la meta. Puesto que el mismo Jesús es la meta (v. 2), el camino y el que nos lo abre, debemos considerar atentamente su recorrido y seguir sus pasos con fidelidad. Y sus pasos pasan por la humillación, el sufrimiento, la sumisión al odio y a la maldad, para llevar su peso aplastante con amor redentor.
Éste es el itinerario que Jesús aceptó realizar para llegar a la alegría y a la gloria a la diestra del Padre (v. 2b). Quien le sigue por el camino o, mejor aún, en la carrera, no debe apartar nunca la mirada de él, para poder tener la fuerza de la perseverancia y de una fidelidad radical (w. 3b-4).
Evangelio: Marcos 5,21-43
En aquel tiempo,
21 al regresar Jesús, mucha gente se aglomeró junto a él a la orilla del lago.
22 Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies
23 y le suplicaba con insistencia, diciendo: -Mi niña está agonizando; ven a poner las manos sobre ella para que se cure y viva.
24 Jesús se fue con él. Mucha gente lo seguía y lo estrujaba.
25 Una mujer que, padecía hemorragias desde hacía doce años
26 y que había sufrido mucho con los médicos y había gastado todo lo que tenía sin provecho alguno, yendo más bien a peor,
27 oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto.
28 Pues se decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada».
29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y sintió que estaba curada del mal.
30 Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se volvió en medio de la gente y preguntó: -¿Quién ha tocado mi ropa?
31 Sus discípulos le replicaron: -Ves que la gente te está estrujando ¿y preguntas quién te ha tocado?
32 Pero él miraba alrededor para ver si descubría a la que lo había hecho.
33 La mujer, entonces, asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le contó toda la verdad.
34 Jesús le dijo: -Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal.
35 Todavía estaba hablando cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga diciendo: -Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro.
36 Pero Jesús, que oyó la noticia, dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta con que tengas fe.
37 Y sólo permitió que lo acompañaran Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
38 Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y, al ver el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos,
39 entró y les dijo: -¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida.
40 Pero ellos se burlaban de él. Entonces Jesús echó fuera a todos, tomó consigo al padre de la niña, a la madre y a los que lo acompañaban y entró donde estaba la niña.
41 La tomó de la mano y le dijo: -Talitha kum (que significa: «Niña, a ti te hablo, levántate»).
42 La niña se levantó al instante y echó a andar, pues tenía doce años.
Ellos se quedaron atónitos.
43 Y él les insistió mucho en que nadie se enterase de aquello y les dijo que dieran de comer a la niña.
**• Jesús, que se ha revelado como Señor sobre las fuerzas de la naturaleza y sobre los demonios (4,35-41; 5,1-20), tiene asimismo poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. Ese señorío se manifiesta plenamente cuando alguien se acerca a él con una fe abierta, como en los dos milagros narrados aquí. Jairo y la hemorroísa creen en el poder taumatúrgico de Jesús (w. 22-23.28), aunque esta fe deba madurar hasta llegar a un profundo conocimiento de él (Ef 1,17): Jesús supera toda expectativa, es mucho más que un curandero.
La mujer, a quien su mal hace impura y portadora de impureza (Lv 15,25), sabe que no puede acercarse a Jesús para pedirle un milagro: según la ley, le contaminaría a la vista de todos. Sin embargo, creyendo que la persona del Maestro está íntimamente penetrada de poder, se atreve a esperar un milagro involuntario. Jesús percibe la intencionalidad de la fe de quien le ha tocado, aun en medio de una muchedumbre que se apiña alrededor; sin preocuparse por los tabúes de la ley, le pide a la hemorroísa que salga al descubierto (w. 30-32). La mujer, con mucho temor, confiesa la verdad y experimenta así que Jesús no sólo cura, sino que hace mucho más: salva (v. 34). Su fe ha recorrido un camino: desde una creencia casi supersticiosa (w. 15-28) al santo temor (v. 33), a la adhesión amorosa, cuando el poder del Rabí se revela como ternura, salvación y paz (v. 34).
También la fe de Jairo crece en la prueba. Él está convencido de que Jesús puede curar a su hija, que se encuentra agonizando (v. 23), pero también recibe una invitación a perseverar en la fe en un momento en el que, desde el punto de vista humano, todo está perdido. Y con un asombro inexpresable experimentará –junto con tres testigos privilegiados de entre los apóstoles que Jesús es el Señor de la vida, el vencedor de la muerte; no es casualidad que los dos verbos empleados en los w. 41b-42 sean los mismos que se emplean para la resurrección de Cristo.
Jesús se nos revela aquí como el Salvador, soberanamente libre de prejuicios y decisiones (w. 30.33-40) y poderoso sobre la enfermedad y sobre la muerte. Con todo, tiene necesidad de la fe del hombre para manifestarse plenamente; de ahí que esta fe conduzca siempre a nuevas superaciones.
MEDITATIO
Nuestra fe es siempre frágil y está encerrada constantemente dentro de los estrechos confines de nuestro temor a enfrentarnos con situaciones que nos superan. El Señor lo sabe, y precisamente por eso viene a «educarnos», es decir, a sacarnos fuera.
La confianza que hemos puesto en él es un comienzo, y él mismo es su «autor». Ahora bien, nos separa aún de la meta un largo trecho de camino que la Palabra nos invita a recorrer a la carrera: no podemos quedarnos en el punto de partida. Los acontecimientos personales y sociales nos interpelan, y alguien -tal vez mucha gente nos mira para orientarse. Partamos, pues, con impulso, confiándonos a Jesús, perfeccionador de la fe; también d e la nuestra, si lo queremos... Mantengamos fija la mirada del corazón en la espléndida carrera a través de la ignominia de la cruz, del sufrimiento, del humano fracaso.
Así aparece su camino a los ojos del mundo, aunque desemboca en la gloria y en la alegría sin fin, puesto que es el camino del Amor. Ésta es «la carrera que se abre ante nosotros» y que las situaciones concretas de cada d í a predisponen para nosotros. Sería absurdo pensar q u e podemos partir cargados con lo superfluo o atados, c o n lazos más o menos sutiles, al pecado. Jesús mismo, como un experto entrenador, nos despojará de todo eso, h a s t a de una fe casi supersticiosa, como la de la hemorroísa, o todavía excesivamente limitada, como la de Jairo. Estas dos personas probadas por la vida han sido hechas por Jesús «campeonas» en la fe y, una vez llegadas a la meta de su carrera, nos atestiguan a nosotros, hoy, que Jesús es el Salvador del hombre, el Señor de la vida. En consecuencia, vale la pena correr por su camino con una fe indefectible.
ORATIO
Jesús, Señor nuestro, manteniendo fija la mirada en ti nos atrevemos a partir para la carrera que se abre ante nosotros, pero ayúdanos tú a perseverar. Ven a liberarnos de la mentalidad del mundo, que nos haría pedir perspectivas seguras y recompensas atractivas.
Ven a soltarnos de los lazos multiformes del pecado, que quisieran retenernos a toda costa. Ven a sacarnos, cogiéndonos de la mano, porque vacilamos a la hora de seguir tus huellas por el camino de la humillación y del sufrimiento. Tú, que eres «el autor y el perfeccionador» de la fe, concédenos la fuerza del Espíritu para llegar a la meta superando el obstáculo de nuestra incredulidad que siempre se repite. Tú, que estás sentado ahora a la diestra del Padre, concédenos acoger toda situación como ocasión propicia para crecer en la fe. Esperando en ti, nunca nos veremos decepcionados, puesto que tú eres el Salvador del hombre, el Señor de la vida.
CONTEMPLATIO
La Escritura nos enseña que el temor de Dios dispone al alma a observar los mandamientos, y a través de los mandamientos se construye la casa del alma. Y voy a decir cómo. En primer lugar hay que echar los cimientos, que son la fe: sin fe es imposible agradar a Dios (Heb 11,6); sobre este cimiento se construye, a continuación, el edificio. ¿Aparece una ocasión de obedecer? Hemos de poner una piedra de obediencia. ¿Se irrita un hermano? Debemos poner una piedra de paciencia. Así debemos poner una piedra de cada una de las virtudes en la construcción, y ponerla encima poco a poco con una piedra de compasión, una piedra de renuncia a la propia voluntad, una piedra de mansedumbre, etc. En todo esto debemos llevar buen cuidado con la perseverancia y con el valor: éstos son los ángulos, y gracias a ellos se mantiene la casa bien unida.
En efecto, sin valor y perseverancia nos falta la energía para llevar a su perfección ninguna virtud: si carecemos del coraje del alma, no perseveramos, y si carecemos de la perseverancia, no podremos tener un éxito completo. Porque se ha dicho: «Si perseveráis, conseguiréis salvaros» (Le 21,19). Así también, quien construye debe poner cada piedra sobre argamasa, pues de otro modo se separan y se hunde la casa. La argamasa es la humildad, porque procede de la tierra y está bajo los pies de todos. Toda virtud que no vaya acompañada de la humildad no es virtud. El bien que hagamos hemos de hacerlo con humildad. El techo, a continuación, es el amor, que es la consumación de las virtudes, como el techo lo es de la casa. Más tarde, después del techo, viene el parapeto del edificio. ¿Qué es? Es la humildad. Es ella, en efecto, la que ciñe y custodia a todas las virtudes.
Y así como todas virtudes deben realizarse con humildad, así también para llevar a su perfección la virtud necesitamos la humildad; es lo mismo que os digo siempre: cuanto más se acerca alguien a Dios, tanto más pecador se ve (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali XIV, pp. 149-151, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús» (Heb 12,lb-2a).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Vivir como cristianos significa creer que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre y crucificado por nuestros pecados. Aunque conoció la muerte, no fue retenido por sus lazos, sino que se levantó de entre los muertos y resucitó, y vive ahora para siempre de la vida del Dios vivo. Al ofrecer su vida al Padre por nosotros, recibió el poder de recuperarla. La cruz de Jesús se ha convertido así, por la omnipotencia del amor divino, en la cruz gloriosa, victoriosa y vivificante. Ella es ahora para nosotros la fuente de todo bien, de toda alegría y de toda curación. Es el camino de la libertad, así como el único secreto de la verdadera esperanza. Es para nosotros la fuente de la vida.
Sólo si dirigimos una mirada apaciguada y renovada a Jesús en la cruz empezaremos a aprender el amor de nuestro Dios. Sí, la cruz de Jesús nos revela la misericordia infinita de Dios: Jesús, dando su vida por nosotros, nos muestra que Dios es amor (cf. 1 J n 4,8b).
Mantener fija la mirada sobre Jesús en la cruz, con la sencillez de una oración contemplativa, significa estar en relación viva con el Hombre-Dios entregado por nosotros, por amor a nosotros. N o se trata de un problema para debatir: es el fuego del amor divino que quiere purificar, iluminar, incendiar nuestro corazón de creyentes. A este respecto, nada nos prueba la realidad de este amor ofrecido como la sangre derramada de Jesús.
Al derramar toda su sangre por nosotros, nos muestra Jesús que su muerte es verdaderamente la muerte de un hombre, una muerte que tuvo lugar al término de los sufrimientos que le infligió la violencia de los hombres y que fueron aceptados por él. Meditar sobre la sangre de Jesús significa descifrar la prueba de su amor, de su amor que se entregó libremente y sin resistencia alguna en manos de los pecadores (J.-P. van Schoote - J.-C. Sagne, Miseria e misericordia, Magnano 1992, pp. 46-48, pass/'m).
Miércoles 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 12,4-7.11-15
Hermanos:
4 No habéis llegado todavía a derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado
5 y, además, habéis olvidado aquella exhortación que se os dirige como a hijos: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor ni te desalientes cuando él te reprenda,
6 porque el Señor corrige a quien ama y castiga a aquel a quien recibe como hijo.
7 Dios os trata como a hijos y os hace soportar todo esto para que aprendáis. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?
11 Es cierto que toda corrección, en el momento en que se recibe, es más un motivo de pena que de alegría, pero después aporta a los que la han sufrido frutos de paz y salvación.
12 Robusteced, pues, vuestras manos decaídas y vuestras rodillas vacilantes
13 y caminad por sendas llanas, a fin de que el pie cojo no vuelva a dislocarse, sino que, más bien, pueda curarse.
14 Fomentad la paz con todos y la santidad, sin la cual ninguno verá al Señor.
15 Cuidad que nadie quede privado de la gracia de Dios. Que ninguna planta venenosa crezca entre vosotros, os dañe y contamine a toda una multitud.
**• El autor de la carta no pierde de vista el fin que se había propuesto: animar a los destinatarios de su escrito. Ahora, tras haber ilustrado la dimensión teológica del problema del sufrimiento, pasa a tratarlo en su aspecto más inmediato, que es el pedagógico. Efectivamente, la prueba puede parecer dura, pesada, pero hay una clave que permite leerla de una manera positiva: sólo es fruto del amor. Si el Señor, en efecto, nos castiga, lo hace sólo para hacernos crecer en la dimensión filial.
Jesús ha venido expresamente a hablarnos del corazón de Dios, a revelarnos su rostro de Padre. Él no actúa nunca respecto a nosotros sino como Padre bueno; por eso, también la corrección no es otra cosa que una intervención educativa por su parte, signo de un amor particular que se inclina sobre quienes se muestran vacilantes para hacerlos firmes y fuertes. En efecto, sólo quien ama de verdad tiene el valor necesario para intervenir también haciendo sufrir con tal de alcanzar el verdadero bien del otro. El sufrimiento momentáneo es sólo preludio de una mayor alegría, por eso los cristianos deben proseguir, valerosamente, su vida de fe buscando la paz, la santificación. ¡Ay! si en la tierra buena arraiga alguna planta venenosa. Hay una única simiente que puede -más aún, debe- sepultarse en la tierra para no quedarse sola. El grano de trigo está llamado a convertirse en pan de vida para todos.
Evangelio: Marcos 6,1-6
En aquel tiempo, Jesús
1 salió de allí y fue a su pueblo, acompañado de sus discípulos.
2 Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga. La muchedumbre que lo escuchaba estaba admirada y decía: -¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por él?
3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus hermanas aquí entre nosotros? Y los tenía escandalizados.
4 Jesús les dijo: -Un profeta sólo es despreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
5 Y no pudo hacer allí ningún milagro. Tan sólo curó a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
6 Y estaba sorprendido de su falta de fe.
^ El fragmento se abre y se cierra con dos indicaciones de asombro en sentido opuesto (w. 2b.6a). Jesús, que ha vuelto a Nazaret -su patria- con sus discípulos, entra en la sinagoga que ya conocía y enseña en ella. Su figura, dotada de autoridad, y su sabiduría suscitan una escucha que se convierte pronto en abierta hostilidad.
Sus paisanos no consiguen explicarse el misterio que le rodea: «¿De dónde le viene a éste todo esto?» (y. 2). Hay algo que no cuadra con el esquema habitual de lo que conocían de él, «el carpintero», «el hijo de María», del que conocían -o creían conocer- todo. En verdad, este conocimiento según la carne no ayuda para nada (2 Cor 5,16). Así pues, en vez de abrirse a la novedad de que Jesús es portador se apodera de los habitantes de Nazaret una actitud de rechazo y de oposición.
Nadie es profeta en su tierra. ¡Quién sabría mejor que Jesús que su gente no le recibiría? Y, sin embargo, también él queda dolorosamente sorprendido y asombrado por la dureza de corazón que se cierra ante el don de Dios. Precisamente su carne -caro cardo salutis, como dice Tertuliano- es la revelación desconcertante de Dios, la expresión más grande y plena de aquel amor que le llevó a no avergonzarse de llamarse hermano nuestro (Heb 2,11).
MEDITATIO
Oímos con frecuencia que otros, o nosotros mismos, pasan por pruebas que consideramos incomprensibles y hasta absurdas. El misterio del sufrimiento llama entonces, inquietante, a la puerta de nuestro corazón. Hoy la Palabra de Dios nos ayuda a no sucumbir bajo el peso de la prueba. No nos ofrece una explicación de los casos particulares, sino que nos invita a recuperar esa actitud filial que nos permite reconocer también la mano de Dios, que es sobre todo padre, en el momento del dolor.
El hombre ha sido constituido tal por el misterio de su libertad. Dios no nos quita ya su don, sino que nos ayuda a nosotros, sus criaturas, a crecer en una actitud de confianza y de abandono en él, aun cuando esta rendición incondicionada pueda costamos sudar sangre.
Tampoco Jesús, el Hijo amado, santo e inocente fue dispensado. «Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó» (Is 53,5).
No hay prueba, por dolorosa que sea, que no nos permita fijar la mirada en él, a fin de encontrar en sus lágrimas de compasión la certeza de que el sufrimiento, el dolor y la prueba no son una maldición, sino el camino que el Amor mismo nos hace tomar para llevar a todos y todo hacia su abrazo sin fin. No se nos ha dado comprender.
Dios es Dios y frente a él, frente a sus vías misteriosas, sólo es posible el silencio de la adoración y de la fe, y es que el escándalo más grande para nuestro corazón consiste precisamente en constatar que el dolor no ha sido suprimido, sino que Dios mismo ha venido a nosotros pobre, insignificante, a derramar sus lágrimas humanas de Hijo.
ORATIO
Oh Dios, que no dispensas de la prueba a los que amas, concédenos humildad y fe frente a cuanto dispongas para nosotros. Haz que el sufrimiento no nos sirva de escándalo, sino que sepamos reconocer en él el medio con el que nos corriges como hijos y nos educas, misteriosamente, para un amor más grande. Abre los oídos de nuestro corazón a fin de que tampoco tu silencio nos sirva de motivo para dudar de tu proximidad, sino que aprendamos a oír en él la única Palabra que nos vienes diciendo desde siempre.
Enséñanos, sobre todo, a mantener fija la mirada en Jesús, tu Hijo amado, para que nuestra admiración por lo que ha hecho y dicho nos haga todavía más conscientes de que tú has amado tanto al mundo que le enviaste entre nosotros en su carne santa para asumir toda nuestra debilidad. Convierte nuestros corazones para que no seamos desagradecidos y rebeldes, sino hijos dóciles a los que puedas levantar hasta tu mejilla de Padre tiernísimo.
CONTEMPLATIO
Qué pocos son, oh Señor, los que quieren ir detrás de ti; sin embargo, cuántos son los que quieren llegar a ti. Todos desean reinar contigo, pero no sufrir contigo. El que procede guiado por el Espíritu Santo no permanece constantemente en el mismo estado ni progresa siempre con la misma facilidad. Me parece que, si prestáis atención, vuestra experiencia interior confirmará cuanto voy a decir.
Si te sientes presa de la angustia o del disgusto, no debes perder la confianza a pesar de ello; más bien, debes buscar la mano de Aquel que es tu ayuda. Implórale hasta el momento en que, atraído por la gracia, vuelvas a encontrar la rapidez y la alegría de tu carrera. Entonces podrás decir: «Corro por la vía de tus mandamientos, porque me has ensanchado el corazón» (Sal 118,32). Así pues, cuando esté presente la gracia, alégrate de ello, pero no como si estuvieras completamente seguro, como si no debieras perderla nunca. De lo contrario, sólo con que Dios aleje un poco su mano y te retire su don perderás el ánimo y caerás en una tristeza excesiva, más de la que puedes soportar.
Así, en el día en que te sientes fuerte, no te acomodes en un estado de seguridad, sino grita a Dios con el Profeta: «Cuando declinen mis fuerzas, no me abandones» (Sal 70,9). En el momento de la prueba, consuélate y repítete a ti mismo para recobrar el ánimo: «Atráeme en pos de ti, Señor; correremos al aroma de tus perfumes» (Cant 1,3). Así no disminuirá en ti la esperanza en el momento de la desventura, ni la prudencia en el día de la alegría. Bendecirás al Señor en todo tiempo y así encontrarás la paz en el centro de un mundo vacilante, una paz inquebrantable, por así decirlo; empezarás a renovarte y a reformarte a imagen y semejanza de un Dios cuya serenidad dura por toda la eternidad (Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los cantares, XXI).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios » (Sal 102,2).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Oh, si comprendiéramos de una vez lo que dice la Escritura; a saber, que «contra su deseo humilla y aflige a los hijos del hombre» (Lam 3,33), que, frente a la desventura de su pueblo, su corazón se conmueve por dentro y, en su interior, se estremece de compasión (cf. Os 11,8), entonces sería muy diferente nuestra reacción y exclamaríamos más bien: «Perdónanos, Padre, si con nuestro pecado te hemos obligado a tratar tan duramente a tu Hijo amado. Perdónanos si ahora te obligamos a afligirnos también a nosotros para poder salvarnos, mientras que tú sólo querías dar «cosas buenas» a tus hijos.
Cuando yo era un muchacho, desobedecí una vez a mi padre yendo, descalzo, a un lugar donde él me había recomendado no ir. Un grueso trozo de vidrio me hirió la planta del pie. Era durante la guerra y mi pobre padre tuvo que hacer frente a no pocos riesgos para llevarme al médico militar aliado más próximo. Mientras éste me extraía el vidrio y me curaba la herida, veía a mi padre retorcerse las manos y volver la cara hacia la pared para no ver. ¿Qué hijo hubiera sido yo si, al volver a casa, le hubiera echado en cara haberme dejado sufrir de aquel modo, sin hacer nada? Sin embargo, eso es lo que hacemos nosotros, la mayoría de las veces, con Dios.
La verdad es, por consiguiente, otra. Somos nosotros quienes hacemos sufrir a Dios, no él quien nos hace sufrir. Pero nosotros le hemos dado la vuelta a esta verdad, hasta el punto de preguntarnos, después de cada nueva calamidad: «¿Dónde está Dios? ¿Cómo puede permitir todo esto?». Es verdad, Dios podría salvarnos también sin la cruz, pero sería una cosa completamente diferente y él sabe que algún día nos avergonzaríamos de haber sido salvados de este modo, pasivamente, sin haber podido colaboraren nada a nuestra felicidad (R. Cantalamessa, llpotere della croce, Milán 1999, pp. 33ss [edición española: La fuerza de la cruz, Monte Carmelo, Burgos 2001 ]).
Jueves 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 12,18-19.21-24
Hermanos:
19 No os habéis acercado vosotros a algo tangible, ni a un fuego ardiente, ni a la oscura nube, ni a las tinieblas, ni a la tempestad,
20 ni a la trompeta vibrante, ni al resonar de aquellas palabras que oyeron los israelitas y pidieron que no se les hablara más.
21 El espectáculo era, en efecto, tan terrible que Moisés dijo: Estoy atemorizado y estremecido.
22 Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, que es la Jerusalén celestial, al coro de millares de ángeles,
23 a la asamblea de los primogénitos que están inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los que viviendo rectamente han alcanzado la meta,
24 a Jesús, el mediador de la nueva alianza, que nos ha rociado con una sangre que habla más elocuentemente que la de Abel.
*• La lectura de hoy nos propone, en unos cuantos versículos, una última comparación entre la antigua y la nueva alianza. Esta comparación se lleva a cabo mediante el acercamiento a dos lugares-símbolo, el monte Sinaí y el monte Sión, expresión de dos modos diferentes de acercarse a Dios.
La primera gran teofanía, acaecida en un escenario natural impresionante, se grabó profundamente en la memoria de Israel. Como pueblo acostumbrado a las tierras bajas de Egipto, se quedó ciertamente pasmado ante el lugar elegido por Dios para establecer la alianza.
Los granitos rojos de la montaña, las nubes tempestuosas, el estruendo de los rayos, el resplandor de los relámpagos y el fragor de los truenos (v. 19) tuvieron el efecto de llenar a todos, incluido Moisés, de miedo y de temblor. A estos acontecimientos se hace referencia aquí combinando, al mismo tiempo, pasajes del Deuteronomio (4,11 y 5,22 LXX) y del Éxodo (19,16; 20,18).
La experiencia espiritual de los cristianos es, sin embargo, muy diferente. Ellos se han acercado a otro monte, el monte Sión, alegría de toda la tierra (cf. Sal 48,2-4), a la Jerusalén santa (cf. Sal 122), a la que
desde siempre quería Dios conducir a su pueblo para llevar a cabo la comunión con él en la asamblea festiva de los ángeles y los santos. Este lugar es «celestial» y los cristianos pueden ser admitidos en él mediante la conversión y el bautismo, que se insertan en el misterio de muerte y resurrección del único «mediador de la nueva alianza»: Cristo Jesús. En efecto, su sangre inocente nos hace también a nosotros «perfectos», es decir, agradables al Padre a través de la obediencia y el amor.
Evangelio: Marcos 6,7-13
En aquel tiempo,
7 llamó Jesús a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos.
8 Les ordenó que no tomaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni zurrón, ni dinero en la faja.
9 Que calzaran sandalias, pero que no llevaran dos túnicas.
10 Les dijo además: -Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de aquel lugar.
11 Si en algún sitio no os reciben ni os escuchan, salid de allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies como testimonio contra ellos.
12 Ellos marcharon y predicaban la conversión.
13 Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
^ Jesús había elegido a los Doce para que «estuvieran con él» (3,14), pero también para enviarles a predicar. Marcos nos muestra ahora que ha llegado el momento de la misión. Jesús les da indicaciones concretas al respecto. Irán juntos, como testigos del amor que les ha llamado, para vencer, con el poder que les ha sido conferido, a los espíritus inmundos. «Les ordenó...»: es la primera vez que Jesús manda explícitamente algo, y está relacionado con la pobreza. Quiere que los suyos evangelicen dando testimonio del rostro de quien les envía, el cual «de rico como era se hizo pobre por nosotros» (2 Cor 8,9) y demuestra que el Padre escoge siempre lo pequeño y lo impotente para obrar sus grandes maravillas. Por eso, no deben tomar nada consigo y tienen que apoyarse únicamente en la confianza en aquel que les envía. Aceptarán la hospitalidad y aceptarán también que los rechacen, separando, no obstante, su responsabilidad de quienes no acojan el don de la salvación. Los discípulos, por consiguiente, van a dar testimonio de que el Reino de Dios ha llegado y es la hora de convertirse; su anuncio va acompañado de la victoria sobre el antiguo adversario y de las curaciones que prosiguen la obra de Jesús, que pasó haciendo el bien. Con la humildad y la predicación queda abierto el acceso a la Jerusalén de arriba, que es nuestra madre.
MEDITATIO
No resulta hoy fácil tener en cuenta que nosotros nos hemos acercado a la asamblea festiva, a la asamblea de los primogénitos y, sobre todo, al «mediador de la nueva alianza», a Cristo Jesús. Sin embargo, ¡cuánta falta nos hace repetirnos estas realidades santas y verdaderas que abren de par en par los auténticos horizontes para los que hemos sido hechos! Sentimos una especie de pudor y casi vergüenza de hablar del cielo, de la Jerusalén santa de la que somos ciudadanos con todos los títulos.
¿Será que tenemos miedo de ser considerados locos, gente que vive fuera de la realidad? ¿Seremos acaso los custodios retrasados de esa alienación que tiende a arrancar a la gente de la dureza del orden cotidiano para hacerla soñar?
Basta, a continuación, con reflexionar un momento sobre el pulular salvaje de todas las sectas más extrañas y sobre todo lo que, por ser verdaderamente alienante, estorba a la mente y a los corazones de nuestros hermanos, para preguntarnos si no habrá que volver a tomar más en serio la Palabra de Dios, sin omisiones ni cortes inoportunos, para convertirla en la trama y en la consistencia de nuestro vivir. ¿Por qué no abrimos el corazón a la alegría del mundo invisible que nos rodea y del que -por gracia- participamos mediante el bautismo y los sacramentos? ¿Acaso tenemos necesidad de que algún discípulo fervoroso venga a sacudirse delante de nuestra puerta el polvo de sus sandalias, para ir a llevar su anuncio de alegría, olvidado por nosotros, a quien sea más capaz de acogerlo?
ORATIO
Señor Jesucristo, tú eres el mismo ayer, hoy y siempre. Tú eres el único en quien podemos anclar nuestra vida con seguridad. Manteniendo fija nuestra mirada en ti, deseamos perseverar en la fe incluso en los períodos en los que abunden las tribulaciones; deseamos aprender de las mismas pruebas y fatigas una conducta que sea digna de quien -sólo por gracia- ha sido revestido, con el santo bautismo, de la alta dignidad de ser hijo de Dios y conciudadano de los santos... Oh Jesús, Señor nuestro, hacia ti convergen, en virtud de la fuerza de tu amor, los siglos pasados y los futuros; hacia ti nos sentimos atraídos también nosotros y también nos sentimos enviados por ti lejos, hacia los hombres y mujeres que aún no te conocen, a fin de que puedan encontrarte. QUe manteniendo fija la mirada en ti se nos conceda proceder con rostro radiante. Que sólo nos guíe tu Espíritu, a fin de que todo lo que hagamos o digamos nazca del amor y suscite amor. Que nuestra misma vida sea una auténtica profesión de fe y un claro testimonio de que somos tuyos y sólo queremos pertenecerte a ti.
CONTEMPLATIO
El Espíritu Santo dará la paz perfecta a los justos en la eternidad. Ahora bien, y a desde ahora les da una paz grandísima cuando enciende en sus corazones el fuego celestial de la caridad. La verdadera, o mejor, la única paz de las almas en esta tierra consiste en estar repletos del amor divino, y, animados por la esperanza del cielo, tanto da llegar a considerar poca cosa los éxitos o las desgracias de este mundo, renunciar a los placeres del mundo y alegrarse por las injurias y las persecuciones padecidas por Cristo.
Todos los que, tocados por el soplo del Espíritu Santo, han cargado sobre sí el yugo suavísimo del amor de Dios y, siguiendo su ejemplo, han aprendido a ser mansos y humildes de corazón gozan ya desde ahora de una paz que es imagen del descanso eterno. Separados, en lo profundo de su corazón, del frenesí de los hombres, tienen la alegría de reconocer por todas partes el rostro de su Creador y tienen sed de alcanzar su perfecta contemplación.
Si deseamos llegar a la recompensa de esta visión, debemos traer constantemente a nuestra memoria el santo Evangelio y mostrarnos insensibles a las seducciones mundanas. De este modo, llegaremos a ser dignos de recibir la gracia del Espíritu Santo, que el mundo no es capaz de acoger.
Amemos a Cristo y observemos con perseverancia sus mandamientos, que hemos empezado a seguir. Cuanto más le amemos, más mereceremos ser amados por el Padre y él mismo nos concederá la gracia de su amor inmenso en la eternidad. Ahora, nos concede creer y esperar; entonces, le veremos cara a cara y se mostrará a nosotros en la gloria que ya tenía junto al Padre antes de que existiera el mundo (Beda el Venerable, Homilías XII, en PL 94).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todo es vuestro. Pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Jesús, por condición familiar y por estilo de vida, fue pobre. Con sus apóstoles -nos dice el evangelio- tenía que coger espigas por el camino, en algunas ocasiones, para poder comer.
Tal vez se piensa poco en esto: el Hijo de Dios dobla la espalda para recoger algunas espigas caídas a los segadores y calmar su hambre. En otra ocasión dice: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Alguien con fe pregunta: «Señor, ¿dónde habitas?». Y Jesús le responde: «Venid y veréis». Le acompañan y ¿qué es lo que ven? La felicidad de una humilde pobreza, no predicada sobre las azoteas, no ostentada en un programa preestablecido, sino vivida. Cuando el Señor habla de su pobreza, muestra de modo claro que no la lleva como un peso, no la padece como una desventura, no la considera una injusticia social. En efecto, afirma: «No os afanéis por vuestra vida... No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas y donde los ladrones socavan y roban. Acumulad mejor tesoros en el cielo». Éste es el mensaje que Jesús anuncia con dulzura, casi como si dijera: «Miradme y tomad mi vida como modelo». Pasa los días, uno tras otro, olvidado de sí mismo, alejado de las preocupaciones materiales, libre. Allí donde le conduce su peregrinación se encuentra como en su propia casa: el Padre está siempre al tanto para ofrecerle el pan. Pasa por las calles con nobleza y serenidad: es el Dueño de todas las cosas. Sin embargo, no hace sombra o competencia al Señor Dios de todas las cosas. Lo primero que deben hacer quienes deseen seguirle es abrazar la pobreza.
Su seguridad ha de estar puesta en él, el pobre de Dios. Pero ¿por qué vive Jesús como pobre? Porque necesita ser libre, estar disponible para las cosas de su Padre: Jesús se ocupa del Reino, por eso deja de lado todo lo demás. En esto consiste el misterio de la pobreza de Jesús (A. Ballestrero, Parlare di cose verissime, Cásale Monf. - Roma 1990, pp. 78ss).
Viernes 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 13,1-8
Hermanos:
1 Perseverad en el amor fraterno.
2 No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles.
3 Preocupaos de los presos, como si vosotros estuvierais encadenados con ellos; preocupaos de los que sufren, porque vosotros también tenéis un cuerpo.
4 Honrad mucho el matrimonio, y que vuestra vida conyugal sea limpia, porque Dios juzgará a los impuros y a los adúlteros.
5 No seáis avariciosos en vuestra vida; contentaos con lo que tenéis, porque Dios mismo ha dicho: No te desampararé ni te abandonaré,
6 de suerte que podemos decir con toda confianza: El Señor es mi ayuda, no tengo miedo; ¿qué podrá hacerme el hombre?
7 Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la Palabra de Dios; tened en cuenta cómo culminaron su vida e imitad su fe.
8 Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
**• «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (v. 8). He aquí la afirmación capital que constituye el fundamento y la garantía de esta página -una de las conclusivas- de la carta a los Hebreos, donde se proponen actuaciones concretas para la vida cristiana.
Los ámbitos afectados son varios. Van desde la perseverancia en el amor fraterno a la hospitalidad, a la preocupación por los presos y por los que sufren, que forman con nosotros un solo cuerpo, hasta llegar al matrimonio vivido santamente. También el matrimonio nos da la oportunidad de poner en práctica la caridad, mientras que la fornicación y el adulterio nos alejan del único amor verdadero que estamos llamados a recibir e intercambiarnos recíprocamente. El cristiano no puede ni debe vivir envuelto por la codicia de acumular: su verdadera riqueza es Jesús, y el Padre sabe siempre de qué tienen necesidad sus hijos.
Por eso es importante mirar a los que nos han transmitido el Evangelio, la heroicidad de su testimonio, para imitar su fe. Es precisamente la fe en Jesús, muerto y resucitado por nosotros, lo que cambia nuestra vida y nuestras relaciones, dando sentido y plenitud a toda la historia humana. En Jesús saboreamos el «.hoy» en el que descansa nuestro corazón.
Evangelio: Marcos 6,14-29
En aquel tiempo,
14 la fama de Jesús se había extendido y el rey Herodes oyó hablar de él. Unos decían que era Juan el Bautista resucitado de entre los muertos y que por eso actuaban en él poderes milagrosos;
15 otros, por el contrario, sostenían que era Elias; y otros, que era un profeta como los antiguos profetas.
16 Herodes, al oírlo, decía: -Ha resucitado Juan, a quien yo mandé decapitar.
17 Y es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había condenado metiéndolo en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien él se había casado.
18 Pues Juan le decía a Herodes: -No te es lícito tener la mujer de tu hermano.
19 Herodías detestaba a Juan y quería matarlo, pero no podía,
20 porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre recto y santo, y lo protegía. Cuando le oía, quedaba muy perplejo, pero lo escuchaba con gusto.
21 La oportunidad se presentó cuando Herodes, en su cumpleaños, ofrecía un banquete a sus magnates, a los tribunos y a la nobleza de Galilea.
22 Entró la hija de Herodías y danzó, gustando mucho a Herodes y a los comensales. El rey dijo entonces a la joven: -Pídeme lo que quieras y te lo daré.
23 Y le juró una y otra vez: -Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.
24 Ella salió y preguntó a su madre: -¿Qué le pido? Su madre le contestó: -La cabeza de Juan el Bautista.
25 Ella entró en seguida y a toda prisa adonde estaba el rey y le hizo esta petición: -Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.
26 El rey se entristeció mucho, pero a causa del juramento y de los comensales no quiso desairarla.
27 Sin más dilación envió a un guardia con la orden de traer la cabeza de Juan. Éste fue, le cortó la cabeza en la cárcel,
28 la trajo en una bandeja y se la entregó a la joven, y la joven se la dio a su madre.
29 Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.
*+• Éste es el único pasaje del evangelio de Marcos cuyo protagonista directo no es Jesús. En realidad, tanto por la colocación como por el contenido, el relato del martirio de Juan -hombre «recto y santo» (v. 19)- no tiene otra finalidad que ser la prefiguración puntual de la suerte de Jesús, a quien los Hechos de los apóstoles refieren los mismos atributos (cf. 3,14; 7,52; etc.). Tanto el Bautista como el Mesías mueren por «voluntad» de poderosos perplejos e indecisos. Más aún, puede decirse que Herodes, infiel a Dios por haber tomado como esposa, contra la ley, a l a mujer de su hermano, es un rey adúltero: personificación del pecado de todo el pueblo que ha traicionado a su Señor y Esposo para ir detrás de los ídolos. Así pues, Juan muere como Jesús, el justo por los injustos, pero ésta será asimismo la suerte a la que están llamados los discípulos a quienes el Maestro envía a predicar la conversión. «La oportunidad se presentó » (cf. v. 21a). Paradójica coincidencia la de una extraña fiesta para una vida que, en realidad, es muerte y de una muerte que es un himno a la vida verdadera, una vida que va más allá de la dimensión temporal, porque es capaz de sacrificarse a sí misma por amor a la Verdad.
También el desenlace del banquete resulta grotesco, dado que acaba ofreciendo a los invitados –campeones en riqueza, orgullo, poder, lujuria y otras cosas así- una macabra bandeja con una cabeza cortada bajo la responsabilidad de una atractiva muchacha. Esto nos hace pensar en muchas de nuestras pasiones que nos parece imposible dejar de satisfacer... «Sus discípulos fueron a recoger el cadáver y le dieron sepultura» (v. 29); lo mismo ocurrirá con Jesús, sepultado como semilla en la tierra, de la que, no obstante, resucitará para convertirse en pan fragante ofrecido en la mesa de sus discípulos, pan para una vida que no muere
MEDITATIO
«El Señor es mi ayuda, no tengo miedo; ¿qué podrá hacerme el hombre?» (Heb 13,6). La afirmación de la primera lectura parece ampliamente desmentida por el evangelio de hoy, en el que Marcos pone como centro de atención a Juan el Bautista y su cruel martirio. Sí, hay quien, por un capricho simple y trivial, con cualquier motivo fútil, hace callar con la violencia la voz que invita a la conversión o que anuncia el Reino. El discípulo, llamado a seguir a Jesús, a predicar a los hermanos en medio de la pobreza {cf. Me 6,7-13), no por ello queda exonerado de la prueba, sino al contrario. Todo el relato de Marcos nos presenta a Jesús trabajando para hacer comprender a los «suyos» el destino del Maestro, que sube a Jerusalén para padecer la pasión. Sin embargo, Jesús nos invita también a no tener miedo de los que pueden hacer mal al cuerpo. Hay algo peor que eso: vivir sin saber por qué y para quién se vive.
Todo hombre es mortal, pero tiene como destino la vida eterna; lo importante es entrar conscientemente en esa vida que es Jesús mismo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Constituye una gracia para quien es discípulo ser asimilado al Maestro hasta la entrega total de sí mismo en el martirio, y ésta es una situación que vive todavía hoy la Iglesia en muchos de sus miembros. Cada uno de nosotros está llamado a morir a sí mismo, al hombre viejo, al egoísmo, al orgullo que nos impide vivir, como el Bautista, afirmando: Es preciso que él crezca y que yo disminuya». Puesto que Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre, cuanto más nos perdamos en él, que es el Amor, tanto más saborearemos la verdadera Vida.
ORATIO
Señor Jesús, Salvador nuestro, nosotros queremos vivir contigo y en ti, dedicados por completo al designio de salvación que el Padre concibió para llevar a todos los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios, no ya esclavos del pecado, sino capaces de amar. Por eso, no deseamos anteponer nada a ti; que no prevalezca ya en nuestro modo de pensar y de obrar el hombre viejo de carne, que se deja dominar por las pasiones.
Sólo tú eres nuestra vida, tú nuestra santificación y nuestra inexpresable alegría, y cuando nos consideres dignos de sufrir algo por la fe, haz que, siguiendo el ejemplo de los santos, no nos echemos atrás vilmente, sino que seamos capaces de renunciar a todo, que seamos capaces de padecer y ofrecer todo, con tal de no traicionarte, con tal de no vivir como si nunca te hubiéramos conocido y como si nunca hubiéramos experimentado lo fuerte que es tu amor por nosotros.
CONTEMPLATIO
Existencia significa que yo soy sólo yo y no otro. Habito en mí, y en esta habitación estoy yo solo, y si alguien debe entrar, es necesario que yo le abra. En horas de intensa vida espiritual siento que yo soy señor de mí mismo. En esto hay algo grande: mi dignidad y mi libertad; al mismo tiempo, sin embargo, hay también peso y soledad [...]. También en el cristiano hay todo esto, aunque se ha transformado; en su dignidad y responsabilidad hay todavía algo de otro, de Otro: Cristo.
Cuando pediste la fe al recibir el bautismo, se llevó a cabo en ti algo fundamental. Al nacer, recibiste tu vida natural de la vida de tu madre. Aquí se esconde un nuevo misterio, un prodigio de la gracia: fuiste engendrado a la vida de los hijos de Dios. Con perfecta sencillez y vigor dice la carta a los Gálatas: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (2,20). La forma que hace cristiano al cristiano, esa que está destinada a penetrar en todas sus expresiones, a ser reconocida en todo, es Cristo en él.
En cada cristiano revive Cristo, por así decirlo, su vida; primero es niño, después va llegando gradualmente a la madurez, hasta que alcanza plenamente la mayoría de edad como cristiano. Crece en este sentido: crece su fe, se robustece su caridad, el cristiano se vuelve cada vez más consciente de su ser cristiano y vive su vida cristiana con una profundidad siempre creciente. Mi yo está encerrado en Cristo, y debo aprender a amarlo como a aquel en el que tengo mi propia consistencia. Es preciso que yo me busque en él a mí mismo, si quiero encontrar lo que me es propio. Si el cristiano renuncia a las solicitudes que le vienen de la fe, se envilece. Aquí hemos de buscar las tareas más importantes de la actividad espiritual cristiana: referir de nuevo la vida cristiana, tal cual es, a la conciencia, al sentimiento, a la voluntad (R. Guardini, II Signore, Milán 1981, pp. 559-565, passim [edición española: El Señor, Rialp, Madrid 1965, 2 vols.]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Ésta fue la tarea de Jesús como sumo sacerdote de la nueva alianza, mediador entre el Padre y la humanidad pecadora: en primer lugar, abrió el acceso al santo de los santos y lo recorrió él mismo. Allí es donde Jesús ora ahora, en este «ahora» sin límites de la eternidad que nuestro tiempo creado no puede fijar ni hacemos alcanzar, a no ser a través de la oración. Jesús es así, para siempre, el hombre de la oración, nuestro sumo sacerdote que intercede. Tal es y tal permanece así «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Allí arriba, en Jesús resucitado, se encuentra también la fuente perenne de nuestra oración de aquí abajo.
Gracias a la oración estamos cerca de él, rotos y sobrepasados los límites del tiempo, y respiramos en la eternidad, manteniéndonos en presencia del Padre, unidos a Jesús. Para llegar allí es necesario recorrer aquí abajo el mismo camino que el Salvador, no hay ningún otro: el de la cruz y el de la muerte. La misma carta a los Hebreos observa que Jesús padeció la muerte fuera de las puertas de la ciudad. En consecuencia, los cristianos también deben salir «a su encuentro fuera del campamento y carguemos también nosotros con su oprobio (Heb 13,13), es decir, la vergüenza de la cruz. Todo bautizado lleva en él el deseo de este éxodo hacia Cristo. «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que aspiramos a la ciudad futura (Heb 13,14), allí donde está presente Jesús ahora.
También nosotros estamos ya allí, en la medida en que, mediante la oración, habitamos ¡unto a él. «Así pues, ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre» (Heb 13,15).
En efecto, el cristiano, que camina tras las huellas de Jesús, ofrece como él un sacrificio de oración. Confiesa e invoca constantemente su nombre. Y después, en el amor, comparte todo con sus hermanos (A. Louf, Lo Spirito prega in noi, Magnano 1995, pp. 39ss [edición española: El espíritu ora en nosotros, Narcea, Madrid 1985]).
Sábado 4ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 13,15-17.20ss
Hermanos:
15 Así pues, ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre.
16 No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, porque en tales sacrificios se complace Dios.
17 Obedeced a vuestros dirigentes y someteos a ellos, pues tienen que cuidar de vosotros y rendir cuentas a Dios. Procurad que puedan cumplir este deber con alegría y no con lágrimas, ya que otra cosa nada os beneficiaría.
20 El Dios de la paz, que resucitó a aquel que por la sangre de la alianza eterna vino a ser el gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús,
21 os haga aptos para el cumplimiento de su voluntad con toda clase de obras buenas. Que él mismo realice en nosotros lo que le agrada, por medio de Jesucristo, a quien corresponde la gloria por siempre. Amén.
*• El autor de la carta a los Hebreos alterna, en la conclusión, la catequesis (w. 12-15) con la exhortación (w. 16ss) y la oración (w. 20ss). Sin embargo, el centro vivificador de estos versículos es uno solo: el misterio pascual de Cristo. Él es «el gran pastor de las ovejas» (v. 20); es el Mesías esperado que, en virtud de su propia sangre, se ha convertido en mediador de una alianza eterna de vida y de paz entre nosotros y Dios.
De aquí brota la novedad fundamental del culto cristiano, del que ha tratado la carta: por medio de Jesús, toda la vida del creyente puede llegar a ser ofrenda agradable a Dios. El sacrificio de alabanza se prolonga y se acredita a través del sacrificio cotidiano de la caridad activa y de la dócil sumisión a quien guía a la comunidad por los caminos del Señor. Esta existencia pascual es don que hemos de pedir y, al mismo tiempo, compromiso que hemos de asumir con responsabilidad; por eso, el autor confía al Padre a los destinatarios de su carta.
Sólo él, en efecto, puede disponer los corazones para acoger el don de manera conveniente, es decir, en colaboración laboriosa con la gracia. La alianza establecida en la muerte y resurrección de Cristo es premisa y garantía de que el Padre escuchará esta oración (w. 20ss).
Evangelio: Marcos 6,30-34
En aquel tiempo,
30 los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
31 Él les dijo: -Venid vosotros solos a un lugar solitario, para descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no tenían ni tiempo para comer.
32 Se fueron en la barca, ellos solos, a un lugar despoblado.
33 Pero los vieron marchar y muchos los reconocieron y corrieron allá, a pie, de todos los pueblos, llegando incluso antes que ellos.
34 Al desembarcar, vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.
*•• En este fragmento se transparenta la ternura humana y divina de Jesús. Con ella envuelve a los apóstoles, que regresan entusiasmados de su primera misión: el Maestro comprende su alegría, pero intuye también la necesidad de revigorizar el cuerpo y el alma en la intimidad con él (v. 31a). Por eso les propone una pausa para reposar lejos de la gente, que les apremia constantemente. Sin embargo, también esa gente, que les sigue por todas partes con su propio fardo de penas y de esperanzas, suscita en Jesús una com-pasión todavía mayor (cf. v. 34). Detrás de aquella multitud de rostros y de historias hay una única necesidad: encontrar el camino de la Vida, el sentido y la meta de la existencia.
Las muchedumbres no tienen quien las guíe con seguridad por este camino. De ahí que Jesús -Camino, Verdad y Vida- tenga piedad de ellos: «Y se puso a enseñarles muchas cosas», saciando su hambre más profunda con la verdad de Dios, un Dios de ternura infinita.
MEDITATIO
La ternura de Jesús se dirige, hoy, a nosotros. Tal vez nos hayamos comprometido a dar testimonio del Evangelio en nuestro ambiente habitual y tenemos necesidad de reposar el espíritu en su Presencia, o tal vez nos reconozcamos en aquellas «ovejas sin pastor», sin meta ni seguridad. Ahora bien, Jesús es «el gran pastor de las ovejas», guía de los pastores y de las ovejas sin pastor: ha entregado su vida para abrir a cada uno - a mí también- un camino seguro al redil del Padre. Él mismo es «el Camino, la Verdad y la Vida».
No siempre resulta fácil caminar siguiendo su enseñanza, ni siempre resulta agradable que los responsables de la comunidad cristiana nos lo recuerden en las circunstancias concretas de la vida. Con todo, si acogemos con sincera disponibilidad las indicaciones del Señor, nuestra vida se convertirá en una pascua continua, esto es, en un paso desde la falta de significación del orden cotidiano a la plenitud de significado que éste adquiere cuando la caridad con los otros transfigura cualquier gesto.
Paso desde la inestabilidad de las vicisitudes humanas -pequeñas o grandes- al abandono confiado en Dios que se convierte en obediencia a quien nos guía en su nombre. Paso de una oración formal y bien delimitada a una vida que se transforma en incesante sacrificio de alabanza por medio de Cristo. ¿Es posible todo esto?
Sí, la resurrección de Jesús nos atesta la omnipotencia del Padre. ¿Es posible para mí? Sí, si se lo pido y si quiero corresponder sinceramente al don, Dios mismo lo realizará en mí. La ternura de Jesús se dirige, hoy, a nosotros...
ORATIO
Jesús, ternura infinita que nos descubres el rostro de amor del Padre, venimos a ti como ovejas sin pastor: guíanos tú con tu fuerza y tu dulzura a descubrir el camino de la vida a través de la ofrenda total de nosotros mismos a Dios. Transforma hoy nuestra jornada en un incesante sacrificio de alabanza a él y de caridad con los hermanos.
Haz que participemos en tu pascua, muriendo a todo egoísmo y presunción, para vivir en ti como hijos obedientes que cumplen en todo la voluntad del Padre.
A él, fuente de la misericordia, le confiamos por tu mediación nuestra miseria y nuestros deseos: oh Dios, haz de nosotros lo que te plazca, para gloria tuya y bien de todos los hermanos. Amén.
CONTEMPLATIO
El sacramento de la eucaristía purifica de los peca, dos. Por consiguiente, cuando te sientas manchado y cubierto de fango, frío e indolente, no te alejes de Jesucristo, no intentes abstenerte de este alimento saludable y lanza un grito hacia él, porque no puede dejar de moverse a piedad con los pobres que le invocan. Dile; «Señor, vengo a ti, porque soy un pobre pecador. Sana oh mi piísimo Salvador, mi alma». Este sacramento robustece el corazón del hombre para obrar grandes cosas, precisamente como el alimento terreno da fuerza para aguantar los trabajos fatigosos. Puesto que no eres nada sin Dios y tienes una extrema necesidad de su gracia, invítale a cenar no por ti, sino por él en favor tuyo.
Intenta estrechar una amistad y una verdadera familiaridad con él. Aprende a hablarle: cuéntale tus debilidades, aflicciones y oscuridades.
Intenta recuperar con este alimento divino las fuerzas del espíritu, la devoción, la fortaleza y las otras virtudes. En este sacramento se traslada al hombre del temor a la esperanza, de la condición de siervo a la de hijo, del torpor al amor, de la tristeza a la alegría. La eucaristía, a continuación, mitiga, es decir, comunica suavidad y dulzura espiritual a quien la recibe; caldea, es decir, enciende en nosotros la divina caridad. Este alimentó saludable une al alma con Dios. Así como el alimento terreno se transforma en la sustancia de quien lo recibe y se convierte en un solo cuerpo con él, así también, aunque de modo opuesto, el alimento eucarístico convierte en él a quien lo recibe, de modo que le hace deiforme. Nunca se admirará bastante la inefable condescendencia divina, que quiere darse a nosotros como alimento y sostener nuestro cuerpo con el suyo
El, dándose como alimento a nosotros, quiso procurar nuestra más estrecha unión con él. No podía encontrar un modo de acercar más al alma a sí mismo que este sacramento, en el que precisamente ésta no sólo se une con Dios, sino que llega a hacerse una misma cosa con él (Lanspergio, Sermo III, In solemnitate venerabili Sacramenti, en Opera omnia, t. III, pp. 433-436, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor es mi pastor; su vara y su cayado me dan seguridad» (cf. Sal 22).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«La pasión del Señor», escribió León Magno, «se prolonga hasta el fin del mundo». ¿Dónde «está agonizando» hoy Jesús? En muchísimos lugares y situaciones. Pero fijemos nuestra atención en una sola de ellas: la pobreza. Cristo está clavado en la cruz en los pobres. La primera cosa que hemos de hacer, por tanto, es echar fuera nuestras defensas y dejarnos invadir por una sana inquietud. Hacer que entren los pobres en nuestra carne. Darnos cuenta de ellos indica una imprevista apertura de los ojos, un sobresalto de la conciencia [...].
Con la venida de Jesucristo el problema de los pobres ha tomado una dimensión nueva. Aquel que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», las dijo también de los pobres cuando declaró solemnemente: «Conmigo lo hicisteis». Hay un nexo bastante estrecho entre la eucaristía y los pobres. Lo que debemos hacer concretamente por los pobres podemos resumirlo en tres palabras: evangelizarlos, amarlos, socorrerlos
Evangelizarlos: hoy también tienen derecho a oír la Buena Noticia: «Bienaventurados los pobres». Porque ante vosotros se abre una posibilidad inmensa, cerrada, o bastante difícil, a los ricos: el Reino. Amar a los pobres: significa antes que nada respetarlos y reconocer su dignidad. En ellos brilla –precisamente por la falta de otros títulos y distinciones- con una luz más viva la dignidad radical del ser humano. Los pobres no merecen sólo nuestra compasión; merecen también nuestra admiración. Por último, socorrer a los pobres: aunque hoy ya no basta con la simple limosna; haría falta una movilización coral de toda la cristiandad para liberar a los millones de personas que mueren de hambre, de enfermedades y de miseria. Esta sería una cruzada digna de tal nombre, es decir, de la cruz de Cristo (R. Cantalamessa, ll potere della croce, Milán 1999, pp. 181 -189 passim [edición española: La fuerza de la cruz, Monte Carmelo, Burgos 2001]).
Lunes 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 1,1-19
1 Al principio creó Dios el cielo y la tierra.
2 La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.
3 Y dijo Dios: -Que exista la luz. Y la luz existió.
4 Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas.
5 A la luz la llamó día y a las tinieblas noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero.
6 Y dijo Dios: -Que haya una bóveda entre las aguas para separar unas aguas de otras. Y así fue.
7 Hizo Dios la bóveda y separó las aguas que hay debajo de las que hay encima de ella.
8 A la bóveda Dios la llamó cielo. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día segundo.
9 Y dijo Dios: -Que las aguas que están bajo los cielos se reúnan en un solo lugar y aparezca lo seco. Y así fue.
10 A lo seco lo llamó Dios tierra y al cúmulo de las aguas lo llamó mares. Y vio Dios que era bueno.
11 Y dijo Dios: -Produzca la tierra vegetación: plantas con semilla y árboles frutales que den en la tierra frutos con semillas de su especie. Y así fue.
12 Brotó de la tierra vegetación: plantas con semilla de su especie y árboles frutales que dan fruto con semillas de su especie. Y vio Dios que era bueno.
13 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día tercero.
14 Y dijo Dios: -Que haya lumbreras en la bóveda celeste para separar el día de la noche y sirvan de señales para distinguir las estaciones, los días y los años;
15 que luzcan en la bóveda del cielo para alumbrar la tierra. Y así fue.
16 Hizo Dios dos lumbreras grandes, la mayor para regir el día y la menor para regir la noche, y también las estrellas;
17 y las puso en la bóveda del cielo para alumbrar la tierra,
18 regir el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno.
19 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día cuarto.
**• Los relatos de la creación presentan un lenguaje que puede ser calificado de «mítico», puesto que describen una acción divina que no podemos situar en la historia, sino en un «principio» que nadie ha podido conocer. En efecto, ¿quién ha podido asistir al origen del mundo para poder contarlo? «¿Quién eres tú?», le recordará el Señor a Job: «¿Dónde estabas tú cuando afiancé la tierra?» (Job 38,4).
El primer relato de la creación nos ofrece por eso algunas indicaciones que no son controlables científicamente, pero que tienen una gran importancia teológica. Estas indicaciones son dos, sobre todo: la primera tiene que ver con el modo como Dios ha creado, es decir, mediante la palabra; la segunda está relacionada, en cambio, con la estructura narrativa, que es la de los siete días semanales. Por ahora nos limitaremos a este último aspecto.
El narrador de Gn 1 ha presentado toda la obra de la creación en un marco semanal. Se trata de un hecho claramente querido, tanto más porque las obras de la creación son más de siete, por lo menos diez: la luz, la bóveda (lámina) celeste, lo seco, la vegetación, las lámparas, los peces, los pájaros, el ganado, los reptiles, el hombre (varón y hembra). Ahora bien, la estructura semanal tiene un sentido concreto, una organización interna propia; a saber, la de seis días laborables más uno de descanso, el «día séptimo» hacia el que converge toda la obra semanal y en el que encuentra su consumación. ¿A qué pregunta responde, pues, el relato de Gn 1, con su organización semanal? ¿A una pregunta sobre el origen o sobre el fin? ¿Pretende decirnos cuándo fue creado el mundo o bien para qué fue creado? El esquema semanal nos permite responder sin demora que el mundo -mejor sería decir la creación- está organizado en vistas a un fin preciso, y este fin se resume en el sábado, que es el día del descanso del hombre y de la alabanza al Creador.
Al final de esta página, leemos la sorprendente afirmación de que «cuando llegó el día séptimo Dios había terminado su obra» (Gn 2,2). ¿Cómo podía haberla «terminado», si en el mismo día cesó toda actividad? Sin embargo, a la máquina del mundo le faltaba precisamente el elemento esencial, hasta que no conoció el tiempo y el espacio de la oración.
Evangelio: Marcos 6,53-56
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos,
53 terminada la travesía, tocaron tierra en Genesaret y atracaron.
54 Al desembarcar, lo reconocieron en seguida.
55 Se pusieron a recorrer toda aquella comarca y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían decir que se encontraba Jesús.
56 Cuando llegaba a una aldea, pueblo o caserío, colocaban en la plaza a los enfermos y le pedían que les dejase tocar siquiera la orla de su manto, y todos los que lo tocaban quedaban curados.
**• Jesús realizó muchas curaciones, mediante la palabra y también mediante gestos, tanto en días laborables como también y sobre todo en sábado. Estas curaciones son pequeños signos de re-creación, de restitución del hombre no tanto a su salud originaria, que tal vez no haya existido nunca, como a la integridad final a la que está destinado en el sabio designio creador de Dios.
En el compendio evangélico de hoy se habla de una «travesía» del lago de Galilea que, en realidad, no tuvo lugar. En efecto, Jesús y los discípulos se encuentran en Genesaret, en la misma orilla occidental desde la que habían partido. La intención de Jesús, al partir con los discípulos, era irse a un lugar aparte para descansar un poco {cf. Me 6,31). El proyecto no pudo llevarse a cabo, porque la gente le asediaba constantemente, llevándole a los enfermos «adonde oían decir que se encontraba Jesús». Éste no consigue tomar un poco de descanso, pero en compensación se lo da a manos llenas a la muchedumbre de menesterosos que recurre a él.
Así pues, Jesús actúa, no consigue descansar. Sin embargo, el elemento más importante de este breve compendio de curaciones es que Jesús permanece completamente inactivo. Cura, sí, pero sin hacer nada, sin decir ni una palabra, sin aludir al mínimo gesto. Diríase que cura con su descanso, con la más perfecta inactividad, como si fuera su descanso el que cura, como si la paz que irradia de él sanara los tormentos de los hombres. En efecto, Jesús no hace otra cosa que «dejarse tocar», dejarse alcanzar, contactar. Son los otros quienes tienen que ingeniárselas para tocarle «siquiera la orla de su manto». Este manto es el tallit que se usaba para la oración y que, según la Tora (Nm 15,38), debía estar provisto de mechones de lana azul en las cuatro puntas. Jesús es un hombre en oración, un hombre «hecho oración», y es este cuerpo suyo en oración el que sana, el que cura, el que lleva a su consumación la creación.
MEDITATIO
Dios crea el mundo a través de su palabra. O, más exactamente, según el esquema de un mandato y de su ejecución: «Dios dijo: "Sea". Y así fue». Viene, a continuación, una valoración que aparece las siete veces (aunque no precisamente al final de cada día): «Y vio Dios que era bueno».
Esta valoración divina de las cosas creadas tiene una gran importancia. Dios aprecia las cosas que hace, las encuentra bellas, bien hechas, se complace en ellas. Pero no sólo esto: el estribillo que expresa la belleza de cada criatura es el mismo estribillo que acompaña a la oración de Israel, que se repite con mayor frecuencia en el libro de los Salmos: «Alabad al Señor, porque es bueno» (en hebreo se emplea exactamente las mismas palabras).
Así, la primera página de la Escritura presenta un desarrollo litúrgico, constituye una especie de doxología inaugural de toda la Biblia. La bondad de las criaturas corresponde a la bondad del Creador. Reconocer la bondad de las criaturas significa alabar a su Creador. Pero también es verdad la inversa; a saber, que la alabanza del Creador, la oración, es la condición para descubrir la bondad de la creación y, eventualmente, restituirla. ¡Qué significativo es todo esto para nosotros!
De hecho, nos mostramos muchas veces incapaces de captar la belleza-bondad de lo que existe, prisioneros de la mirada económica que plantea de inmediato esta pregunta: «¿Para qué me sirve?», «¿cuánto me renta?» El contacto con Dios, que ha venido entre nosotros, con Jesús, nos abre a cada uno el espacio de la curación que permite ver la verdad de lo creado y, en él, nuestra propia verdad.
ORATIO
El mundo que tú has hecho, Señor, es un santuario para celebrar tu alabanza.
Has separado la tierra de las aguas, la has hecho fecunda en frutos para nosotros y de hierba para todos los seres vivos.
El sol y la luna, las estrellas luminosas, son lámparas encendidas, día y noche, que marcan los ritmos de nuestra plegaria.
Al alba y a la puesta del sol queremos alabarte, en el trabajo y en el descanso queremos recordarte, en la sonrisa y en el llanto queremos darte gracias.
El mundo que tú has hecho, Señor, es un santuario de tu belleza.
CONTEMPLATIO
Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.
Loado seas por toda criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor.
Y por la hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor! (Francisco de Asís, Cántico de las criaturas. Versión tomada de La liturgia de las horas, Vol. IV, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1998, pp. 1246-1247).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendice al Señor, alma mía, no te olvides de sus beneficios» (Sal 103,2).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
En esta puesta de sol invernal, mientras se encienden las primeras luces claras, en una ¡ornada de sol y de viento que ha limpiado la atmósfera, tengo una hoja en la mano. La he cogido de un sempervirente, que conserva cuanto los troncos secos, los matorrales y las matas áridas ya no tienen. Tengo una hoja en la mano, viva y verde, mientras camino en el frío de la calle excavada, sin nadie. Tengo una hoja en la mano donde se encuentra la historia de la creación, el cuento de las gotas de escarcha, la aventura de las mariposas, la memoria de las espléndidas telas de araña. Si la tierra que me rodea enciende sus luces breves, esclarecedoras y centralizadoras de mil cosas diferentes (el bien y el mal, el tormento y la alegría, la desesperación y la esperanza, lo vano y lo no transitorio), mi hoja narra, intacta, la luz de los orígenes y la unidad de las cosas que Dios fue creando: «Y eran muy bellas», como dice la Biblia.
Y con el agua que todavía mantiene me hace pensar en los océanos y en los ríos; con su composición química me conecta con las estrellas, con las montañas, con la arena del mar. Tengo una hoja en la mano y veo las cosas grandes del cosmos. La miro, bajo la luz que todavía queda, en sus nervaduras múltiples y perfectas, en sus canales portadores de la savia vital y leo la pequeña y preciosa historia de las cosas humildes y de la humilde existencia de mis semejantes, que enriquecen la vida de la tierra. Tengo una hoja en la mano y me parece que tengo un libro sin fin y un cetro de felicidad, porque sobre su terciopelo se manifiesta la «gloria» de Dios.
Y en esta puesta de sol lúcida y fría no sigo la explosión del firmamento, que, de nuevo, se prepara para revelarse, ni del ancho horizonte, que recoge en el silencio montes, colinas y llanuras. Cultivo, en cambio, la implosión de mi ver contemplativo en la breve forma que tengo en mi mano, donde es posible intuir el universo y lo pequeño en el contorno familiar de su terciopelo verde. Tengo una hoja en la mano y, en el exterior de cada hoja, conozco la aguda certeza de un salmo omnicomprensivo de alabanza, mientras cae la noche, sobre la calle excavada y desierta, abrumada el alma con todas las presencias. Con la única e irrepetible presencia de Dios (G. Agresti, Le fragole sull'asfalto, Milán 1987, pp. 51 ss).
Martes 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis l,20-2,4a
1.20 Y dijo Dios: -Rebosen las aguas de seres vivos y que las aves aleteen sobre la tierra a lo ancho de la bóveda celeste.
21 Y creó Dios por especies los cetáceos y todos los seres vivientes que se deslizan y pululan en las aguas; y creó también las aves por especies. Vio Dios que era bueno.
22 Y los bendijo diciendo: -Creced, multiplicaos y llenad las aguas del mar; y que también las aves se multipliquen en la tierra.
23 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día quinto.
24 Y dijo Dios: -Produzca la tierra seres vivientes por especies: ganados, reptiles y bestias salvajes por especies. Y así fue.
25 Hizo Dios las bestias salvajes, los ganados y los reptiles del campo según sus especies. Y vio Dios que era bueno.
26 Entonces dijo Dios: -Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra.
27 Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó.
28 Y los bendijo Dios diciéndoles: -Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra.
29 Y añadió: -Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra y tienen semilla para sembrar; y todos los árboles que producen fruto con semilla dentro os servirán de alimento;
30 y a todos los animales del campo, a las aves del cielo y a todos los seres vivos que se mueven por la tierra les doy como alimento toda clase de hierba verde. Y así fue.
31 Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día sexto.
2.1 Así quedaron concluidos el cielo y la tierra con todo su ornato.
2.2 Cuando llegó el día séptimo Dios, había terminado su obra, y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho.
2.3 Bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él había descansado de toda su obra creadora.
2.4 Ésta es la historia de la creación del cielo y de la tierra.
**• El hombre varón y hembra, el hombre-mujer, ha sido creado «a imagen de Dios». Pero ¿quién es ese hombre hecho «a imagen», según la cultura del tiempo en el que fue escrito el texto bíblico? No es cualquiera, sino un hombre que está por encima de cualquier otro, es decir, el rey. Un breve texto babilónico (Gn 1 fue escrito precisamente en Babilonia) es bastante elocuente: «La sombra de Dios es el hombre / y los hombres son la sombra del Hombre; / el Hombre es el Rey, igual a la imagen de la divinidad». Es cierto que el autor de Gn 1 ha democratizado esta idea real, extendiendo a todo hombre-mujer la prerrogativa real de ser la imagen de Dios. En efecto, el mandato de someter la tierra y dominar sobre todos los seres vivos fue dado a todos los hombres indistintamente. Ahora bien, volvemos a preguntarnos: ¿quién es el hombre que realiza plenamente esta misión real en el interior de lo creado? ¿Acaso podemos responder que la realizamos todos, sin importar en qué condiciones?
Los Padres, sobre todo los orientales, intentaron resolver este problema introduciendo una distinción entre la «imagen» y la «semejanza». A buen seguro, todos los hombres llevan en sí mismos la imagen divina, sea cual sea su condición histórica y su opción de vida. Ésta es indeleble en el hombre. Con todo, para reinar verdaderamente, tiene que conseguir asimismo una cierta semejanza con el verdadero rey del mundo, que es el Hijo, perfecta «imagen del Dios invisible» (Col 1,15): tiene que hacer suyas sus opciones, entrar en sus pensamientos.
Esta perspectiva patrística, desde el territorio interior bíblico, corresponde a la afirmación paulina: «Y así como llevamos la imagen del [hombre] terrestre, llevaremos también la imagen del celestial [el Cristo resucitado]» (1 Cor 15,49).
Evangelio: Marcos 7,1-13
En aquel tiempo,
1 los fariseos y algunos maestros de la Ley procedentes de Jerusalén se acercaron a Jesús
2 y observaron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas
3 -es de saber que los fariseos y los judíos en general no comen sin antes haberse lavado las manos meticulosamente, aferrándose a la tradición de sus antepasados;
4 y al volver de la plaza, si no se lavan, no comen; y observan por tradición otras muchas costumbres, como la purificación de vasos, jarros y bandejas-.
5 Así que los fariseos y los maestros de la Ley le preguntaron: -¿Por qué tus discípulos no proceden conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?
6 Jesús les contestó: -Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos.
8 Vosotros dejáis a un lado el mandamiento de Dios y os aferráis a la tradición de los hombres.
9 Y añadió: -¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios para conservar vuestra tradición!
10 Pues Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre será reo de muerte.
11 Vosotros, en cambio, afirmáis que si uno dice a su padre o a su madre: «Declaro corbán, es decir, ofrenda sagrada, los bienes con los que te podía ayudar»,
12 ya le permitís que deje de socorrer a su padre o a su madre,
13 anulando así el mandamiento de Dios con esa tradición vuestra que os habéis transmitido. Y hacéis otras muchas cosas semejantes a ésta.
*»• La disputa entre Jesús y los fariseos sobre el lavarse las manos antes de comer (estrechamente conectada con la siguiente, sobre la pureza de los alimentos) está situada en el centro de una sección del evangelio de Marcos que lleva como título «Sección de los panes » y que va desde 6,6b hasta 8,30. Está claro que el tema principal de esta sección es el del alimento, el del pan. Más exactamente, como vamos a ver, se trata del problema de la comunión de mesa entre hebreos y gentiles. Y es que los judíos siguen unas prescripciones tan minuciosas en el comer que tienen prohibido, de hecho, su participación en una mesa que no sea rigurosamente «pura» (kasher) desde el punto de vista alimentario.
Los problemas verdaderamente grandes son siempre muy concretos, nunca especulaciones abstractas. Para la Iglesia primitiva, compuesta de judíos y gentiles, el poder sentarse juntos a la misma mesa era un hecho de suma importancia, que no podía ser obstaculizado por ninguna otra consideración (recuérdese el episodio de Antioquía y la reprensión de Pablo dirigida a Pedro: Gal 2,1 lss). La polémica evangélica sobre el hecho de lavarse las manos se comprende adecuadamente sólo sobre este trasfondo. Que sea preciso lavarse las manos antes de las comidas no está escrito, en efecto, en ninguna parte de la Ley. Se trata de una tradición no escrita, de una «tora oral», como enseñan los fariseos. Ahora bien, eso no significa que Jesús sea contrario a este uso, que cuenta con óptimas razones higiénicas y que también nosotros practicamos normalmente.
Jesús se limita simplemente a afirmar que no se trata de la cosa más importante y establece una jerarquía, una escala de valores: lo primero es el hecho de comer juntos. De modo que el haberse lavado o no las manos no debe convertirse en un impedimento para la comunión de mesa con cuantos no observan esta tradición judía, y que pueden ser los mismos discípulos de Jesús.
MEDITATIO
A fin de que Israel correspondiera a la elección divina y realizara plenamente la «semejanza» con Dios, que más tarde será la santidad («Sed santos, como Yo soy santo»: Lv 19,2), Dios le dio su Ley, la Tora. Esta ley consiste, precisamente, en una serie de pequeñas intuiciones sagaces, casi de «estratagemas», destinadas a imitar la santidad de Dios en los más pequeños gestos de la vida cotidiana. Lavarse las manos antes de comer o comer siguiendo ciertas reglas de pureza alimentaria son pequeños «trucos» que le recuerdan a Israel que es el pueblo elegido de Dios, santificado precisamente a través de estos preceptos.
Jesús no ha venido a arramblar con todo esto. Contrariamente a una opinión muy difundida en el ámbito cristiano, Jesús no vino a «liberar» a Israel del yugo de los preceptos, no vino a abrogar la Tora (cf. Mt 5,17). Bien al contrario, la radicalizó aún más, la recondujo a sus intenciones originarias, al dato escrito que precede a toda reelaboración doctrinal posterior. Obrando así, nos recuerda a todos, judíos y cristianos, que la práctica de la Tora (para los primeros) y la obediencia a la Palabra escrita (para los segundos) es una imitatio Dei que restablece en el hombre, hecho a imagen de Dios, la plena semejanza con su Creador.
En ambos casos se ve claro que el honor que el hombre tributa a Dios consiste, esencialmente, en vivir su propia vocación originaria: ser «imagen y semejanza» del Creador. ¿Seremos capaces de recoger este desafío, de realizar una opción y vivir sus consecuencias?
ORATIO
Nos has querido a tu imagen, oh Dios, para poder alegrarte con nosotros. Cuando te apareciste a los discípulos en el lago les preguntaste si tenían hambre y les preparaste un banquete.
No mires si están sucias nuestras manos, tú que estás dispuesto a lavarnos también los pies. Todos tienen sitio en tu mesa: justos e injustos, judíos y gentiles.
Nos has querido a tu imagen, oh Dios, para convertirnos en tus comensales.
CONTEMPLATIO
Dios hizo al hombre, lo hizo a imagen de Dios. Es preciso que veamos cuál es esta imagen de Dios e investiguemos a semejanza de la imagen de quién fue hecho el hombre. En efecto, no ha dicho: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, sino lo hizo «a imagen de Dios». ¿Cuál es, pues, la otra imagen de Dios, a semejanza de la cual fue hecho el hombre, sino nuestro Salvador? Él es «el primogénito de toda la creación» (Col 1,15); de él se ha escrito que es «esplendor de la luz eterna y figura clara de la sustancia de Dios» (Heb 1,3),también él dice de sí mismo: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» y «Quien me ha visto a mí ha visto también al Padre» (Jn 14,10.9). En consecuencia, el hombre ha sido hecho a semejanza de la imagen de él, y por eso nuestro Salvador, que es la imagen de Dios, movido de misericordia por el hombre, que había sido hecho a su semejanza, al ver que, tras haber depuesto su imagen, se había revestido de la imagen del Maligno, movido de misericordia, asumiendo la imagen del hombre, vino a él.
Así pues, todos los que acceden a él y se esfuerzan por convertirse en partícipes de la imagen espiritual, mediante su progreso, «se renuevan día a día, según el hombre interior» (2 Cor 4,16), a imagen de aquel que los hizo; de suerte que puedan llegar a ser «conformes al cuerpo de su esplendor» (Flp 3,21), pero cada uno a la medida de sus propias fuerzas. Por consiguiente, miremos siempre a esta imagen de Dios, para poder ser transformados a su semejanza (Orígenes, Otnelie sulla Genesi, Roma 21992, pp. 54ss [edición española: Homilías sobre el Génesis, Ciudad Nueva, Madrid 1999]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides?» (Sal 8,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Al principio se confió a ambos (al hombre y a la mujer) la tarea de conservar su propia semejanza con Dios, dominar sobre la tierra y propagar el género humano. Ser todos de Dios, entregarse a él, a su servicio, por amor, ésa es la vocación no sólo de algunos elegidos, sino de todo cristiano; consagrado o no consagrado, hombre o mujer [...].
Cada uno está llamado a seguir a Cristo. Y cuanto más avance cada uno por esta vía, más semejante se hará a Cristo, puesto que Cristo personifica el ideal de la perfección humana libre de todo defecto y carácter unilateral, rica en rasgos característicos tanto masculinos como femeninos, libre de toda limitación terrena; sus seguidores fieles se ven cada vez más elevados por encima de los confines de la naturaleza. Por eso vemos en algunos hombres santos una bondad y una ternura femenina, un cuidado verdaderamente materno por las almas a ellos confiadas; y en algunas mujeres santas una audacia, una prontitud y una decisión verdaderamente masculinas. Así, el seguimiento de Cristo lleva a desarrollar en plenitud la originaria vocación humana: ser verdadera imagen de Dios; imagen del Señor de lo creado, conservando, protegiendo e incrementando a toda criatura que se encuentra en su propio ámbito, imagen del Padre, engendrando y educando -a través de una paternidad y una maternidad espirituales- hijos para el Reino de Dios.
La elevación por encima de los límites de la naturaleza, que es la obra más excelsa de la gracia, no puede ser alcanzada, ciertamente, por medio de una lucha individual contra la naturaleza o mediante la negación de nuestros propios límites, sino sólo mediante la humilde sujeción al nuevo orden entregado por Dios (E. Stein, La donna, Roma 71987, pp. 81.98ss [edición española: La mujer, Ediciones Palabra, Madrid 1998]).
Miércoles 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 2,4b-9.15-17
4 Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo
5 no había todavía en la tierra arbusto alguno, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra, ni existía nadie que cultivase el suelo;
6 sin embargo, un manantial brotaba de la tierra y regaba la superficie del suelo.
7 Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente.
8 El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado.
9 El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal..
15 Así que el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara.
16 Y dio al hombre este mandato: -Puedes comer de todos los árboles del huerto,
17 pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio.
*» ¿Qué había cuando todavía no existía nada? La pregunta es menos ingenua de lo que pudiera parecer, porque nosotros sólo podemos hablar de los orígenes del mundo mediante paradojas. El autor del segundo relato de la creación responde así en Gn 2: la tierra y el cielo ya existían, pero el hombre no trabajaba aún la tierra. Su relato, a diferencia del precedente, está centrado, efectivamente, por completo en la creación del hombre, de la mujer y de los animales, no en la creación del cosmos.
También la finalidad de la creación difiere de Gn 1: allí el hombre fue creado en vistas al servicio litúrgico, de la alabanza sabática (es, según se dice, un relato «sacerdotal»); aquí el hombre, sacado de la tierra, está destinado al trabajo agrícola, indispensable para la vida del mundo (la perspectiva es más «laica»). Ahora bien, es digno de señalar que, en hebreo, «servicio litúrgico» y «trabajo agrícola» se expresan ambos con el mismo término: no se trata de dos cosas opuestas, inconciliables.
Precisamente con el fin de cultivar la tierra, puso Dios al hombre en «un huerto», al que nosotros llamamos también «paraíso». En realidad, esta palabra de origen persa no indica otra cosa que una propiedad cercada, un parque, un huerto. El hombre puede disponer aquí a su gusto de los frutos de todos los árboles, salvo uno. Se trata de un árbol extraño, sin paralelos en las antiguas mitologías orientales, un árbol que proporciona el «conocimiento del bien y del mal». Y en este punto surge un grave problema: ¿por qué habría de prohibir Dios al hombre distinguir entre el bien y el mal? ¿Acaso no es precisamente él quien nos invita constantemente a abstenernos del mal y a hacer el bien?
Para eludir esta dificultad, se intenta hoy otra explicación exegética: el bien y el mal son dos opuestos. Es muy frecuente en el lenguaje bíblico emplear dos opuestos para indicar la totalidad: así, por ejemplo, «entrar y salir» significa vivir. Conocer el bien y el mal querría decir, más o menos, conocer todo lo que se puede conocer; mejor aún, pretender conocer todo, puesto que la omnisciencia es una prerrogativa divina y no humana.
Ahora bien, el hombre que aspira a la omnisciencia pretende reemplazar a Dios, por eso se le prohíbe comer de ese árbol.
Evangelio: Marcos 7,14-23
En aquel tiempo,
14 llamando Jesús de nuevo a la gente, les dijo: -Escuchadme todos y entended esto:
15 Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo. Lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre.
16 Quien tenga oídos para oír que oiga.
17 Cuando dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de la comparación.
18 Jesús les dijo: -¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo,
19 puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? Así declaraba puros todos los alimentos.
20 Y añadió: -Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre.
21 Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios,
22 adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez.
23 Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre.
**• Es la continuación de la disputa sobre el lavado de las manos. El tema está ligado aún a la mesa: ¿es lícito tomar toda clase de alimentos o hay algunos que, al ser ingeridos por el hombre, pueden hacerle impuro? La disputa no es, después de todo, tan extravagante como parece, si la referimos a una cultura como la occidental de hoy, tan preocupada por la higiene, tan sensible a las preocupaciones dietéticas. Pero Jesús le da mayor profundidad al discurso, le da un giro radical: «Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo» (v. 15). El peligro está dentro, no fuera; está en la pureza del corazón, no en la cualidad del alimento. No sabemos si Jesús se inclina aquí a «declarar puros todos los alimentos», como pretendería el inciso de Me 7,19 (esta última sería más bien una conclusión extraída por el evangelista: los titubeos de Pedro en Hch 10,14 sobre el hecho de poder comer carne de animales impuros serían difícilmente comprensibles si el Maestro se hubiera declarado de un modo tan expreso precisamente en este punto).
De todos modos, tanto si abolió las normas de la pureza alimentaria como si las respetó, el Señor Jesús puso un principio inequívoco: «Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre» (v. 20). Tenemos que vérnoslas de nuevo con una prioridad. La preocupación principal del hombre debe ser su pureza interior, no la de los alimentos que come. Eso no excluye que alguien pueda abstenerse también de ciertos alimentos por razones completamente respetables, «de conciencia», como enseña Pablo en 1 Cor 8. Quien come de todo no se contamina; quien no come determinados alimentos merece respeto. Pero tanto el uno como el otro deben vigilar sobre todo lo que sale de su corazón.
MEDITATIO
Vivir y comer son, desde el punto de vista antropológico, dos realidades muy próximas. Lo mismo podemos decir del «conocer»: el hombre tiene hambre de alimento, así como hambre o sed de conocimiento. Ahora bien, debe ponerse un límite a este deseo omnívoro de conocimiento -nos enseña la primera lectura- para que no sea autodestructivo. Si probamos ahora a proyectar la enseñanza de Jesús sobre el texto del Génesis, hallaremos unos resultados muy sugestivos. El problema, en efecto, es éste: ¿cómo ponernos ese límite? La solución más obvia consiste en la autolimitación del alimento, en prohibirnos comer ciertos alimentos. Jesús nos ofrece una solución diferente, que consiste en limitar nuestra propia hambre, nuestros propios deseos excesivos, desmandados.
No son los alimentos los impuros, aunque cierta ascesis en los alimentos pueda ayudarnos, desde el punto de vista pedagógico, a moderar nuestros deseos; la fuente de estos deseos desmandados es el corazón humano.
Por otra parte, hablar de poner límites al conocimiento sigue sonando hoy a algo anacrónico y se presenta como un residuo oscurantista que es preciso liquidar con una sonrisa irónica de compasión. El dilema para la conciencia se vuelve aquí lancinante: tras haber sido llamado a custodiar el huerto de la existencia, ¿me abstendré de la tensión a la investigación y al progreso o me arriesgaré a contaminarlo con mis presuntuosos deseos de autosuficiencia y de dominio? El corazón del hombre, mi corazón, se revela una vez más como el lugar de la verdad, como el espacio donde el conocimiento que adquiero se convierte en causa de bien y de vida o, al contrario, de mal y de muerte.
ORATIO
Señor Jesús, danos tu hambre; no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra de Dios. Tú nos has dicho: «Todos los alimentos son puros si es puro nuestro corazón». El árbol prohibido no está allí afuera, en el huerto, está plantado dentro de cada uno de nosotros. Y nuestro corazón ya es el paraíso si escuchamos tu voz ligera.
Señor Jesús, danos tu hambre, hambre de hacer la voluntad del Padre.
CONTEMPLATIO
Es cierto, el hombre es la criatura visible más preciosa. A todas las otras criaturas las llevó al ser el Creador con una sola palabra: «Sea esto, y fue», y también: «Produzca la tierra esto, y fue»; y aún: «Produzcan las aguas», etc. (Gn 1,24.20). Al hombre, en cambio, lo plasmó y lo exaltó con sus propias manos (Gn 2,7); a todas las otras cosas les ordenó que estuvieran al servicio del hombre y atentas a su felicidad, mientras que al hombre lo hizo rey de todas las cosas y lo hizo gozar de las delicias del huerto. Y lo que es todavía más maravilloso es que, aunque después decayó por su propio pecado, de nuevo le volvió a llamar con la sangre de su Hijo unigénito, de modo que, de todas las cosas visibles, es el hombre la más preciosa. Y no sólo la más preciosa, sino también -como ha dicho el santo- «la más íntima» (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali, Roma 21993, p. 231).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú nos provees de alimento, nosotros lo recogemos; abre la mano y nos saciaremos de tus bienes» (cf Sal 103,28).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Durante la inundación he perdido la exagerada confianza que tenía en el poder del hombre, pero he descubierto que hay cosas buenas en él, y más de las que pensaba. No es omnipotente, no puede preverlo todo ni proveerse de todo, pero en el fondo es bueno. Si bien no ha podido contener la furia del agua, sí ha mitigado su violencia maléfica con su bondad. Las aguas, que parecían buenas, se han vuelto malvadas de improviso: los hombres, que me parecían malos, me los he encontrado ante mí con rostro de piedad. ¡Cuántas manos se han tendido para ayudarme! ¡Cuánta pena por nuestra pena! [...].
El muro de contención de tierra ha cedido: pero el corazón de los hombres ha hecho de dique contra las aguas que nos inundaban. En efecto, el mundo se ha conmovido y nos han llegado ayudas de todas partes. Más que nombres, tenemos rostros ante nosotros, muchos rostros transfigurados por la piedad.
Tal vez no volvamos a verlos nunca más, no volveremos a encontrarnos con estos desconocidos y queridos hermanos, pero nadie nos quitará la fe en la bondad. Estábamos mal en utensilios para el agua, el fango y los reventones, pero mirarlos nos daba ánimos. El miserable que también hay en toda criatura parecía desaparecido: ya no contaba nada, ni las opiniones, ni el carnet, si era natural del país o extranjero. Era un hombre que sentía piedad; por consiguiente, un compañero, un amigo, un hermano. Las aguas crecían: frente a ellas, crecía la fraternidad.
También la fraternidad sobrepasó en aquellos días el nivel de guardia. Sin quererlo, me pregunté de dónde podía venir un sentimiento que me parecía casi nuevo o al menos poco usado. No supe darme una respuesta: ni siquiera sé dármela hoy con exactitud. Pero lo que cuenta no es explicar; lo que cuenta es haber visto lo que en el fondo es el hombre, lo que cuenta es haber tocado una capacidad para el bien que puede remediar -si no la olvidamos y no tenemos miedo de usarla- las desgracias de aquí abajo y hacer soportables las que no puede eliminar.
No me disgusta que los hombres no sean omnipotentes: me disgustaría demasiado si nosotros, pobres hombres, no fuéramos capaces de amarnos. El hombre bueno vale infinitamente más que el hombre que cree saberlo todo y poder hacerlo todo. ¿Quién nos ha enseñado a ser buenos y a tener tanta sed de bondad?. Yo no vi al Señor caminar sobre las aguas, pero sí vi venir la Bondad sobre las aguas (P. Mazzolari, Cara Terra, Vincenza 1968, pp. 71-73).
Jueves 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 2,18-25
18 Después el Señor Dios pensó: No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada.
19 Entonces el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera.
20 Y el hombre fue poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes, pero no encontró una ayuda adecuada para sí.
21 Entonces el Señor Dios hizo caer al hombre en un letargo y, mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco con carne.
22 Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.
23 Entonces éste exclamó: Ahora sí; esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne; por eso se llamará mujer, porque del varón ha sido sacada.
24 Por esta razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen uno solo.
25 Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza el uno del otro.
*+• «No es bueno que el hombre esté solo» (v. 18): es como si Dios, después de haber creado a Adán, se diera cuenta de que no lo había hecho bien. El hombre, por sí solo, es una criatura no lograda, incompleta. En el relato de Gn 1, después de haber creado al hombre varón y hembra, «vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno». Aquí, en cambio, el hombre macho, por sí solo, «no es bueno». ¿Por qué es tan mala esta soledad de Adán? Precisamente porque el hombre no es Dios. El hombre es imagen de Dios, es «poco menos» que Dios (Sal 8), pero no es Dios. Sólo Dios es grande. La soledad va acompañada de una idea de grandeza, de autosuficiencia. El hombre, en cambio, es pequeño, debe crecer, debe multiplicarse. Debe recorrer un camino, no puede permanecer solo. El hombre, para tener una historia, necesita a alguien como él que le acompañe.
La mujer es «una ayuda adecuada» a él (w. 18-20), como traduce nuestra Biblia. Pero, dicho con mayor precisión, es una ayuda contra él, una ayuda que se le resiste, que se le opone, que rompe su soledad. Es una ayuda precisamente porque le limita en su deseo de omnipotencia o porque le fuerza a salir de su aislamiento.
Así pues, el autor del Génesis se muestra muy realista en el tema de la relación hombre y mujer, no proyecta sobre ella una mirada ideal. Esta relación puede llegar a ser conflictiva, como se dirá también a continuación (cf. 3,16). Sin embargo, está bendecida, precisamente porque sustrae al hombre, sustrae a la mujer, de la soledad. De ahí que el primer encuentro entre un hombre y una mujer tenga siempre algo de fascinante. Es la percepción de una pertenencia recíproca, de un destino común. La atracción ejercida por la mujer sobre el hombre, «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (y. 23), es una fuerza misteriosa que le libera de una soledad que no es buena.
Evangelio: Marcos 7,24-30
En aquel tiempo, Jesús
24 salió de allí y se fue a la región de Tiro y Sidón. Entró en una casa y no quería que nadie lo supiera, pero no logró pasar inadvertido.
25 Una mujer, cuya hija estaba poseída por un espíritu inmundo, oyó hablar de él e inmediatamente vino y se postró a sus pies.
26 La mujer era pagana, sirofenicia de origen, y le suplicaba que expulsara de su hija al demonio.
27 Jesús le dijo: -Deja que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
28 Ella le replicó: -Es cierto, Señor, pero también los perrillos, debajo de la mesa, comen las migajas de los niños.
29 Entonces Jesús le contestó: -Por haber hablado así, vete, que el demonio ha salido de tu hija.
30 Al llegar a su casa, encontró a la niña echada en la cama, y el demonio había salido de ella.
**• Jesús salió pocas veces de los límites de Israel. Como confiesa en otro lugar (en el paralelo de este episodio evangélico en Mt 15,24), no se sentía enviado más que «a las ovejas perdidas» de su pueblo Israel.
Pero hizo algunas excepciones: fue a Fenicia, hizo una breve escapada «a la región de Tiro y Sidón» (v. 24). Aquí le salió al encuentro una mujer cuyo origen pagano subraya el evangelista: «Era pagana, sirofenicia de origen» (v. 26).
No hace falta decir que Jesús, para encontrar a gente no judía, no necesitaba salir de la tierra de Israel. En sus tiempos, aunque aún no se llamara Palestina, su tierra era ya una provincia romana. Y, como tal, tenía a la cabeza un gobernador con sede en Cesárea, Poncio Pilato.
Un poco por todas partes, iban surgiendo en el país centros ciudadanos con una fuerte presencia extranjera, sobre todo en Galilea, desde Tiberíades a Séforis. Para encontrarse con gentiles no era necesario, por tanto, que Jesús se aventurase en tierra extranjera; sin embargo, lo hace y, evidentemente, lo hace a propósito. Eso significa que su misión está destinada a atravesar las fronteras de su tierra, de su pueblo, de su nación. Sin embargo, no inmediatamente, no ahora.
Jesús mantiene inicialmente una actitud de extrema reserva (rente a la mujer sirofenicia. Antes que nada le recuerda que la distinción entre judíos y gentiles ha sido querida por Dios y, en cuanto tal, ha de ser respetada, al menos en lo que se refiere a la precedencia: en el banquete mesiánico tienen que saciarse primero los invitados, los que tienen derecho, después también los otros, con lo que quede. Para expresar esta distinción imposible de suprimir, emplea Jesús unos términos casi antipáticos: los judíos son los «hijos», los gentiles son sólo
«perrillos». No se puede poner en el mismo plano a los unos y a los otros: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos» (v. 27).
MEDITATIO
«No es bueno que el hombre esté solo». «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos». A estas dos situaciones de falta de bondad, a la soledad de Adán y a la exclusión de los gentiles del banquete mesiánico, les pone remedio la mujer.
Nótese que Jesús no habla, con desprecio, de «perros», sino de «perrillos», diminutivo cariñoso que expresa afecto, simpatía. Jesús conserva la distinción histórico- salvífica entre judíos y gentiles, pero al mismo tiempo la atenúa, porque sabe que está destinada a ser trascendida por la realidad definitiva del Reino de Dios. La mujer sirofenicia, con una gran intuición de lo que hay en el corazón de Jesús, de lo que piensa por dentro, tiene el valor de ofrecerle resistencia, de contradecirle: reconoce que los perrillos no tienen el mismo derecho que los hijos a sentarse a la mesa. Pero está dispuesta a contentarse con las migajas que caen debajo de la mesa. Acepta la discriminación, pero está convencida de que, en la mesa del Reino, una sola migaja es más que suficiente. Y con estas palabras vence al corazón de Jesús, le obliga a atenuar su rigor inicial: la mujer sirofenicia rompe la soledad de Jesús -su alimentar pensamientos tan profundos que difícilmente encuentran comprensión en los otros- y hace posible el milagro.
ORATIO
Sí, Señor, somos pecadores, no somos dignos de ser llamados hijos tuyos. Trátanos también como perrillos que mueven el rabo bajo la mesa, pero no nos expulses de la sala del banquete.
El último sitio es bueno para nosotros, lo aceptamos con gratitud. ¿Qué otra cosa necesitamos sino un sorbo, una migaja? Señor, en la mesa del Reino una sola migaja puede bastar.
CONTEMPLATIO
Dios, desde el principio, no confió todo a los hombres, ni les concedió que todas las cosas referentes a la vida dependieran exclusivamente de ellos. De ser así, la mujer sería despreciable si, durante la vida, no proporcionara alguna contribución. Sin embargo, Dios,
que preveía esa discriminación, le asignó una tarea no inferior y lo mostró desde el principio cuando dijo: «Voy a proporcionarle una ayuda adecuada» (Gn 2,18).
Y para evitar que el hombre, por haber sido creado en primer lugar y haber sido formadas las mujeres por medio de él, asumiera una actitud de superioridad respecto a ellas, Dios contuvo su presunción con estas palabras, demostrando que las cosas del mundo necesitan de la mujer no menos que del hombre (Juan Crisóstomo, L'unitá delle nozze, Roma 1984, p. 37).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que consigue una mujer tiene el comienzo de la fortuna; una ayuda semejante a él y columna de apoyo» (Eclo 36,24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Me parece que es necesaria una nueva cultura en la que la dimensión litúrgica ocupe el puesto central y, tal vez, determine el principio ético. Si tuviera que dar un título general a este esfuerzo, una noción clave para lo que quiero expresar, ésta podría ser: «El hombre, sacerdote de lo creado».
Siento que nuestra cultura necesita revivificar el reconocimiento formal de que la superioridad de los seres humanos respecto al resto de las criaturas no consiste en la razón que poseen, sino en su capacidad de ponerse en relación de tal modo que creen acontecimientos de comunión, a partir de los cuales los seres individuales sean liberados de su estar centrados sobre sí mismos y, por consiguiente, de sus límites, y se vean referidos a algo más general que ellos mismos, a «otro». A Dios, si se quiere hacer uso de esta terminología tradicional.
Un hombre así puede obrar no como agente pensante, sino como persona. La noción de «sacerdocio» debe ser liberada de sus connotaciones peyorativas y debe ser pensada como portadora en sí de la característica del ofrecer, en el sentido de abrir seres particulares a una relación trascendente con el otro –una idea que corresponde más o menos a la de amor en su sentido más radical (I. Zizioulas, // creato come eucaristía, Magnano 1994, p. 9).
Viernes 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 3,1-8
1 La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios. Fue y dijo a la mujer: -¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del huerto?
2 La mujer respondió a la serpiente: -¡No! Podemos comer del fruto de los árboles del huerto;
3 mas del fruto del árbol que está en medio del huerto ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, de otro modo moriréis.
4 Replicó la serpiente a la mujer: -¡No moriréis!
5 Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.
6 La mujer se dio cuenta entonces de que el árbol era bueno para comer, hermoso de ver y deseable para adquirir sabiduría. Así que tomó de su fruto y comió; se lo dio también a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió.
7 Entonces se les abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores.
8 Oyeron después los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el huerto al fresco de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del huerto.
*+• En este relato interviene, por vez primera, un personaje astuto, inquietante: la serpiente. Ésta, en la tradición posterior -tanto en la judía como en la cristiana-, se convertirá en una figura del diablo, del Maligno. Sin embargo, la serpiente era más bien, en el Antiguo Oriente, un símbolo de fertilidad sexual y de salud: todavía hoy sigue siendo el emblema de los farmacéuticos.
Hemos de señalar que, en el relato bíblico, se presenta a la serpiente como un «animal del campo» (v. 1), ni más ni menos que los otros: su figura está completamente desmitificada. La serpiente, en realidad, no puede hacer ni el bien ni el mal: los únicos responsables del pecado, si nos fijamos bien, los únicos que pueden cometerlo, son el hombre y la mujer, no la serpiente. De ahí que la presencia de la serpiente en el huerto no sirva para explicar el origen del mal en el mundo: es poco más que un recurso narrativo (el animal que habla) destinado a introducir la dinámica seductora que figura en el origen del pecado humano. Son el hombre y la mujer los que pecan, y eso es lo que interesa al narrador.
El animal que habla (en la Biblia, además de la serpiente, encontramos a la burra de Balaán) es un recurso conocido por todas las literaturas para describir lo que pasa en la mente de los protagonistas del relato. En la mente de la mujer adquiere la forma de un diálogo consigo misma sobre el alcance exacto de la prohibición divina y su verdadera motivación (w. 2ss). El autor bíblico, haciendo gala de una gran penetración psicológica, nos advierte que el pecado, antes aún de consumarse en un gesto, en un acto, tiene lugar en la conciencia, en una duda que se insinúa poco a poco y que versa, a fin de cuentas, sobre la bondad del Creador. Gn 3 no quiere explicar, por tanto, el origen del mal en el mundo, que sigue siendo un hecho misterioso, sino el origen y la dinámica del pecado humano como un proceso sutil y progresivo de desobediencia a la Palabra de Dios. A buen seguro, en este proceso pueden intervenir también factores externos, causas sobrehumanas, pero el acento del relato bíblico cae sobre la responsabilidad del hombre-mujer. Por eso hablamos de un «pecado original»: porque nos describe el origen de todo pecado.
Evangelio: Marcos 7,31-37
En aquel tiempo,
31 dejó el territorio de Tiro y marchó de nuevo, por Sidón, hacia el lago de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
32 Le llevaron un hombre que era sordo y apenas podía hablar y le suplicaban que le impusiera la mano.
33 Jesús lo apartó de la gente y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva.
34 Luego, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: -Effatha (que significa «ábrete»).
35 Y al momento se le abrieron sus oídos, se le soltó la traba de la lengua y comenzó a hablar correctamente.
36 Él les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, más lo pregonaban.
37 Y en el colmo de la admiración decían: -Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
**• Jesús se encuentra de nuevo en una región pagana, «atravesando el territorio de la Decápolis» (v. 31b), es decir, sobre la ribera oriental del lago de Galilea. La travesía que no había conseguido hacer en barca la hace ahora a pie, en compañía de sus discípulos. Estamos en un territorio pagano: fundamentalmente, entre gente a la que no conoce y que no escucha la Palabra de Dios. Precisamente por eso es un territorio infestado de demonios.
Poco antes, en el capítulo 5 de Marcos, en la misma orilla oriental del lago, había encontrado Jesús a un hombre que se llamaba «Legión» por los muchos espíritus inmundos que habitaban en él. Jesús viene por nuestra orilla, por esta en la que habitamos los gentiles. No tiene miedo de los demonios de los que estamos infestados. Estos demonios no son gnomos o duendes que nos bailen alrededor: son seducciones, pensamientos desviados o retorcidos, presencias que nos van creciendo por dentro hasta trastornar la realidad. En pocas palabras, son trastornos graves en nuestra comunicación con Dios, en la escucha de su voz y en la obediencia a su Palabra.
No es casualidad que el enfermo que llevan a Jesús sea un sordomudo. Alguien que no escucha, y por eso tampoco puede hablar. Jesús le abre los oídos, restableciendo en él la escucha interrumpida de la voz divina que habla en él como en todos, y que había sido ensordecida por el alboroto de las voces demoníacas. Al abrirle los oídos, le suelta también la lengua: «Effatha» no es una palabra mágica, sino un recuerdo de nuestro bautismo.
MEDITATIO
Todas las culturas antiguas supieron que existe una diferencia irreductible entre el hombre y Dios, que existe un límite más allá del cual no puede ir el hombre. Mientras respete este límite y permanezca en el ámbito que le ha sido asignado en cuanto criatura, el hombre puede ser feliz y gozar de todo lo creado. Ahora bien, el pecado original consiste precisamente en pasar la frontera del límite fijado, en la pretensión de ser ilimitados como Dios.
¿En qué consiste la seducción de la «serpiente» o –digamos también- del pecado? En una triple transgresión de nuestros límites como criaturas, en arrogarnos tres prerrogativas que son únicamente divinas: una pretensión de inmortalidad {«¡no moriréis!»), una pretensión de omnisciencia («se abrirán vuestros ojos»), y una pretensión de omnipotencia («seréis como Dios»).
Vamos a concentrarnos en la segunda de estas pretensiones indebidas: la apertura de los ojos. Ésta representa precisamente la seducción intelectual, el deseo de la omnisciencia, que, al final, se revela absolutamente ilusorio, puesto que no conduce más que a la percepción de nuestra propia desnudez, de nuestra propia pobreza. Con esta ilusoria apertura de los ojos, prometida por la serpiente, contrasta la apertura de los oídos realizada por Jesús. En lo que a nosotros respecta, no se trata de ver, de conocer, sino de escuchar, de obedecer. Sólo la Palabra de Dios, en efecto, abre horizontes de vida.
La palabra del egoísmo y de la autosuficiencia cierra, nos arrastra lejos de nosotros mismos. Es palabra de engaño, que hace leer de modo distorsionado la realidad del mundo, de nosotros mismos, de Dios, y conduce al desolador descubrimiento de nuestra propia e irreductible vulnerabilidad. La Palabra de Dios, en cambio, nos introduce en la realidad, descubre estremecimientos de admiración, libera cantos de alabanza y de alegría. ¿A qué palabra decidimos prestar atención?
ORATIO
Abre, Jesús, nuestros oídos sordos a tu Palabra, que es fuente de vida; suelta el nudo de nuestras lenguas para que escuchemos tu voz bendita y te bendigamos en nuestra vida.
Recordamos tu grito, ¡Effatha!, que dispersó nuestros fantasmas.
Demasiado tiempo te hemos buscado en apariencias vacías, engaños del corazón, en seducciones de la antigua serpiente.
Danos, Señor, un corazón que escuche tu voz en el «silencio sutil».
CONTEMPLATTO
«Señor, no me reprendas en tu ira». Es como decir: repréndeme, pero no en la ira; corrígeme, pero no en la cólera. Repréndeme como padre, no como juez; no me corrijas como amo, sino como un padre. No me reprendas para perderme, sino para recuperarme. No me golpees para aniquilarme, sino para enmendarme.
¿Y qué quieres? «Cúrame, Señor». [El animal] siente las heridas de su propia condición, advierte la mordedura de la serpiente antigua, experimenta la ruina del progenitor. Reconoce que ha contraído, al nacer, estas enfermedades, que ha llegado naturalmente a la muerte. Y puesto que la ciencia humana no podía alejar a la muerte, está obligada a pedir la medicina divina. Y para obtener con mayor facilidad la curación de su enfermedad, declara las causas de la misma enfermedad, describe sus síntomas, declara su gravedad, expresa la intensidad del dolor.
Venid, digamos: Señor, no nos reprendas en tu ira ni nos golpees en tu cólera; a fin de que él, acordándose de su misericordia, cambie la ira en misericordia, devuelva las cosas perdidas, libere las prisioneras y nos conceda, finalmente, servirle con alegría (Pedro Crisólogo, Omelie per la vita quotidiana, Roma 21990, pp. 56.60).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» (Sal 94,7 hebr.).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«¿Dónde estás?». Cada vez que Dios plantea una pregunta de este tipo no es para que el hombre le haga saber algo que él ignora: lo que quiere es provocar en el hombre una reacción que sólo es posible suscitar precisamente a través de esa pregunta, a condición de que ésta impacte en el corazón del hombre y de que éste se deje impactar por ella en el corazón.
Adán se esconde para no tener que dar cuentas, para huir de la responsabilidad de su propia vida. Así se esconde todo hombre, porque todo hombre es Adán y se encuentra en la situación de Adán. Para escapar de la responsabilidad de la vida que hemos vivido, hemos de transformar la existencia en un mecanismo para escondernos. Precisamente escondiéndose así y persistiendo siempre en esta tarea «ante el rostro de Dios», se desliza siempre el hombre, y cada vez de un modo más profundo, hacia la falsedad. De este modo se crea una nueva situación que, de día en día y de esconderse en esconderse, se vuelve más y más problemática. Es una situación que podemos caracterizar con una extrema precisión: el hombre no puede escapar del ojo de Dios, sino que, intentando esconderse de Él, se esconde de sí mismo. Dentro de sí conserva también algo que le busca, pero a este algo se le hace más difícil cada vez encontrarle. Y precisamente en esta situación le coge la pregunta de Dios: quiere turbar al hombre, destruir su mecanismo para esconderse, hacerle ver adonde le ha llevado un camino equivocado, hacer nacer en él un ardiente deseo de salir fuera.
En este punto todo depende del hecho de que el hombre se plantee o no la pregunta. Indudablemente, si la pregunta llegara al oído, a cualquiera «le temblará el corazón». Ahora bien, el mecanismo le permite asimismo seguir siendo dueño de esta emoción del corazón. En efecto, la voz no llega en medio de una tempestad que pone en peligro la vida del hombre; «es la voz de un silencio semejante a un soplo» (1 Re 19,12), y es fácil sofocarla.
Hasta que no ocurra esto, la vida del hombre no se podrá convertir en camino. Por muy grande que sea el éxito y el goce de un hombre, por muy grande que sea su poder y colosal su obra, su vida seguirá sin tener un camino mientras no haga frente a esta voz. Adán le hizo frente, reconoció que había caído en una trampa y confesó: «Me he escondido». Aquí empieza el camino del hombre (M. Buber, // cammino dell'uomo, Magnano 1990, pp. 21-23, passim).
Sábado 5ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 3,9-24
9 Pero el Señor Dios llamó al hombre diciendo: -¿Dónde estás? El hombre respondió:
10 -Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo.
11 El Señor Dios replicó: -¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?
12 Respondió el hombre: -La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí.
13 Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: -¿Qué es lo que has hecho? Y ella respondió: -La serpiente me engañó, y comí.
14 Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: -Por haber hecho eso, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida.
15 Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón.
16 A la mujer le dijo: -Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido y él te dominará.
17 Al hombre le dijo: -Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol prohibido, maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida.
18 Ella te dará espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos.
19 Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás.
20 El hombre puso a su mujer el nombre de Eva -es decir, Vitalidad-, porque ella sería madre de todos los vivientes.
21 El Señor Dios hizo para Adán y su mujer unas túnicas de piel y los vistió.
22 Después el Señor Dios pensó: «Ahora que el hombre es como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal, sólo le falta echar mano al árbol de la vida, comer su fruto y vivir para siempre».
23 Así que el Señor Dios lo expulsó del huerto de Edén, para que trabajase la tierra de la que había sido sacado.
24 Expulsó al hombre y, en la parte oriental del huerto de Edén, puso a los querubines y la espada de fuego para guardar el camino del árbol de la vida.
*• Así pues, Dios había dicho al hombre: «No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio» (Gn 2,17). Esto, a decir verdad, no es un mandamiento, y mucho menos una amenaza, sino una advertencia. Dios no quiere la muerte del pecador. Lo que hace más bien es ponerle en guardia: has de saber que si haces esto, te pasará esto y esto. Dios revela un nexo de causa-efecto: el pecado produce muerte (cf. Sant 1,15).
Sin embargo, la mujer, cuando le refiere a la serpiente las palabras de Dios, introduce en ellas algunas ligeras modificaciones que las trastornan: «Ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, a fin de que no muráis» (3,3). La conjunción final «a fin de que» no denota una simple relación causa-efecto, sino que revela el temor a un castigo. La Palabra de Dios no es ya la puesta en guardia paterna de que algo puede hacernos mal: se convierte en el castigo del amo que infunde temor en el siervo. Y este temor agiganta la puesta en guardia, y hasta tal punto es verdad que la mujer considera ese árbol nada menos que intocable, una especie de tabú.
Es bastante significativo que nosotros, intérpretes de hoy, llamemos «interrogatorio» al diálogo entre Dios y el hombre tras el pecado, como si se tratara de un acto judicial o intimatorio. De hecho, nos ponemos también nosotros en el lugar de Adán, que se esconde porque tiene miedo de un castigo. En realidad, se trata de un puro acto de misericordia. Dios busca al hombre («¿Dónde estás?») precisamente para salirle al encuentro, para decirle que no le ha abandonado, a pesar del pecado. Las mismas preguntas que Dios dirige al hombre y a la mujer no son en absoluto intimatorias, sino pedagógicas.
Dios se dirige a ellos como si él mismo no supiera nada; por consiguiente, sin hacer valer nada, sin poner en una situación embarazosa, sino ayudando a tomar conciencia de un pecado que nosotros siempre estamos tentados a remover, a esconder, a descargar sobre los otros.
A buen seguro, las consecuencias negativas del pecado no pueden dejar de manifestarse, aunque se ven atemperadas por una gran misericordia. Hemos de señalar, en primer lugar, que el hombre no muere como estaba previsto, no cae fulminado allí mismo. Su vida bajo el sol se volverá penosa, trabajosa, mortal, tal como la seguimos experimentando nosotros mismos, pero no se encuentra bajo el signo del castigo ni de la maldición: la serpiente sí es maldecida, pero el hombre y la mujer no.
Evangelio: Marcos 8,1-10
1 Por aquellos días se congregó de nuevo mucha gente y, como no tenían nada que comer, llamó Jesús a los discípulos y les dijo:
2 -Me da lástima esta gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen nada que comer.
3 Si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán por el camino, pues algunos han venido de lejos.
4 Sus discípulos le replicaron: -¿De dónde vamos a sacar pan para todos estos aquí en despoblado?
5 Jesús les preguntó: -¿Cuántos panes tenéis? Ellos respondieron: -Siete.
6 Mandó entonces a la gente que se sentara en el suelo. Tomó luego los siete panes, dio gracias, los partió y se los iba dando a sus discípulos para que los repartieran. Ellos los repartieron a la gente.
7 Tenían además unos pocos pececillos. Jesús los bendijo y mandó que los repartieran también.
8 Comieron hasta saciarse, y llenaron siete cestos con los trozos sobrantes.
9 Eran unos cuatro mil. Jesús los despidió,
10 subió en seguida a la barca con sus discípulos y se marchó hacia la región de Dalmanuta.
*• La segunda multiplicación de los panes realizada por Jesús en favor de la muchedumbre hambrienta está ambientada en la misma localidad del episodio precedente: en la Decápolis, territorio pagano. Ésta es la segunda multiplicación, porque ya hubo una antes (Me 6,30-44), que se desarrolló, sin duda, al otro lado del lago; por tanto, en tierra de Israel. Ambos relatos son muy semejantes entre sí, si prescindimos de cierta diferencia de cifras respecto a los panes multiplicados, a los cestos con los trozos sobrantes y a las personas que comieron, sobre lo que ahora no vale la pena detenernos, aunque puedan constituir detalles significativos.
Lo que importa, por encima de todo, es que Jesús se preocupa -de manera sucesiva- tanto de su pueblo como de los extranjeros, prepara un banquete mesiánico tanto para Israel como para los gentiles. En este sentido, la diferencia más significativa entre los dos relatos es que en el primero son los mismos discípulos los que toman la iniciativa, los que se preocupan del hambre de la gente que les sigue, aunque después no sepan cómo saciarla y piensen simplemente en despedir a la muchedumbre para que se vaya a sus casas. En el presente relato, en cambio, que precisamente está relacionado con los no judíos, todo tiene su nacimiento en la compasión de Jesús. Mientras se trate de próximos, de gente cercana, son los discípulos, somos nosotros mismos quienes nos preocupamos de ellos, de sentir compasión. Pero cuando se trata de gente lejana, de pecadores, se requiere una compasión más grande, y sólo Jesús es capaz de revelar la misericordia del Padre.
MEDITATIO
En el relato genesíaco del pecado de Adán y Eva el asunto que está en juego, sobre todo, es el hecho de comer. «¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?», es la pregunta que dirige Dios al primer hombre. El árbol, en efecto, había parecido a la mujer «bueno para comer» (3,6). Comer, como alguien ha dicho, es un sinónimo de vivir. ¿Qué comemos? ¿De qué vivimos? ¿De nuestro conocimiento o de la misericordia de Dios? ¿De lo que nosotros mismos nos procuramos con nuestro esfuerzo, con el robo, o de lo que el Señor nos da gratuitamente?
El hombre y la mujer pueden comer de todos los árboles en el huerto del Edén: todo les ha sido dado. Sólo un árbol les está prohibido (lo que no representa nada con respecto al todo), pero la dinámica del pecado hace aparecer la única cosa secundaria y desdeñable como si fuera la principal, como si, a falta de ella, lo demás no fuera nada. Se olvida la misericordia de Dios en nombre de algo que queremos conquistar nosotros, que queremos procurarnos sólo nosotros, poco importa de qué se trate (el árbol prohibido tiene un nombre distinto para cada uno).
El problema que aparece en la sección evangélica de los panes es también el de comer, pero la perspectiva está invertida. No se trata de procurarse el pan, no se puede saciar el hambre en un desierto. Sólo es posible acoger un don, producto de la misericordia y la compasión, que se multiplica en partes iguales para todos. La situación del desierto, el estar desprovistos de todo, se convierte en la ocasión para volver a lo esencial, para comprender de qué vivimos verdaderamente. Tampoco Adán y Eva, expulsados del huerto, padecen una medida punitiva; simplemente, vuelven a darse cuenta de qué viven: de la misericordia.
A fin de cuentas, es Dios, y sólo él, quien «sacia el
hambre de todo ser vivo» {cf Sal 145,16). Es maravilloso experimentar que es sólo Dios quien calma nuestra hambre, de una manera sorprendente. También lo es experimentar que ni siquiera teníamos el coraje de admitirlo y que eso lancinaba nuestro corazón. Por otra parte, el alimento que él nos da es sobreabundante; es puro don, es fruto de un gesto gratuito que expresa la gratuidad de su amor por nosotros. Nosotros sólo tenemos que aceptar y comer su alimento.
ORATIO
Que tu misericordia, Padre, nos acompañe siempre y en todas partes, en el huerto y en el desierto, porque sólo de ella tenemos necesidad.
Haz que nunca sintamos la tentación de pensar que algo es más importante que tu misericordia: ni nuestra necesidad de conocer, ni nuestro deseo de triunfar, ni nuestras ganas de sobresalir. En el huerto, cuando es posible todo sueño, nos resulta fácil dejarnos seducir. Llévanos al desierto, tierra sin refugio, para comprender de qué vive el hombre. Padre nuestro, precisamente en el pecado aprendemos tu compasión.
CONTEMPLATIO
Muévase nuestra razón a la búsqueda de Dios y la potencia concupiscible al deseo de él, y luche la potencia irascible para custodiarle. De este modo, si conforme a nuestros deseos vivimos esa ciudadanía, recibiremos, como pan supersustancial y vital para alimento de nuestras almas y para el mantenimiento del buen estado de los bienes que nos han sido otorgados, al Verbo mismo, que ha dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo y que da la vida al mundo» {cf. Jn 6,51-53).
Él se convierte así para nosotros en todo, en la medida en que, mediante la virtud y la sabiduría, nos nutrimos de él. Y, a través de cada uno de los que se salvan, él tomara cuerpo de modo diverso -él sabe cómo- mientras todavía vivimos en este siglo [...]. Y el alimento que es este pan de vida y de conocimiento vencerá la muerte del pecado: este pan del que el primer hombre no pudo ser partícipe a causa de la transgresión del mandamiento divino. En efecto, si se hubiera llenado de este alimento divino, no habría sido presa de la muerte, consecuencia del pecado (Máximo el Confesor, «Sul Padre nostro», en La Filocalia, Turín 1983, pp. 305ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (cf. Dt 8,3; Mt 4,4).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La comprensión de nuestro cuerpo como enfermo, pobre, débil, necesitado de ser inhabitado por el poder recreador del Espíritu, nos pone en la condición de la muchedumbre que seguía a Jesús por el desierto en torno a Betsaida. Y en el desierto de este mundo [...] prepara Jesús un banquete, adereza una mesa, nos sacia en ella. Aquel que en la última cena se entregará como alimento por las multitudes, acoge y reúne en el episodio de la multiplicación de los panes a una muchedumbre que no sabe adonde ir, y la transforma en la comunidad de los pobres saciados del verdadero pan de vida.
La eucaristía es el pan del desierto, es el viático de los peregrinos, es la ofrenda, la entrega de un cuerpo [...]. El camino por el desierto es un viaje largo, impracticable, extenuativo a veces: a las fatigas del recorrido se añaden las heridas dejadas por quienes se han perdido en este camino. Pero también es verdad que el Señor no nos deja sin la eucaristía, el único pan que nos permite caminar hasta la visión del Señor, hasta el cara a cara con Dios. Debemos estar seguros de que si también nosotros llegamos a tocar el abismo de la desesperación como Elias, también veremos a un ángel que nos traerá el pan del desierto y nos dirá: «Come, y sigue caminando» [cf. 1 Re 19,1-8) (E. Bianchi, // mantello di E\ia, Magnano 1985/ p. 119 [edición catalana: El mantell d'Elies, Publicacions dé l'Abadia de Montserrat, Barcelona 1987]).
Lunes 6º semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 4,1-15.25
1 El hombre se unió a su mujer, Eva; ella concibió y dio a luz a Caín, y dijo: -¡He tenido un hombre gracias al Señor!
2 Después tuvo a Abel, hermano de Caín. Abel se hizo pastor, y Caín agricultor.
3 Pasado algún tiempo, Caín presentó al Señor una ofrenda de los frutos de la tierra.
4 Abel le ofreció también los primogénitos de su rebaño y hasta su grasa. El Señor se fijó en Abel y su ofrenda,
5 más que en Caín y la suya. Entonces Caín se enfureció mucho y andaba cabizbajo.
6 El Señor le dijo: -¿Por qué te enfureces? ¿Por qué andas cabizbajo?
7 Si obraras bien, llevarías bien alta la cabeza; pero si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y te acosa, aunque tú puedes dominarlo.
8 Caín propuso a su hermano Abel que fueran al campo y, cuando estaban allí, se lanzó contra su hermano Abel y lo mató.
9 El Señor preguntó a Caín: -¿Dónde está tu hermano? Él respondió: -No lo sé; ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?
10 Entonces el Señor replicó: -¿Qué es lo que has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra.
11 Por eso te maldice esa tierra, que ha abierto sus fauces para beber la sangre de tu hermano que acabas de derramar.
12 Cuando cultives el campo, no te dará ya sus frutos. Y serás un forajido que huye por la tierra.
13 Caín contestó al Señor: -Mi culpa es demasiado grande para soportarla.
14 Tú me echas de este suelo, y tengo que ocultarme de tu vista; seré un forajido que huye por la tierra y el que me encuentre me matará.
15 El Señor le dijo: -El que mate a Caín será castigado siete veces. Y el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matara quien lo encontrase.
25 Adán volvió a unirse a su mujer, y ésta dio a luz un hijo a quien puso por nombre Set, pues se dijo: -Dios me ha dado otro vástago en lugar de Abel, a quien mató Caín.
**• «El Señor se fijó en Abel y su ofrenda, más que en Caín y la suya» (w. 4b-5). El texto no dice ni una palabra de los motivos de este fijarse o, mejor aún, de esta preferencia por la ofrenda de Abel con respecto a la de Caín.
Es cierto que podemos hacer suposiciones: Caín era el hermano mayor, Abel el menor, y la Escritura manifiesta casi siempre una preferencia por el hijo menor, más débil, menos aventajado (véase Isaac, Jacob, José, Benjamín). Otra: Caín, el agricultor, «presentó al Señor una ofrenda de los frutos de la tierra» (v. 3), mientras que Abel, el pastor, «ofreció también los primogénitos de su rebaño» (v. 4). Choque de culturas, conflicto entre pastores y agricultores: también esto es posible, aunque no se dice de un modo muy claro.
Lo que sí está claro, en cambio, es que Dios puede tener preferencias, es libre de escoger a uno en vez de a otro. El amor tiene preferencias que probablemente sea difícil motivar. El choque entre Caín y Abel, que conduce al primer homicidio de la historia, pretende explicar el odio fratricida precisamente como efecto de los celos, de la envidia por la predilección divina. ¿Por qué él sí y yo no? ¿Por qué él más que yo? También José será odiado y vendido por sus hermanos a causa de sus celos. Hasta Pilato se dará cuenta de que los jefes de los judíos le habían entregado a Jesús «por envidia» (Me 15,10).
En consecuencia, no nos es posible, excepto de un modo muy aproximativo, remontarnos a los motivos de la predilección divina. La elección de Dios es gratuita e incontrolable. A pesar de todo, es posible diagnosticar cuál es la causa, el resorte que hace estallar la aversión entre los hermanos, y esa causa es precisamente los celos por los dones del otro que no encontramos en nosotros y que consideramos una injusticia. La historia del primer fratricidio tiene, por consiguiente, un valor paradigmático.
Cada vez que sintamos crecer en nosotros la aversión hacia alguien deberemos repetirnos la pregunta del Señor a Caín: «¿Por qué te enfureces? ¿Por qué andas cabizbajo? Si obraras bien, llevarías bien alta la cabeza» (w. 6ss). Los dones del otro no están en contra de nosotros, sino que son para nosotros. Todo depende de la rectitud de nuestro corazón.
Evangelio: Marcos 8,11-13
En aquel tiempo,
11 se presentaron los fariseos y comenzaron a discutir con Jesús, pidiéndole una señal del cielo, con la intención de tenderle una trampa.
12 Jesús, dando un profundo suspiro, dijo: -¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna.
13 Y dejándolos, embarcó de nuevo y se dirigió a la otra orilla.
*» También los fariseos que discuten con Jesús están, en realidad, celosos de él. Le piden «una señal del cielo» (v. 11), una atestación divina, para demostrar que tampoco él es capaz de proporcionarla. Una señal del cielo: algo inequívoco, que atestigüe sin medias tintas la realidad de la elección de Jesús, de la predilección divina por él. ¿Eres o no el elegido de Dios? Danos la prueba irrefutable de ello con una señal procedente «del cielo», es decir, de Dios mismo.
Jesús no entra en este juego, no se deja coger en la trampa. Se niega a pedir al Padre una señal que ya le ha dado una vez, en el bautismo, y le volverá a dar aún en la transfiguración: «Tú eres mi Hijo amado». Jesús da un profundo suspiro, que es casi un gemido de su espíritu.
Este suspiro, este gemido, expresa todo el sufrimiento de Dios por la incomprensión a la que son sometidos sus caminos, infinitamente misericordiosos, en este mundo. «¿Por qué pide esta generación una señal?» (v. 12). Es una pregunta semejante a la dirigida a Caín: ¿por qué estás envidioso? Y no les dará la señal. Mejor aún: tienen la señal ante sus ojos. Jesús mismo es la señal del cielo, una señal dada a todas las generaciones humanas. Jesús mismo, a través de su gemido, a través del rechazo que ha debido padecer, a través de la muerte que tuvo que sufrir: aquí está la señal de la predilección divina por él, como ya ocurrió con Abel.
MEDITATIO
Abel significa en hebreo «soplo», «vapor», «vanidad». Es un nombre que expresa la precariedad, la fragilidad de la existencia humana, asumida también por Jesús: una existencia sometida a la muerte. Abel, en efecto, fue la primera víctima inocente de la historia: su sangre, que grita desde el suelo donde fue derramada, es la voz de la «sangre inocente», que clama venganza en presencia de Dios. ¿Cómo se puede expiar una sangre inocente, una vida humana violentamente cortada? Según la ley, hay una sola manera: con la sangre del homicida. «No profanaréis la tierra que habitáis, porque la sangre profana la tierra, y la tierra no puede ser purificada de la sangre vertida en ella más que con la sangre del que la ha derramado» (Nm 35,33).
También la de Jesús es una «sangre inocente» como la de Abel, víctima del odio de sus hermanos. Hasta Judas lo reconoció cuando, apretado por el remordimiento, confesó: «He entregado sangre inocente» (Mt 27,4). Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre Abel y Jesús, una diferencia bien puesta de relieve por la carta a los Hebreos. La voz de la sangre de Abel grita a Dios desde la tierra: clama venganza, hasta tal punto que Caín será expulsado de la tierra que bebió la sangre de su hermano. Abel, a buen seguro, no será vengado (¿por quién, además?); nadie matará a Caín; al contrario, recibirá una señal de protección, pero estará obligado a vivir fugitivo y errante durante toda su existencia.
Ahora bien, la carta a los Hebreos dice precisamente esto: la sangre de Jesús es «más elocuente que la de Abel» (Heb 12,24). ¿En qué sentido? La misma carta había sostenido, poco antes, que la sangre de Abel continúa gritando, pidiendo justicia: «Él, aunque muerto, sigue hablando aún» (Heb 11,4). Pero el hecho es que la sangre de Jesús no pide sólo justicia, no se limita a clamar venganza. La sangre de Jesús da a todos la salvación y el perdón: por eso es «más elocuente que la de Abel».
ORATIO
No permitas que derramemos sangre, Dios de nuestra salvación.
No permitas que caigamos en la trampa de la envidia y de los celos, del odio ciego y sin motivo que contradice tu gratuidad.
Haznos respetar tus predilecciones, que son libres, pero misericordiosas.
Y enséñanos a clamar justicia, pero de un modo aún más elocuente el perdón que nos viene de Jesús, el autor de nuestra salvación.
CONTEMPLATIO
El envidioso hace un mal uso de los bienes en cuanto que, una vez excluido de todos los valores que -desdichado- detesta, a su alma no le quedará más que atormentarse.
¿Y quién podrá socorrerle, desde el momento que la envidia le hace verdugo de sí mismo? ¿O dónde buscará su propia salvación, él, que -sirviéndose con desatino de los bienes- contrae la ruina de la fuente de la salvación? Sin embargo, también los envidiosos, inspirados por Dios como otros pecadores, podrían resurgir a la esperanza de volver a obtener la salvación y disgustarse de cómo son para complacer a Dios. Podrían abstenerse de imitar a Caín, el cual, tras haber matado a su hermano, cegado por la envidia loca que le dominaba, condenó también su alma, desconcertada por el fratricidio, a la pena de la muerte eterna, cuando le dice al Señor, desesperado de obtener el perdón: «Mi iniquidad es demasiado grande para merecer el perdón» (Gn4,13).
Éstos, pues, detestando el ejemplo de aquéllos, podrían alejarse de sí [mismos] y volver a su Dios, sin llegar a tocar el fondo del mal con la desesperación de obtener la salvación. Pues bien, en tal caso, ¿quién podría dudar; más aún, quién no creería firmemente que sus culpas precedentes pueden ser perdonadas? (G. Pomero, La vita contemplativa, Roma 1987, pp. 228ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Líbrame de la sangre, Dios, salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia» (Sal 50,16).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
A vosotros, jóvenes de 115 países que, en número de tres millones, habéis respondido a mi llamada, a vosotros os dedico estos recuerdos, estos testimonios y estas consignas.
Sed vosotros los que digáis no al suicidio de la humanidad [...] Será preciso exigir ahora todos los días, sin tregua, la paz. Decid no, todos los días, a la guerra, al hambre, a la muerte. Aceptad esta herencia que es un deber. Con ella seréis, a buen seguro, más ricos que con todos los tesoros del mundo. Tres son las fuerzas que, hoy, escucha y respeta el mundo: el número, la fuerza y el dinero. Poner el número no al servicio de la fuerza ciega o del dinero corrompido, sino al servicio de un amor radiante: ésa es vuestra tarea humana. La única verdad es amarse. Por eso, no hay que contentarse con hacer el muerto, con aceptar, con aprovechar o con padecer. Hay que construir, defender, iluminar, elevar. Nadie tiene derecho a ser feliz él solo.
Así, no contentos con vivir de una manera pasiva, habréis merecido vivir. Durante los mejores veinte años de mi vida, ante el aterrador absurdo de los armamentos, contra la desconfianza obtusa y el odio delirante, he luchado para protegeros. A vosotros os corresponde ahora defenderos (R. Follereau, La sola verítá é amarsi Bolonia 51992, pp. 276ss [edición española: La única verdad es amarse, Editorial Mundo Negro, Madrid 1967]).
Martes 6ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 6,5-8; 7,1-5.10
6.5 Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal,
6 se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra. Y, profundamente afligido,
7 dijo: -Borraré de la superficie de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado.
8 Pero Noé alcanzó el favor del Señor.
7,1 El Señor dijo a Noé: -Entra en el arca tú con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en esta generación.
2 De todos los animales puros toma siete parejas, macho y hembra;
3 también de las aves del cielo toma siete parejas, macho y hembra, para que se conserven sobre la tierra.
4 Porque dentro de siete días haré que llueva sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches y borraré de ella a todos los seres que he creado.
5 Noé hizo todo lo que Dios le había ordenado.
10 Y al cabo de siete días cayeron sobre la tierra las aguas del diluvio.
**• Tras el pecado de Adán y Eva, tras el de Caín, tras el de los «hijos de Dios» (que probablemente no son ángeles, sino también seres humanos), llega Dios a la inevitable conclusión de que la maldad de los hombres es un hecho irremediable. Dios se da cuenta de que el pecado humano es tal que compromete la bondad de la creación llevada a cabo por él: y el Señor «se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra» y se sintió profundamente afligido (6,6).
¡Vaya un Dios sorprendente, que se arrepiente de lo que apenas acaba de hacer! Sin embargo, Dios no se arrepiente justamente de la creación en sí, que sigue siendo buena; le disgusta el pecado de los hombres, que la contamina, que la corrompe. En realidad, correspondería
a los hombres «arrepentirse» de sus pecados: Dios hace lo que los hombres no son capaces de hacer. Y su arrepentimiento (si así podemos llamarlo) inventa el único remedio posible, dada la gravedad de la situación. El remedio es radical: destruir para reconstruir, des-crear para re-crear, recomenzar todo desde el principio.
El mito del diluvio, de una inundación total de la tierra por las aguas, es tan viejo como el mundo. Tenemos paralelos literarios en la antigua Mesopotamia y versiones orales en casi todas las culturas primitivas. El autor bíblico lo reelabora como el único remedio posible a la maldad del corazón humano. Ahora bien, nada sería más erróneo que tomarlo, al pie de la letra, como un castigo que golpea de una manera indiscriminada a justos e injustos, a inocentes y a culpables.
La intención divina es más bien recrear el mundo, renovar la faz de la tierra. Alguien sobrevive, por gracia, al flagelo, y éste representa a toda la humanidad salvada de las aguas, el fundador de una nueva familia humana. Tanto es así que, en la tradición cristiana, Noé se convertirá en una figura de Jesús; las aguas del diluvio pasarán a ser emblema del bautismo que ahora nos salva, y el arca de la supervivencia de hombres y animales llegará a ser una imagen de la «barca» eclesial (sin llegar a decir, no obstante, que fuera de la Iglesia no hay salvación).
Evangelio: Marcos 8,14-21
En aquel tiempo,
14 los discípulos se habían olvidado de llevar pan y sólo tenían un pan en la barca.
15 Jesús entonces se puso a advertirles, diciendo: -Abrid los ojos y tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la levadura de Herodes.
16 Ellos comentaban entre sí que pensaban que les había dicho aquello porque no tenían pan.
17 Jesús se dio cuenta y les dijo: -¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Es que tenéis embotada vuestra mente?
18 Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís. ¿Es que ya no os acordáis? 19 ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil? Le contestaron: -Doce.
20 Jesús insistió: -¿Y cuántos cestos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los siete entre los cuatro mil? Le respondieron: -Siete.
21 Jesús añadió: -¿Y aún no entendéis?
**• Inmediatamente antes habíamos leído la respuesta, casi cortante, que da Jesús a los fariseos que le pedían una señal del cielo: «¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna» (8,12b). En realidad, Jesús acaba de dar una señal: es la señal del pan partido y multiplicado en ambas orillas del lago, para Israel y para los gentiles. No se dará ninguna otra señal a esta generación, ni a todas las generaciones, a no ser la pequeñísima señal del pan partido por todos, de la eucaristía.
¿Qué comentan ahora los discípulos en la barca? Dicen que no tienen pan, que se han olvidado de comprar. ¡Increíble! Han sido no sólo espectadores, sino protagonistas de las dos multiplicaciones y, pese a todo, aún tienen miedo de quedarse sin pan. Ahora bien, ¿de qué pan se está hablando en realidad? Del pan fermentado de las personas religiosas (los fariseos) y de los ambientes políticos (los herodianos). ¿Cómo se obtiene este pan? Sobre la base de ciertas opciones ideológicas, de ciertos cálculos económicos.
En la barca no hay más que un solo pan. Es el único pan necesario y suficiente. Es el pan ázimo de la eucaristía. Es Jesús este pan, es su cuerpo entregado, su sangre derramada, su corazón partido. Éste es el pan multiplicado en las dos orillas del lago, pero los discípulos no comprenden aún.
MEDITATIO
«Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió...». El texto de Gn 6,5 dice esto: «Todos los pensamientos que formaba en su corazón durante todo el día eran sólo mal». El corazón es el lugar en el que se forman los pensamientos, en el que se conciben las acciones: pues bien, este corazón no hace otra cosa más que concebir el mal, meditar delitos, idear malos pensamientos.
Ya lo había dicho claramente Jesús en la disputa sobre lo puro y lo impuro, reprendiendo a los mismos discípulos por su escasa comprensión: ¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo, puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? [...] Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Me 7,18-23). Son los mismos malos pensamientos que encontró Dios en el corazón del hombre, y a causa de los cuales vino el diluvio sobre la tierra. Pero es también la situación en la que nos encontramos hoy. Todavía hoy sigue endurecido nuestro corazón como el de los discípulos, a pesar de la amistad de Dios, a pesar de la señal del pan multiplicado. Tenemos ojos y no vemos, tenemos oídos y no oímos. Buscamos constantemente otro pan, un pan que no sacia, y, al hacer esto, nuestro corazón no cesa de formar pensamientos inútiles, de concebir designios impuros. Sólo podremos poner límite a esta proliferación de pensamientos si comprendemos que el único pan que hay en la barca es el que nos basta. El pan único es el corazón del Hijo que ha entregado su vida por nosotros.
ORATIO
Señor, tú has visto nuestro corazón: en él no hay más que mal todo el día. Has sumergido en el bautismo todo el mal que llevamos dentro, pero nuestro corazón vuelve a empezar desde el principio, a elaborar designios malvados.
En el arca de antaño, en la barca de hoy, no tenemos otro dique contra el diluvio de los pensamientos que el corazón de Jesús, único pan necesario.
CONTEMPLATIO
Dios, por ser creador de lo que existe y no de lo que no existe, es extraño a la causa responsable del mal: Dios ha creado la vista, no la ceguera; ha suscitado la virtud, no la privación de la misma; ha otorgado como premio a la buena voluntad el don de sus bienes a quien regula virtuosamente su propia vida, sin someter a su propia voluntad la naturaleza humana con violenta necesidad, arrastrándola de manera forzada al bien como un objeto inanimado. Si ante la luz, que se difunde pura desde el ciclo sereno, cerramos los ojos bajando los párpados, el que no ve no puede considerar al sol culpable (Gregorio de Nisa, La grande catechesi, Roma 21990, p. 67 [edición española: La gran catcquesis, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1993]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Él da alimento a todos los vivientes, porque es eterna su misericordia» (Sal 135,25).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«El buen Dios, que nos ama tanto, ya tiene bastante pena con estar obligado a dejarnos cumplir nuestro tiempo de prueba en la tierra, sin que vengamos constantemente a decirle que estamos mal en ella; no tenemos que adoptar el aspecto de que nos damos cuenta de ello» (CSG, 58).
Este pasaje de santa Teresa, cuando lo comparamos con la idea generalmente difundida, tiene un carácter singular. Se ha empleado tanto el vocabulario del sufrimiento en la teología occidental que parece que Dios, sin complacerse propiamente en el sufrimiento del hombre, lo desea en sí mismo. Recordemos, por ejemplo, a Pascal diciendo que la enfermedad es el estado natural del cristiano, que debe asombrarse de estar sano: ¡qué horrible proposición!
Ahora bien, el pasaje de santa Teresa que acabamos de citar implica una sensibilidad nueva en relación con el sufrimiento. No se trata de que santa Teresa quiera una vida sembrada de facilidades: es sabido que siempre tomó en la religión su dimensión de austeridad y de esfuerzo, que siempre tuvo una devoción particular al rostro crucificado del Señor, hasta el punto de llevar su nombre. En efecto, se llama Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se puede decir que su corta vida fue una sucesión de pruebas, la más doloroso de las cuales fue la parálisis de su padre, antes de que llegara su consunción.
Pero no atribuye a este sufrimiento un valor de salvación en cuanto es sufrimiento, como a menudo hacen los cristianos, y, sobre todo, como los adversarios del cristianismo les reprochan.
El sufrimiento, para Teresa, es un medio en vistas a un fin. Eso supone unirse a la idea profunda de la epístola a los Filipenses y de la epístola a los Hebreos: el sufrimiento de Cristo es una consecuencia de su obediencia al Padre. No le fue impuesto a causa de ningún valor del sufrimiento en sí mismo. Ahora bien, tras la caída, el sufrimiento (por el que podemos brindar a Dios una adhesión desinteresada y redimir el mal uso de la libertad), el sufrimiento, decía, es un medio corto de acercarnos a nuestro fin. Dios, que lo ve y lo quiere, lo ve y lo quiere a la manera de un remedio o de una operación de cirugía. Y este medio violento es tan pasajero, y sobre todo es tan ínfimo, cuando lo comparamos con lo que obtiene, que es de otro orden: eterno, dichoso, inmutable. Por eso, se comprende que la hermana de Teresa haya condensado su pensamiento sobre el mal en esta imagen atrevida y virgiliana: Dios sufre por nuestro sufrimiento, Él nos lo envía volviendo la cabeza.
Desde esta perspectiva, el Dios de los cristianos no es un Dios «vengador», sino un Amor eterno, educador, prudente y sabio, que, lejos de multiplicar las penas, se las ingenia para abreviarlas, suspenderlas y reducirlas, en la medida en que ello es divinamente posible, para satisfacer su justicia, que, por lo demás, es idéntica a la gloria que desea para las almas.
Estamos lejos de la idea del valle de lágrimas. Tampoco se trata de la lluvia de rosas que el lector superficial de santa Teresa se imagina que la santa quería que cayera continuamente sobre sus amigos. Estamos más allá de ambas imágenes, comprendemos el sufrimiento en su finalidad profunda: lo trasladamos a su medida divina.
Volvemos a encontrar aquí, bajo una forma muy sencilla, la enseñanza de san Pedro y san Pablo cuando decían, sin haberse puesto de acuerdo y partiendo de puntos de vista bastante diferentes, que los sufrimientos de este tiempo no tienen ninguna comparación con el peso eterno de la gloria, o que estamos tristes durante un breve lapso de tiempo por diversas pruebas, puesto que es necesario. Modicum, leve, momentaneum.
Y podríamos decir que ése es también, en san Lucas, el pensamiento de Jesús resucitado, cuando conversa con los discípulos por el camino de Emaús: Jesús no hace alusión a la rapidez de la cruz, pero los tres compañeros sabían que la cosa había sido rápida, puesto que el jueves precedente ya no se hablaba de ella. Y Jesús recuerda la ley de toda carne y de todo espíritu: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Le 24,26).
Cuando se piensa en la objeción del racionalismo, del humanismo y del comunismo contra la doctrina cristiana como enemiga de la felicidad, se puede calibrar qué oportuna es esta dirección de la mística teresiana.
El sufrimiento no es obra de Dios, del Dios bueno, del Padre de quien viene todo bien; es obra del pecado, fruto de la desgracia original: pero la adorable misericordia divina transforma ese fruto amargo en un remedio «ennoblecedor». Goza ya de nosotros. «¡Oh, cuánto bien hace este pensamiento a mi alma -escribe Teresa-, comprendo entonces por qué Él nos deja sufrir!» (J. Guitton, El genio de Teresa de Lisieux, Edicep, Valencia 1996, pp. 33-35).
Miércoles 6ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 8,6-13.20-22
6 Cuarenta días después, abrió Noé la ventana que había hecho en el arca
7 y soltó un cuervo que estuvo volando de aquí para allá hasta que se secaron las aguas sobre la tierra.
8 Soltó luego una paloma para ver si habían menguado las aguas hasta el nivel de la tierra,
9 pero la paloma no encontró dónde posarse y volvió otra vez al arca, porque las aguas cubrían todavía la superficie de la tierra. Sacó Noé la mano, la recogió y la metió consigo en el arca.
10 Esperó siete días más y de nuevo soltó la paloma fuera del arca;
11 ella volvió por la tarde con una ramita de olivo en el pico. Así supo Noé que las aguas habían menguado hasta el nivel de la tierra.
12 Pero aún esperó siete días y volvió a soltar la paloma, que esta vez ya no volvió.
13 Era el año seiscientos uno de la vida de Noé, el día uno del primer mes, cuando se secaron las aguas sobre la tierra. Noé levantó la sobrecubierta del arca, miró y vio que la superficie del suelo estaba seca.
20 Noé levantó un altar al Señor y, tomando animales puros y aves puras de todas las especies, ofreció holocaustos sobre él.
21 El Señor aspiró el suave olor y se dijo: «No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los proyectos del hombre son perversos desde su juventud; jamás volveré a castigar a los seres vivientes como lo he hecho.
22 Mientras dure la tierra habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche».
»*• Del mismo modo que hay dos relatos de la creación, también hay dos del diluvio. Ahora bien, mientras que los dos relatos de la creación son distintos, en Gn 1 y Gn 2, los dos relatos del diluvio están intercalados entre sí. Eso no nos impide reconocer que, en el primer relato, el diluvio dura cuarenta días, una cifra aproximada para un período de tiempo bastante largo, mientras que, en el segundo relato, el diluvio dura doce meses lunares más once días, lo que da exactamente un año solar de 365 días (cf. Gn 7,11; 8,13ss).
La duración del diluvio no carece de importancia: se trata de un tiempo relativamente largo, aunque limitado. Cuarenta días o un año solar constituyen un período con un término fijado. El diluvio no es para siempre: las aguas, vertidas sobre la tierra, están destinadas a retirarse poco a poco. Este dato contiene una enseñanza espiritual sobre el obrar de Dios. En él nos permitirá profundizar el fragmento evangélico que leeremos a continuación.
Otra diferencia entre los dos relatos es que, en el primero, los animales puros reunidos en el arca son siete (o siete parejas) de cada especie, mientras que en el segundo sólo son dos: un macho y una hembra. ¿Por qué precisamente siete, no bastaba con dos? El problema es que el diluvio, según este relato, concluye con un gran sacrificio de animales, lo cual no hubiera sido posible si los animales y las aves puros hubieran sido sólo dos de cada especie. Dios, al oler la suave fragancia de este sacrificio, se reconcilia con la creación y promete solemnemente no volver a maldecir la tierra a causa del hombre (cf. también Is 54,9).
La imagen de un Dios airado que se aplaca con una matanza de animales también podría hacernos sonreír: de todos modos es menos primitiva que su paralelo mesopotámico, donde los dioses, al suave olor, acuden como moscas. Más importancia tiene la motivación de la promesa divina: «No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los proyectos del hombre son perversos desde su juventud» (v. 21).
En la práctica, se viene a decir que el motivo por el que Dios hizo cesar el diluvio es el mismo por el que lo provocó: la maldad del corazón humano. Dios provocó el diluvio como remedio a la maldad del hombre, pero se da cuenta de que ni siquiera este remedio es eficaz contra la dureza de su corazón y renuncia al castigo. Por eso podemos concluir que, en Dios, castigo y misericordia casi se identifican: tienen el mismo motivo.
Evangelio: Marcos 8,22-26
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos
22 llegaron a Betsaida y le presentaron un ciego, pidiéndole que lo tocara.
23 Jesús tomó de la mano al ciego, lo sacó de la aldea y, después de echar saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: -¿Ves algo?
24 Él, abriendo los ojos, dijo: -Veo hombres; son como árboles que caminan.
25 Jesús volvió a poner las manos sobre sus ojos; entonces el ciego comenzó ya a ver con claridad y quedó curado, de suerte que hasta de lejos veía perfectamente todas las cosas.
26 Después le mandó a su casa, diciéndole: -No entres ni siquiera en la aldea.
*•• La lectura de este pasaje evangélico debe mantenerse todo lo que sea posible dentro del contexto narrativo. Jesús acaba de reprender a los discípulos por su dureza de corazón, porque aún no comprendían la señal del pan: «Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís» (Me 8,17). Ahora cura Jesús a un ciego, o sea, cura a los discípulos, nos cura a nosotros, para que veamos. Esta curación marca un giro decisivo en el relato evangélico, entre la incomprensión de los discípulos y la confesión mesiánica de Pedro.
Lo que más impresiona en este relato de curación es su carácter gradual. Por lo general, las curaciones de Jesús son instantáneas, se cumplen de inmediato. Aquí no sucede así. Jesús no se inclina en ninguna otra ocasión como un médico sobre el enfermo, aplicándole remedios graduales hasta la perfecta curación. Diríase que, para salir al encuentro de nuestra enfermedad, Dios renuncia a su omnipotencia. En todo caso, lo que le apremia es nuestra curación, no la demostración de su poder. Hasta tal punto que le da, a continuación, al curado una orden extraña: lo manda a su casa sin pasar directamente por la aldea. Es como decirle: vuelve a escondidas, sin dejarte ver.
MEDITATIO
El final del diluvio, la retirada de las aguas, son acontecimientos graduales. Noé envía fuera del arca, primero, un cuervo, que va y vuelve; después, y por tres veces, una paloma, hasta que ésta no regresa. Cuando la paloma regresa al atardecer con una ramita de olivo en el pico, comprende Noé, y también el lector, que la misericordia divina ha prevalecido sobre el juicio, que la tierra se ha vuelto de nuevo habitable. Hasta tal punto que la paloma con la ramita de olivo se ha convertido en un signo de paz para todos los hombres.
También la curación de nuestra ceguera espiritual para discernir las señales de Dios es gradual. En el caso del ciego de Betsaida, Jesús empieza por ponerle saliva en los ojos e imponerle las manos. Ya empieza a ver algo, aunque todavía de manera confusa: no distingue con claridad entre los hombres y los árboles, a no ser por el hecho de que se mueven. Entonces, y por segunda vez, Jesús le impone las manos sobre los ojos y su curación es total. Esto nos enseña que, para progresar en la vida espiritual, es preciso tener siempre mucha paciencia, que no hay que esperar nunca resultados inmediatos.
Y nos enseña también que nuestra comprensión de la misericordia de Dios va a la par con nuestra curación. Es él quien, con paciencia, lleva a cabo en nosotros la curación hasta que sea completa, hasta que el fluir de la vida esté asegurado. Dejémonos, pues, conducir a él, tocar por él, obedeciendo a su Palabra, aunque nos resulte sorprendente y hasta incomprensible.
ORATIO
Oh Dios, la paloma de Noé salió tres veces del arca antes de anunciar al mundo la victoria de tu misericordia.
Al ciego de Betsaida, Jesús le impuso dos veces las manos antes de que viera claramente los árboles y los hombres.
Señor, cuántas veces permanecen endurecidos nuestros corazones y sellados nuestros ojos antes de comprender que lo que tú haces no es más que misericordia.
CONTEMPLATIO
La amable paloma que volvió al arca de Noé con una ramita de olivo en el pico [...] muestra la misericordia del Señor y el final del diluvio, pero también, de una manera mística y según el designio del Padre y del Espíritu, la benévola venida de Cristo, que se habría manifestado al final de los tiempos, por un amor verdaderamente misericordioso. Fue al atardecer cuando ésta, llevando la ramita, regresó proféticamente a Noé, segundo autor de la vida después del progenitor Adán, y preanunció la misericordia de Cristo Dios, que habría de venir a nosotros tarde en el tiempo (Sofronio de Jerusalén, Omelie, Roma 1991, p. 156).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos vosotros, porque ven vuestros ojos y porque oyen vuestros oídos» (Mt 13,16).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Con frecuencia, tenemos miedo de subrayar en exceso la bondad y la misericordia de Dios. Nos apresuramos de inmediato a recordar también su justicia, su severidad, como si tuviéramos miedo de que, si ponemos demasiado el acento en el amor de Dios, no sintiera el hombre la premura de una vida diferente, nueva, más recta, más decididamente moral. El Evangelio nos enseña, sin embargo, que el hombre cambia su vida, su mentalidad, se convierte al bien, no porque se le grite, se le reprenda, se le castigue, sino porque se descubre amado a pesar de ser un pecador. Se produce un momento de intenso amor cuando la persona ve en un instante todo su pecado, cuando el hombre se percibe a sí mismo como pecador, pero dentro del abrazo de alguien que le ama y le colma de entusiasmo [...].
Dios, a través del sacrificio de su Hijo, recapitula en sí a la humanidad, amando al hombre herido. Es el amor loco de Dios el que se consuma ante los ojos del hombre; más aún, en las manos del hombre pecador, en la intimidad de su corazón, allí donde le hace hombre nuevo, le restituye realmente la posibilidad de vivir la novedad (cf. Col 3,10). La persona, tocada de una manera tan viva e inmediata por el amor, consigue dejar la mentalidad del hombre viejo, consigue pensar como hombre nuevo, entrar en la creatividad de una inteligencia amorosa, libre. Es encontrarse en el abrazo que quema en el pecador la testarudez y su anclarse detrás de sus propias fijaciones (cf. Ef 4,22-24) (M. I. Rupnik, «Cli si qettó al eolio», Roma 1997, pp. 51-53 (edición española: Le abrazó y le besó, PPC, Madrid 1999]).
Jueves 6ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 9,1-13
1 Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciendo: -Creced, multiplicaos y llenad la tierra.
2 Todos los animales de la tierra os temerán y respetarán: las aves del cielo, los reptiles del suelo y los peces del mar están en vuestro poder.
3 Todo lo que tiene vida y se mueve en la tierra os servirá de alimento, lo mismo que los vegetales. Yo os lo entrego.
4 Tan sólo os abstendréis de comer carne que tenga aún dentro su vida, es decir, su sangre.
5 Yo pediré cuentas de vuestra sangre tanto a los animales como al hombre, y al hombre le pediré cuentas de la vida de sus semejantes.
6 Otro hombre derramará la sangre de quien derrame sangre humana, porque Dios hizo al hombre a su propia imagen.
7 Vosotros creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla.
8 Siguió hablando Dios a Noé y a sus hijos:
9 -Voy a establecer mi alianza con vosotros, con vuestros descendientes 10 y con todos los seres vivos que os han acompañado: aves, ganados, bestias del campo; con todos los animales que han salido del arca con vosotros y que ahora pueblan la tierra.
11 Ésta es mi alianza con vosotros: ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio, ni tendrá lugar otro diluvio que arrase la tierra.
12 Y añadió Dios: -Ésta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todos los seres vivos que os han acompañado:
13 pondré mi arco en las nubes; ésa será la señal de mi alianza con la tierra.
*•• Éste es el pacto cerrado por Dios con Noé y con los suyos, es decir, con todos nosotros, la humanidad postdiluviana. Y no sólo con nosotros, hombres y mujeres, sino, mirando bien, con todos los seres vivos que están con nosotros: «Aves, ganados, bestias del campo; con todos los animales que han salido del arca con vosotros y que ahora pueblan la tierra» (v. 10).
Un pacto, o una alianza, es un compromiso recíproco, mutuo. Cada uno de los dos contrayentes se compromete a hacer algo en favor del otro. No se dice, a buen seguro, que deban comprometerse ambos a lo mismo.
Las obligaciones recíprocas pueden ser muy desiguales, pueden comprometer de manera muy diferente a cada una de las dos partes. Sin embargo, ambas deben comprometerse, pues de otro modo no hay pacto. En el pacto con Noé, Dios se compromete a no volver a destruir a los seres vivos con las aguas del diluvio. Dios pone su arco sobre las nubes (v. 13): con este gesto declara que ya no quiere mover guerra contra los hombres. Cuando veamos aparecer el arco iris sobre las nubes, después de la lluvia, deberemos recordar que ahora Dios ya no es para nosotros un Dios de guerra, sino un Dios de paz. Y viceversa, ¿a qué debemos comprometernos nosotros, los descendientes de Noé?
Fundamentalmente, estamos obligados a una sola cosa: a respetar la vida en todas sus formas, humana y animal, y, en particular, al reconocimiento de su santidad. La realidad más santa es la sangre: de ahí que no se pueda derramar la sangre del hombre ni alimentarse con la sangre de un animal.
El decreto del primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén, descrito en Hch 15, menciona a este respecto dos veces algunas cosas «necesarias» también para los cristianos procedentes de los gentiles (y, por consiguiente, no obligados a la observancia de toda la ley mosaica). Estas cosas corresponden, poco más o menos, a las obligaciones impuestas a los descendientes de Noé; consisten, en efecto, en «que se abstengan de toda contaminación, de la idolatría, de matrimonios ilegales, de comer animales estrangulados y de la sangre».
Evangelio: Marcos 8,27-33
En aquel tiempo,
27 Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo y por el camino les preguntó: -¿Quién dice la gente que soy yo?
28 Ellos le contestaron: -Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; y otros, que uno de los profetas.
29 Él siguió preguntándoles: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le respondió: -Tú eres el Mesías.
30 Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él.
31 Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley; que lo matarían y a los tres días resucitaría.
32 Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle.
33 Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: -¡Ponte detrás de mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.
**• ¿Quién es Jesús? Antes o después nos llega a todos el momento de plantearnos esta pregunta. Ahora bien, para responder a ella no es suficiente atenerse a generalidades, a lo que dicen los otros. Ciertamente, la gente dice cosas que tienen ya cierto valor. Dicen que es un profeta: o bien Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, como pensaba Herodes; o bien Elias, el gran profeta cuyo retorno se esperaba para preparar el camino al Mesías; o bien, por último, alguno de los antiguos profetas. Son las mismas respuestas que circulaban antes, en Me 6,14-16, lo que significa que ya eran conocidas, que estaban difundidas, propagadas. Es como si hoy, para responder a la pregunta «¿quién es Jesús?», nos basáramos en lo que dicen los periódicos, las películas, las revistas especializadas: en la práctica, es la respuesta de los medios de comunicación, de la investigación cultural y de la propaganda religiosa.
Todas estas respuestas, ya sean las de los tiempos de Jesús referidas por el evangelio, ya sean las de hoy, transmitidas por los periódicos, la radio, la televisión, se basan en un presupuesto, que es el de la posibilidad de la comparación. Jesús puede ser comparado a Juan el Bautista, a Elías o a cualquier otro profeta, antiguo o moderno. El establecimiento de comparaciones, de parangones entre realidades diferentes, entre identidades diversas, es un medio importante para conocer. Sin embargo, sigue siendo aún una respuesta genérica, impersonal, parcial, a partir de lo que se ha oído decir.
Una vez que sepamos lo que dice la gente sobre Jesús, y tenemos todo el derecho a saberlo, queda por decidir quién es Jesús para mí: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29a). Aquí ya no nos basta la información de los medios de comunicación, no nos basta nuestra cultura, no nos basta con apropiarnos de la opinión de los otros.
Nos hace falta un acto de fe que es un salto en lo desconocido, que es un acto de «incomparabilidad». «Tú eres el Mesías», responde Pedro (v. 29b), y el Mesías es único, no hay otro, aunque fuera el más grande de los profetas. Pedro, con su respuesta, confiesa que, para él, Jesús es único, es incomparable. Ahora bien, ni él mismo sabe bien lo que dice. Aún no se da cuenta de lo que significa esto para Jesús, y la prueba de ello es que inmediatamente después quiere apartarle de su camino mesiánico.
MEDITATIO
La lógica del pacto es una lógica centrípeta, de progresiva concentración. La primera lectura nos recuerda la alianza más universal de todas: la establecida con Noé y con toda la humanidad posterior al diluvio. La señal de este pacto es el arco iris puesto entre las nubes.
En el interior de este primer círculo aparece un segundo círculo: entre todas las familias humanas, escoge Dios a la de los hijos de Abrahán, que no son sólo los israelitas, sino también los ismaelitas, los edomitas y otros. La señal del pacto de Abrahán es la circuncisión (cf. Gn 17). El círculo se restringe ulteriormente con el pacto del Sinaí, que es propio de Israel y cuya señal es el sábado {cf Ex 31). Todos estos pactos son progresivos y cada uno se sitúa dentro del otro, de modo que la etapa ulterior no invalida a la precedente.
Por último, el pacto se concentra en un solo hombre, en un hijo de Israel del que depende la fidelidad de Dios a todos los otros pactos: éste, que es el centro de todos los círculos concéntricos, es el pacto davídico-mesiánico.
En nuestra perspectiva cristiana, la señal de este pacto es la cruz de Jesús. Cuando decimos de Jesús: «Tú eres el Cristo», debemos caer en la cuenta de la extrema particularidad de la figura mesiánica y, al mismo tiempo, de su máxima universalidad, por el hecho de ser el punto de convergencia de la alianza de Dios tanto con Israel como con toda la humanidad. Gracias a la persona de Jesús, gracias al peso aplastante que él debió llevar, se mantiene y se renueva el pacto de Dios con todos los hombres. ¿Podemos permanecer indiferentes a este gran misterio de alianza en el amor? ¿Podemos desconocer el don de Dios, limitarnos a asumir de una manera pasiva respecto a él la posición de la opinión pública transmitida por los medios de comunicación? No, debemos reconocer absolutamente (y demostrar con nuestra vida) que, para nosotros, Jesús es el arco luminoso definitivo, tendido en la cruz, en la que el cielo, la tierra y todo lo que existe queda reconciliado.
ORATIO
Señor Jesús, he oído hablar de ti muchas veces y de maneras diversas, pero ¿quién eres tú para mí?
Oigo decir que eres un profeta, un maestro, pero no puedo explicarme por qué de todos los profetas y maestros precisamente a ti te ha tocado la cruz.
¿Por qué esta cruz, Jesús, si tú eres de verdad el Mesías? Señor Jesús, sólo quien te ama puede llevar la cruz detrás de ti y sólo quien lleva la cruz puede decir también quién eres.
CONTEMPLATIO
Oh Cristo, ¿eres tú?
¿Eres tú la Verdad?
¿Eres tú el Amor?
¿Estás aquí? ¿Estás con nosotros?
¿En este mundo tan evolucionado y tan confuso?
¿Tan corrupto y cruel cuando quiere estar contento de sí mismo y tan inocente y entrañable cuando es evangélicamente niño?
Jesucristo es el principio y el fin.
El alfa y la omega.
Él es el rey del mundo nuevo.
Él es el secreto de la historia.
Él es la clave de nuestros destinos.
Él es el mediador,
el puente entre la tierra y el cielo.
Él es por antonomasia el Hijo del hombre,
porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito.
(Preghiere di Paolo VI, Milán 21983, pp. 28ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Me 8,29).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
En mi vida resultó determinante un concepto que hace años se clarificó en mí incitado por Romano Guardini: el cristianismo no es, en primer lugar, una doctrina, sino una Persona, Jesús, el Cristo. En él está comprendido y de él brota todo lo que es cristiano; en efecto, a Dios, al Padre, le complació «hacer habitar en él toda plenitud» (Col 1,19), y sólo «de su plenitud hemos recibido todos nosotros gracia por gracia» (Jn 1,16).
El nombre «Jesús» indica su humanidad, el título «Cristo», entendido al pie de la letra, indica, en cambio, su unción, en concreto su sacerdocio, su realeza y su divinidad. En él se cumplen las máximas expectativas de todos los tiempos y de todos los pueblos representados por los judíos y los paganos. El hombre de Nazaret nos plantea una pregunta: ¿por qué motivo es él capaz de ser el más humano de todos los hombres? ¿Qué clase de hombre es éste...? (Mt 8,27). En Cesárea de Filipo reconoce y profundiza Pedro en la identidad del Maestro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». El Señor, confirmando lo que Pedro había dicho, declara dichoso a su apóstol por su particular don de gracia (Mt 16,16ss).
Llegando a Jesús como Mesías, como el prometido liberador de los hombres, como Hijo de Dios hecho hombre, llegamos a su más profundo misterio, del que depende todo el cristianismo.
Sólo quien choca con esta realidad encuentra verdaderamente a Cristo y puede ser llamado cristiano en el verdadero sentido de la palabra; sin embargo, esto sólo se vuelve posible por la gracia de Dios (J. B. Lotz, Conquistati da Lui. Incontri con Cristo, Roma 1983, pp. 7ss y 39-41).
Viernes 6ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Génesis 11,1-9
1 Toda la tierra hablaba una misma lengua y usaba las mismas palabras.
2 Al emigrar los hombres desde oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se establecieron allí.
3 Y se dijeron unos a otros: -Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego. Emplearon ladrillos en lugar de piedras y alquitrán en lugar de argamasa.
4 Y dijeron: -Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra.
5 Pero el Señor bajó para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando
6 y se dijo: «Todos forman un solo pueblo y hablan una misma lengua, y éste es sólo el principio de sus empresas; nada de lo que se propongan les resultará imposible.
7 Voy a bajar a confundir su idioma, para que no se entiendan más los unos con los otros».
8 De este modo, el Señor los dispersó de allí por toda la tierra y dejaron de construir la ciudad.
9 Por eso se llamó Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de todos los habitantes de la tierra y desde allí los dispersó por toda su superficie.
*+• La llamada «tabla de los pueblos», que se encuentra en el capítulo precedente del Génesis, ha descrito la dispersión étnica, lingüística, política y territorial como un designio preciso ordenado a la edificación del Reino de Dios en la historia. La diáspora de los pueblos sobre la faz de la tierra es necesaria, es querida por Dios.
El episodio de la construcción de la ciudad y de la torre en la tierra de Senaar representa, en cambio, la tentación humana, siempre repetida, de sustraerse a este designio originario, creacional. Los hombres tienen miedo a verse dispersados. En este sentido, la ciudad y la torre, el nombre y la fama, la unidad lingüística y también política (ya que tener «una misma lengua y [...] las mismas palabras» no tiene el valor de una unidad exclusivamente lingüística, sino también el de un proyecto político común), constituyen todos los ingredientes de un programa antidiáspora y, por tanto, intrínsecamente imperialista.
A la inversa, el acto con el que Dios «baja» para confundir su lengua (v. 7) no ha de ser entendido como un gesto punitivo, destinado a vengar una ofensa que le haya sido hecha. La diversidad de la gente en la tierra no es una condena. El Señor no hace otra cosa, con su intervención, que restablecer su designio originario: su bajada, en realidad, es un acto de pura condescendencia. Para citar a un escritor moderno, Erri de Luca: «Los hombres cultivan con obstinación residual el sueño de una única fábrica que llegue al origen de la infinita variedad. Dios demolió en Senaar la pretensión de aferrar, gracias a la técnica, a la ingeniería, el universo.
No hemos quedado persuadidos. La dispersión de las lenguas y de las creencias que allí tuvo lugar por parte de Dios constituye la prueba de una providencia que todavía no ha sido apreciada».
Evangelio: Marcos 8,34-9,1
En aquel tiempo,
8.34 Jesús reunió a la gente y a sus discípulos y les dijo: -Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.
35 Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará.
36 Pues ¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida?
37 ¿Qué puede dar uno a cambio de su vida?
38 Pues si uno se avergüenza de mí y de mi mensaje en medio de esta generación infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.
9.1 Y añadió: -Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto antes que el Reino de Dios ha llegado ya con fuerza.
**• Pedro, como ya hemos visto, ha confesado el mesiazgo de Jesús, aunque sin saber muy bien lo que decía. La prueba es que inmediatamente después, cuando Jesús habla de la necesidad de que el Hijo del hombre sufra mucho, Pedro lo coge aparte y le reprueba, del mismo modo que se haría con un escolar (8,32).
Entonces Jesús considera que ha llegado el momento de decir con toda claridad a sus discípulos que su destino doloroso, el rechazo de los hombres, son realidades que ellos mismos deben asumir, realidades que deben llevar junto con él: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (8,34). Se trata de renunciar a sí mismo, a los propios puntos de vista, a la propia voluntad, a los propios sueños de grandeza. Más aún, Jesús lleva a cabo un cambio radical de perspectiva que nos recuerda este dicho isaiano: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor» (Is 55,8). En la práctica, es siempre lo contrario lo que resulta verdadero: si nosotros pensamos una cosa, es que Dios piensa otra; si nosotros recorremos un camino, es que Dios nos pide que recorramos otros.
Hay un dicho de Jesús que aparece varias veces en los cuatro evangelios, un dicho que posiblemente presente más posibilidades que ningún otro de ser una ipsissima vox Jesu, un dicho históricamente auténtico de Jesús. Este dicho, que no tiene paralelos en toda la literatura rabínica, suena precisamente así: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará» (8,35). ¿Queremos salvar nuestra vida? En realidad, ya la hemos perdido. ¿Hemos perdido nuestra vida? En realidad, la hemos salvado.
MEDITATIO
Cuando los hombres, reunidos en el valle de Senaar, se dijeron unos a otros: «Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra» (Gn 11,4), es probable que su intención no fuera la de desafiar a Dios. No querían escalar el cielo con su torre. El verdadero motivo de su acción era precisamente el miedo a dispersarse: la ansiedad que experimenta el hombre ante lo nuevo, ante lo diferente, ante lo original; su refugio instintivo en lo que le es familiar, siempre igual, tranquilizador. Este miedo a la dispersión es un miedo mortal, y el «hacerse un nombre» es un modo de intentar escapar a la muerte, de intentar salvar la propia vida.
Sin embargo, lo verdadero es exactamente lo contrario: precisamente la dispersión, el dar la vida, forman parte del proyecto salvífico de Dios, mientras que la grandeza del nombre, de la fama, del poder, es un miserable antídoto contra la muerte. No sólo es incapaz de evitarla, sino que no hace más que agigantarla, otorgarle unas dimensiones cada vez más temerosas, vertiginosas: la grandeza del «nombre» no hace más que multiplicar el poder de la muerte. Jesús enseña a sus discípulos precisamente esta verdad paradójica, que da la vuelta a las ideas corrientes, estandarizadas, de los hombres de todos los tiempos y de todas las naciones, desde los que estaban recogidos en la llanura de Senaar hasta los de nuestros días. «¿De qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida?» (Me 8,36). ¿De qué le sirven al hombre las grandes realizaciones, las empresas gigantescas, las torres de Babel de todas las generaciones, si el precio que tiene que pagar por ello es la pérdida de su propia integridad personal, su extravío total frente a la muerte? La vocación originaria del hombre consiste en la comunión de las diversidades, en el fecundo abandonarse al proyecto originario de Dios.
ORATIO
Señor Dios, la torre de Babel sigue siendo aún nuestro mito cotidiano: le dedicamos todas las fuerzas a causa del miedo que tenemos a la muerte.
Las torres de Babel son muchas, y cada vez más altas a medida que avanza el progreso, erguidas para alcanzar un trozo de eternidad y hacernos un nombre que no se olvide.
Señor Dios, nuestra vida es otra, mucho más sencilla, mucho más profunda.
Es una vida sin nombre en este mundo, pero custodiada por tu mano como algo precioso: el Hijo del hombre que tanto padeció, Jesús, nuestro nombre y nuestra paz.
CONTEMPLATIO
Esta palabra parece dura a muchos: «Niégate a ti mismo, toma tu cruz y sigue a Jesús» (Le 9,23). Pero mucho más duro será oír aquella postrera palabra: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41). Pues los que ahora oyen y siguen de buena gana la Palabra de la cruz no temerán entonces oír la Palabra de la eterna condenación.
Esta señal de la cruz estará en el cielo cuando el Señor viniere a juzgar. Entonces todos los siervos de la cruz, que se conformaron en la vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo juez con gran confianza.
¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino? En la cruz está la salud, en la cruz la vida, en la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad.
No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna.
El fue delante «llevando su cruz» (Jn 197), y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con él, vivirás con él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria.
Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella. Y no hay otro camino para la vida y para la verdadera entrañable paz sino el de la santa cruz y la continua mortificación.
Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto, ni más seguro en lo bajo, sino la vía de la santa cruz.
Dispon y ordena todas las cosas según tu querer y parecer y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz. Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu (T. de Kempis, La imitación de Cristo, 1, II, cap. 12, 1-3, San Pablo, Madrid 1977, pp. 118-119).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial» (Mt 10,32).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La presuntuosa autosuficiencia que constituye la clave del episodio de la torre de Babel es desde siempre la tentación más insidiosa, pero en la cultura contemporánea se ha vuelto todavía más densa y temible. La consecuencia de todo esto es el carácter fragmentario: el hombre, en su cultura actual, se ha fragmentado, roto, atomizado y dividido de una manera tremenda, porque no resiste a la fatiga y a la responsabilidad de ser el centro de todo. [Nos hace falta] el coraje de no dejarse hipnotizar por el barullo cultural que, en virtud de la actual configuración de la sociedad, de los medios de comunicación social, de las modas, de los poderes, de las mediaciones del poder, no puede ser detenido tan fácilmente. Se trata del coraje de rehacernos, también en medio de esta confusión, unos puntos fundamentales de referencia, no para recortarnos una cultura cerrada, sino para tener y proyectar unos puntos de referencia fundamentales que ayuden a los otros a asumirlos. Se trata de una clara operación de orientación cultural, religiosa, espiritual, que no sea sólo intelectualista, sino que forme parte de la vida misma y que nos permita a nosotros tener unos puntos de referencia, ayudar a los otros a tenerlos y enlazar poco a poco, cada vez más, a todos aquellos que los reconocen para la constitución de una unidad viviente, cuyo signo fundamental es la eucaristía (C. M. Martini, Popólo mió esa dali'Egitto, Milán pp. 32ss y 35ss).
Sábado 6ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 11,1-7
Hermanos:
1 La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve.
2 Por ella obtuvieron nuestros antepasados la aprobación de Dios.
3 La fe es la que nos hace comprender que el mundo ha sido formado por la Palabra de Dios, de modo que lo visible proviene de lo invisible.
4 Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo, atestiguando Dios mismo en favor de sus ofrendas, y por ella, aun muerto, habla todavía.
5 Por la fe fue Enoc arrebatado de la tierra sin pasar por la muerte, y nadie lo encontró, porque fue arrebatado por Dios.
6 Antes de ello, en efecto, se dice que había agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, porque para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a los que lo buscan.
7 Por la fe, Noé, advertido de cosas que aún no veía, construyó obedientemente un arca para salvar a su familia; por la fe puso en evidencia al mundo y llegó a ser heredero de la justicia que sólo por ella se consigue.
**• El capítulo 11 de la carta a los Hebreos es un resumen de toda la historia de la salvación a través de las principales figuras que han sido sus protagonistas. El resumen está hecho desde la perspectiva de la fe, citando a nuestros padres y a nuestras madres en la fe. La carta a los Hebreos, a partir de la historia de los orígenes, pasa revista a los patriarcas, a Moisés y, de un modo más sumario, a los profetas y a los reyes, y llega finalmente a Jesús, que es el «autor y perfeccionador de k fe» (Heb 12,2). «Autor y perfeccionador», como dicen de una manera todavía más elocuente los términos griegos, equivale a «principio y fin»: Jesús es el punto inicial y el punto terminal de esta historia, él es quien permite resumirla, recapitularla de un modo tan sintético y eficaz. Eso significa que la fe de Jesús, la fe que él ha puesto en acto y llevado a su plena realización, obraba ya en todos los personajes bíblicos que, desde el punto de vista histórico, le precedieron.
En el fragmento de hoy se menciona a los tres únicos «justos» que encontramos en la historia de los orígenes de la humanidad, antes de la vocación de Abrahán: Abel, Enoc y Noé. «Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo. Por la fe, Noé, advertido de cosas que aún no veía, construyó obedientemente un arca para salvar a su familia; por la fe puso en evidencia al mundo y llegó a ser heredero de la justicia que sólo por ella se consigue» (w. 4.7).
¿En qué consiste la justicia en estos dos casos? La justicia es un comportamiento particular, diferente y contrario respecto al del mundo, un comportamiento que se inspira en algo que, de momento, permanece todavía invisible. La justicia del hombre se basa en la capacidad de ver más allá de lo visible.
La historia de los orígenes, narrada en Gn 1-11, persigue un proyecto, el de volver a trazar la génesis y los desarrollos del pecado humano, de una injusticia cada vez más propagada: desde Adán y Eva a Caín, a Lamec, a los «hijos de Dios», al diluvio, a Cam, a Babel. Sólo de quien sabe mirar, más allá del pecado humano, a la gracia de Dios que lo previene y lo perdona, sólo de quien no se deja seducir por el aparente señorío de las fuerzas del mal, sólo de una persona así se puede decir que es un hombre de fe y, por consiguiente, capaz de marcar su vida con la impronta de un comportamiento contrario respecto al del mundo: la justicia.
Evangelio: Marcos 9,2-13
En aquel tiempo,
2 Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, los llevó a solas a un monte alto y se transfiguró ante ellos.
3 Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos.
4 Se les aparecieron también Elías y Moisés, que conversaban con Jesús.
5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: -Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias.
6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:
-Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
9 Al bajar del monte, les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos.
10 Ellos guardaron el secreto, pero discutían entre sí sobre lo que significaría aquello de resucitar de entre los muertos.
11 Y le preguntaron: -¿Cómo es que dicen los maestros de la Ley que primero tiene que venir Elias?
12 Jesús les respondió: -Es cierto que Elías ha de venir primero y ha de restaurarlo todo, pero ¿no dicen las Escrituras que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? ,3 Os digo que Elías ha venido ya y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él.
**• El relato de la transfiguración de Jesús que nos ofrece Marcos presenta una gran variedad de contenidos y de alusiones simbólicas: el monte alto, el rostro brillante, la conversación con Elías y con Moisés, las tiendas, la nube que hace sombra, la voz del cielo. Casi todos estos elementos remiten al Éxodo y a la experiencia mosaica. El «.monte alto» (v. 2), por ejemplo, alude al monte y a la teofanía del Sinaí.
Marcos, es cierto, no dice que su «rostro brillaba como el sol», como hace Mt 17,2, sino que se limita a decir que «5tí5 vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador». Sin embargo, también él conviene en lo esencial; a saber, que Jesús «se transfiguró» (v. 2), cambió de aspecto, y esto puede ser puesto también en relación con la piel del rostro de Moisés, que se ponía radiante después de cada encuentro con Dios.
La conversación con Elías y Moisés nos remite, además de a los representantes de los profetas y de la Ley, a los dos únicos personajes bíblicos que tuvieron experiencia de una teofanía en el Horeb. Todas estas alusiones al Éxodo nos dan a entender que la experiencia de Jesús ha sido releída, reinterpretada, a la luz de las Escrituras, según el principio fijado por el mismo Jesús, que se muestra conversando con Elías y Moisés.
Con todo, no debemos perder de vista que la experiencia de Jesús es altamente personal: su transmisión, a buen seguro, ha tenido lugar a través del simbolismo de la teofanía sinaítica, pero la transfiguración, en cuanto acontecimiento histórico, sigue siendo un hecho único e irrepetible. En el momento preciso en que Jesús revela a los discípulos su destino de Mesías sufriente y crucificado, recibe de lo alto, del Padre, una confirmación singular de su vocación y de su misión. Justamente su obediencia a la voluntad de Dios es lo que transfigura su humanidad y la vuelve transparente al esplendor de la gloria.
MEDITATIO
El pasaje de la carta a los Hebreos que hace el elenco de nuestros padres en la fe a lo largo de todo el Antiguo Testamento va precedido sobre todo de una definición extremadamente sintética y sugestiva de la fe: «La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve». «Fundamento»: es decir, sustancia, puesta en acto, anticipación de las cosas esperadas, casi como si, a través de la fe, las cosas esperadas fueran ya actuales, como si ya las poseyéramos, aunque todavía de una manera imperfecta, pues de otro modo dejarían de ser esperadas. «Prueba»: es decir, experiencia, carácter tangible, verificable de las cosas que aún no vemos, como si, a través de la fe, las cosas invisibles estuvieran ya presentes, ya fueran observables, aunque de una manera especulativa y enigmática, pues de otro modo ya no serían invisibles.
Esta doble definición de la fe que leemos en la carta a los Hebreos es muy importante también para comprender el misterio de la transfiguración de Jesús. En efecto, en la transfiguración de Jesús, la gloria futura, la gloria esperada, se presenta ya como poseída, en virtud de una singularísima anticipación. Y las realidades invisibles -la contemporaneidad de Moisés, Elías y Jesús en el Reino de los Cielos, por ejemplo- pueden ser experimentadas ya bajo nuestra mirada. Pero todo esto en la fe: la fe de Jesús, se entiende, aunque también la nuestra. En la vida de los discípulos, como ya ocurrió en la del Maestro, se pueden dar momentos de una anticipación real de la gloria a la que estamos destinados, de una experiencia real de las cosas invisibles. Depende de la gracia de Dios y depende de nuestra fe, esa fe de la que los patriarcas y los profetas nos dieron ejemplo, y cuyo «autor y perfeccionador» es Jesús. Tal vez en nuestra pobre experiencia de fe hayamos recogido sólo algunas pocas chispas capaces de iluminarnos sobre la verdadera identidad de Jesús. Tal vez descendamos del encuentro con él en el monte conservando todavía en el corazón algunas preguntas. Con todo, esas chispas, preciosas, pueden iluminar las dudas. Más aún, pueden ir esclareciendo, paso a paso, la marcha fatigosa de toda una vida, hasta el momento en que veamos las cosas que ahora no vemos y estemos ciertos de las que ahora esperamos.
ORATIO
Señor Jesús, tú has llamado bienaventurados a aquellos que no te han visto y, sin embargo, han creído.
A los que te han precedido en la fe desde los días de Abel el justo y a nosotros, que te hemos seguido en la gracia de tu resurrección.
Concédenos, Señor, esa fe capaz de trasladar montañas, de superar cualquier impedimento; capaz de ver lo invisible y de dar fundamento a la esperanza.
En el Jordán, sobre el Tabor, sobre el Calvario, hemos visto también tu gloria, gloria de Hijo unigénito lleno de gracia y de verdad.
CONTEMPLATIO
Me alegro de que muestres prontitud para custodiar sin ningún vicio de perfidia la verdadera fe, sin la cual no sólo es absolutamente imposible que nos ayude la conversión, sino que ni siquiera puede existir. La autoridad del apóstol dice además que «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). La fe es el fundamento de todos los bienes. La fe es comienzo de la salvación del hombre. Sin ella, nadie puede pertenecer al número de los hijos de Dios, porque sin la fe ni en este mundo se consigue la gracia de la justificación, ni en el futuro se poseerá la vida eterna, y si alguien no camina aquí en la fe no llegará a la visión. Sin fe, todo trabajo del hombre está vacío. El que pretende agradar a Dios sin la verdadera fe, a través del desprecio del mundo, es como el que yendo hacia la patria en la que vivirá feliz deja el sendero recto del camino e, incauto, sigue el equivocado, con el que no llega a la ciudad bienaventurada, sino que cae en el precipicio; allí no se concede la alegría a quien llega, sino que se da la muerte a quién en él cae (Fulgencio de Ruspe, Le condizioni della penitenza. La Fede, Roma 1986, pp. l l l s s ).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todavía no habéis visto a Jesucristo, pero lo amáis sin verlo, creéis en él y os alegráis con un gozo inefable y radiante» (1 Pe 1,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Todos los evangelios son una exhortación a creer. La gran pregunta que hace Jesús a través de los evangelios es ésta: «¿Creéis? ¿Crees?». El Credo con el que la Iglesia responde a esta pregunta es una realidad epocal, extraordinaria. Es la única respuesta adecuada [...] Es él, el unigénito del Padre, quien está ahora frente a los hombres y dice: «Rendíos, reconoced que yo soy Dios» (Sal 46,11). No les ruega, no mendiga ni la fe ni reconocimientos, como tantos pseudoprofetas y fundadores de religiones vacías. La suya es una palabra plena de divina autoridad. No dice: «Creedme, os lo ruego, escuchadme», sino que dice: «Sabed que yo soy Dios». Lo queráis o no, lo creáis o no, yo soy Dios [...].
Abramos el escriño de nuestro corazón y ofrezcamos a Jesús nuestra fe como don. «Corde creditur»: con el corazón se cree, el corazón está hecho para creer. Si nos parece que está vacío, pidamos al Padre que lo llene de fe. «Nadie puede venir a mí -dice Jesús- si no le atrae el Padre» (Jn 6,44). «¿No te sientes atraído aún? Ora para ser atraído» (san Agustín) [...]. La mejor fe es la que se obtiene de la oración, más que del estudio (R. Cantalamessa, Gesú ¡I santo di Dio, Cinisello B. 31991, pp. 71 ss. [edición española: Jesucristo, el Santo de Dios, Ediciones San Pablo, Madrid 1991]).
Lunes 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 1,1-10
1 Toda sabiduría viene del Señor, y está con él por siempre.
2 ¿Quién puede contar la arena de los mares, las gotas de la lluvia y los días de la eternidad?
3 ¿Quién puede medir la altura de los cielos, la anchura de la tierra, el abismo y la sabiduría?
4 Antes de todo fue creada la sabiduría, la inteligente prudencia, desde la eternidad.
6 ¿A quién fue revelada la raíz de la sabiduría? ¿Quién conoce sus posibilidades?
8 Sólo hay uno sabio y muy temible: el Señor que se sienta en su trono,
9 él fue quien creó la sabiduría, la vio, la midió y la derramó sobre todas sus obras,
10 sobre todos los vivientes como don suyo; fue él quien se la brindó a los que lo aman.
**• El Eclesiástico o Sirácida figura entre los así llamados libros sapienciales, unos libros que tienen como característica común su destacado interés por la sabiduría: un camino humano y espiritual que, partiendo de una dimensión humana, llega a las cumbres de una experiencia divina. Nuestra lectura recoge el comienzo del Eclesiástico o Sirácida. Este segundo nombre deriva del autor, llamado Jesús, hijo de Sira y, por consiguiente, «Sirácida» (siglo II a. C). La situación histórico-religiosa explica el contenido del texto: el autor, ante la injerencia de la civilización griega en el mundo judío, exhorta a sus discípulos a permanecer fíeles a la enseñanza germina de la religión de sus padres.
El íncipit de la lectura de hoy es la brújula que orienta de inmediato hacia una correcta y completa comprensión de la sabiduría. Se hace saber de inmediato al lector que la sabiduría viene de Dios, es una propiedad suya. Por eso, es un bien primordial, creado antes de todas las cosas, no sujeto a valoración humana, dado que supera con mucho todas las posibilidades de comprensión por parte de los hombres.
Una segunda y poderosa afirmación nos revela que ese bien divino ha sido derramado sobre toda la creación. En ella encontramos los signos de la sabiduría divina. Pablo lo recuerda en su carta a los Romanos: «.Y e es que lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas» (Rom 1,20). Ante la inmensidad del mar o ante el centelleo de una noche estrellada o ante el esplendor de un atardecer encendido, no es difícil ascender al Creador y apreciar su divina belleza.
La tercera gran afirmación cierra el fragmento y queda depositada como una semilla fructífera en la mente del lector: el lugar privilegiado en que está depositada es el corazón de aquellos que aman a Dios. Ya desde el comienzo se pone al lector en condiciones de crear un útil paralelismo entre sabiduría y amor. Quienes aman a Dios son los verdaderos sabios. En ellos mora la sabiduría, un atributo de Dios; más aún, Dios mismo. Ya se respira el aire oxigenado del Nuevo Testamento celebrando a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).
Evangelio: Marcos 9,14-29
En aquel tiempo, subió Jesús al monte y,
14 cuando llegó donde estaban los otros discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos maestros de la Ley discutiendo con ellos.
15 Toda la gente, al verlo, quedó sorprendida y corrió a saludarlo.
16 Jesús les preguntó: -¿De qué estáis discutiendo con ellos?
17 Uno de entre la gente le contestó: -Maestro, te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo.
18 Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rígido. He pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.
19 Jesús les replicó: -¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.
20 Se lo llevaron y, en cuanto el espíritu vio a Jesús, sacudió violentamente al muchacho, que cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
21 Entonces Jesús preguntó al padre: -¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? El padre contestó: -Desde pequeño.
22 Y muchas veces lo ha tirado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos.
23 Jesús le dijo: -Dices que si puedo. Todo es posible para el que tiene fe.
24 El padre del niño gritó al instante: -¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!
25 Jesús, viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: -Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él.
26 Y el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones. El niño quedó como muerto, de forma que muchos decían que había muerto. " Pero Jesús, cogiéndolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie.
28 Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: -¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?
29 Les contestó: -Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración.
**• Un caso doloroso y difícil podría ser el título provisional del fragmento. «Doloroso» porque todas las personas implicadas son víctimas del sufrimiento: un joven gravemente enfermo (de epilepsia, con toda probabilidad), un padre angustiado por su hijo, los discípulos que no son capaces de poner remedio a pesar de su intervención, Jesús que se lamenta de la falta de fe. También, un caso «difícil» porque los discípulos «no han podido» (v. 18; literalmente, el verbo griego hace referencia a la fuerza y, en consecuencia, podría ser traducido por «no han tenido fuerza para ello»). Probablemente chocan con «el hombre fuerte» del que habla Mc 3,27 y se ven obligados a constatar, con amargura, el fracaso de su intento. De manera implícita, declaran la existencia de una fuerza maligna que ellos no son capaces de superar. Han sido driblados por el mal.
En esta situación tenebrosa brillan dos luces, una un tanto débil y la otra muy luminosa: son el padre del enfermo y Jesús. El padre demuestra todo su afecto paterno porque no deja nada por intentar. No se resigna, tras el fracaso de los discípulos, a ver a su hijo presa de las convulsiones, rígido como un tronco, echando espumarajos y caído en el suelo. Recurre directamente al Maestro. Esta decisión denota la confianza que pone en Jesús: le acredita un poder superior al de los discípulos. Con ello ya deja irradiar un primer y tenue rayo de luz que procede de su fe. De sus palabras brota un segundo rayo, más intenso. Se presenta con la humildad del que pide algo («Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos»: v. 22) y con la conciencia de su propio límite {«¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!»: v. 24). En sus palabras no hay resentimiento contra los discípulos, que se han mostrado incapaces, sino sólo la amarga constatación de que su fuerza no iguala ni mucho menos es superior a la de los ocultos adversarios.
Jesús acepta la súplica y transforma aquel pábilo de esperanza en el fuego de una certeza: «Todo es posible para el que tiene fe» (v. 23). La fe es un abandono en Dios, aceptar estar en sus manos de Padre. Si estamos con él, entonces nos volvemos fuertes, hasta el punto de poder superar al hombre fuerte, al demonio. Llegaremos a ser los más fuertes, porque compartiremos el mismo poder de Dios, el que Jesús activa en favor del muchacho enfermo cuando se dirige de una manera
imperiosa al espíritu del mal («increpó»): «Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él» (v. 25).
De la severidad con el Maligno a la ternura con el ex enfermo: Jesús le cogió de la mano y le hizo ponerse en pie (en griego se usa el mismo verbo para expresar la resurrección). Ahora es un joven resucitado a una nueva vida, gracias a la acción de Jesús y a la plegaria de intercesión y rica en fe de su padre. Llegados aquí, podemos modificar el título provisional; ya no hablaremos de Un caso doloroso y difícil, sino de El poder de la oración confiada. Hemos aprendido que mientras haya oración hay vida.
MEDITATIO
Las lecturas nos invitan a ser más «sapienciales», o sea, a partir de la realidad no para detenernos en ella, sino para ascender hasta las cumbres de Dios. A él se sube por medio de la oración, que es, según Ch. de Foucauld, un pensar en Dios, amándole. El punto de partida varía según las circunstancias. Puede ser un aspecto de la naturaleza que nos hace apreciar la sabiduría del Creador, que lo ha dispuesto todo con orden y belleza. Galileo sostenía, por ejemplo, que existen dos grandes
libros, el de la revelación (la Biblia) y otro siempre abierto: el de la creación.
Es más difícil ser sapienciales cuando el punto de partida es doloroso, como una enfermedad que nos clava a una cama, una crisis que hace tambalearse nuestro equilibrio espiritual o psíquico, la traición de un amigo, un fracaso profesional... El padre del muchacho que hemos encontrado en el evangelio nos sirve de maestro. Antes que nada, es preciso dirigirse a Jesús, sea cual sea nuestro problema. El creyente, sin dejar de lado el recurso a los medios humanos, llama siempre a la puerta
del cielo. A continuación, debemos hacer la oración con humildad y confianza.El cielo no es una caja fuerte cuya combinación conozcamos y podamos abrir cuando nos venga en gana. Es el encuentro con el Padre que Jesús nos ha hecho conocer y en cuyas manos nos ponemos enteramente: «Hágase tu voluntad». Esto se encuentra en la base de toda oración de petición y, por consiguiente, oramos sabiendo que es posible que Dios no acceda a lo que le pedimos.
Dios sabe mejor que nosotros qué es el verdadero bien. De todos modos, es preciso orar también para alabar, agradecer, pedir perdón... De este modo seremos más sapienciales.
La oración puede obtener lo imposible, como en el caso del evangelio. Incluso aunque no obtengamos lo que pidamos, la oración nos procura la sintonía con Dios, es expresión de nuestra filiación, de la comunión con el Espíritu en la intercesión perenne de Cristo. Orar es, sobre todo, encontrar el acceso y la conexión entre la tierra y el cielo. Todo esto es tan grande y hermoso que relativiza el que sea atendida o no nuestra petición.
ORATIO
Señor Jesús, te suplicamos que permanezcas sordo a nuestra oración lloricona, quejica, oscurantista, velada de pesimismo, incapaz de mirar hacia adelante, porque no es oración, sino la proyección de nuestras dudas, de nuestras inseguridades y miopías espirituales. Ayúdanos a construir una oración que comience así: «Creo, ayúdame en mi incredulidad». Una oración que, partiendo de la conciencia de nuestros límites, como publicanos en el templo, sea capaz de abrirse en estrella para englobar todo y a todos, coloreada con los tonos del arco iris, bellos por su diversidad.
Señor, ábrenos el corazón para percibir y saborear la grandeza del Padre, el amor del Espíritu. Y una vez sumergidos en el dinamismo trinitario seremos capaces de apreciar la sabiduría que regula el mundo: el de los astros, el de los vegetales, el de los animales. Sobre todo, estaremos en condiciones de descubrir constantemente la imagen divina que hay en cada hombre, incluso en el indiferente, malvado y depravado.
Señálanos las fuentes genuinas de la oración. Antes que nada la bíblica, Palabra sugerida por ti para que podamos decirte cosas que te agradan; a continuación, la litúrgica, la florecida en la boca y el corazón de tus santos. Concédenos una oración festiva, coloreada, optimista, para que, entreteniéndonos contigo, nos veamos a nosotros mismos y al mundo con tus ojos y con la serena certeza de que a ti todo te es posible.
CONTEMPLATIO
Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras, ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar importante en la sagrada liturgia y en el oficio divino.
De ahí nació lo que san Basilio llama «la voz de la Iglesia» y la salmodia, calificada por nuestro antecesor Urbano VIII como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña, sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo, y, porque se dignó alabarse, por eso el hombre halló el modo de alabarlo».
Los salmos tienen, además, una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito, sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros». Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de ver, los salmos vienen a ser como un espejo en el que quienes salmodian se contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: «¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia, que resonaban dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien».
En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por lo que se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»)? (Pío X, constitución apostólica Divino Afflatu, en AAS [1911], pp. 633-635).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: « Todo es posible para el que tiene fe. Creo, pero ayúdame a tener más fe» (cf. Me 9,23.24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Prestad mucha atención, hijitos míos: el tesoro del cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por consiguiente, nuestro pensamiento debe dirigirse a donde está nuestro tesoro. Esa es la hermosa tarea del hombre: orar y amar. Si oráis y amáis, ya tenéis la felicidad del hombre sobre la tierra. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando alguien tiene el corazón puro y unido a Dios, es presa de una suavidad y dulzura que embriaga, es purificado por una luz que se difunde a su alrededor de una manera misteriosa. En esta unión íntima, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos entre sí y que nadie puede ya separar. ¡Cuan bella es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es ésta una felicidad que no podemos comprender. Nosotros nos habíamos vuelto indignos de orar; sin embargo, Dios, en su bondad, nos ha permitido hablar con él.
Nuestra oración es el incienso que más le agrada. Hijitos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración nos hace pregustar el cielo como algo que desciende hasta nosotros del paraíso. No nos deja nunca sin dulzura. En efecto, es miel que destila en el alma y nace que todo sea dulce. Los dolores se derriten como nieve al sol en la oración bien hecha. Y también nos da la oración esto otro: que el tiempo discurra con tanta velocidad y tanta felicidad que el hombre no advierte ya su duración [...]. Pienso siempre que, al adorar al Señor, obtendríamos todo lo que pidiéramos si orásemos con una fe viva y con un corazón totalmente puro (Juan María Vianney, Catéchisme sur la príére, París 1899, pp. 87-89).
Martes 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 2,1-11
1 Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación;
2 orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes.
3 Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido.
4 Acepta lo que te venga y sé paciente en dolores y humillaciones.
5 Porque en el fuego se prueba el oro y los que agradan a Dios en el horno de la humillación.
6 Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él.
7 Los que teméis al Señor, poned en su amor vuestra esperanza, no os desviéis, no sea que caigáis.
8 Los que teméis al Señor tened confianza en él y no quedaréis sin recompensa.
9 Los que teméis al Señor, esperad sus bienes, la alegría eterna y el amor.
10 Pensad en las generaciones pasadas y ved: ¿Quién confió en el Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y fue desamparado?
¿Quién lo invocó y no fue escuchado?
11 Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia.
**• El texto recoge una serie de máximas sobre un tema clásico que vuelve en otras ocasiones en el Antiguo Testamento, especialmente en los salmos. Se trata del tema de la tentación. El término evoca de inmediato el espectro del pecado, porque la experiencia nos ha mostrado muchas veces -tal vez demasiadas- que la tentación es la antesala del pecado. Retomemos y revisemos esta idea a la luz del fragmento que se nos propone.
La frase inicial: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación» (v. 1), nos permite comprender enseguida que «tentación» equivale aquí a «test», «prueba». A continuación, se nos suministra un pequeño manual del comportamiento para superar la prueba: «Orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes. Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido. Acepta lo que te venga...» (w. 2-4). El sabio maestro no agita el espantajo del miedo, ni se limita a hacer una exhortación genérica, sino que propone medios concretos y accesibles para hacer frente y superar la prueba. Ésta es fatigosa, pero tiene la función de verificar la autenticidad del compromiso, del mismo modo que el oro se prueba en el fuego (cf v. 5).
Más adelante cambia el registro y «temor/temer» se convierte en el léxico recurrente. También éste es un punto sobresaliente de la literatura sapiencial. El maestro prosigue su exhortación recomendando temer a Dios. También este término necesita ser purificado del significado lúgubre de «miedo». Indica más bien el estado de abandono confiado, la serena conciencia de estar sostenidos por manos seguras, como dice el v. 6 con un lenguaje claro y esencial: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él».
El abandono en Dios, el santo temor, es un modo excelente de superar la prueba. Al final del itinerario de verificación se encuentra esta consoladora afirmación: «Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia» (v. 11). Es como reconocer que superamos la prueba por medio de un pellizco de nuestro compromiso y una cantidad desmesurada de amor divino.
Evangelio: Marcos 9,30-37
En aquel tiempo,
30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera,
31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía: -El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días, resucitará.
32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle.
33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino?
34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.
35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: -El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.
36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:
37 -El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.
*•• El camino a Jerusalén implica una plena conciencia por parte de Jesús y una irresponsabilidad total por parte de los Doce. Son las dos partes que componen el fragmento de hoy. Jesús es consciente de lo que significa para él Jerusalén. Se prepara y prepara a los suyos. Anuncia tres veces lo que va a suceder en Jerusalén: padecerá la pasión, morirá y resucitará. El suyo es un anuncio pascual, es decir, un anuncio completo de muerte y resurrección (y no «anuncio de la pasión», como se dice con frecuencia). En 8,31 ya había hecho el primer anuncio y ahora añade el segundo (cf. el tercero en 10,33ss). Con esas palabras expresa Jesús la conciencia que tiene de lo que le espera, pero también el deseo de consumar la entrega de su vida como expresión de amor. El anuncio de Jesús no es información: es catequesis y formación. El hecho de que anuncie también la resurrección significa que será el bien, la vida, el que triunfe, aunque antes sea preciso atravesar el túnel estrecho y oscuro del sufrimiento y de la muerte. Instruye a sus discípulos para que sepan leer su vida como misterio pascual. Mientras los prepara para el choque con la «hora de las tinieblas», les pide que orienten también su propia vida en esta dirección pascual. Jesús es el Maestro que se aventura el primero por el camino que, después, deberán seguir todos los discípulos; él es el primogénito de muchos hermanos.
A la conciencia y seriedad con que Jesús se dirige hacia Jerusalén les corresponde, en igual medida y sentido contrario, la irresponsabilidad de los discípulos. Cada vez que Jesús anuncia el misterio pascual, ellos están «distraídos» con otras cosas, como si Jesús se limitara a suministrar una simple información. No le piden aclaraciones al Maestro, no se esfuerzan en profundizar en el sentido, bastante enigmático, de sus palabras, porque todos ellos están pendientes de sus intereses. Mientras Jesús presenta su vida como un «ser entregado en manos de los hombres» (v. 31), ellos andan preocupados por establecer quién es el más importante entre ellos (v. 34).
Chirría mucho el contraste entre la entrega de la vida por parte de Jesús y la búsqueda de la supremacía (y del poder) por parte de los Doce. Jesús no les reprende por su incomprensión; tiene paciencia porque todavía están «verdes» para la comprensión del misterio pascual. Les prepara señalándoles el camino justo que deben seguir, el del servicio humilde y desinteresado: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Con esta actitud podemos prepararnos para hacer frente a la pasión y a sus consecuencias.
Jesús, para hacer más expresiva su catequesis, acompaña sus palabras, como los antiguos profetas, con un gesto. Pone a un niño en el centro y le abraza. La colocación en el centro es un primer mensaje de atención dirigida al niño, que, por lo general, no tenía ningún valor (como las mujeres, los niños tampoco entraban en el cómputo cuando se calculaba la población: cf. Me 6,44).
El tierno gesto de abrazarle revela con claridad hasta qué punto los niños fueron objeto del amor de Jesús. Por eso, las palabras completan y aclaran el mensaje: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado» (v. 37). Estar bien dispuestos hacia un niño, signo de quien no cuenta, significa dejar sitio en nuestra propia vida a Jesús y, a través de él, al Padre.
No hemos de buscar, por consiguiente, la supremacía con la idea implícita de hacernos servir, de ser reverenciados, sino con la disponibilidad de ponernos al servicio de todos, de mostrarnos acogedores con todos, incluso con los últimos. Éste es el modo correcto y fructífero de ir a Jerusalén para compartir el misterio pascual con Jesús.
MEDITATIO
El verbo que emplea la Biblia para expresar el viaje hacia Jerusalén es «subir». Su significado obvio es el geográfico: la ciudad se encuentra a 750 metros de altitud, que se convierten en más de 1.000 si la comparamos con Jericó, asentada en la depresión del mar Muerto. Pero está también el significado espiritual: se «sube» a Jerusalén porque se va al encuentro de Dios, que tiene su trono en el templo. Los peregrinos judíos, para prepararse dignamente, subían a Jerusalén cantando unos salmos (desde el 120 al 134) llamados precisamente «canto de subidas» o «cantos de peregrinación». A Jerusalén no se va de turista, sino como
peregrinos.
También Jesús se prepara para subir a Jerusalén y prepara asimismo a sus discípulos. No quiere que sean simples espectadores de cuanto él se prepara a vivir con una fuerte intensidad. Consciente de la dificultad, los va educando de una manera progresiva en diferentes valores: la elección del último lugar, la renuncia a puntos de mira demagógicos, la acogida de los que no cuentan, como los niños. Les está ayudando a no rehuir la cruz, entendida sólo en negativo, uniéndola siempre a la resurrección. Sólo de la combinación pasión-muerte-resurrección nace el misterio pascual.
Les está sensibilizando con el misterio pascual, aun cuando su humanidad rebelde tiende a mostrarse recalcitrante ante un discurso comprometedor. Es mejor escabullirse y quedarse en el campo restringido del interés personal, instintivamente comprensible y gozable de inmediato: «¿Quién es el más importante?». La verdadera grandeza se mide con los parámetros de Dios, no con los de los hombres, que son medidas inestables y fluctuantes.
Siempre anda al acecho la tentación de detenerse antes de llegar a Jerusalén, de cambiar de camino, de buscar atajos o caminos anchos... Aquí está la gran prueba de los discípulos y de todos los creyentes. Hagamos resonar tanto para los discípulos como para nosotros mismos la sugerencia del libro del Eclesiástico: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda». Así es, Jesús nos ayudará a superar la prueba y a «subir» con él a Jerusalén para celebrar su pascua y la nuestra.
ORATIO
Señor Jesús, ¡qué bien comprendo la falta de comprensión de tus apóstoles! Me siento en gran medida uno de ellos en lo referente a la lejanía de la cruz y el rechazo instintivo de todo lo que lleva el amargo sabor del sufrimiento. Me parece más fácil oír hablar de la cruz, y mejor aún si el discurso es elegante o soy yo mismo quien habla de ella. Sin embargo, el discurso se queda en la periferia de la vida: hablo de ella como si se tratara de un objeto de estudio. O bien me gusta ver la cruz, y tanto mejor si es artística o, al menos, de una factura apreciable. Hay muchas, de todas las dimensiones, de todos los colores, de todos los materiales y de todos los precios. Sí, porque las cruces también se pueden comprar. Sin embargo, por muy preciosas que sean, no valen gran cosa. A lo máximo, consigo llevar la cruz... en el cuello o colgada en la solapa de la chaqueta. Ahora bien, la cruz no está hecha para ponerla en un collar ni para colgarla en la solapa de una chaqueta, sino para llevarla en el corazón. La cruz debe estar dentro, clavada en el corazón y en el cerebro. Esto me resulta difícil, e incomprensible desde el punto de vista racional. Figurémonos, además, tener que llevar la cruz de los demás. Muchas veces ni siquiera la veo y, cuando la descubro, me parece más cómodo escabullirme, fingir que no la he visto. En algunas ocasiones consigo decir una palabra de circunstancias, pero llevar «los unos los pesos de los otros» me parece tan poco común que me alineo fácilmente y de buena gana con la mayoría. Simplemente, me oculto como un forajido. Señor, perdona esta huida mía de la cruz, y recuérdame siempre que, sin las tinieblas del Viernes santo, no surgirá nunca la mañana del Domingo de resurrección.
CONTEMPLATIO
Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en el que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.
Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo representan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.
La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante del que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y también: Padre, glorifícame con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo"», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz (Andrés de Creta, Sermón X sobre la exaltación de la santa cruz, en PG 97, cois. 1022ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (Me 9,35).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Ellas, las seis pobrecitas [las hermanas infectadas por el virus ébola], se contentaban con entregarse a la crónica cotidiana del Reino, recitada -más que escrita- en voz baja, toda con letras minúsculas. Satisfechas por tener sus nombres escritos en el cielo (Le 10,20) y no en las páginas de los periódicos. Satisfechas por el hecho de pertenecer a la categoría de los pequeños, de los «nadie», privilegiada por el Evangelio, y, por consiguiente, inmunizadas contra la necesidad de mendigar popularidad, consensos, notoriedad.
¿Queremos desempolvar de nuevo, en su caso, una palabra, una virtud que hoy está frecuentemente confinada entre las antiguallas? Pues entonces hablaríamos también de la humildad [...]. Son seis hermanas normales, que no forman parte de la categoría de lo excepcional. Normales en el servicio, normales en la fidelidad, normales en el «perder la vida», normales en el olvido de sí mismas. Normales en el valor, aunque también en el miedo. Normales en los impulsos, aunque también en sus debilidades. Normales en un amor «sin medida». Su vida era la suma de muchas cosas normales, de muchas ocupaciones ordinarias, muchas labores comunes, muchas tareas en absoluto exaltadoras. Hoy, el escenario está totalmente ocupado por protagonistas, primeros actores, que se abren paso a codazos para estar en primer plano. Ya no es posible reclutar a individuos dispuestos a recitar la parte modesta -aunque siempre exaltadora- de hombres sencillos, de cristianos y religiosos «normales» [...]. Ellas eran criaturas normales [...]. El amor era su norma. Y también el sacrificio, la renuncia, la fidelidad más costosa, la caridad sonriente, el servicio gozoso como norma (A. Pronzato, Un'esagoruz. iont> di amore, Milán 1997, pp. 154-158).
Miércoles 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 4,11-19
11 La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan.
12 El que la ama, ama la vida, se llenarán de gozo los que madrugan para buscarla.
13 El que la adquiere heredará la gloria; vaya donde vaya, lo bendecirá el Señor.
14 Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor.
15 El que la escucha juzga con equidad, el que se aplica a ella vivirá seguro.
16 Quien confía en ella la recibirá en herencia, sus descendientes la poseerán por siempre.
17 Porque al comienzo lo lleva por caminos sinuosos; le infunde miedo y temblor, lo purifica con su disciplina hasta que pueda confiar en él y lo pone a prueba con sus exigencias.
18 Pero en seguida volverá a él por el camino recto, lo colma de alegría y le descubre sus secretos.
19 Pero si él se desvía, lo abandona y lo entrega a su propia ruina.
**• El fragmento presenta a la sabiduría en forma personificada, como en otros pasajes análogos de la literatura bíblica (cf. Prov 8,12-21; 9,1-6). Desarrolla una actividad educadora indispensable, sellada así en el v. 11: «La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan». Antes de enumerar sus intervenciones, es necesario el movimiento de búsqueda, es decir, la voluntad de encontrarla. Es como abrir la mente y el corazón al benéfico influjo de la sabiduría. Sólo después de este primer paso emprende ella su intervención, confiada en unos términos fuertemente evocadores: vida, gozo, gloria, equidad en el juicio, seguridad.
El muestrario de bienes está en la base de las aspiraciones secretas de todos los hombres. Podemos inferir que garantiza el máximo éxito en el plano humano. Sin embargo, es en el plano religioso donde manifiesta la sabiduría sus más altas potencialidades, como se dice en el v. 14, una cumbre teológica: «Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor». La interdependencia que aparece aquí entre el Señor y la sabiduría es muy fuerte y ambas realidades acaban casi por identificarse. El lector no se sentirá sorprendido porque ha aprendido ya que la sabiduría es una cualidad de Dios, una de sus expresiones.
La sabiduría, con una fina sensibilidad psicológica, ha indicado los bienes, ha mostrado el objetivo. No se llega a la meta sin esfuerzo ni sin empeño personal. Esto aparece aún con mayor claridad a partir del v. 17, donde el sujeto se ve sometido a una serie de pruebas que pretenden verificar su capacidad de fiarse de la sabiduría. En resumidas cuentas, debe dejarse guiar, «construir» de una manera progresiva por la sabiduría. Sólo entonces podrá entrar en intimidad con ella, hasta conocer sus secretos. La expresión sirve para indicar que el discípulo ha superado la fase de aprendizaje, ya no es un novicio.
El. v. 19, conclusivo, queda como aviso: existe la posibilidad de fracasar, que consiste en ser abandonado por la sabiduría para seguir un destino de perdición. Leído en sentido positivo, se trata de una invitación a tomar en serio la acción pedagógica -y vital- de la sabiduría.
Evangelio: Marcos 9,38-40
En aquel tiempo,
38 Juan le dijo a Jesús: -Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo.
39 Jesús replicó: -No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí.
40 Pues el que no está contra nosotros está a favor de nosotros.
**• El fragmento de hoy es limitado en su extensión, pero ilimitado en su aplicación. Se trata de un puñado de palabras, distribuidas en tres versículos, que refieren el alarmismo de Juan y la sosegada respuesta de Jesús. Éste se presenta también como un educador que señala nuevos caminos, originales, diversos de los caminos de los hombres.
Estamos en la segunda parte del evangelio de Marcos, después de la profesión de fe de Pedro en Cesárea de Filipo. Ahora Jesús se encuentra más concentrado en la formación de los Doce, aunque no se olvida de instruir a las muchedumbres. Los discípulos, haciendo valer este privilegio, pueden haber sacado conclusiones indebidas o al menos apresuradas. Juan se erige en portavoz. Está preocupado porque alguien, que no pertenecía al círculo restringido de los discípulos, realiza exorcismos «en nombre de Jesús» (es decir, con su autoridad).
Se vuelve a plantear un caso conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Nm 11,26-29). Dos hombres que habían sido convocados para ir a la tienda del encuentro y recibir el espíritu de profecía por medio de Moisés, no asistieron de hecho. A pesar de ello, el espíritu descendió también sobre ellos y empezaron a profetizar. Esto alarmó a alguno, que se apresuró a informar a Moisés. Josué le pidió expresamente a este último que impidiera esta profecía, aparentemente no legal. La respuesta de Moisés manifiesta su amplitud de miras: «¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!».
Del mismo modo, Juan quería prohibir a uno que ejerciera de exorcista «porque no es de nuestro grupo» (v. 38; literalmente, «porque no nos seguía»). Juan concebía el seguimiento como un privilegio antes que como un servicio, lo pensaba en términos de «clase» antes que en términos de universalidad. Le faltaba la «anchura de miras» suficiente para superar la estrechez de su experiencia. Le faltaba sobre todo una apertura misionera, una sensibilidad altruista, porque estaba empeñado en defender más que en difundir lo que era y lo que tenía. Jesús no le reprende, sino que le corrige amablemente usando un argumento de sentido común. Realizar un exorcismo significa poseer la fuerza de Cristo («en su nombre») para vencer a Satanás. Quien usa esa fuerza está, necesariamente, en comunión con Cristo. Por consiguiente, no puede ser enemigo («hablar mal») suyo. Así pues, que siga actuando. El v. 40 refiere un dicho sapiencial: si alguien no es enemigo tuyo, es amigo tuyo. Jesús se revela así como un maestro del buen sentido, abierto a la diversidad, que no es oposición, sino expresión de un sano pluralismo.
MEDITATIO
Todos estamos en continua formación, cual colegiales en perenne aprendizaje en la escuela de la vida, guiados por el más sabio de los maestros; más aún, el único: «No os dejéis llamar preceptores, porque uno sólo es vuestro preceptor: el Mesías» (Mt 23,10). Y en el caso de que, por profesión, estuviéramos más allá de la cátedra, no olvidemos esta actitud fundamental, recordando el movimiento que guía al sabio: Paratus sempre doceri (dispuesto siempre a aprender).
Las lecturas nos proponen dos guías excepcionales para el camino de la vida: la sabiduría y Jesús mismo. Dos guías que terminan identificándose. Hay una educación que responde a principios pedagógicos, teorizados y experimentados y, por consiguiente, propuestos. Nacen los distintos métodos o escuelas. Estemos agradecidos a los hombres y a las mujeres que se comprometen en este noble sector. Con todo, queremos recordar que, si carecemos de la sabiduría del corazón y de la capacidad de integrar en una visión armónica el dato exterior, experimental, y el interior, que afecta a las raíces secretas del ser, ningún esfuerzo tendrá gran éxito.
La sabiduría ha prometido en la primera lectura a aquellos que la buscan llevarlos a las fuentes del gozo y del verdadero éxito. Con un sano realismo ha recordado también el esfuerzo que cada uno debe poner en esta búsqueda. Es una nota interesante contra la moda imperante del «todo enseguida» y «todo con facilidad». También la experiencia cotidiana nos enseña que la meta se alcanza con empeño y fatiga: el deportista tiene que entrenarse mucho antes de alcanzar niveles satisfactorios, el estudiante tiene que estudiar mucho tiempo para aprobar los exámenes... En compensación, la sabiduría nos garantiza la realización de nuestra propia vida, y lo expresa teológicamente con esta frase: «los que la aman [a la sabiduría] son amados del Señor». La sintonía con el Señor es la máxima realización de la existencia.
El evangelio también nos habla de una actividad educativa. Jesús reconviene a Juan, que padece «miopía», su intemperancia: ve bien de cerca (sus cosas) y poco o mal de lejos (las otras). Quisiera estandarizar a todos con sus medidas. Jesús le abre de par en par las ventanas del corazón para que acoja otra posibilidad, para que acoja a alguien diferente, en el sentido de que no pertenece oficialmente a los seguidores de Jesús, aunque, de hecho, con su comportamiento manifiesta que está en sintonía con él. Juan y, por extensión, toda la comunidad cristiana necesitan ir más allá de las apariencias y verificar el carácter genuino del corazón de las personas más que su carnet de adscripción.
ORATIO
Padre santo, guía mis pasos por el camino del bien. Hazme encontrar maestros que enseñen con la palabra y con la vida, que estén en contacto con las fuentes genuinas de tu Palabra. El mundo rebosa de pretendidos maestros que no rara vez tienen la desfachatez de declararse o hacerse llamar maitre á penser, como si fueran nuevos Aristóteles. Son pregoneros, insustanciales capaces de alborotar, pensadores de temporada o vendedores de ideas rancias. Sin embargo, tienen muchos seguidores.
Ayúdame, Señor, a distinguir el grano de la paja, la verdad de la ilusión, la sustancia del brillo seductor. Te pido el don de la sabiduría, usando las palabras del rey Salomón, prototipo de todos los sabios, que, con agudeza, te pidió poder participar de una cualidad que, siendo principalmente tuya, te place infundir en quien te la pide en la oración y en quien la custodia en la vida:
«Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras; estaba presente cuando hacías el mundo y sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos.
Envíala desde el santo cielo, desde el trono de tu gloria mándala, para que me asista en mi tarea y sepa yo lo que te es agradable.
Porque ella, que todo lo sabe y lo comprende, me guiará con acierto en mis empresas y con su gloria me protegerá.
Así, mis obras te agradarán, gobernaré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mis antepasados» (Sab 9,9-12).
CONTEMPLATIO
Nadie ignora la gran dignidad y mérito que tiene el ministerio de instruir a los niños, principalmente a los pobres, ayudándoles a conseguir la vida eterna. En efecto, la solicitud por instruirlos, principalmente en la piedad y en la doctrina cristiana, redunda en bien de sus cuerpos y de sus almas, y, por esto, los que a ello se dedican ejercen una función muy parecida a la de sus ángeles custodios.
Además, es una gran ayuda para que los adolescentes, de cualquier género o condición, se aparten del mal y se sientan suavemente atraídos e impulsados a la práctica del bien. La experiencia demuestra que, con esta ayuda, los adolescentes llegan a mejorar de tal modo su conducta que ya no parecen los mismos de antes.
Mientras son adolescentes, son como retoños de plantas que su educador puede inclinar en la dirección que le plazca, mientras que, si se espera a que endurezcan, ya sabemos la gran dificultad o, a veces, la total imposibilidad que supone el doblegarlos.
La adecuada educación de los niños, principalmente de los pobres, no sólo contribuye al aumento de su dignidad humana, sino que es algo que merece la aprobación de todos los miembros de la sociedad civil y cristiana: de los padres, que son los primeros en alegrarse de que sus hijos sean conducidos por el buen camino; de los gobernantes, que obtienen así unos súbditos honrados y muy buenos ciudadanos, y, sobre todo, de la Iglesia, ya que son introducidos de un modo más eficaz en su multiforme manera de vivir y de obrar, como seguidores de Cristo y testigos del Evangelio.
Los que se comprometen a ejercer con la máxima solicitud esta misión educadora han de estar dotados de una gran caridad, de una paciencia sin límites y, sobre todo, de una profunda humildad, para que así sean hallados dignos de que el Señor, si se lo piden con humilde afecto, les haga idóneos cooperadores de la verdad, les fortalezca en el cumplimiento de este nobilísimo oficio y les dé finalmente el premio celestial, según estas palabras de la Escritura: «Los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por toda la eternidad».
Todo esto conseguirán más fácilmente si, fieles a su compromiso perpetuo de servicio, procuran vivir unidos a Cristo y agradarle sólo a él, ya que él dijo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (J. de Calasanz, Memorial al cardenal M. A. Tonti, 1621).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que yo pueda vivir y alabarte» (cf. Sal 118,165.175).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Si de verdad buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirles al cumplimiento de sus obligaciones, conviene, ante todo, que nunca olvidéis que hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no sólo yo, sino toda la congregación salesiana. ¡Cuántas veces, hijos míos, durante mi vida, va bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez.
Os recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que con frecuencia le llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor.
Guardaos de que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro espíritu. Es difícil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es necesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor.
Miremos como a hijos a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor.
Éste era el modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignorantes y rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con benignidad y con una amigable familiaridad, de tal modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de Dios. Por esto, nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.
Son hijos nuestros, y, por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, dominarla de tal manera como si la hubiéramos extinguido totalmente. Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos.
En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de palabras, ya que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan ae provecho alguno a los culpables (Juan Bosco, Epistolario, Turín 1959, 4, 201-203).
Jueves 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 5,1-8
1 No pongas la confianza en tus riquezas, ni digas: «Con esto me basta».
2 No dejes que tus instintos y tu fuerza vayan tras las pasiones de tu corazón.
3 No digas: «¿Quién puede dominarme?», porque el Señor no dejará de castigarte.
4 No digas: «Pequé, y ¿qué me ha sucedido?», porque el Señor sabe esperar.
5 No vivas tan seguro del perdón mientras pecas sin cesar.
6 No digas: «Grande es su misericordia, él perdonará mis muchos pecados», porque tiene piedad, pero también ira, y descarga su furor sobre los pecadores.
7 No tardes en convertirte al Señor, no lo dejes de un día para otro, porque la ira del Señor estalla de repente y en el día del castigo serás aniquilado.
8 No te fíes de riquezas mal ganadas, de nada te servirán en el día de la desgracia.
*+• El hombre sabio, rico en experiencia, ha detectado muchas actitudes ilusorias que minan la vida y contaminan la existencia. Lanza su mensaje de peligro para ayudar a los ingenuos a no caer en trampas mortales. Alguno hasta se atreve a jactarse de decisiones que, a la larga, se convierten en una autocondena. Es mejor estar informados, seriamente avisados antes de que sea demasiado tarde. Aquí tenemos, pues, un «decálogo en forma negativa»: son diez «noes» que pretenden cerrar el paso a decisiones ruinosas. No son leyes para imponer, sino señales de peligros graves enviadas al oyente/lector. A él corresponde, a continuación, apropiarse del mensaje y orientar con él su vida. Obrando de este modo se vuelve sabio; de lo contrario, sigue siendo un estúpido.
Las prohibiciones pueden ser reagrupadas temáticamente en torno a los temas de la riqueza, la fuerza y la presunción ante Dios. El esquema se repite: la primera parte se abre con el «no» y el comportamiento errado (en forma de prohibición; por ejemplo, «no te fíes»); la segunda recuerda la intervención de Dios, que no deja sin castigo una decisión equivocada. El castigo es un modo de hacer triunfar la sabiduría, a fin de reintroducir el orden necesario.
La primera y la última prohibiciones forman una especie de marco de todo el decálogo y tratan de la riqueza. El peligro está en darle excesivo valor, como si fuera la única cosa indispensable {«Con esto me basta»: v. 1), o en hacerse la ilusión de que una riqueza deshonesta puede garantizar el mañana (cf. v. 8). Los w. 2ss tienen que ver con la fuerza o el poder del que muchas veces se jacta la gente. El ejercicio de esa fuerza, con frecuencia pura prepotencia, está bloqueado por el amenazador «el Señor no dejará de castigarte» (v. 3b). El punto álgido de la desfachatez se alcanza en los w. 4-7, donde el hombre peca y con desvergonzada arrogancia se pregunta: «Pequé, y ¿qué me ha sucedido?», o bien se apoya de un modo desconsiderado en el perdón de Dios como si fuera un derecho, olvidándose del deber del arrepentimiento y de la conversión.
Son éstas actitudes de ruinosa presunción, contra las que el sabio hace resonar su decálogo. Urge que nos demos cuenta de la gravedad de la situación y corramos a los refugios. Las sugerencias del sabio y la misericordia de Dios son unos instrumentos preciosos para renovar la existencia.
Evangelio: Marcos 9,41-50
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
41 Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua en mi nombre porque sois del Mesías no quedará sin recompensa.
42 Al que sea ocasión de escándalo para uno de estos pequeños que creen en mí más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar.
43 Y si tu mano es ocasión de escándalo para ti, córtatela.
44 Más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue.
45 Y si tu pie es ocasión de escándalo para ti, córtatelo.
46 Más te vale entrar cojo en la vida que ser arrojado con los dos pies a la Gehenna.
47 Y si tu ojo es ocasión de escándalo para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos a la Gehenna,
48 donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue.
49 Todos van a ser salados con fuego.
50 Buena es la sal. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le daréis sabor? Tened sal entre vosotros y convivid en paz.
*• Se abre este fragmento, cargado de advertencias amenazadoras, con una sentencia positiva. El v. 41 refiere un gesto de bondad motivado, es decir, no simplemente instintivo o automático. Se trata de una acción modesta, como el ofrecimiento de un vaso de agua, pero se agiganta si pensamos que estamos en zonas desérticas, donde el agua es un bien precioso. Lo que cuenta sobre todo es la motivación, exquisitamente teológica: el agua se da «en mi nombre porque sois del Mesías» (v. 41). Quien así obra piensa en Jesús y ve en el otro a un hermano. Con esta condición, la acción no será olvidada y obtendrá su recompensa. Con ello no se pretende excluir el valor de una bondad natural: el bien siempre es el bien. Lo que aquí se quiere sugerir es el gran valor que lleva anexo una acción rica en motivación interior.
Sigue una serie amenazadora de dichos, catalizados en torno a la expresión «ser ocasión de escándalo» (que se repite cuatro veces). El discurso se vuelve duro y sin posibilidad de apelación. Esta severidad explica la gravedad de la situación, que el lector debe percibir con toda su urgencia. El «escándalo» era, originariamente, una piedra de tropiezo que bloqueaba el normal proceder hacia la meta. Más tarde pasó a indicar un obstáculo puesto voluntariamente para impedir el camino del crecimiento y de la fe. El ámbito religioso del escándalo se comprende mediante el añadido «pequeños que creen en mí» o bien por el hecho de que la meta es «entrar en la vida» (la eterna, como es obvio). Son los miembros de la comunidad, llamados precisamente «pequeños», los afectados por el escándalo. ¿Quiénes son los pequeños? Son las personas sencillas, dotadas de un corazón libre, que han llevado a cabo una opción de fe. En consecuencia, la amenaza se dirige en particular a aquellos que bloquean la actividad espiritual de cuantos quieren ponerse a seguir a Cristo. La gravedad del escándalo se deja ver en la pena que le espera al culpable, una pena muy grave, pero que debe preferirse a pesar de todo («sería mejor»). La pena consiste en colgarle al cuello una piedra de molino (literalmente, «de asno», porque era grande y la hacía girar este animal) y ser echado al mar.
A continuación, se ponen tres ejemplos -mano, pie y ojo- simétricos, porque están construidos del mismo modo y llevan una misma idea. Se parte de la hipótesis ele un miembro o de un órgano humano que causa escándalo, después se sugiere privarse de él voluntariamente con una extirpación radical. Por último, se presenta el hecho de que es mejor gozar de la vida, la eterna, privados de ese órgano que poseerlo e ir a la perdición. Esta última se concretiza en la Gehenna (w. 45.47), un pequeño valle situado al sur de Jerusalén, imagen popular del infierno a causa de las basuras que ardían allí continuamente. Era una especie de vertedero de basura de la ciudad, donde el fuego incineraba todos los desechos.
En este punto es lícito preguntarse por el significado de las palabras de Jesús. ¿Pide verdaderamente una mutilación cuando una parte del cuerpo es causa de escándalo? Para responder a la pregunta hemos de tener en cuenta tanto el género literario como el comportamiento de Jesús. Como en otros casos, las palabras son fuertes y despiadadas, a fin de indicar la gravedad de la situación. Estamos ante expresiones hiperbólicas, paradójicas, que han de ser comprendidas en su significado y no aceptadas en su sentido literal, porque llevarían a un contrasentido. La petición de Jesús está relacionada con la conversión, y ésta «infecta» toda la vida. La mano o el pie o el ojo que pecan están dirigidos por un cerebro y por una voluntad enfermos. De nada serviría privarse de un miembro sin intervenir sobre las causas. La conversión tiene que ver con todo el hombre y no con una de sus partes. Marcos recuerda que la maldad viene del interior del hombre y no del exterior (cf. 7,20-23).
La conducta de Jesús durante su vida pública refuerza esta interpretación. Jesús nunca le pidió a un pecador que se privara de alguna parte del cuerpo que hubiera sido ocasión de pecado. En definitiva, nos encontramos frente a unas palabras fuertes que deben ser comprendidas y acogidas con toda su severidad, sin someterse a una interpretación literal que estaría en contradicción tanto como el texto como con el comportamiento de Jesús.
MEDITATIO
Nos quedamos un poco sorprendidos por las palabras fuertes que vibran en los pasajes de hoy. Se trata de mensajes vigorosos, sin apelación, destinados a concientizar a las personas y ponerlas ante el carácter trágico del mal. No es raro encontrar una complaciente connivencia con el mal, cubierta de una pátina de mistificantes justificaciones de este tipo: «¿Qué tiene de malo?», «Lo hacen todos»..., que rebajan el umbral de la conciencia moral, de modo que los valores quedan aguados y degradados, y el indiferentismo reina como soberano.
El sabio de la primera lectura advierte con una serie de prohibiciones que son un grito de alarma. La vida no es para jugársela: tenemos una sola y no podemos confiar en la «rueda de recambio» que tiene el automóvil. Es mejor estar avisados sobre las consecuencias de ciertos comportamientos y decir en voz alta que son caminos sin retorno. Ben Sira no se limita a gritar: «¡El lobo, el lobo!», porque desarrolla una verdadera educación preventiva: descubre el engaño de ciertas decisiones y señala, indirectamente, el camino que hemos de seguir. La riqueza, por ejemplo, no es un baluarte que nos proteja hasta el infinito; por consiguiente, es mejor no poner en ella una confianza ciega y absoluta.
No es menos severo el discurso de Jesús sobre el escándalo. Podemos practicar una rebaja en lo que corresponde a la forma (evitar una aplicación literal rigurosa, porque de lo contrario seríamos fundamentalistas), pero no en lo que se refiere al contenido. El escándalo es un bloque puesto en el sendero de quien desea caminar en fidelidad al Señor. Es obligatorio remover las causas del escándalo, aunque cueste un gran empeño. La fatiga que nos produzca quedará ampliamente recompensada con la vida. Debemos hacer resonar en nuestra conciencia y hacer rebotar después en toda la sociedad las palabras del evangelio de hoy. Y también tenemos que levantar la voz para que la vida quede libre de tantos escándalos que contaminan todos los sectores y resultan ruinosos para los pequeños que creen y para todos los seres humanos. Un remedio saludable será llevar a cabo una continua obra de conversión y la capacidad de ser portadores de una ráfaga de aire puro.
ORATIO
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Que donde haya odio, ponga yo amor.
Que donde haya ofensa, ponga yo perdón.
Que donde haya discordia, ponga yo unión.
Que donde haya duda, ponga yo la fe.
Que donde haya error, ponga yo la verdad.
Que donde haya desesperación, ponga yo la esperanza.
Que donde haya tinieblas, ponga yo tu luz.
Que donde haya tristeza, ponga yo la alegría.
Oh Maestro, haz que no busque tanto
ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender,
ser amado como amar.
Porque es dando como se recibe,
es olvidándose como uno se encuentra,
es perdonando como se es perdonado,
es muriendo como se resucita a la vida eterna.
(Francisco de Asís).
CONTEMPLATIO
¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo.
El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: «Confiesa primero tus pecados, y serás justificado». Por eso dice el salmista: «Propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado». Condena, pues, tú mismo aquello en lo que pecaste y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico y así no tendrás quién te acuse ante el tribunal de Dios.
Éste es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. «Porque si perdonáis a los demás sus culpas -dice el Señor-, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.»
¿Quieres conocer un tercer camino de penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo íntimo del corazón.
Si deseas que te hable aún de un cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y extraordinaria virtualidad. También, si eres humilde y obras con modestia, en este proceder encontrarás no menos que en cuanto hemos dicho hasta aquí, un modo de destruir el pecado. De ello tienes un ejemplo en aquel publicano que, si bien no pudo recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.
Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; quinto, la humildad.
No te quedes, por tanto, ocioso; antes, procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes excusar aduciendo tu pobreza, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías deponer tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero ¿qué estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo los propios bienes -hablo de la limosna-, pues esto lo realizó incluso aquella viuda pobre que dio sus dos pequeñas monedas.
Ya que has aprendido con estas palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas y así, recuperada ya tu salud, podrás acercarte confiado a la mesa santa y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la misericordia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo (Juan Crisóstomo, Sermones II, 6, en PG 49, cois. 263ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los malvados conduce a la perdición» (Sal 1,6).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
¿Quién piensa aquí en el pecado? Un hombre justamente embrutecido por el pecado, rebosante de pecados y abrumado por eso [...]. Yo soy el nido mismo del mal y del pecado, y no consigo nunca liberarme de él. Ni siquiera intento salir de esta red infernal, de esta trampa venenosa. Oh pecado, qué gravemente pesas sobre el arco de mis hombros vellosos. Oh pecado, cómo doblas violentamente, hasta deformarlo, el arco, dentro de poco destrozado, de mis frágiles hombros. El peso, el peso cortante del pecado -¡el pecado!-, hace brotar una sangre negra sobre este arco sobre el que un tiempo pasaba la mano de Dios. Sacerdote, perdonas demasiado pronto. Alivias demasiado pronto la herida sangrante del pecado [...].
Quien piensa aquí en el pecado es un hombre embrutecido por el pecado y abrumado por él. Este hombre le pregunta a Dios: «Oh tú, bondad infinita, ¿qué es el pecado?». Y Dios no responde; el diablo dice: «Soy yo». ¡Tú!, repugnante príncipe de la materia inmunda. Tú, ser ridículo, eres tú el pecado. Tú, el contrario de Dios. Entonces, es contra ti, enemigo, contra quien voy constantemente; contra ti voy yo, un ser creado por Dios... ¿Soy entonces un insensato? ¡Cómo! ¿Acaso imploro la amistad de Dios por la mañana y me asocio a su adversario por la noche? ¡Ah! Dejadme llorar ante el espectáculo de mi locura o reír ante el espectáculo de irracionalidad: de blanco por la mañana, de rojo por la noche. ¡Oh! Siento vergüenza por mí y por mi brújula rota [...]. Todavía estoy a tiempo de cerrar las puertas de mi alma. Soy yo, soy yo, soy yo el vencedor de la serpiente. Dios mío, repréndeme por mi sentido de victoria sobre el mal. Restitúyeme la limpieza de los sentimientos divinos (M. Jakob, Meditazioni religiose, Brescia 1952).
Viernes 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 6,5-17
5 Una palabra dulce multiplica los amigos, la lengua afable multiplica los saludos.
6 Puedes relacionarte con muchos, pero amigo de verdad, uno entre mil.
7 Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él.
8 Porque hay amigos de conveniencias, que te abandonan cuando llega la adversidad.
9 Hay amigos que se vuelven enemigos y para avergonzarte revelarán vuestra disputa.
10 Hay amigos que se sientan a tu mesa y te abandonan cuando llega la adversidad.
11 Mientras van bien las cosas, estarán unidos a ti y se mostrarán afables con los de tu casa.
12 Pero si eres humillado, se volverán contra ti y evitarán hasta mirarte.
13 Aléjate de tus enemigos y sé precavido con tus amigos.
14 Un amigo fiel es apoyo seguro, el que lo encuentra, encuentra un tesoro.
15 Un amigo fiel no tiene precio, no se puede ponderar su valor.
16 Un amigo fiel es bálsamo de vida, los que temen al Señor lo encontrarán.
17 El que honra al Señor cuida su amistad, porque su amigo será como sea él.
*+• El sabio continúa su enseñanza tocando ahora un tema electrizante, el de la amistad. Puesto que «nadie es una isla» (Th. Merton), necesitamos relacionarnos con los otros. La amistad expresa un vínculo agradable y constructivo con los otros. El autor recurre una vez más al rico depósito de la experiencia humana y nos ofrece preciosas sugerencias, algunas de las cuales han llegado a convertirse en proverbios populares, como el que dice «quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro» (cf. v. 14). Al final concluye con un arranque teológico, confirmando que lo que persigue la literatura sapiencial bíblica es un «encuentro reconciliado» con Dios.
La primera sugerencia nos invita a hablar bien para conseguir amigos: todos sabemos que una persona irascible, huraña, criticona, no dispondrá de un amplio círculo de amigos. Viene, a continuación, una extensa recomendación sobre el modo de seleccionar a los amigos y sobre el justo discernimiento que debemos practicar para reconocer quién es verdaderamente digno de ese nombre. «Amigotes» hay muchos («Puedes relacionarte con muchos»: v. 6a), pero a los verdaderos amigos hemos de seleccionarlos («pero amigo de verdad, uno entre mil»: (v. 6b) y comprobarlos («Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él»: v. 7). Tras el principio general, vienen una serie de minuciosas sugerencias, una especie de test selectivo.
Quien sólo es amigo de nombre estará a tu lado en las ocasiones que a él le convengan, como la de sentarse a tu mesa, o en situaciones de tranquila normalidad. En cuanto cambia el viento y estalla un litigio entre vosotros dos, o tú tienes un problema, enseguida vuelve la cara, te deja plantado o, peor aún, se transforma en enemigo. Por consiguiente, hay que tener cuidado a la hora de elegir y definir a alguien como «amigo»: hay que probarlo sobre todo en la fidelidad, que es la capacidad de permanecer al lado de alguien, siempre y de cualquier modo. Una vez que has encontrado al verdadero amigo, entonces posees de verdad un tesoro, y «no se puede ponderar su valor» (v. 15).
Al final, la experiencia humana conecta con la religiosa: la persona amiga de Dios («El que honra al Señor») también «cuida su amistad» con su amigo (v. 17); por consiguiente, podemos concluir diciendo: ama a Dios y busca a tus amigos entre aquellos que también le aman.
Evangelio: Marcos 10,1-12
En aquel tiempo,
1 Jesús partió de aquel lugar y se fue a la región de Judea, a la otra orilla del Jordán. De nuevo la gente se fue congregando a su alrededor, y él, como tenía por costumbre, se puso también entonces a enseñarles.
2 Se acercaron unos fariseos y, para ponerle a prueba, le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer.
3 Jesús les respondió: -¿Qué os mandó Moisés?
4 Ellos contestaron: -Moisés permitió escribir un certificado de divorcio y separarse de ella.
5 Jesús les dijo: -Moisés os dejó escrito ese precepto por vuestra incapacidad para entender.
6 Pero desde el principio Dios los creó varón y hembra.
7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer
8 y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo.
9 Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.
10 Cuando regresaron a la casa, los discípulos le preguntaron sobre esto.
11 Él les dijo: -Si uno se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera,
12 y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio.
*» La muchedumbre está deseosa de escuchar la Palabra de Jesús y él «calma su hambre» con un discurso que llega al centro de la verdad y de la voluntad de Dios. No todos le siguen con el corazón libre y sediento de verdad. Hay quien le provoca con preguntas capciosas: «Le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer» (v. 2). Se le hace una pregunta que no es positiva y, además, de sentido único: el comportamiento del hombre con la mujer, y no viceversa. El problema existe y, por consiguiente, es preciso afrontarlo.
Ahora bien, todo problema tiene que ser iluminado a la luz de la Palabra, elemento primordial y fuente para conocer la voluntad de Dios y, en consecuencia, el plan de vida. Jesús se erige en intérprete autorizado de esa voluntad. Acepta la provocación y responde con una contrapregunta: «¿Qué os mandó Moisés?», el mediador de la voluntad divina (v. 3). Jesús pregunta sobre algo que también ellos consideran obligatorio. La respuesta se aparta de la pregunta porque los fariseos declaran lo que Moisés «permitió» (v. 4). Están desencaminados, no están respondiendo de manera correcta. Jesús explica la razón de la concesión de Moisés, la sklérokardía de los hombres, es decir, la «dureza de corazón» o «incapacidad para entender», que es la falta de elasticidad a la hora de acoger la voluntad de Dios. El corazón es el centro de la persona, el conjunto armónico formado por la inteligencia, la voluntad y la afectividad. La máquina se ha atascado. La de Moisés fue una norma dada por la dureza de corazón. Por consiguiente, es una norma condicionada, ligada al tiempo y dependiente de una situación particular. No se trata de lo que es obligatorio, sino de lo que está permitido.
Es preciso remontarse a los orígenes, a la pureza primitiva, a la auténtica voluntad divina. Ésta había establecido una distinción entre varón y hembra, en vistas a una comunión plena entre ambos. El v. 8 {«De manera que ya no son dos, sino uno solo») recoge la cita de Gn 1,27 (cf. v. 7) y confirma que estamos en presencia de una nueva realidad, única e irrepetible. Una vez establecido esto, se desprende como consecuencia el v. 9: si tal unidad es expresión de la voluntad divina, nadie está autorizado a deshacerla. Llega perentorio el mandamiento, sin añadidos: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre».
La explicación de Jesús, lógica y esencial, no les parece fácil de comprender ni siquiera a los discípulos, que piden explicaciones en privado, una vez en casa. La dificultad se encuentra en el hecho de que es preciso cambiar de mentalidad, invertir la tendencia machista y posibilista alimentada por la praxis. Jesús no hace descuentos, no suaviza para nadie las severas exigencias de un amor verdadero. Confirma y clarifica, en los w. 1 lss, su pensamiento. La ruptura de aquella unidad querida por Dios es adulterio. El verbo griego moicháomai no deja lugar ni siquiera a la más tenue duda: es adulterio, ruptura grave de una relación nacida para permanecer inoxidable en el tiempo. Jesús, al añadir que el compromiso de fidelidad vale para ambos, hombre y mujer, introduce una paridad de derechos y deberes desconocida en el mundo judío. El verdadero feminismo está dando sus primeros y sustanciales pasos.
MEDITATIO
Un fresco estupendo sobre la amistad, podría ser un título para las lecturas de hoy. La primera nos proporciona consejos prácticos al recordar que los verdaderos amigos no son tantos. Es preciso echar mano a un sano discernimiento para detectarlos. Son muchos los que se presentan y camuflan como tales, tejen relaciones, unas relaciones que en muchos casos son superficiales: amigos de viaje, amigos de mesa, amigos de juego, amigos de deporte... El verdadero amigo se manifiesta en las situaciones difíciles, cuando estás en crisis, cuando tienes una dificultad, cuando te sientes solo y abandonado, cuando no dispones de medios económicos ni de peso social. Cuando alguien se mantiene junto a ti incluso en esas situaciones en las que, hablando desde el punto de vista humano, no puede sacar ninguna ventaja, entonces merece el nombre de amigo. Puedes fiarte de él, puedes apoyarte en su persona.
Debemos achacar la fragilidad de muchas amistades al hecho de que no están construidas sobre bases sólidas, sino que están confiadas al carácter improvisado de un sentimiento o a la gracia de un momento. Otro criterio de verificación y de estabilidad lo tenemos en la dimensión de la fe. Una persona que ama a Dios se esfuerza en alimentar su vida con valores contrastados por la voluntad divina; por consiguiente, es de presumir que sea capaz de custodiar y cultivar también el valor de la amistad. Podemos interpretar aquí el dato de la experiencia de muchas amistades nacidas «a la sombra del campanario» o en el marco de grupos eclesiales. Sin llegar a realizar un discurso de «gueto», es verdad de todos modos que un sentimiento religioso común ayuda también a cimentar, construir y defender el valor de la amistad.
El evangelio nos ofrece en un primer momento una imagen de «enemigos»: son los que se acercan a Jesús para plantearle una pregunta envenenada, a fin de enredarle. A continuación, Jesús, al hablar del matrimonio indisoluble, nos proporciona una hermosa idea de la amistad, aunque específicamente en el marco matrimonial. El marido y la mujer constituyen un bello ejemplo de amigos: al unir sus inteligencias, voluntades y cuerpos, tienden a construir una unidad de vida. Contra el intento disgregador de construir una amistad matrimonial ad tempus («mientras dura, dura»), como hoy sostienen algunos, Jesús reacciona indicando la precisa e inequívoca voluntad divina. Él la proclama y la vive. Jesús es alguien que «llama amigos» a sus discípulos (cf. Jn 15,15). Es el Esposo que está dispuesto a dar la vida por su Esposa (cf. Ef 5,25). Un amigo verdadero, un amigo para siempre.
ORATIO
La verdadera amistad con los hombres y las mujeres se funda en el terreno del amor de Dios: concédenos, oh Señor, ser leales contigo, para que yo sea sincero y desinteresado también con mis semejantes. La amistad, oh Señor, condimenta con su suavidad todas las virtudes, sepulta los vicios con su fuerza, suaviza las adversidades, modera la prosperidad, de suerte que sin un amigo casi nada entre las criaturas humanas puede ser fuente de alegría»: haz que mis relaciones de amistad lleven la impronta de la caridad, como camino que tiende a tu perfección.
Concede, por último, Señor, a la amistad aspirar a la compleción de la entrega de sí mismo, que encuentra una imagen incomparable en el amor matrimonial: «El Amigo es el esposo de tu alma, y tú unes tu espíritu al suyo, comprometiéndote hasta el punto de tener que llegar a ser con él una sola cosa; te confías a él como a ti mismo, nada le ocultas ni nada tienes que temer de él. Si consideras que alguien es idóneo para todo esto, primero debes escogerle, después ponerle a prueba y, por último, acogerle. La amistad, en efecto, debe ser estable, casi una imagen de la eternidad, y permanecer constante en laentrega del afecto» (Aelredo de Rievaulx).
CONTEMPLATIO
Nos habíamos encontrado en Atenas como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios. En aquellas circunstancias, yo no me contentaba sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que aún no le conocían, para que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y le habían oído.
En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común, y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Éste fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad, así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.
Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.
Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.
Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro. Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud. Y aunque decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.
Y así como otros tienen sobrenombres, recibidos de sus padres o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y la orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos y glorioso recibir este nombre (Gregorio Nacianceno, Sermón 43, 15-21 passim, en PG 36, cois. 514-523).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Quien encuentra un amigo encuentra un tesoro» (cf. Eclo6,14).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cuando amor te llama, sigue la señal, aunque suba empinado el sendero. Y cuando sus alas te envuelvan, abandónate, aunque entre las plumas te hiera una cuchilla. Y cuando el amor te hable, no tardes en creerle, aunque su voz turbe tus sueños como el viento del norte barre el jardín.
Porque el amor corona y el amor clava en una cruz [...]. Con sus manos te trabaja hasta tu extrema ternura, después te expone a su sagrada llama, para que seas pan sagrado en la sagrada fiesta de Dios.
Todo eso hará para que puedas conocer los secretos de tu corazón y, así iluminado, llegues a ser un fragmento del corazón de la vida. Mas si tienes miedo y buscas sólo paz y placer en el amor, será mejor para ti que te cubras y te vayas de la era al mundo desolado de las estaciones: allí reirás, aunque no con toda tu risa; allí llorarás, aunque no la última lágrima.
El amor no da otra cosa que a sí mismo, y sólo de sí mismo toma. El amor no posee ni quiere dejarse poseer: porque al amor sólo le basta el amor (K. Gibran, L'amore, Cinisello B. 1997).
Sábado 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 17,1-15
1 Formó el Señor al hombre de la tierra, y allá lo hará volver de nuevo.
2 Asignó a los hombres días y tiempo limitados; puso en sus manos todo cuanto existe en la tierra;
3 los revistió de una fuerza como la suya y los creó a su imagen.
4 Hizo que todo ser viviente los temiese, para que dominaran sobre bestias y aves.
6 Les formó lengua, ojos y oídos y les dio un corazón para pensar;
7 de ciencia e inteligencia los llenó, y les dio a conocer el bien y el mal;
8 les infundió su propia luz para mostrarles la grandeza de sus obras.
10 Así alabarán su nombre santo, proclamando la grandeza de sus obras.
11 Les concedió además conocimiento, y en herencia les dio la ley de vida;
12 estableció con ellos una alianza eterna y les manifestó sus decretos.
13 Vieron con sus ojos la grandeza de su gloria, con sus oídos oyeron su voz majestuosa.
14 El les dijo: «Guardaos de todo mal» y les dio mandamientos con relación al prójimo. Misericordia y justicia.
15 Ante Dios está siempre la conducta del hombre, y nada se oculta a sus ojos.
**• El texto es una asombrosa contemplación del hombre, cima de la creación. El autor recopila una corona de datos que toma, en buena parte, de la fuente de la tradición bíblica, a partir de los primeros capítulos del Génesis.
La primera afirmación establece la diferencia sustancial que existe entre Dios y el hombre: el primero es el Creador, el segundo la criatura. De este modo, queda bloqueada en su mismo nacimiento cualquier tentación de autonomía o de autosuficiencia por parte del hombre. Es como decir que, sin Dios, el hombre no es más que tierra, de donde fue tomado y a la que está destinado. La mayor parte de los verbos tienen como sujeto a Dios y enumeran dones y prerrogativas que hacen grandes y nobles a los hombres (en plural a partir del v. 2). A ellos les confió Dios el cuidado («puso en sus manos») de la creación y los hizo así sus plenipotenciarios.
En la cima de los dones conferidos está la afirmación más singular y también más original de la antropología bíblica: «Y los creó a su imagen» (v. 3b). En consecuencia, los hombres son «familiares» de Dios, llevan impreso algo de él. Es sugestivo el v. 8: «Les infundió su propia luz para mostrarles la grandeza de sus obras»; es como si dijera que Dios les «prestó sus ojos» para que lo creado pudiera ser contemplado con el mismo asombro que Dios.
Entre los dones excelentes encontramos la conciencia («y les dio a conocer el bien y el mal»: v. 7b), la ley, la alianza, la elección de Israel, el amor al prójimo. Son dones que garantizan la grandeza del hombre, su nobleza en relación con el resto de la creación. De los dones enumerados se desprende que el autor piensa en primer lugar en los judíos.
Tantos y tantos beneficios reclaman una respuesta. Los hombres reaccionan con la alabanza que celebra a Dios en sus obras: «Así alabarán su nombre santo, proclamando la grandeza de sus obras» (v. 10). Lo creado se convierte en el gran escenario donde se despliega la magnificencia de Dios, admirada y celebrada por el hombre, eco inteligente y amoroso del universo.
Evangelio: Marcos 10,13-16
En aquel tiempo,
13 llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: -Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios.
15 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.
16 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.
**• Marcos nos regala escenas inolvidables, ricas en ternura humana, como ésta de los niños. La presencia de niños escuchando a Jesús es un hecho conocido. Con ocasión de la multiplicación de los panes se menciona también la presencia de niños que le seguían desde hacía tiempo, hasta que llega la noche (cf. Me 6,33-35). Cabe pensar que son niños que acompañan a sus padres, dado que la escucha de la Palabra de Jesús es un hecho que corresponde, eminentemente, a los adultos.
Probablemente son los mismos padres los que intentan acercar sus hijos a Jesús «para que los tocara» (v. 13). Su intento queda frustrado por los discípulos, que, al menos así lo pensamos, actúan de buena fe, llevados por el deseo de garantizar al Maestro un poco de tranquilidad, pues los niños, como es sabe, son alborotadores y crean confusión. La reacción de Jesús es fuerte, indignada (v. 14). Por un lado, es una manera vigorosa de desaprobar y, por otro, una invitación a reconsiderar la figura del niño. La sensibilidad judía había producido ya el salmo 131, donde el niño es imagen de aquel que confía y se abandona a Dios. Sin embargo, llegar a establecer el valor del niño colocándolo en el centro del interés o incluso como modelo es un dato que trasciende la mentalidad de la época, que no reconocía al niño personalidad jurídica y lo consideraba como propiedad de la familia y, sobre todo, del padre.
Jesús da un vuelco a valores consolidados, rompe esquemas atávicos y acoge a los niños. Este hecho, de una gran riqueza desde el punto de vista humano, se colorea teológicamente con la motivación «porque de los que son como ellos es el Reino de Dios» (v. 14b). Jesús los eleva a modelo de vida. ¿Por qué? Porque el niño adolece de la arrogancia que caracteriza al adulto, no pretende actuar por sí solo, dado que siente como urgente e indispensable la presencia de alguien que esté cerca de él y le dé seguridad. Le falta también la aspiración a la preeminencia y a los honores (cf. Mt 23,9-12).
El niño es la personificación del «pobre», a quien está reservada la primera bienaventuranza y a quien se garantiza la posesión del Reino de Dios. El v. 15 recoge una afirmación solemne, dado que está introducida por la fórmula «os aseguro que»: Jesús declara que es preciso estar dotado del ánimo de los niños para tener acceso al Reino de Dios.
El fragmento se cierra con otro gesto de ternura por parte de Jesús: el de abrazar a los niños, porque reconoce y aprecia un valor que los apóstoles difícilmente consiguen percibir aún.
MEDITATIO
Las lecturas celebran el valor del hombre. Podríamos decir que, en línea de principios, concuerda con ellas nuestra sociedad moderna, que redacta cartas de derechos del hombre, proclama su dignidad y defiende su libertad.
Cuando se trata de dar cuerpo al principio es cuando empiezan las dificultades. La dignidad del hombre está siendo conculcada todavía en demasiados países del mundo, y los derechos fundamentales o no son reconocidos o están limitados. Una lectura meditada de la página bíblica nos será útil. Lo que le interesa presentar al autor sagrado no es al hombre en general, sino al hombre en su relación con Dios. Hemos señalado que el sujeto de casi todos los verbos es Dios. Como sostiene también el Sal 8 (véase más abajo), es Dios quien confiere su nobleza al hombre y lo sitúa en la cima de la creación. La suya es una nobleza conferida, no una nobleza conquistada. Se encuentra en esa posición de relieve porque Dios lo ha hecho a su imagen y le ha confiado la responsabilidad sobre la creación. Lo ha habilitado asimismo con una serie de innumerables cualidades: desde la inteligencia a la ley, a la alianza. Visto al revés, si prescindimos de Dios, el hombre queda reducido a polvo, a «muestra sin valor». La antropología bíblica es, por consiguiente, una reflexión sobre el hombre en su relación con Dios/Cristo.
La reacción de los discípulos respecto a los niños posee una ardiente actualidad. Nuestra sociedad los margina con frecuencia y no les reserva la atención que merecen (casas no construidas a la medida del niño, falta de espacio y de zonas verdes, la plaga del trabajo infantil en muchos países...) o incluso se muestra feroz con ellos (abortos, violencias de todo tipo).
La estima y el afecto mostrados por Jesús proceden asimismo en este caso de consideraciones teológicas. Jesús vislumbra en ellos a los sencillos, a los pequeños, para quienes ha sido preparado el Reino, en donde son los verdaderos protagonistas. También a nosotros se nos ponen como ejemplo: debemos llegar a ser como ellos despojándonos de nuestras presuntuosas seguridades, de nuestra hiperracionalidad, que quiere verificar y controlar todo, hasta el mundo divino. Debemos volver a depositar más confianza en aquel Padre que está en el cielo y se preocupa de todos sus hijos. En considerarnos y llegar a ser como niños consiste nuestra grandeza, la realización de nuestra vida, y es el mejor camino de acceso al Reino de Dios, es decir, a Dios mismo.
ORATIO
¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tu majestad se alza por encima de los cielos. De los labios de los niños de pecho, levantas una fortaleza frente a tus adversarios, para hacer callar al enemigo y al rebelde. Al ver el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides? Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos, y aun las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas. ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Salmo 8).
CONTEMPLATIO
En nosotros y en todos los seres hay una imagen creada de la sabiduría eterna. Por ello, no sin razón, el que es la verdadera Sabiduría de quien todo procede, contemplando en las criaturas como una imagen de su propio ser, exclama: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras». En efecto, el Señor considera toda la sabiduría que hay y se manifiesta en nosotros como algo que pertenece a su propio ser.
Pero esto no porque el Creador de todas las cosas sea él mismo creado, sino porque él contempla en sus criaturas como una imagen creada de su propio ser. Ésta es la razón por la que afirmó también el Señor: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí», pues, aunque él no forma parte de la creación, sin embargo, en las obras de sus manos hay como una impronta y una imagen de su mismo ser, y por ello, como si se tratara de sí mismo, afirma: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras».
Por esta razón precisamente, la impronta de la sabiduría divina ha quedado impresa en las obras de la creación: para que el mundo, reconociendo en esta sabiduría al Verbo, su Creador, llegue por él al conocimiento del Padre. Es esto lo que enseña el apóstol san Pablo: «Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles son visibles para la mente que penetra en sus obras». Por esto, el Verbo, en cuanto tal, de ninguna manera es criatura, sino el arquetipo de aquella sabiduría de la cual se afirma que existe y que está realmente en nosotros.
Los que no quieren admitir lo que decimos deben responder a esta pregunta: ¿existe o no alguna clase de sabiduría en las criaturas? Si nos dicen que no existe, ¿por qué arguye san Pablo diciendo que «en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría?». Y si no existe ninguna sabiduría en las criaturas, ¿cómo es que la Escritura alude a tan gran número de sabios? Pues en ella se afirma: «El sabio es cauto y se aparta del mal y con sabiduría se construye una casa». Y dice también el Eclesiastés: «La sabiduría serena el rostro del hombre», y el mismo autor increpa a los temerarios con estas palabras: «No preguntes: "¿Por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora?". Eso no lo pregunta un sabio».
Que exista la sabiduría en las cosas creadas queda patente también por las palabras del hijo de Sira: «La derramó sobre todas sus obras, la repartió entre los vivientes, según su generosidad se la regaló a los que le temen». Pero esta efusión de sabiduría no se refiere, en manera alguna, al que es la misma Sabiduría por naturaleza, el cual existe en sí mismo y es el Unigénito, sino más bien a aquella sabiduría que aparece como su reflejo en las obras de la creación. ¿Por qué, pues, vamos a pensar que es imposible que la misma Sabiduría creadora, cuyos reflejos constituyen la sabiduría y la ciencia derramadas en la creación, diga de sí misma: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras?».
No hay que decir, sin embargo, que la sabiduría que hay en el mundo sea creadora; ella, por el contrario, ha sido creada, según aquello del salmo: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Atanasio, Sermón 2 contra los arríanos, 78ss enPG26, cois. 311.314).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Nuestros ojos contemplan la grandeza de tu gloria» Uí- Eclo 17,11).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La tierra es, en un primer momento, dura e incomprensible. Sin embargo, hay en ella cosas divinas muy escondidas. Con todo, no están tan escondidas que quien ama no las pueda descubrir; y a quien la ama la naturaleza se le manifiesta como una púdica doncella lentamente atraída por un hombre que la adora de lejos, y a quien es el primero en conceder levantarse el velo, una mirada elocuente, una tímida sonrisa; y después viene el coloquio y la unión de la vida con la vida. De este modo obtiene el enamorado de la tierra su propia recompensa, es poco a poco como el velo se levanta sobre una inagotable y majestuosa belleza.
Este puede encontrarse sumergido en una especie de comunión espiritual, o puede sentir su propio ser revuelto en el ser de los elementos, o darse cuenta de que éstos están insuflando su vida en la suya. O bien la tierra puede llegar a ser para él, de improviso, un lugar hechizado, donde resuena en el suelo y en el aire la música de su invisible pueblo. O bien los árboles y las rocas pueden ondear ante sus ojos y volverse transparentes, revelándole las criaturas que estaban escondidas por aquel telón [...]. O bien la tierra puede resplandecer, súbitamente, a su alrededor con luz sobrenatural, en algún lugar solitario entre las colinas [...]. Así, de una manera gradual, el enamorado de la tierra va comprendiendo que el mundo dorado se muestra todo él a su alrededor en un imperecedera belleza, y él puede ascender desde la visión a la más profunda beldad del ser y aprehender que en él y a su alrededor hay un amor eterno impulsándole y sosteniendo con infinita ternura su cuerpo, su alma y su espíritu [...].
En la orquídea silvestre que tus pies
destruirán en el próximo paso,
menuda, apasionada y suave,
ha puesto el Señor Omnipotente su alegría.
¿Qué importa que las joyas rotas
se vuelvan opacas y desteñidas?
El Artista no interrumpe su trabajo,
y de las ruinas hará brotar
una obra maestra más adorable.
(G. W. Russel, The Candle of Vision, Londres 1920).
Lunes 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 17,24-32
24 A los que se arrepienten les permite volver y conforta a los que han perdido la constancia.
25 Conviértete al Señor y abandona el pecado, ora en su presencia y deja de ofenderlo.
26 Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad, detesta la iniquidad con toda tu alma.
27 Pues ¿quién alabará al Altísimo en el abismo si los vivos no le rinden homenaje?
28 El muerto, como quien ya no existe, ignora la alabanza; sólo el vivo y el sano glorifican al Señor.
29 ¡Qué grande es la misericordia del Señor, y su perdón para los que se convierten a él!
30 El hombre no puede abarcarlo todo, pues el ser humano no es inmortal.
31 ¿Hay algo más brillante que el sol? Pues también se eclipsa. Lo que es carne y sangre sólo concibe maldad.
32 Dios pasa revista al ejército del cielo; los hombres sólo son polvo y ceniza.
*• Nuestro maestro, el Sirácida, prosigue su instrucción tocando hoy otro punto de vital importancia: el arrepentimiento y el perdón. Se trata de palabras que nos ponen con frecuencia en una situación incómoda, porque nuestra exigencia nos sugiere que son difíciles de vivir.
Sin embargo, constituyen términos clave de nuestro vocabulario teológico, elementos irrenunciables para una armónica y auténtica relación con Dios. La vida del sabio florece gracias a una colaboración entre Dios y el hombre. Este último expresa su arrepentimiento naturalmente porque hay algo incorrecto en su modo de obrar o de pensar. Se da por descontado que el hombre es pecador. Una vez que el pecado está presente y empieza su obra corrosiva, ¿qué se puede hacer? El mandato es inequívoco: «Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad» (v. 26). Lo primero es apartarse del pecado. En consecuencia, es preciso comenzar el movimiento de retorno que se llama conversión. En hebreo, en efecto, la conversión es precisamente un volver (shüb), en el sentido de apartarse del camino errado por el que nos habíamos metido, a fin de encaminarnos hacia Dios. El pecador es como un muerto, incapaz de alabar al Señor.
Según la concepción antigua, en los infiernos se llevaba una vida larvaria; los que allí se encontraban eran como sombras y, sobre todo, no les era posible alabar a Dios. Era una «vida» que no merecía ese nombre, puesto que el fin de la existencia consiste en la alabanza a Dios. De ahí que el salmista pida a Dios que le libre de la muerte para que, continuando en la vida, mantenga la oportunidad de alabar al Señor (cf. Sal 88,11-13).
Dios concede su perdón al pecador arrepentido. Ahora bien, esto no es un derecho del hombre, sino un acto de amor del Señor: «¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (v. 29). No puede haber, por tanto, ninguna pretensión. El hombre conserva su lúcida conciencia de ser «polvo y ceniza» (v. 27). Su grandeza consiste en la humilde esperanza de que el Señor continúe otorgándole los beneficios de su amor.
Evangelio: Marcos 10,17-27
En aquel tiempo,
17 cuando iba a ponerse en camino se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?
18 Jesús le contestó: -¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.
19 Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.
20 Él replicó: -Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.
21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo: -Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.
22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.
23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!
24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: -Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!
25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí: -Entonces, ¿quién podrá salvarse?
27 Jesús les miró y les dijo: -Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.
*»• El fragmento evangélico de hoy se compone de dos partes: una vocación fallida por el apego a la riqueza (w. 17-22) y algunas consideraciones sobre la peligrosidad de la riqueza (w. 23-27).
El punto de partida es exaltador: un hombre busca el camino para la vida eterna. El hecho de que se dirija a Jesús habla en favor de la confianza que inspiraba el Maestro de Nazaret. Eran muchos los maestros que podían responder con sabiduría a esa pregunta. Es posible que aquel hombre se esperara algo diferente, algo nuevo. Jesús le orienta hacia Dios y hacia algunos de los preceptos del Decálogo, sobre todo a los relacionados con los deberes hacia el prójimo. El Decálogo, expresión de la voluntad divina, sigue siendo, en efecto, el código de referencia esencial, capaz de encaminar hacia la vida eterna. De este modo queda ratificado el valor del Antiguo Testamento.
Sin embargo, aquel hombre tiene sed de otra cosa. El Decálogo, que ya observa puntualmente desde su juventud, no le basta. Necesita un impulso novedoso: «Ven y sígueme» (v. 21) es la novedad del mensaje. Es la persona de Jesús, el hecho de seguirle, lo que marca la diferencia. Jesús se pone en la línea del Decálogo como expresión de la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, como punto de superación. Jesús es ese «algo más» buscado. La observancia de una ley queda sustituida por la comunión con una persona. Esta persona «pretende», justamente, ser el nuevo acceso hacia Dios.
Sin embargo, para seguir a Jesús es preciso abandonar el lastre y los diferentes impedimentos. Jesús había conocido a fondo a aquel hombre, gracias a la mirada cargada de amor que proyectó sobre él. El seguimiento exige una libertad interior que no tenemos mientras el dinero esté presente en nuestra vida como señor. Pero el dinero es aún más que señor; es tirano y, en efecto, aferra al hombre que no consigue liberarse de él. Su deseo es como una cáscara vacía. Se va triste y afligido. Ha preferido sus magras seguridades a la exaltadora propuesta de Jesús. Su riqueza le ha hecho perder una ocasión única para su vida, le ha empobrecido. Le queda la «riqueza» de su remordimiento.
Llegados aquí, Jesús lanza una dura consideración sobre la riqueza, cuando se convierte, como en el caso que ahora nos ocupa, en impedimento para realizar la vida en plenitud. Jesús conoce y denuncia la fuerza seductora del dinero. Los ricos tienen dificultades para acceder a Dios porque están atados a las cosas, hechizados por ellas. El hecho de poder comprar todo lo que quieren les confiere un sentido de casi omnipotencia.
La dificultad de su posición la expresa Jesús con la imagen del camello y el ojo de una aguja (v. 25). Estamos frente a una hipérbole, una exageración buscada adrede para subrayar mejor el concepto. «¿Quién podrá salvarse?» (v. 26), es la reacción de pasmo de los discípulos, acostumbrados a pensar que la riqueza era una bendición divina. Jesús responde que la salvación es don de Dios. Y éste es capaz de llevar a cabo lo imposible (v. 27). Ese don no exonera del esfuerzo por liberarse y mantenerse lo más libres posible.
MEDITATIO
Podríamos decir que el denominador común de ambas lecturas es una invitación a liberarse. La primera nos invita a liberarnos del pecado, la segunda de la riqueza.
En ambos casos se trata de un impedimento para acceder a los valores superiores; más aún, vitales. «Pecar es humano, perseverar es diabólico», dice una conocida máxima. A buen seguro, es preciso que nos comprometamos antes que nada a evitar el pecado, pero, siendo realistas, no podemos olvidar nuestra crónica fragilidad. En consecuencia, será oportuno tener presente que somos débiles, incapaces de mantener siempre el rumbo adecuado, a pesar de las muchas ayudas que recibimos.
La humilde conciencia de nuestra pobreza espiritual nos llevará a renovar la petición de perdón al Señor, a pedir su misericordia y a recomenzar con confianza. La autosuficiencia del hombre moderno le impide arrodillarse ante su Creador para pedir perdón. El hombre se convierte en medida de sí mismo, está bien lo que él juzga que está bien, no busca ningún punto de referencia fuera de él. De este modo, le queda bloqueado el camino espiritual. Es preciso ayudarle a liberarse de su autosuficiencia, a que vuelva al Señor con la conciencia del joven de la parábola: «Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo"» (Le 15,18).
El segundo camino de liberación nos lo propone el evangelio. Jesús, con una divina intuición, comprende qué es lo que atenaza a este hombre y le propone liberarse de sus riquezas. No le aconseja tirarlas o destruirlas, sino que le sugiere que las haga fructificar dándoselas a los pobres. Este hombre, privado de sus riquezas, empezaría a tener un capital en el cielo: «Tendrás un tesoro en el cielo». La liberación no es el fin, sino la condición para realizar plenamente nuestra vida. Ésta encuentra su máxima floración en el «ven y sígueme» que corresponde a la vocación específica de aquel hombre. No supo liberarse de su riqueza, pensando que tal vez eran un bien que le garantizaba el mañana. Perdió la ocasión más bella de su vida, desaprovechó la invitación que procedía de un acto sublime de amor: «Jesús le miró fijamente con cariño». Con su riqueza, y precisamente a causa de ella, se volvió terriblemente pobre. Su caso nos enseña que es posible permanecer apresados por las cosas, a pesar de las llamadas de Jesús a una vida plenamente realizada. Por fortuna, la historia de los discípulos nos enseña que también es posible tomar el camino adecuado.
ORATIO
Señor, libérame de la presunción de sentirme «tranquilo» por una valoración mínima de mi pecado («¿Qué tiene de malo?», «Lo hacen todos»), de remitir al infinito la conciencia y la denuncia de mi culpa, porque esto me bloquea el acceso a tu misericordia, me hace perder un tiempo precioso, me mantiene encadenado a mi orgullosa presunción.
Señor, ayúdame a cultivar la espiritualidad sencilla y esencial del publicano en el templo: «¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador!», a conservar la viva confianza de que el Padre, en los cielos, está dispuesto a perdonar, puesto que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23). Y una vez perdonado, ayúdame a perdonar a los otros, a imitación del Padre que me perdona, para que yo quede libre del rencor y del espíritu de venganza y permita a los otros liberarse de su pasado.
Señor, libérame de las cosas entendidas como posesión que esclaviza; concédeme la sabiduría de un uso prudente, considerándolas como medios de tu Providencia destinados a alcanzar el fin, a entrar en la vida que eres tú, que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos.
CONTEMPLATIO
No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados con esta humildad y que usan de tal modo sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.
El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor a los bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.
Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraron su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.
Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando al subir al templo se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (León Magno, Sermón sobre las bienaventuranzas 95, 2ss, en PL 54, col. 462).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (Eclo 17,29).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Podemos representar el perdón como un prisma con muchas caras, de cada una de las cuales se desprende una luz. El perdón renueva por completo a la persona humana: no sólo la arranca de la condición de pecado, sino que le abre el camino para ser «el hombre nuevo creado por Dios, "el hombre nuevo creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera" (Ef 2,4)»(R. Bultmann) [...].
Pedir la remisión de las deudas es, a buen seguro, pedir la cancelación de una cuenta con números rojos, aunque es también mucho más. Recibir el perdón es entrar en una relación nueva con aquel que nos ha condonado la deuda. Cuando le pedimos al Padre su perdón, le pedimos que vuelva a admitirnos en el círculo de su amor, del que nos habíamos salido al pecar.
Pedimos ser reconciliados con el Padre, volver a entrar en comunión con él; más aún, ser nuevamente acogidos dentro de su amor. El amor del Padre: ésa es la meta a la que se dirige la petición de perdón [...]. El perdón de Dios es el modelo de la medida del perdón cristiano [...]. A través de la inmolación de su propio Hijo, Dios ha roto el equilibrio exigido por la justicia y lo ha sustituido por el equilibrio del amor misericordioso y perdonador.
El perdón cancela la paridad entre el debe y el haber de los honorarios, la nivelación como ideal ético al que ha permanecido atado el judaísmo y lo sigue estando todavía nuestra cultura. Del Crucificado que muere perdonando -más aún, excusando y buscando atenuantes para la acción de quienes le crucifican (Le 23,34)- han aprendido los cristianos a renunciar al cobro de la deuda según la justicia, desactivando así la mecha que yace bajo toda exigencia de justicia (M. Masini, // Vangelo del perdono, Milán 2000, pp. 24.119.123).
Martes 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 35,1-12
1 Quien observa la ley multiplica las ofrendas; quien sigue los mandamientos ofrece sacrificio de comunión.
2 Quien devuelve un favor hace una ofrenda de flor de harina, y quien da limosna ofrece sacrificio de alabanza.
3 Apartarse del mal agrada al Señor, huir de la injusticia es sacrificio expiatorio.
4 No te presentes ante el Señor con las manos vacías, pues en esto consisten los mandamientos.
5 La ofrenda del justo dignifica el altar, su suave olor se eleva hasta el Altísimo.
6 El sacrificio del justo es aceptable, su memoria no quedará en el olvido.
7 Glorifica al Señor con generosidad y no escatimes las primicias que ofreces.
8 Siempre que ofrezcas algo, hazlo con semblante alegre, y paga los diezmos de buena gana.
9 Da al Altísimo según te dio él a ti, con generosidad, según tus posibilidades.
10 Porque el Señor sabe retribuir y te devolverá siete veces más.
11 No trates de sobornar al Señor, pues no lo aceptaría, ni te apoyes en sacrificio injusto,
12 porque el Señor es juez y no hace acepción de personas.
*•• En este fragmento manifiesta el autor que es, al mismo tiempo, ritualista y moralista, o sea, que se siente apegado tanto al culto como a la ley divina en todas sus facetas. Hace concluir aquí ambas tendencias, considerando que la misma práctica de la ley es culto. Lo captamos ya desde el principio, cuando establece un repetido paralelismo entre la observancia de la ley -o una de sus manifestaciones- y un acto de culto (observancia de la ley-ofrendas; cumplimiento de los mandamientos- sacrificio de comunión; devolver un favor-flor de harina; practicar la limosna-sacrificios de alabanza; abstenerse de la injusticia-sacrificio expiatorio). Acredita un profundo conocimiento de los diferentes actos de culto con que se honraba a Dios.
Su mensaje gira en torno a dos ideas. De ellas, la primera es más teológica, y la otra más ritual. El magno principio: «La ofrenda del justo dignifica el altar... El sacrificio del justo es aceptable» (w. 5ss), al poner en relación el compromiso o santidad de vida («justo») con la acción de la ofrenda en el templo, anticipa y satisface la exigencia de unidad-comunión de la persona que Mateo exigirá de una manera categórica: «Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23ss).
La otra idea recuerda la generosidad que hay que mostrar en la ofrenda al Señor. El pensamiento recoge el precepto de Ex 23,15 («Nadie se presentará ante mí con las manos vacías»), enriqueciéndola con una motivación sapiencial: «Porque el Señor sabe retribuir, y te devolverá siete veces más» (v. 10). En términos populares y simplificados, es como decir que con el Señor no se lleva nunca las de perder.
Evangelio: Marcos 10,28-31
En aquel tiempo,
28 Pedro le dijo a Jesús: -Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
29 Jesús respondió: -Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia,
30 recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna.
31 Hay muchos primeros que serán últimos y muchos últimos que serán primeros.
*»• Se ha desarrollado una situación ante los ojos de Jesús y de sus discípulos: un explosivo deseo de seguimiento ha naufragado miserablemente entre las dificultades de una riqueza que ha enredado hasta el impulso más noble. El resultado ha sido el fracaso: caídos los ideales, han quedado los trozos de la amargura. Jesús ha aprovechado la ocasión para poner en guardia contra los peligros de una riqueza que esclaviza. Éste es el antecedente del pasaje que hemos leído hoy.
Pedro, como en otros casos, toma la palabra. No plantea una verdadera pregunta, pero su consideración equivale a una pregunta dirigida a Jesús. Pedro y los demás del grupo lo han dejado todo y se han adherido a la propuesta de Jesús. Se han comportado de una manera diametralmente opuesta al rico de más arriba. De una manera implícita, aflora la pregunta: si aquél se ha ido triste, en estado de quiebra, ¿qué será de nosotros? Jesús no hace esperar la respuesta clarificadora. Habla de una recompensa que se distribuye entre el hoy del tiempo («el tiempo presente») y el mañana de la eternidad («el mundo futuro»). A quienes lo han dejado todo –explicitado con siete realidades que abarcan el mundo del bienestar, de los afectos y de la profesión (casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, campos)- se les promete cien veces más.
No se trata de una operación simplemente matemática ni rigurosamente bancaria. Si bien el seguimiento ha traído consigo rupturas con el programa de vida que teníamos (propiedades, familia, profesión), también es verdad que no ha creado gente inadaptada o personas sin referencias. Aquí podemos ver una alusión a la vida eclesial de la primera comunidad, donde era fuerte el sentido de pertenencia y los miembros se llamaban «hermanos» entre sí. El añadido «junto con persecuciones » (v. 30) recuerda que en el tiempo presente no se puede alejar la sombra de la cruz. Se goza, se obtiene, pero de un modo condicionado. El premio definitivo es «en el mundo futuro» y consiste en la «vida eterna». Esa expresión no tiene necesidad de explicaciones o de complementos.
Es la vida con Dios, una vida exuberante, que no conoce ocaso. El v. 31 es una sentencia de carácter sapiencial que prevé el vuelco de la situación. Es un aviso para que nadie se considere nunca de los que ya han llegado, y a la vigilancia, porque el seguimiento es siempre un compromiso de vida.
MEDITATIO
Una lectura apresurada y superficial de los textos de hoy podría hacer surgir la idea de que nuestra relación con el Señor es semejante a la que mantenemos con un banco: depositamos una suma de dinero y, después de cierto tiempo, la retiramos con los intereses. La diferencia sería sólo cuantitativa: la tasa del interés dado por el Señor sería extremadamente generosa: el séptuplo para la primera lectura y hasta el céntuplo para el evangelio. Obviamente, no hemos tomado el camino adecuado.
Antes que nada, hemos de señalar que es preciso construir una relación interior, profunda y global. El libro del Eclesiástico pedía la observancia de la ley, y los apóstoles se han adherido al seguimiento de Jesús: en ambos casos se trata de entrar en comunión con Alguien.
Lo que más vale es la ofrenda de nuestra vida en forma de fidelidad a la voluntad divina, de generosidad en el seguimiento de su enseñanza o sugerencias. La ofrenda de cualquier don es sólo manifestación o prolongación de la ofrenda de nuestra persona. Y también a nivel personal se sitúa la recompensa. Esto se comprende mejor en el pasaje evangélico. La perspectiva final y gloriosa de la recompensa es «la vida eterna», que -dicho con otras palabras- es la visio Dei, la comunión plena y definitiva con la Trinidad. Seguir a Cristo significa entrar, con él, en él y por él, en el misterio trinitario. Éste es el verdadero céntuplo. El interés bancario tiene aquí poco que ver.
ORATIO
Perdónanos, Señor, nuestra mentalidad comercial. Estamos acostumbrados a cuantificar y a «monetizar» todo. «¿Cuánto es eso en dinero?», es una frase que aparece a menudo en nuestros labios. Esta mentalidad de contables invade y contamina asimismo nuestra relación contigo. Nosotros te damos y tú nos das..., sólo que muchas veces las cuentas no salen. Comienzan nuestras crisis. Tú nos pareces lejano, insensible a nuestros problemas...
Perdónanos, Señor, si te hemos reducido a un buen «supercontable», a administrador delegado del Reino de los Cielos. Ayúdanos a calcular en términos de gracia que es gratuidad, potencia de amor, desinterés. Ayúdanos a dar y a darnos sin calcular, alegres de gastarnos para que tú seas conocido y amado. Sabemos, ciertamente, que en materia de generosidad no hay quien te gane. Si después quieres echarnos una mano para que abramos nuestra cartera, la caja fuerte de nuestro tiempo y de nuestra disponibilidad para compartir con los otros, tanto mejor. Nos sentiremos de verdad hijos de aquel Padre que es pródigo en amor con todos.
Ayúdanos a desear ese premio que eres tú mismo, presente ya hoy en nuestra vida, con la esperanza de que nosotros podamos reposar un día, definitivamente, en la tuya.
CONTEMPLATIO
¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que le aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice san Pablo, citando al profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman.
En verdad es muy grande el premio que proporciona la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, es provechoso para el hombre que lo cumple, no para Dios que lo impone, sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz.
Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado.
Por consiguiente, debes considerar como realmente bueno lo que te lleva a tu fin y como realmente malo lo que te aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y la muerte, son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son cosas buenas y deseables; de lo contrario, son malas y aborrecibles (Roberto Belarmino, «Sobre la elevación de la mente hacia Dios», grado 1, en Opera omnia 6, edición de 1862, 214).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Da al Altísimo según te dio él a ti, con generosidad, según tus posibilidades» (Eclo 35,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Iba yo paseando por el camino. Un mendigo, un viejo harapiento, me detuvo. Tenía los ojos inflamados, llenos de lágrimas, los labios de color violeta, la ropa a jirones y mostraba unas llagas repugnantes. ¡Oh, cómo había maltratado la miseria a aquel ser infeliz! Me tendió una mano roja, hinchada, sucia. Con un gesto me pidió que le socorriera. Me hurgué en todos los bolsillos. No llevaba ni el monedero, ni el reloj, ni siquiera el pañuelo, no llevaba justamente nada encima.
El mendigo seguía allí, esperando. Tendía la mano y le sacudía un leve temblor. Turbado, confuso, cogí vigorosamente aquella mano sucia y temblorosa: «Tenga paciencia, hermano, no llevo nada». El mendigo me miró con sus ojos inflamados; sus labios de color violeta se entreabrieron y sonrieron, y me estrechó a su vez los helados dedos. «¡No tiene importancia, hermano!», murmuró, «gracias de todos modos. También esto es una limosna». Comprendí que también yo había recibido una limosna de aquel hermano (I. Turgheniev, Le poesie in prosa, Lanciano 1923).
Miércoles 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 36,1.4-5.10-17
1 Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo, míranos y derrama tu terror sobre todas las naciones.
2 Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido, porque no hay Dios fuera de ti, Señor.
3 Renueva tus prodigios, repite tus milagros, glorifica tu fuerza y el poder de tu brazo.
10 Reúne a todas las tribus de Jacob, devuélveles su heredad como al comienzo.
11 Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien hiciste tu primogénito.
12 Ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén, el lugar de tu descanso.
13 Llena a Sión de tu alabanza y colma a tu pueblo de tu gloria.
14 Son tus obras más antiguas, muéstrales tu favor y cumple las profecías hechas en tu nombre.
15 Da una recompensa a los que en ti esperan, y que tus profetas resulten veraces.
16 Escucha, Señor, la plegaria de tus servidores, según la bendición de Aarón sobre tu pueblo.
17 ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!
**• El texto nos propone una hermosa oración que el autor, con ánimo apesadumbrado, dirige al Señor a favor de Israel. El pueblo necesita ser liberado y volver a encontrar su función entre los pueblos: la de ser un escriño de las promesas de Dios, un faro de fidelidad y de amor a su Dios. Muchas veces ha sido fiel a su tarea, otras muchas se ha salido del buen camino, rompiendo la alianza que, cual cordón umbilical, le permitía estar unido a Dios, alcanzando a su vida misma. La dramática experiencia del exilio ha colapsado las esperanzas, oscureciendo el futuro y ha resquebrajado el valor de su función histórico-teológica entre los pueblos. De ahí los dos puntos de mayor interés de la lectura.
El primero es la conciencia de la culpa, que lleva a pedir de manera repetida perdón a Dios, apoyándose únicamente en su misericordia. Los destinatarios de tal misericordia son citados en más ocasiones, empleando asimismo variaciones, como «pueblo», «Israel», «Sión», «Jerusalén»: «Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo... Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien hiciste tu primogénito... Ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén... Llena a Sión de tu alabanza...». La insistencia en el adjetivo «tu» es, por una parte, para recordar a Dios el compromiso que adquirió con el pueblo, en virtud de la alianza, y, por otra, para recordar al pueblo su pertenencia a Dios, a pesar de sus ruinosos bandazos.
Como segundo punto, emerge una repetida alusión a la globalidad, insertando a Israel en el tejido mundial. Ya no aparece sólo el elemento distintivo y de separación («Nosotros somos el pueblo elegido, en oposición a los otros que no lo son»), sino que comienza a despuntar una conciencia de que lo que son está en función de una tarea que supera las fronteras de Israel: «Derrama tu terror sobre todas las naciones. Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido, porque no hay Dios fuera de ti. Señor. ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!». Poco a poco se va desarrollando una conciencia misionera y universalista. El Nuevo Testamento está llamando ahora a la puerta.
Evangelio: Marcos 10,32b-45
En aquel tiempo,
32 tomó Jesús consigo una vez más a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a pasar:
33 -Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos;
34 se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará.
35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron:
-Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte.
36 Jesús les preguntó: -¿Qué queréis que haga por vosotros?
37 Ellos le contestaron: -Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria.
38 Jesús les replicó: -No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?
39 Ellos le respondieron: -Sí, podemos. Jesús entonces les dijo: -Beberéis la copa que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado.
40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado.
41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
42 Jesús los llamó y les dijo: -Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen.
43 No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor,
44 y el que quiera ser el primero entre vosotros que sea esclavo de todos.
45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.
**• El fragmento evangélico de hoy se compone de dos puntos: el tercer anuncio de la pasión y resurrección (w. 32-34), y la absurda petición de Santiago y Juan, con sus respectivas consecuencias (w. 35-45).
Jesús no convierte en un misterio lo que le espera. Va libremente y con una conciencia plena al encuentro de su destino de muerte. Sin embargo, lo ilumina con el resplandor de la resurrección, a fin de hacer comprender el valor de este sufrimiento. Es tragedia, no desesperación; es muerte, no condición definitiva. Sin embargo, en vez de concentrarse en el misterio pascual de Jesús, los discípulos -como ya hicieran después de los dos anuncios precedentes- se repliegan en sus propios y mezquinos intereses. Aquí se rompe el grupo: los hermanos Santiago y Juan contra los otros diez. Ambos hermanos adelantan una demanda pretenciosa: ocupar los dos puestos más prestigiosos. Pretenden un reconocimiento que les confiera autoridad y superioridad sobre los otros. En su petición observamos dos errores de bulto: entienden la gloria en un sentido muy humano y por eso se proveen previamente de garantías para el futuro.
Sería algo así como una especie de póliza de seguro, un seguro de vida que les ponga a cubierto de sorpresas desagradables; y, por otra parte, se consideran mejores que los otros y ambicionan un reconocimiento que los distinga, sin ofrecer nada a cambio o sin méritos manifiestos.
Jesús les responde con dureza, acusándoles de ignorancia. Corrige su concepto de gloria, demasiado humano, y les propone otro nuevo. Jesús inserta en él la realidad del sufrimiento. Ése es el significado del «bautismo», una zambullida en la oscuridad del sufrimiento antes de volver a salir a la luz de la gloria. El cáliz es otra imagen para expresar el mismo vínculo: es preciso beber el que ha sido preparado para poder compartir la alegría de ser comensales en la mesa del Maestro. Ambos responden afirmativamente a la pregunta sobre su disponibilidad a seguir el camino trazado. Jesús confirma su voluntad. Efectivamente, Santiago será el primer mártir entre los apóstoles (el año 44 d. de C.) y Juan dará testimonio con indómita fidelidad de su amor al Señor hasta que le llegue la muerte, ya anciano.
A la petición de la «colocación», Jesús responde que no es tarea suya asignar puestos y remite de manera sutil a Dios. En efecto, «para quienes está reservado» (v. 40) es una pasiva divina que debe entenderse en este sentido: «para quienes Dios los ha reservado». El cambio es de 180 grados: se pasa de su petición -«Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte» (v. 35)- a la atención a la voluntad de Dios. Él es quien dispone, él es quien determina.
La petición no es indolora. Ha producido un desgarro en el tejido del grupo, que se divide ahora: dos contra diez. Jesús los llama, los acerca a su persona, casi para transmitir un calor afectivo antes de impartir instrucciones claras. Propone un modo nuevo de ejercer la autoridad, pasando del autoritarismo a la diakonía, al servicio a los demás. Quien manda u ocupa puestos de prestigio no debe sobresalir, y mucho menos explotar a los otros o extraer ventajas personales. Quien esté en la cima debe entregarse a los otros. Jesús no propone un mortificador igualitarismo y reconoce la necesidad de que haya jefes, responsables. Pero cambia de una manera radical su función respecto a lo que sucede normalmente.
¿Idealismo? ¿Fantasía? No, Jesús mismo es el modelo y fundamento del nuevo planteamiento de la autoridad. Él es el superior (el Hijo del hombre) que pone su vida a disposición de todos, es decir, de los inferiores. Su muerte en la cruz será la marca de su autoridad, que es un servicio de amor.
MEDITATIO
«Bien está lo que bien acaba», comenta muchas veces la gente. Podríamos emplear también este proverbio para iluminar nuestros textos, que tienen un punto de partida errado pero llegan después a su justa meta. Si bien, por un lado, encontramos una actitud necia, irresponsable, decididamente negativa, por parte de aquellos que, aun habiendo recibido una óptima formación, habían desatendido sus funciones de guías, por otro lado, encontramos que ellos mismos se arrepienten o al menos reciben una hermosa catequesis que también nos sirve a nosotros. El final, por consiguiente, es positivo.
El pueblo judío, elegido por Dios para ser luz de las naciones, ha traicionado la alianza, se ha enviscado en sucios acontecimientos que le han arrastrado al abismo del exilio. De este modo, no realiza su vocación, ni tampoco sirve de ayuda a los otros pueblos. Su historia corre el riesgo de ser una historia de sentido único, cerrada en sí misma. En la primera lectura, el pueblo declara de manera repetida, por boca del Sirácida, su arrepentimiento y pide perdón por su infidelidad. No pone excusas, pues es consciente de que es totalmente responsable del fracaso.
Encuentra su ancla de salvación en la bondad de Dios: «Ten piedad» es el estribillo que acompasa su petición de perdón. Su rehabilitación tiene lugar junto con la de los otros, comprendidos y citados otras veces en la oración. Una luz de esperanza aclara el horizonte. El evangelio nos muestra la «cara mala» de los apóstoles. Aunque están siendo educados por el Maestro perfecto, parecen refractarios a su enseñanza, empeñados más en el reparto del poder que en la comprensión del misterio pascual. El punto de partida es la arrogancia de los hermanos Santiago y Juan, que pretenden sobresalir por encima del grupo. Si éstos se han equivocado, los otros no les van a la zaga, porque alimentan sentimientos de hostilidad contra aquéllos. La situación está muy enredada. Su comportamiento, muy humano (probablemente nosotros habríamos obrado del mismo modo), provoca la intervención de Jesús. Enseña a los dos hermanos a ponerse enteramente en manos del Padre, que dispone las cosas como mejor le parece. Les enseña a todos que la autoridad no es mandar sobre los demás, como se considera con frecuencia, sino un generoso servicio, poner y ponerse a disposición de los demás. Incluso con la propia vida, si fuere menester. Jesús les enseña de palabra y con el ejemplo.
Es una hermosa lección de humildad y también una preciosa catequesis que hemos de mantener como lámpara encendida para iluminar nuestro camino. El Señor nos precede como «lámpara para nuestros pasos».
ORATIO
Guíame, Luz amable, en medio de las tinieblas que me rodean, guíame Tú por delante.
Oscura es la noche, y estoy lejos de casa. Guíame Tú por delante.
Da firmeza a mis pies: no pido ver el horizonte remoto, me basta con un solo paso.
No fui siempre así, ni siempre pedí que Tú me condujeras por delante.
Me agradaba elegir y ver mi camino, pero ahora guíame Tú por delante.
Me gustaba el día espléndido y, más fuerte que el temor, el orgullo dominaba mi voluntad: no he de recordar los años pasados.
Tu poder me ha bendecido desde hace tanto que, ciertamente, aún querrás guiarme por delante, más allá de páramos y cenagales, más allá de rocas y torrentes, hasta que haya pasado la noche y por la mañana me sonrían los rostros angélicos que he amado durante tanto tiempo y he perdido durante un trecho (J.-H. Nevvman, Guidami, Luce gentile).
CONTEMPLATIO
Convertios a mí de todo corazón y que vuestra penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y ya que la costumbre tiene establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos -como nos cuenta el evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magnitud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias-, así os digo que no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado, pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad.
Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sean vuestras culpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la vastedad de vuestros muchos pecados.
Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su malicia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y aparta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio.
Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe retirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con las que nuestra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: A cada día le bastan sus disgustos, o bien aquello otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor?
Y porque dice, como hemos visto más arriba, que el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la magnitud de su clemencia no nos haga negligentes en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es infinitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa.
Pero como no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefiero ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil (Jerónimo, Comentario sobre Joel, en PL 25, cois. 967ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!» (Eclo 36,17).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Aprobamos y alabamos al hombre modesto porque, a pesar de la fortísima inclinación que siente todo hombre a estimarse de manera excesiva, ha llegado a formular un juicio imparcial y verdadero sobre sí mismo [...].
La modestia es una de las dotes más amables del hombre superior. Absolutamente verdad; más aún, se observa por lo general que la modestia crece en proporción a la superioridad [...]. Si la modestia es la humildad reducida a la práctica, no se puede combinar con el orgullo, que es lo contrario de aquélla; no habrá ningún «justo orgullo». El hombre que se complace de sí mismo, que no reconoce en él aquella «ley de los miembros que contrasta con la ley de la mente (Rom 7,23), el hombre que se atreve a prometerse a sí mismo que, por su propia fuerza, escogerá el bien en las ocasiones difíciles, vive miserablemente engañado y es injusto; el hombre que se antepone a los otros es un temerario; es parte y se erige en juez [...]. Así pues, el orgullo no puede ser nunca justo; por consiguiente, no puede ser nunca ni un apoyo para la debilidad humana ni un consuelo en la adversidad.
Éstos son los frutos de la humildad: es ella la que nos sostiene contra nuestra debilidad, dándola a conocer y recordándola en todo momento; es la humildad la que nos lleva a velar y a orar a Aquel que rige la virtud y la da; es ella la que nos hace «levantar los ojos a los montes de donde nos viene el auxilio» (Sal 121,1). Y en la adversidad, los consuelos son propios del ánimo humilde, que se reconoce digno de sufrir y experimenta un sentimiento de alegría que nace del hecho de consentir a la justicia. Volviendo sobre sus fallos, toma las adversidades como correcciones de un Dios que los perdonará y no como golpes de una ciega potencia; y crece en dignidad y pureza porque, a cada dolor sufrido con resignación, siente que desaparecen algunas de las manchas que lo deformaban (A. Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica, Milán 1943).
Jueves 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 42,15-25
15 Ahora voy a hablar de las obras del Señor, voy a contar lo que he visto: por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras.
16 El sol, al brillar, todo lo contempla, la obra del Señor está llena de su gloria.
17 Ni siquiera los fieles del Señor son capaces de contar todas las maravillas que el Señor Todopoderoso ha establecido firmemente para que todo sea estable ante su gloria.
18 Él sondea las honduras del abismo y del corazón y descubre todos sus secretos, porque el Altísimo posee toda la ciencia y observa los signos de los tiempos.
19 Él anuncia el pasado y el futuro y descubre las huellas de las cosas ocultas.
20 Ni un pensamiento se le escapa, ni una palabra se le oculta.
21 Él ha dispuesto con orden las maravillas de su sabiduría porque él existe desde siempre y por siempre; nada le puede ser quitado ni añadido, y no necesita consejeros.
22 ¡Qué deseables son todas sus obras! Y eso que lo que vemos es sólo un destello.
23 Todas viven y permanecen para siempre, y en todo momento le obedecen.
24 Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente.
25 Una cosa supera a otra en excelencia, ¿quien puede cansarse de contemplar su gloria?
*•• Empieza aquí una sección que celebra la gloria de Dios en la naturaleza. La creación ha sido objeto desde siempre de una asombrada admiración, espejo de la gloria de Dios. Este término acompasa el pasaje porque aparece tres veces, enmarcando el comienzo («la obra del Señor está llena de su gloria»: v. 16) y el final («¿Quién puede cansarse de contemplar su gloria?»: v. 25).
La palabra hebrea kabód, «gloria», remite a algo pesado, a algo que se hace visible. La creación es considerada como una epifanía de Dios, como algo que le manifiesta, como sugiere asimismo el Sal 19,2: «Los cielos narran la gloria de Dios». Nuestro autor puede jactarse de contar con un fuerte apoyo por parte de la tradición para sostener su pensamiento.
En el mundo bíblico se apoya desde el principio cuando recuerda que «por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras» (v. 15). Salta a la vista la alusión a Gn 1, donde Dios crea el mundo con su Palabra: Dios dice y todo se hace. Entre los elementos de la creación se cita al sol, tal vez como emblema y representante de todo. El discurso prosigue, a continuación, admirando la sabiduría que regula el mundo. Por otra parte, se celebra a Dios como omnisciente.
Asoma entre líneas el comienzo del Sal 139, que aprecia precisamente este atributo divino: Señor, tú me examinas y me conoces, sabes cuándo me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos. Tú adviertes si camino o si descanso, todas mis sendas te son conocidas. No está aún la palabra en mi lengua y tú, Señor, ya la conoces.
El autor reconoce humildemente que sólo una mínima parte de la creación cae bajo la observación de los hombres. Efectivamente, pensemos en el microcosmos, que todavía hoy sigue siendo bastante misterioso, a pesar de la continua y apasionada investigación científica de que es objeto. En la celebración de la gloria divina, se subraya la estabilidad y la compleción: «Todas viven y permanecen para siempre, y en todo momento le obedecen. Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente. Una cosa supera a otra en excelencia, ¿quién puede cansarse de contemplar su gloria?» (w. 23-25). Todas estas observaciones son de poca monta; sin embargo, son importantes, porque nos ayudan a comprender que el mundo no es fruto del azar ni está regido por fuerzas ciegas. Existe un Creador que es también un providente ordenador que refleja en el cosmos su belleza y armonía. Por eso brota de la garganta un grito espontáneo de extasiada admiración: «¡Qué deseables son todas sus obras!» (v. 22). Verdaderamente, la creación es un escriño de belleza y de perfección, un test siempre eficaz para vislumbrar la gloria de Dios. Ésta, como enseña el libro del Eclesiástico, se convierte en una continua oportunidad para hacernos cantores de Dios.
Evangelio: Marcos 10,46-52
En aquel tiempo,
46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino.
47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar: -¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!
48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: -¡Hijo de David, ten compasión de mí!
49 Jesús se detuvo y dijo: -Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: -Ánimo, levántate, que te llama.
50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: -¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: -Maestro, que recobre la vista.
52 Jesús le dijo: -Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.
*»• El punto de partida es una de las tantas miserias que afligen a los hombres: se trata de un hombre ciego. Conocemos su nombre, Bartimeo, y la localidad donde vive, Jericó. Su condición le obliga a adoptar una actitud pasiva: permanecer sentado y vivir al margen: «Estaba sentado junto al camino» (v. 46). El paso de Jesús le da bríos y vitalidad a este hombre, que grita: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Se trata de una jaculatoria que irrumpe desde la profundidad del sufrimiento y de la humillación. Le pide a Jesús que se ocupe de él. Esta jaculatoria es bella y, desde el punto de vista teológico, densa. Vamos a examinarla. El hecho de haberse dirigido a Jesús nos hace comprender ya la confianza y la estima que Bartimeo siente hacia el Maestro de Nazaret. Por otra parte, el título solemne de «Hijo de David» era un atributo del Mesías. Por consiguiente, el ciego deja entender quién es para él Jesús. El Mesías prometido habría de llevar a cabo una transformación radical, habría de ser la personificación de la salvación prometida por Dios, que incluía la curación de los ciegos (cf. Is 35,5).
La provocación es fuerte y tan peligrosa como encender una mecha. La espera apasionada del Mesías inflamaba los ánimos y no faltaban los pretendidos mesías que turbaban el orden público (cf. Hch 5,36ss). La autoridad romana se mostraba, por consiguiente, suspicaz y siempre estaba alerta. Por otra parte, el que habla es un ciego, ciertamente la persona menos indicada para formular afirmaciones teológicas comprometedoras.
Mejor hacerle callar y garantizar la tranquilidad. Pero no hay nada que hacer. El ciego grita más fuerte y eleva su jaculatoria hasta hacerse oír por Jesús. Éste no es sordo -ni de oídos ni de corazón- y manda que le llamen.
Tal vez los mismos que querían hacerle callar se ven obligados a llevarlo ante Jesús. Las palabras con que le llaman son ya todo un programa: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). Entre la «bastante gente» que sigue a Jesús, sólo le llama a él; por consiguiente, sería mejor dar mayor énfasis a la idea diciendo: «Que te llama precisamente a ti». En vez de «levántate», un lector griego hubiera podido entender «resucita», porque se trata del mismo verbo. Es una invitación a dejar la posición de sentado y a ponerse en movimiento.
Bartimeo recibe la oferta con entusiasmo. Ya no le importa lo que posee, el manto, y lo abandona para acercarse a Jesús. Esta acción puede tener un gran significado. Es preciso desembarazarse de todo para ir a Jesús. Lo importante es él; el resto cuenta poco o nada. Ahora quedan abolidas las distancias. Ambos son una presencia recíproca, aunque el uno ve y el otro no. El que ve guía al otro con una palabra sencilla, obvia, capaz de crear un puente de entendimiento y de familiaridad. Ése es el sentido de la pregunta de Jesús, que no quiere poner al ciego en una situación embarazosa. Jesús, de un modo divinamente delicado, pone a la persona en una situación cómoda, de forma que pueda responder. El encuentro verbal prepara el encuentro visual. La fe de Bartimeo, en este caso su testaruda constancia, ha producido el milagro. Ahora es un hombre transformado: está de pie y ve. La transformación completa llega con la nota final. Bartimeo se pone a seguir a Jesús. Deja de ser el ciego sentado al margen del camino y es el vidente que sigue a Jesús por el camino. ¿Adonde? Por el camino que lleva a Jerusalén (cf. 11,1), donde Jesús morirá y resucitará a fin de permitir «verle» a todos los hombres, es decir, darse cuenta de que es él quien da al mundo el impulso de novedad.
MEDITATIO
Hasta el hombre distraído y superficial se da cuenta de que el cielo estrellado, un jardín en flor, la extensión del mar o un pico rocoso son bellos de ver y suscitan admiración.
No bastan ni una apreciación estética, ni un conocimiento natural. Es preciso ir más allá del fenomenólogo y del científico para abordar el origen de todo. Hacen falta unos ojos limpios que sean capaces de penetrar en el dato exterior y llegar al «misterio».
La primera lectura nos enseña a percibir la realidad que se oculta bajo lo que se manifiesta. La belleza de lo creado es fruto de la Palabra de Dios y de su próvido amor, que mantiene, regula y hace vivir todo. Se trata de un concepto importante, fundamental, hasta tal punto que la idea de Dios creador abre nuestra profesión de fe: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Además de reconocer en él la causa del universo (que no se ha hecho por sí mismo, ni por simple evolución), afirmamos que es Padre. La creación es una obra de amor: es su Providencia, que lo rige todo y lo guía todo hacia la plenitud.
La bondad misericordiosa de Jesús, que nos ha hecho comprender que Dios es Padre, nos ha abierto unos ojos limpios para reconocer todo esto. Jesús está dispuesto a abrirnos los ojos si, como Bartimeo, somos capaces de gritarle: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Este ciego, en realidad, «ha visto bien», puesto que se ha dirigido a aquel que podía resolver su problema. Lo ha hecho con insistencia, superando las resistencias de la gente. Obtiene la vista física, pero también un mayor conocimiento de quién es Jesús, al que sigue después: «Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino».
Nosotros, antes que nada, debemos convencernos de que somos ciegos o, al menos, de que tenemos cataratas en los ojos. Necesitamos que el Señor nos restituya la vista para ver el bien, para admirar su obra de amor, para ser cada vez más poetas que cantan la vida y admiran el cielo, espejo de la belleza y del amor divinos.
ORATIO
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Vestido de majestad y de esplendor,
envuelto en un manto de luz,
tú despliegas los cielos como una tienda
y construyes tus aposentos sobre las aguas;
haces de las nubes tu carroza,
avanzas sobre las alas del viento;
tomas a los vientos por mensajeros,
a las llamas ardientes por servidores.
Asentaste la tierra sobre sus cimientos
y permanecerá inconmovible por siempre;
le pusiste el océano como vestido
y las aguas cubrían los montes.
Pero a tu bramido, las aguas huyeron;
al fragor de tu trueno, se retiraron:
subieron a los montes, bajaron por los valles,
ocuparon el lugar que tú les señalaste.
Les pusiste una frontera que no deben pasar,
para que no vuelvan a cubrir la tierra.
De los manantiales sacas los ríos
que corren entre las montañas;
en ellos beben todas las bestias del campo
y los asnos salvajes apagan su sed.
En sus riberas anidan las aves del cielo,
que dejan oír su canto entre las frondas.
Desde tus aposentos riegas las montañas,
con tu acción fecundas la tierra.
Haces brotar la hierba para el ganado
y las plantas que el hombre cultiva
para sacar el pan de la tierra
y el vino que alegra a los hombres,
el aceite que hace brillar su rostro
y el alimento que los conforta.
Los árboles del Señor quedan bien regados,
los cedros del Líbano que él plantó.
En ellos anidan los pájaros,
en su copa pone su morada la cigüeña;
en los riscos habitan las cabras monteses,
en las rocas tienen su madriguera los tejones.
Hiciste la luna para marcar los tiempos
y el sol que conoce el momento de su ocaso;
derramas las tinieblas y llega la noche,
en la que rondan las fieras de la selva;
los leoncillos rugen por la presa,
pidiéndole a Dios su comida.
Sale el sol y ellos se retiran,
van a sus guaridas a tumbarse.
El hombre entonces se dirige a su faena,
a su trabajo, hasta el caer de la tarde.
¡Cuántas son tus obras, Señor!
Todas las hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas.
Ahí está el vasto y anchuroso mar,
hervidero de animales incontables, grandes y pequeños.
Lo surcan los navíos y, también, el Leviatán,
a quien formaste para que jugase en él.
Todos, Señor, están pendientes de ti
y esperan que les des la comida a su tiempo.
Tú se la das y ellos la toman,
abres tu mano y quedan saciados.
Mas si ocultas tu rostro, se estremecen;
si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo.
Envías tu espíritu, los creas
y renuevas la faz de la tierra.
Gloria al Señor por siempre,
pues el Señor se alegra por sus obras.
El Señor mira a la tierra y ella tiembla,
toca las montañas y echan humo.
Cantaré al Señor toda mi vida,
tocaré para mi Dios mientras exista.
¡Ojalá le sea agradable mi canto!
Yo pondré mi alegría en el Señor.
¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
que los malvados dejen de existir!
¡Bendice al Señor, alma mía! ¡Aleluya!
(Salmo 104).
CONTEMPLATIO
Amad al Señor, luz de la vida. Amad esta luz, digo, así como la amaba con un deseo infinito aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «Hijo de David, ten piedad de mí» (Me 10,48). El ciego gritaba de este modo mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara el Mesías y no le sanara. ¡Y con qué fuerza gritaba! Hasta el punto de que, mientras que la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Al final, venció su voz sobre quienes se le oponían y él hizo detenerse al Salvador. Mientras la muchedumbre hacía estrépito y le quería impedir que hablara, Jesús se detuvo, hizo que le llamaran y le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él respondió: «Maestro, que recobre la vista» (Me 10,51).
Amad, por tanto, a Cristo. Desead aquella luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz del cuerpo, ¡cuánto más debéis desear vosotros la luz del corazón! Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz del cuerpo como con nuestro recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, demos a las cosas del mundo sus justas dimensiones.
Que lo efímero sea nada para vosotros [...]. Que nuestra misma vida sea como un grito lanzado hacia Cristo. Él se detendrá, porque, en efecto, él está aquí, inmutable (Agustín de Hipona, Sermón 349, 5).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Qué deseables son todas sus obras, Señor!» (cf. Eclo 42,22).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Los regalos que nos das colman nuestras necesidades, y, sin embargo, vuelven a ti sin perder nada.
El río cumple su trabajo cotidiano, corriendo entre campos y aldeas; pero su corriente incesante serpentea hacia ti para lavarte los pies.
La flor endulza el aire con su aroma; pero su último servicio es ofrecerse a ti.
Tu culto no empobrece en nada el mundo. Las palabras del poeta dan a cada hombre el sentido que ellos quieren; pero su sentido definitivo va hacia ti. Día tras día, Señor de mi vida, ¿te podré yo mirar frente a frente? Juntas mis manos, ¿te miraré frente a frente, Señor de todos los mundos? Bajo tu cielo inmenso, en silencio y soledad, con humilde corazón, ¿te miraré frente a frente?
En este trabajoso mundo tuyo, hirviente de luchas y fatigas, entre las presurosas muchedumbres, ¿te miraré frente a frente? Cuando mi obra haya sido cumplida en este mundo, Rey de reyes, solo ya y silencioso, ¿te miraré frente a frente? Te reconozco como mi Dios, y me estoy aparte. No te reconozco como mío, y me acerco a ti. Te miro como padre, y me inclino ante tus pies. No cojo tu mano como la de un amigo. Yo no estoy allí donde tú desciendes, y te llamas mío; no voy a abrazarte contra mi corazón, a tratarte como compañero. Eres mi Hermano entre mis hermanos; pero a ellos no les atiendo, ni divido con ellos mi ganancia, sino que comparto mi todo contigo. Ni en el placer ni en el dolor estoy con los hombres, sino contigo sólo. Soy tímido para dar mi vida, y así no me echo en las grandes aguas de la vida.
Permite, Dios mío, que mis sentidos se dilaten sin fin, en una salutación a ti, y toquen este mundo a tus pies. Como una nube baja de julio, cargada de chubascos, permite que mi entendimiento se postre a tu puerta, en una salutación a ti. Que todas mis canciones unan su acento diverso en una sola corriente, y se derramen en el mar del silencio, en una salutación a ti. Como una bandada de cigüeñas que vuelan, día y noche, nostálgicas de sus nidos de la montaña, permite, Dios mío, que toda mi vida emprenda su vuelo a su hogar eterno, en una salutación a ti (R. Tagore, Ofrenda lírica [Gitanjali], en Obra escojida, trad. Zenobia Comprubí, Aguilar, Madrid "1975, pp. 135-147 passim).
Viernes 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 44,1.9-13
1 Hagamos el elogio de los hombres ilustres, de nuestros antepasados por generaciones.
9 Otros no dejaron memoria, desaparecieron como si no hubiesen existido; fueron igual que si no hubiesen sido, y lo mismo sus hijos después de ellos.
10 Pero hubo también hombres virtuosos, cuyos méritos no han sido olvidados.
11 Una rica herencia nacida de ellos pervive en sus descendientes.
12 Su descendencia sigue fiel a las alianzas, y también sus nietos, gracias a ellos.
13 Por siempre permanecerá su descendencia, y su gloria no se marchitará.
**• Tras haber considerado la gloria de Dios en la naturaleza (cf. la primera lectura de ayer), prosigue el Sirácida su reflexión sapiencial contemplando la gloria divina reflejada en la historia. Es como hojear un álbum de familia para hacernos cargo de nuestras propias raíces.
Volver a pensar en los antepasados es un modo de apreciar la pertenencia a nuestra propia familia, considerada como un río que discurre desde su nacimiento hacia el mar. En su curso se enriquece con muchos afluentes, pero se trata siempre del mismo río. De manera análoga, el discurrir de los siglos trae consigo nuevas generaciones, pero se trata siempre del mismo pueblo. El autor no pretende reconstruir un árbol genealógico, como si quisiera satisfacer una curiosidad sobre la identidad y la sucesión de las generaciones. Su intención es hacer «el elogio» de los hombres ilustres. En consecuencia, lo que pretende es celebrar a las personas que dieron lustre a su pueblo, verdaderas columnas que contribuyeron a sostener la historia de Israel. De manera excepcional, se recuerda a alguno que no merece en absoluto el título de ilustre (cf. Roboán). La lista se extiende desde los patriarcas antediluvianos (Enoc, Noé), pasando a través de veinte eslabones, hasta los tiempos posteriores al exilio (Nehemías). De este modo, se cubre un extenso segmento de tiempo, que va desde los albores de Israel hasta el siglo V a. de C.
Nuestra lectura abre este álbum de familia y presenta lo que podríamos llamar una «introducción». En ella sobresalen dos notas dignas de consideración: el criterio de selección de los nombres y su función. El criterio seguido es el de la memoria: son personas que han dejado grabado su nombre en la historia porque fueron «hombres virtuosos». Por consiguiente, la suya fue una grandeza moral, no una simple fama. Quizás sea útil recordar que el hebreo habla de «hombres de piedad», mientras que el griego lo ha traducido por «hombres ilustres». El hebreo expresa claramente que su valor está en la piedad (hesedh, de donde procede el término «asideos»: grupo de hombres piadosos), entendida como la virtud de la fidelidad y del amor a Dios.
Otro mérito de estos hombres consiste en el hecho de que su vida se convierte en una semilla de bondad que fructifica también en las generaciones posteriores: «Una rica herencia nacida de ellos pervive en sus descendientes. Su descendencia sigue fiel a las alianzas, y también sus nietos, gracias a ellos» (w. llss). Pueden ser considerados «benefactores de la humanidad», puesto que educan a las nuevas generaciones.
Así, descubrimos la función de esta lista y apreciamos el valor que tiene recordar estos nombres. El mensaje es la consoladora esperanza de que el bien no se pierde, no se evapora, sino que planta semillas que continúan germinando. La memoria de estos antepasados es, a buen seguro, una bendición.
Evangelio: Marcos 11,11-26
Después que la muchedumbre le hubo aclamado,
11 entró Jesús en Jerusalén, fue al templo y observó todo a su alrededor, pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los Doce.
12 Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre.
13 Al ver de lejos una higuera con hojas, se acercó a ver si encontraba algo en ella. Pero no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos.
14 Entonces le dijo: -Que nunca jamás coma nadie fruto de ti. Sus discípulos lo oyeron.
15 Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en el templo. Volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían las palomas,
16 y no consintió que nadie pasase por el templo llevando cosas.
17 Luego se puso a enseñar diciéndoles: -¿No está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, sin embargo, la habéis convertido en una cueva de ladrones.
18 Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley se enteraron y buscaban el modo de acabar con Jesús, porque le temían, ya que toda la gente estaba asombrada de su enseñanza.
19 Cuando se hizo de noche, salieron fuera de la ciudad.
20 Cuando a la mañana siguiente pasaron por allí, vieron que la higuera se había secado de raíz.
21 Pedro se acordó y dijo a Jesús: -Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.
22 Jesús les dijo: -Tened fe en Dios.
23 Os aseguro que si uno le dice a este monte: «Quítate de ahí y arrójate al mar», si lo hace sin titubeos en su interior y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá.
24 Por eso os digo: Todo lo que pidáis en vuestra oración lo obtendréis si tenéis fe en que vais a recibirlo.
25 Y cuando oréis, perdonad si tenéis algo contra alguien, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas. [26].
**• Estamos en los últimos días de la vida terrena de Jesús. Hace poco que ha hecho su entrada triunfal en Jerusalén, episodio que marca el inicio de los acontecimientos capitales de su vida: la pasión, muerte y resurrección.
Se barrunta el final. Este contexto nos ayuda a comprender el fragmento de hoy, que presenta cierto carácter extraño. El episodio central está constituido por la expulsión de los vendedores del templo (w. 15-19), flanqueado por el asunto de la higuera estéril maldecida por Jesús (w. 12-14), que aparece después seca. A esto le siguen algunas consideraciones sobre la confianza (w. 20-26).
El punto de partida es el hambre que siente Jesús. Éste, al ver a lo lejos una higuera llena de hojas, se acerca para buscar algún fruto. Su esperanza queda decepcionada, porque sólo tiene hojas. El inciso de Marcos es claro: «Pues no era tiempo de higos» (v. 13). En consecuencia, es lógico que nos suene por lo menos extraña la maldición de Jesús: «Que nunca jamás coma nadie fruto de ti» (v. 14). El episodio necesita ser ilustrado por lo que sigue. De momento, retengamos este punto: Jesús, el Mesías, no encuentra ningún fruto, aunque lo ha deseado.
El episodio central muestra el templo en un estado de suma degradación, reducido a lugar de comercio. Están en él las oficinas de cambio para permitir a los judíos que llegaban desde distintas partes del mundo cambiar su dinero por moneda local (no estaba permitido ofrecer monedas que llevaran una efigie pagana). Estaban también los puestos de los vendedores de palomas. Éstas constituían una de las ofrendas más frecuentes y más económicas que la gente llevaba al templo. Jesús vuelca las mesas y las sillas, denunciando que ese comercio ha contaminado el sentido del templo. La cita de Is 56,7 reivindica el carácter sagrado del lugar, destinado a la oración y no a los negocios. Marcos prolonga la cita añadiendo: «Para todos los pueblos» (v. 17), englobando también a los paganos, de suerte que la purificación del templo adquiera un valor universal: es la casa común y todos pueden acceder a ella, a condición de que respeten su carácter sagrado. El añadido de Jr 7,11 confirma el actual estado de degradación del templo, convertido en cueva de ladrones. La tumultuosa intervención de Jesús no agrada a la autoridad constituida (sumos sacerdotes y maestros de la Ley), que quiere eliminar al desconocido profeta. Con todo, les retiene el miedo a enemistarse con el pueblo, que siente admiración por la enseñanza de Jesús.
Este episodio, englobado con el asunto de la higuera que no produce frutos, puede ser leído de este modo: la parte más sagrada de Jerusalén ha dejado de dar frutos, ofrece sólo las hojas de una religiosidad formal. Es preciso dar un vuelco a la situación, precisamente como ha hecho Jesús al volcar las mesas y las sillas de los cambistas y vendedores. La constatación de que la higuera se ha secado muestra que, sin frutos, no es posible seguir existiendo y ocupar inútilmente el terreno. Nos lo enseña también la parábola de Le 13,6-9. En este punto podría insinuarse el desánimo. Jesús señala un camino novedoso: la fe y la conversión son siempre posibles y pueden dar un vuelco a la situación. A la falta de fruto de la higuera se opone la abundancia de frutos de la comunidad, llamada a producir frutos tangibles mediante un sereno abandono en Dios.
MEDITATIO
En la historia aparecen buenos y malos ejemplos que influyen en las personas. Además de objeto, se espera que cada uno de nosotros sea también sujeto de buenos ejemplos.
La primera lectura nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre el buen ejemplo dado por los antepasados. El libro del Eclesiástico tejió sus alabanzas, mencionándolos y poniéndolos como modelo. Sin embargo, necesitamos puntos de referencia. El problema consiste en escoger los justos, los que puedan ser el factor de crecimiento humano y espiritual. No raras veces se proponen modelos que duran lo que un soplo (como los campeones deportivos o los divos del cine, por ejemplo). Los hombres de auténtico valor son los que permanecen fieles a Dios. Para nosotros, son los santos, a quienes no sólo rezamos, sino que también intentamos imitarles en su gran amor a Dios y al prójimo.
El evangelio nos propone el mal ejemplo de la higuera. El lector podría quedarse un poco desorientado por el comportamiento de Jesús, que «pretende» recoger frutos de una higuera aunque no es la estación. No debemos ponernos de parte de la higuera («pobrecilla, ¿qué ha hecho?»), sino de parte de Jesús. En vez de contar una parábola, como hace en tantas otras ocasiones, se sirve de un episodio que seguramente se marcará a fuego en la mente de sus discípulos. Es una lección viva. Del mismo modo que no nos causa pena la ensalada que comemos, porque sirve para alimentar nuestra vida, tampoco debe sorprendernos que esta higuera se seque para alimentar la comprensión de los discípulos. Éstos aprenden la lección: no puede haber tiempo sin frutos. Si bien en el caso de la higuera forma parte de la naturaleza tener frutos en una estación y no en otra, en la vida religiosa no es admisible una estación sin frutos o de pura formalidad exterior. Y si eso ocurriera, es preciso invertir el rumbo, dar un vuelco a la situación (véase la purificación del templo), so pena de una aridez completa. La higuera enseña; por consiguiente, no debemos decir: «¡Pobre higuera!», sino: «¡Pobres de nosotros!» si mantenemos una conducta estéril.
El reverso de la medalla, esto es, la lectura positiva, es una vida rebosante de fe, capaz de arrancar las plantas para trasplantarlas a otro lugar, con sólo decirlo; una vida planteada sobre el amor, un amor que se dirige incluso a las personas que nos son hostiles. De este modo, el fruto se hace visible, concreto, y el creyente se convierte en imitador del Padre que está en los cielos. Debemos seguir los buenos ejemplos de los otros, debemos dejar a nuestra espalda una estela luminosa de bien. Seguir a Jesucristo, con fidelidad y amor, es garantía segura de llevar una vida rica en frutos que permanecen.
ORATIO
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abráseme en tu paz (Agustín, Las confesiones, X, 27,37, BAC, Madrid 51968, p. 434).
CONTEMPLATIO
Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible. Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.
Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas. Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino y, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor, con oración vocal o mental.
Ten piedad con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdales y consuélales según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios y así te harás digno de recibir otros mayores. Con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.
Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.
Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero» (Jn 15,16).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.
Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad; más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.
Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne y nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.
¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos (Pablo VI, Homilía pronunciada en Manila, 29 de noviembre de 1970).
Sábado 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO
Primera lectura: Eclesiástico 51,12-20
12 Por eso te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor.
13 Desde joven, antes de dedicarme a viajar, busqué francamente la sabiduría en la oración;
14 delante del templo la pedí, y hasta el último día la busqué.
15 Cuando floreció, como un racimo que madura, mi corazón se recreaba en ella. Mi pie se adentró por el camino recto, desde mi juventud seguí sus huellas.
16 Apenas presté oído y ya la alcancé; me encontré lleno de doctrina
17 y, gracias a ella, he progresado mucho: al que me ha dado la sabiduría glorificaré.
18 Pues me he propuesto practicarla, he buscado con ardor el bien y no quedaré defraudado.
19 He luchado para alcanzarla, he sido puntual en practicar la ley; he tendido mis manos hacia el cielo, deplorando lo que ignoraba de ella.
20 Hacia ella he encaminado mi vida, y la encontré en toda su pureza; desde el principio me he aplicado a ella, por eso nunca quedaré abandonado.
**• Tras la firma (cf. 50,27-29), el hijo de Sira concluye su libro con una oración que ocupa todo el capítulo 50. Es un digno final para una obra poderosa que ha cantado a la sabiduría. El fragmento está como sellado entre un compromiso que resuena en el tiempo («te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor»: v. 12) y una revisión histórica que hace madurar también un propósito («desde el principio me he aplicado a ella, por eso nunca quedaré abandonado»: v. 20). Ahora, en la conclusión, no podía faltar una invocación a la sabiduría que, cual hilo de oro, ha atravesado y unificado los diferentes segmentos del discurso con la multiplicidad de chispeantes imágenes. Tanta riqueza ha permitido intuir una procedencia divina, que ha permitido a la sabiduría dilatarse de manera benévola y transformar de manera radical la vida de los hombres.
Si el autor ha conocido un tiempo de extravío (tal vez aluda a ello la expresión «dedicarme a viajar»), más probable en la edad juvenil, no le ha faltado después el tiempo para buscar la sabiduría. Su origen aflora lentamente, aunque con precisión, gracias a ciertas indicaciones, como «delante del templo la pedí» (v. 14). El lector sabe ahora bien que el ámbito del sentido común y de la experiencia humana no puede producir este bien.
Puesto que es de origen divino, la sabiduría pertenece a Dios, y a él se le pide en la oración. Recibir la sabiduría es «respirar» con Dios, participar de alguna manera en su naturaleza, salir de las estrictas redes de una humanidad reprimida para abrirse al sabor del infinito. Es una búsqueda-posesión que exige un compromiso total y garantiza una experiencia vital. El autor expresa todo esto con una frase lapidaria, una frase que en su concisión vale por todo un tratado de teología: «Gracias a ella he progresado mucho» (v. 17). El hombre se desarrolla verdadera y plenamente cuando su motor interior es movido por el combustible divino. De ahí que sienta la necesidad de «restituir» en forma de gratitud y de compromiso de vida: «Al que me ha dado la sabiduría glorificaré. Pues me he propuesto practicarla» (w. 17b-18a).
Un bien tan precioso no se abandona. El Sirácida está profundamente convencido de ello e intenta lanzar su mensaje a otras generaciones. Hoy nos llega a nosotros y nos invita a un encuentro, a un «desposorio» con la sabiduría. Ésta prepara la venida de Cristo, «Sabiduría de Dios».
Evangelio: Marcos 11,27-33
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos
27 llegaron de nuevo a Jerusalén y, mientras Jesús paseaba por el templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos
28 y le dijeron: -¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?
29 Jesús les respondió: -También yo os voy a hacer una pregunta. Si me contestáis, os diré con qué autoridad hago yo esto.
30 ¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres? Contestadme.
31 Ellos discurrían entre sí y comentaban: -Si decimos que de Dios, dirá: "Entonces, ¿por qué no le creísteis?".
32 Pero ¿cómo vamos a responder que era de los hombres? Tenían miedo a la gente, porque todos consideraban a Juan como profeta.
33 Así que respondieron a Jesús: -No sabemos. Jesús les contestó: -Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto.
*•• La tensión con sus adversarios se vuelve palpable durante los últimos días de la vida terrena de Jesús. La polémica se enciende. La purificación del templo llevada a cabo por Jesús provoca una reacción de hostilidad que aflora en el presente pasaje.
La autoridad judía, que no pudo detenerlo en aquella ocasión por miedo a la muchedumbre, intenta deslegitimar su acción esparciendo el descrédito de la duda. La acción de Jesús no sería lícita o, al menos, carecería de autoridad: «¿Con qué autoridad haces estas cosas?» (v. 28), le preguntan «los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos». Todos los que cuentan aparecen enumerados como adversarios suyos. La duda, de naturaleza jurídica, recae sobre la potestas para realizar determinadas acciones. De esta autoridad brota algo de la identidad profunda de Jesús. La pregunta versa, por consiguiente, sobre un punto fundamental.
Jesús no responde directamente, sino que plantea una contrapregunta. Condiciona su respuesta a la de sus adversarios: «¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres?» (v. 29). La reacción de Jesús, inesperada y original, no nace de un espíritu polémico, ni de un intento de ganar tiempo. Pretende ayudar a aquellas personas a captar la unidad profunda del proyecto de Dios, el que parte de la ley del Antiguo Testamento, pasa a través de la preparación de Juan, que hace de cojinete entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y llega a él, a Jesús, revelador último y definitivo del amor salvífico del Padre.
A los que vivían la experiencia religiosa de una manera fragmentaria y con frecuencia sectaria, Jesús les propone una visión armónica, en la que todo tiene su sentido y concurre a la comprensión del plan divino. La autoridad de Jesús se inserta en la trama de este plan unitario de Dios. La presencia de Juan había sido la última gracia concedida por Dios (Juan significa en hebreo «don de Dios») antes de Jesús, que es la plenitud de la gracia. Acoger a Juan y su mensaje equivale a una adecuada preparación para el encuentro con Cristo.
Hay quien ha aprovechado y quien ha desdeñado esa oferta. De ahí la pregunta de Jesús, una pregunta de la que hace depender la justificación de lo que ha hecho. El objeto está relacionado con la importancia del bautismo y, en consecuencia, de toda la obra de Juan. ¿Era ese bautismo de origen divino («de Dios») o tenía simplemente una naturaleza humana? Dicho con otras palabras, ¿había sido Juan enviado por Dios o no? En el primer caso, la acogida de su mensaje, que daba testimonio de que Jesús era el Mesías, exigía una adhesión incondicionada y una colaboración plena. En caso contrario, era una opción que no comprometía a fondo y a la que cada uno era libre de adherirse o no.
La pregunta era de las que queman, sin escapatoria. Sus adversarios, clavados en su culpabilidad, lo comprenden bien. El lector se ve llevado al sagrario de su conciencia, al lugar donde se consuman las grandes decisiones de la vida. Si hubieran declarado el origen divino del bautismo de Juan, habrían sido culpables de negligencia; si hubieran dicho que era de naturaleza humana, habrían sido objeto de la ira de la muchedumbre, que lo consideraba como un profeta y, por tanto, como un hombre de Dios.
Dan una respuesta evasiva, una falsedad en la que nadie cree. Como no han satisfecho la condición puesta por Jesús, tampoco él les dice el motivo de su autoridad. Los adversarios no salen con un empate. Han sido derrotados por su misma mentira: «No sabemos» (v. 33), con lo que admiten de manera tácita que no están integrados en los circuitos de la salvación, porque son extraños al proyecto de Dios. Son hombres de la ley, no discípulos que siguen el itinerario de la fe. Se quedan, por tanto, en la periferia y, como no están en el centro, no tienen nada.
MEDITATIO
El Antiguo Testamento -aludiendo, esbozando, anunciando- desarrolla un precioso trabajo de preparación. A continuación, el Nuevo Testamento completa, realiza y consuma lo que había iniciado el Antiguo. Este proceso, válido para muchos temas, se verifica también en nuestro caso. La sabiduría tiene, en su inicio, un valor humano, un valor compuesto de experiencia y de sentido común. Después se va coloreando progresivamente del elemento divino, poco a poco se encuentra y se va mezclando con la revelación. Al final, la sabiduría es un atributo divino, una propiedad que emana de Dios e invade provechosamente el mundo. En la primera lectura, el Sirácida ha captado este movimiento de progresivo enriquecimiento y, aunque todavía no haya cruzado el umbral del Nuevo Testamento, intuye y hace saber que sin sabiduría no se puede vivir. Comprende que ésta viene de Dios, a quien expresa gratitud por el don recibido. Sin la sabiduría, falta el «contacto » con lo divino, la vida carece de sabor, se muestra insulsa. Con ella, por el contrario, encuentra su razón.
Los enemigos de Jesús, sin embargo, son unos insensatos, porque no se dan cuenta de que están en contacto con la sabiduría hecha hombre en su persona. Antes que dejarse alumbrar por él, prefieren tenderle continuas trampas con el fin, siempre vano y ruinoso, de cogerle en fallo. Los enanos contra el gigante... El resultado, ridículo e incluso sarcástico, es quedarse enredados en sus mismas redes. Son doblemente necios: plantean preguntas insensatas y no saben responder a preguntas sencillas o, mejor aún, no quieren responder, porque su admisión se volvería en contra de ellos como un barrieran, y por eso se limitan a decir: «No sabemos». ¡Embusteros! Saben, pero prefieren «no saber». Son incapaces de dejarse guiar por una mano amiga, por un pastor atento, por un hombre dotado del carácter excepcional de ser también Dios. Son unos necios que se obstinan en su necedad. Pierden, una vez más, la gran ocasión de encontrar la sabiduría y de dejarse fascinar por ella, en vistas a proceder a una transformación radical.
ORATIO
¿Dónde pastoreas, pastor bueno, tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? (la humanidad, que cargaste sobre tus hombros, es, en efecto, como una sola oveja). Muéstrame el lugar de reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre para que yo, oveja tuya, escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna: Avísame, amor de mi alma, dónde pastoreas.Te nombro de este modo porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia, de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que me has amado tanto a pesar de mi negrura, que has entregado tu vida por las ovejas de tu rebaño? No puede imaginarse un amor superior al tuyo, el de dar tu vida a trueque de mi salvación.
Enséñame, pues -dice el texto sagrado-, dónde pastoreas, para que pueda hallar los pastos saludables y saciarme del alimento celestial que es necesario comer para entrar en la vida eterna; para que pueda asimismo acudir a la fuente y aplicar mis labios a la bebida divina que tú, como de una fuente, proporcionas a los sedientos con el agua que brota de tu costado, venero de agua abierto por la lanza que se convierte para todos los que beben de ella en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.
Si de tal modo me pastoreas, me harás recostar al mediodía, sestearé en paz y descansaré bajo la luz sin mezcla de sombra; durante el mediodía, en efecto, no hay sombra alguna, ya que el sol está en su vértice; bajo esta luz meridiana haces recostar a los que has pastoreado, cuando haces entrar contigo en tu refugio a tus ayudantes. Nadie es considerado digno de este reposo meridiano si no es hijo de la luz y del día. Pero el que se aparta de las tinieblas, tanto de las vespertinas como de las matutinas, que significan el comienzo y el fin del mal, es colocado por el sol de justicia en la luz del mediodía, para que se recueste bajo ella.
Enséñame, pues, cómo tengo que recostarme y pacer y cuál es el camino del reposo meridiano, no sea que por ignorancia me sustraiga de tu dirección y me junte a un rebaño que no es el tuyo (Gregorio de Nisa, Comentario al Cantar de los cantares, 2, en PG 44, col. 802).
CONTEMPLATIO
Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes, aparta de ti tus inquietudes trabajosas.
Dedícate un rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto a Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle, y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro» (Sal 26,8).
Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella?, ¿quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.
¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro.
Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, pero, con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, pero aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, pero todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado. Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros? Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso, todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.
Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amare (Anselmo de Canterbury, "Proslógion", 1, en Opera Omnia, Seckau – Edimburgo 1938, I, 97-100).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor» (Eclo 51,12).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Tras haber procurado comprender quién es Jesús en sí mismo, intentaremos darnos cuenta ahora de quién es Jesús para nosotros y para nuestra intrínseca necesidad de ser salvados. En realidad, esta segunda investigación lleva a su consumación y perfecciona a la primera: no se responde de manera adecuada a la pregunta «¿quién es Jesús?» si no se aclara contextualmente también su intrínseco título de «salvador» [...]. El suyo es un nombre «profético», que pretende designar su misión y en cierto modo su «naturaleza» y tiene como contenido específico la afirmación de la salvación que nos ha dado Dios. Jesús (en hebreo, lehoshua) significa precisamente «YHWH salva». ¿Qué significa salvación? ¿Qué significa «salvado»? «Salvado», dicen los diccionarios, es aquel que ha superado un peligro sin daño.
«Salvado» es aquel que ha sido liberado de un mal inminente. Como es obvio, la salvación que es objeto directo y central de una intervención de Dios no puede ser más que una salvación total y definitiva, y el mal del que nos libra no puede ser más que el mal que afecta a la realidad profunda del hombre y a su destino. El tema de la salvación evoca, por tanto, y supone –para usar el lenguaje de Pascal- la «miseria» y la «grandeza» del hombre. La miseria del hombre procede de su ignorancia, razón por la que se deja encantar y desviar por la futilidad, por la falsedad, por el error; procede de la carrera fatal hacia la catástrofe de la muerte; procede de su estado de injusticia y de su invencible propensión a la transgresión moral, esto es, al pecado [...]. El ser humano invoca con todas las fibras de su ser la liberación de la vaciedad y de la falta de significación, de la descomposición y de la extinción, de la culpa y de la debilidad, frente al mal [...]. La salvación del hombre anunciada por el Evangelio es, en primer lugar, una salvación interior y trascendental: de la falsedad y de la falta de significación, del pecado y de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la condición terrestre de decadencia y de mortalidad; es fruto del amor misericordioso del Padre, que vela por todos porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4); y nos ha sido obtenida por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, y ningún otro nos la puede dar [...].
Para que la salvación llegue después a cada hombre, es preciso que éste crea, es decir, que acoja con todo su ser al Señor Jesús, en quien se centra, se compendia y se realiza todo el designio salvífico del Padre [...]. Todo es salvífico en Cristo: él nos redimió no sólo por lo que hizo, sino también por lo que dijo, incluso por lo que es (G. Biffi, Cesü di Nazaret, centro del cosmos e delta storia, Leumann 1999 [edición española: Jesús de Nazaret, San Pablo, Madrid 2001 ]).
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