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sábado, 6 de septiembre de 2014

Encuentro con los obispos de Asia en el Santuario de Haemi(17 de agosto de 2014)

Encuentro con los obispos de Asia en el Santuario de Haemi(17 de agosto de 2014)








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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ASIA
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Haemi, Santuario de los Mártires
Domingo 17 de agosto de 2014



Reciban mi saludo cordial y fraterno en el Señor ahora que estamos
reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos dieron sus vidas
por fidelidad a Cristo. Me han dicho que hay mártires sin nombre, porque
no conocemos sus nombres: son santos sin nombre. Pero esto me lleva a
pensar en tantos, tantos cristianos santos, en nuestras iglesias: niños,
jóvenes, hombres, mujeres, ancianos… ¡tantos! No conocemos sus nombres,
pero son santos. Nos hace mucho bien pensar en esta gente sencilla que
lleva adelante su vida cristiana, y sólo el Señor conoce su santidad. Su
testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones no sólo a la
Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus
oraciones nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a
nuestros cuidados. Agradezco al Cardenal Gracias sus amables palabras de
bienvenida y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales
de Asia en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral
en sus Iglesias locales.


En este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de
culturas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa en su
testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos.
¡Éste es su desafío! Verdaderamente, el diálogo es una parte esencial de
la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia,
29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas,
¿cuál debe ser nuestro punto de partida y nuestro punto de referencia
fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de
nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos
comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra
identidad. Desde la nada, desde una autoconciencia nebulosa no se puede
dialogar, no se puede empezar a dialogar. Y, por otra parte, no puede
haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el
corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera
acogida. Se trata de atender, y en esa atención nos guía el Espíritu
Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por
tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los
otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien
claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de
nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos
de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a
las culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de estas aperturas.


No siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto
que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu
del mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres.
El primero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el
esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos
lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una
tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas,
haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas
cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien
existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb
13,8). No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de
pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera
casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.


Un segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de
nuestra identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a
entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en
lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp
1,10). En una cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas
posibilidades de evasión y de escape, esto puede representar un serio
problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta
superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los
programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro directo y
fructífero con nuestros fieles, y también con los que no lo son,
especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida
catequesis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados
en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse,
la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda
reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el
desacuerdo. El acuerdo en el desacuerdo… para que las aguas no se
muevan… Esa superficialidad nos hace mucho daño.


Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras
las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús luchó
mucho con esa gente que se escondía detrás de las normas, los
reglamentos, las respuestas fáciles… Los llamó hipócritas. La fe, por su
naturaleza, no está centrada en sí misma, la fe tiende a “salir fuera”.
Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión. En
este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en
nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que
tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien
nos lo pidiere (cf. 1 P 3,15). Nuestra identidad de cristianos
consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y
amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de
mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo
que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza
(cf. 2 Tm 1,12).


Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más
profunda, es decir, estar enraizados en el Señor. Y si se da esto, lo
demás es secundario. A partir de esta identidad profundad, la fe viva en
Cristo en la que estamos radicados, a partir de esta realidad profunda,
comienza nuestro diálogo y eso es lo que debemos compartir, sincera y
honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida
cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más
formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp
1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo. La
sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida,
la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras
de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.


Quisiera añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos:
su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de
nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos
de justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por
los frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las
comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de
sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas
de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y
los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus
desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida
religiosa? ¿Se manifiesta con esta fecundidad? És una pregunta que les
hago, y sobre la que cada uno de ustedes puede reflexionar.


Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad
cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía.
Para que haya diálogo tiene que darse esta empatía.  Se trata de
escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la
comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas, de sus
aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa. Esta
empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento espiritual y de
nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como
hermanos y hermanas, y “escuchar”, en sus palabras y sus obras, y más
allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir. En este sentido, el
diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu
“contemplativo”: espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro.
No puedo dialogar si estoy cerrado al otro. ¿Apertura? Más: ¡Acogida!
Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte.
Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el
que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de
fraternidad y de humanidad compartida. Si queremos llegar al fundamento
teológico de esto, vayamos al Padre: él nos ha creado a todos. Somos
hijos del mismo Padre. Esta capacidad de empatía lleva a un auténtico
encuentro, –tenemos que caminar hacia esta cultura del encuentro–, en
que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del
otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento,
amistad y solidaridad. “Pero, hermano Papa, nosotros hacemos eso, pero
probablemente no convertiremos a ninguno o a unos pocos…”. Por lo pronto
tú haz eso: con tu identidad, escucha al otro. ¿Cuál fue el primer
mandamiento de Dios Padre a nuestro padre Abrahán? “Camina en mi
presencia y sé irreprensible”. Y así, con mi identidad y con mi empatía,
apertura, camino con el otro. No busco que se pase a mi bando, no hago
proselitismo. El Papa Benedicto nos dijo claramente: “La Iglesia no
crece mediante el proselitismo sino por atracción”. Al mismo tiempo,
caminemos en la presencia del Padre, seamos irreprensibles: cumplamos
este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo.
Con la identidad, con la apertura. Se trata de un camino hacia un
conocimiento, una amistad y una solidaridad más profunda. Como dijo
justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso por el diálogo se basa
en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de
nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un
lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia,
29). En este espíritu de apertura a los otros, tengo la total confianza
de que los países de este continente con los que la Santa Sede no tiene
aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a
todos beneficiará. No me refiero solamente al diálogo político, sino al
diálogo fraterno… “Pero estos cristianos no vienen como conquistadores,
no vienen a quitarnos nuestra identidad: nos traen la suya, pero quieren
caminar con nosotros”. Y el Señor realizará la gracia: alguna vez
moverá los corazones, alguno pedirá el bautismo, otras veces no. Pero
siempre caminamos juntos. Éste es el núcleo del diálogo.


Queridos hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial.
Viendo este gran continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus
antiguas culturas y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de
Dios, las comunidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex,
un pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de
llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es
precisamente el grano de mostaza. Pequeño… El Buen Pastor, que conoce y
ama a cada una de sus ovejas, guíe y fortalezca sus desvelos por
congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño
extendido por el mundo. Ahora, todos juntos, confiemos a la Virgen sus
Iglesias, el Continente Asiático, para que como Madre nos enseñe lo que
sólo una mamá puede enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina
por la vida con los demás. Recemos juntos a la Virgen.








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