Descargar eBook PDF El sacrificio de la Misa - Cardenal Juan BonaEl sacrificio de la Misa
Cardenal Juan Bona
ÍNDICE
Advertencia
Capítulo I: Cuestiones preliminares sobre el mismo sacrificio de la Misa
Capítulo II: De los requisitos necesarios en el sacerdote para la recta y piadosa celebración del sacrificio
Capítulo III: Varias consideraciones para antes de la Misa
Capítulo IV: De lo que precede próximamente a la celebración de la Misa
Capítulo V: La celebración de la Misa
Capítulo VI: cosas que deben hacerse después de la Misa
Capítulo VII: Modo de celebrar, cuando el sacerdote no puede orar con mayor detenimiento
ADVERTENCIA
Muy poco te entretendré en este vestíbulo, sacerdote quienquiera que seas que te dignas meditar
este mi tratado, para darte a conocer mi propósito al publicarlo, su finalidad y manera de aprovecharlo. Ya
desde que fui ordenado sacerdote empecé a sopesar lo arduo que es desempeñar rectamente el ministerio
recibido e inmolar a diario por mis pecados y los ajenos al mismo Dios en el incruento sacrificio. Inducido,
pues, por los estímulos de mi conciencia, repasando los escritos de los Santos Padres y de casi todos los
autores más recientes que han publicado algo sobre el modo de celebrar santamente la Misa, de ellos recogí
muchos documentos, los reuní y, añadiendo alguna cosa de mi cosecha, compuse este opúsculo que, a
instancias de mis amigos, publico ahora después de muchos años. En primer lugar hago, de un modo
general, algunas consideraciones preliminares sobre este sacrificio, su valor y sus frutos. En segundo lugar
trato de aquellas cosas que son necesarias al sacerdote para la recta y piadosa celebración de la santa Misa.
En tercer lugar trato de los actos inmediatamente anteriores a la celebración de la Misa y de su preparación
próxima. En cuarto lugar, de la celebración en sí misma. Finalmente, de aquello que ha de hacerse una vez
terminada la Misa.
Para mí y para los que como yo aún permanecen en el umbral de la perfección, inserté algunas
oraciones y ejercicios que, si se rezan con frecuencia, fácilmente podrán preservar de las distracciones y
encender en el amor de Dios. A otros, sin embargo, que se encuentran en un grado más alto, la unción del
Espíritu Santo les enseñará más sublimes ejercicios.
Ahora bien, estos ejercicios no se han escrito con el fin de que cada día los recite el sacerdote que va
a celebrar, sino que se recomienda leer algunas veces el librito, hasta tanto que las ideas en ellos expresadas
sean perfectamente captadas y con ellas la voluntad se imbuya en piadosos afectos; entonces cada uno
puede escoger aquéllos con que más se sienta impresionado; y cuantas veces vaya a celebrar, puede de ésos
tomar según su arbitrio y devoción.
Su abundancia y extensión espantará a algunos; pero ello es debido a su inexperiencia, pues ellos
mismos, una vez formados con el ejercicio y la práctica, llegarán a convencerse de que es facilísimo y de muy
poco trabajo lo que antes creyeron difícil y laborioso. La mente camina con mayor rapidez que la lengua, y lo
que no puede explicarse sino por un largo discurso, se concibe con un único acto de la mente.
Mucho enseña la experiencia, con la ayuda de Dios, y pido insistencia, sobre todo para mí, “ne forte
cum aliis praedicaverim, ipse reprobus efficiar”, no sea que habiendo predicado a los otros venga yo a ser
reprobado. Que la gracia del Señor se vuelque con largueza sobre mí y sobre los que quieran utilizar mi
trabajo.
CAPÍTULO I
CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL MISMO SACRIFICIO DE LA MISA
I. Qué clase de sacrificio es la Misa.
Aunque muchos eran los sacrificios en la antigua Ley, en la nueva, sin embargo, sólo existe un único
sacrificio, que tanto más perfectamente excede la diferencia de todos los holocaustos de la Ley mosaica
cuanto más excelente y aceptable a Dios es la víctima que en él se inmola. Es, pues, la Misa sacrificio
latréutico o de adoración, ofrecido a Dios para rendirle el supremo culto y el más alto honor, como a nuestro
primer principio y nuestro último fin, en testimonio de su excelencia infinita, de su dominio y majestad, y de
nuestra dependencia, servidumbre y sujeción a Él. Es eucarístico: acción de gracias por todos los beneficios
(que nos hace el mismo Dios en cuanto es nuestro bienhechor) de naturaleza, de gracia y de gloria. Es
propiciatorio y satisfactorio por los pecados y las penas merecidas, pues aplica a todos aquéllos por quienes
se ofrece la fuerza y la virtud del sacrificio de la cruz; más aún, es el mismo sacrificio en la substancia
(“quoad substantiam” ), la misma hostia y el mismo oferente principal, aunque se ofrezca de diverso modo. Y
se llama propiciatorio porque por esta oración el Señor es aplacado y concede la gracia y el don de la
penitencia a los pecadores que no ponen obstáculos; condona las penas merecidas por el pecado porque por
el sacrificio de la Misa se aplica el sacrificio de Cristo, quien satisfizo en la cruz por los pecados de todo el
mundo. Condona las mismas penas a los difuntos que están en el purgatorio, porque con este fin fue
instituido también por Cristo, como consta por la potestad que se confiere a los sacerdotes en la ordenación,
de ofrecerlo por vivos y difuntos; este efecto nunca se puede impedir, porque es imposible que aquéllos
pongan óbice alguno. Por tanto, para aquéllos por los cuales se ofrece, vivos o difuntos, la remisión de la
pena será en la misma medida que en su misericordia fijó el mismo Cristo. Pues aunque la víctima que se
ofrece es de valor infinito, sin embargo, nuestra oblación, según enseñan comúnmente los teólogos, sólo
tiene un efecto finito. Para los que conjuntamente ofrecen el sacrificio, este efecto se aumenta según la
devoción y disposición interior de cada uno. Por último, habiéndonos merecido Cristo no sólo la remisión de
los pecados, sino también otros muchos beneficios, este sacrificio es por consecuencia también impetratorio
de todos los bienes, primero de los espirituales, y en segundo lugar de los temporales, en cuanto que a
aquéllos conducen. Pero como de por sí solamente tiene el poder de impetrar en general, para que algo
determinado se impetre, la intención del oferente debe aplicarse a ello de modo especial. Sin embargo, para
impetrar por la Iglesia siempre interviene la intención de la misma Iglesia, principalmente con relación a
aquello que en las oraciones de la Misa se pide a Dios; pues también la Iglesia es oferente en la persona de su
ministro.
II. De los que ofrecen este sacrificio.
El primero y principal oferente es Cristo, el único que pudo ofrecer un sacrificio aceptable al Padre, y
por ofrecerlo diariamente y por medio de sus ministros sacerdotes, se dice que es sacerdote eterno, según
está escrito: «Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech». «Tú eres sacerdote para
siempre según el orden de Melquisedec». Cristo, pues, no sólo es oferente por haber instituido el sacrificio y
por haberle conferido toda la fuerza de sus méritos, sino sobre todo porque el sacerdote en su persona, en
cuanto ministro y legado de Cristo, realiza el sacrificio en representación suya, como consta por las palabras
de la consagración; pues no dice: «Este es el Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi
Cuerpo», «Esta es mi Sangre». Por lo tanto, Cristo juntamente con el sacerdote ofrece a Dios Padre por los
hombres el mismo sacrificio; y en virtud de su Persona, que es de una santidad purísima y de una dignidad
infinita, este sacrificio es siempre puro y grato a Dios, aunque se ofrezca por un ministro pecador.
El segundo oferente es la Iglesia católica, de quien es ministro el sacerdote y todos sus fieles no
excomulgados, que de algún modo lo ofrecen también por medio del sacerdote no en cuanto ministro, sino
en cuanto legado o mediador. Pues así como se dice que toda sociedad obra lo que su legado realiza en su
nombre, de la misma manera puede decirse también que todos los católicos ofrecen el sacrificio porque el
sacerdote, en la persona de toda la Iglesia, sacrifica en nombre de ellos. Aunque no todos de la misma
manera, pues unos ofrecen el sacrificio sólo habitualmente, porque ni están presentes en el sacrificio, ni
piensan en él; no obstante, al estar todos unidos a la Iglesia por la caridad, se supone que hacen
habitualmente lo que ella hace. Otros de manera causal, mandando o procurando que alguien celebre el
santo sacrificio, lo que ocurre sobre todo cuando se dan limosnas con este fin. Otros, por último, lo ofrecen
actualmente; son los que están de hecho presentes en el sacrificio.
El tercer oferente y ministro propio de este sacrificio es el sacerdote legítimamente ordenado, cuya
potestad es tan firme e inamovible que, aun en el caso en que sea hereje o esté suspenso, depuesto,
degradado o excomulgado, realiza y ofrece este sacramento, aunque ilícitamente, siempre que emplee la
materia y la forma legítimas. Y no se mengua tampoco el valor del sacrificio aunque el sacerdote sea
totalmente indigno o esté apartado de la Iglesia; pues el fruto no depende de la cualidad del ministro, sino de
la institución de Cristo.
III. Eficacia del sacrificio de la Misa.
Se puede considerar en este sacrificio una doble eficacia, una que llaman los teólogos «ex opere
operato», independiente del mérito y de la dignidad del ministro; otra «ex opere operantis», que depende
del sacerdote oferente, de su mérito y santidad, de quien recibe su valor y virtud. Enseñan los teólogos que el
primer efecto «ex opere operato» ni el sacerdote ni los fieles lo reciben, en cuanto oferentes, sino en cuanto
el sacrificio se ofrece por ellos; pues el sacrificio no produce este efecto sino en favor de aquéllos para
quienes fue instituido y del modo según el cual fue instituido; ahora bien, fue instituido para que se ofreciera
por los hombres, y precisamente en provecho de aquéllos por quienes se ofrece; y como quiera que aplica la
virtud del sacrificio de la cruz, no causa este efecto sino en la persona a quien se aplica tal virtud, cosa que
realiza el oferente al hacer la oblación por una persona determinada. Fue siempre opinión constante entre
los católicos que este sacrificio produce «ex opere operato» (es decir, si no pone obstáculo la persona por
quien se ofrece) efectos infalibles y determinados, como son la remisión de alguna pena debida por pecados
ya perdonados o el don de una gracia preveniente para obtener la remisión de los pecados cometidos. Por lo
que se refiere a la eficacia impetrativa, sabemos por experiencia cotidiana que no es infalible, pues no
siempre obtenemos todo lo que pedimos ni aquella intención por la que se ofrece el sacrificio. Esto procede
de la naturaleza de la impetración que exige libertad en el que concede, de tal manera que puede conceder o
negar a su arbitrio aquello que se pide. Pedimos, pues, exponiendo nuestras razones que creemos pueden
mover a Dios a obrar en un sentido, sin que esté obligado por ello en virtud de un pacto establecido. En
consecuencia, no pedimos nada sin que nuestra voluntad esté conforme, respecto de lo que pedimos, con la
voluntad de Cristo, a la que por sernos desconocida no podemos acomodarnos del todo. Es cierto, sin
embargo, que el sacrificio no carece de este efecto, porque aunque Dios no conceda lo que precisamente
pedimos, nos otorga lo que «hic et nunc» juzga más conveniente para nosotros.
Respecto al segundo efecto «ex opere operantis», dos son los motivos por los que puede aumentar
su eficacia. El primero es la probidad y dignidad del celebrante, cuya raíz son la gracia santificante y las
virtudes que acompañan a la gracia; pues cuanto más santo y más grato a Dios sea el sacerdote, tanto más
aceptables serán sus dones y oblaciones. La segunda es la devoción actual con la que se ofrece el sacrificio;
pues cuanto mayor sea aquélla, tanto más le servirá de provecho. Y así como las demás obras buenas que
hace el justo son tanto más meritorias e impetratorias, y valen más para la satisfacción y remisión de la pena
como cuanto con mayor perfección y fervor se hagan, así también este sacrificio, ya se considere como
sacrificio o como sacramento, cuanto más devotamente se ofrece y se recibe, tanto más aumenta el mérito y
aprovecha más a quienes lo ofrecen por sí mismos y lo reciben y a aquéllos por los que se ofrece. Debe
procurar, por tanto, el sacerdote ser muy grato y acepto a Dios por el continuo ejercicio de las virtudes
heroicas, crecer ante Él en gracia y santidad, y celebrar siempre con gran fervor y devoción. Y con ello, él
mismo como aquéllos por quienes se ofrece el sacrificio, alcanzan mayores y más eficaces efectos «ex opere
operantis».
IV. Del valor y frutos del sacrificio.
Aunque algunos teólogos estiman que este sacrificio tiene «ex opere operato» un valor o eficiencia
de intensidad infinita por cuanto en sustancia es el mismo sacrificio de la cruz, y la víctima ofrecida, el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de un precio infinito, y el mismo Cristo, oferente principal, es una Persona de
dignidad infinita, sin embargo, la opinión más cierta y más común es que no tiene sino un valor finito. La
razón principal de lo que acabamos de decir se deduce de la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, quien no
quiso instituir este sacrificio para conferir un fruto intensamente infinito; lo mismo que de hecho los ángeles
rebeldes no fueron redimidos porque Cristo no quiso aplicarles los méritos de su pasión. Otra razón estriba en
que para la eficacia infinita del sacrificio, además de la infinitud de la hostia y del oferente principal, se exige
también infinitud por parte de aquél que inmediatamente ofrece. Y como quiera que el sacerdote
inmediatamente operante es de dignidad finita, también el valor del sacrificio en cuanto a su eficiencia y a su
influjo actual será finito, porque aquella acción es producida inmediatamente por una persona finita, y en
esto difiere nuestro sacrificio del de la Cruz, ya que éste fue ofrecido inmediatamente por una Persona
infinita, y, por tanto, fue una acción infinita en su entidad moral, e infinitamente grata a Dios Padre. Apoya
esta doctrina el sentir común de los fieles, que procuran ofrecer sacrificios muchas veces por sí y por los
suyos, lo cual ciertamente no harían si reconociesen una eficacia infinita en cada sacrificio. Y también los
sacerdotes podrían satisfacer en ese caso seiscientas obligaciones con un único sacrificio, lo cual está
prohibido terminantemente por decretos eclesiásticos. En vano se ofrecerían tantos sacrificios por un solo
difunto; bastaría uno para librar a todas las almas del purgatorio. Finalmente, la Misa de cualquier sacerdote
se equipararía al sacrificio de Cristo en la cruz, que ciertamente fue único por ser de valor infinito. Y no hay
que concebir lo que se contiene en el sacrificio como una entidad natural que obra en proporción al máximo
grado de su eficiencia, sino como un ser libre cuya operación tiene el grado de eficacia que determina el
agente principal, Cristo nuestro Redentor, quien, por medio de este incruento sacrificio, quiere aplicarnos
sólo un fruto de su pasión, finito y limitado. Por tanto, el sacrificio tiene una eficacia finita en orden a todos
sus efectos, a excepción de la fuerza impetrativa, de la que todos están de acuerdo en afirmar que es finita
precisamente porque no consiste en algo producido por el sacrificio, sino en la excelencia y su intrínseca
dignidad, en cuanto que objetivamente mueve a Dios a que conceda lo que se pide, aunque no siempre lo
conceda, sino cuando juzga que el concederlo conviene a nuestra salvación.
Si hablamos, en cambio, de una infinitud extensiva, a saber: si el sacrificio ofrecido por muchos
aprovecha igualmente a cada uno como lo produciría si por él solo se ofreciese, se nos presenta un grave
problema, que hay que resolver distinguiendo antes los frutos de la Misa. Pues hay tres partes en el valor de
la Misa, o sea, un triple fruto: general, especial y medio. El primero se extiende a todos los fieles; el segundo
es propio del celebrante, y el tercero depende de la voluntad del sacerdote, que lo aplica a quien quiere. El
primero se sigue de que este sacrificio se ofrece de modo general por todos los fieles vivos y difuntos; es,
pues, lo mismo en cuanto a la sustancia que el sacrificio de la Cruz, que fue ofrecido por todos, y consta por
el Canon de la Misa que el sacerdote debe aplicarlo por todos, por el Papa, por el Obispo, por toda la Iglesia
militante y purgante, sin poder dejar de hacer esto, ya que fue precisamente destinado para ello de modo
especial por la misma Iglesia. Por lo cual, este fruto se aplica a todos los fieles que participan de la unidad de
la Iglesia y que no ponen óbice, y así puede ser en cierto modo extensivamente infinito, y todos y cada uno, si
no queda por ellos, pueden percibir el fruto íntegro como si se tratara de uno solo. Se discute si este fruto
supone sólo la impetración o también la satisfacción. El segundo fruto tiene su fundamento en que el
sacerdote ofrece el sacrificio también por sí mismo. «Offero –dice– pro innumerabilibus peccatis et
offensionibus et negligentiis meis». Debe, pues, como dice el Apóstol: «Quemadmodum pro populo ita etiam
pro semetipso oferre pro peccatis», y por esta razón debe ofrecer sacrificio en descuento de los pecados, no
menos por los suyos propios que por los del pueblo. El sacerdote recibe este fruto, en cuanto celebra por sí
mismo como ministro público; el fruto de que hablamos, por tanto, no es aplicable a otro, pues al ofrecer el
sacrificio por sí mismo con las palabras «pro peccatis et offensionibus meis», a sí mismo se las aplica, y lo
que se aplica a sí mismo no se lo puede aplicar a los demás. El tercero se colige de la misma naturaleza del
sacrificio, que por estar instituido para los hombres debe, por tanto, aprovechar a aquéllos por quienes se
ofrece. Según opinión común, este fruto medio no es extensivamente infinito, sino que a cuantos más se
extiende más disminuye. El sacerdote debe aplicar este fruto a aquél por quien especialmente está obligado
a celebrar por razón de beneficio, limosna, precepto del superior o por cualquier otro título; y esto antes de la
Misa, o al menos antes de la Consagración; pues si la esencia de la Misa consiste únicamente como sostienen
la mayoría de los autores, en la consagración, de nada valdría hacer después la aplicación del fruto estando
ya el sacrificio consumado «quoad substantiam».
V. Qué método ha de observarse en la aplicación de la Misa.
Como ya dijimos que el fruto debe ser aplicado por los sacerdotes, se hace necesario, según la
común y más extendida opinión de los teólogos, establecer alguna práctica o método para hacer esta
aplicación que sirva a los sacerdotes para no resbalar en cosa de tanta importancia ni faltar a su obligación.
Primero hay que tener en cuenta que el sacerdote ofrece este sacrificio en nombre de muchos: en nombre de
Cristo, primero y principal oferente de cuyo mérito emana el valor del sacrificio y de cuya voluntad depende
en gran manera su aplicación; además, en nombre de la Iglesia, a la que Cristo concedió la dispensación de
sus méritos y satisfacciones; después en su propio nombre, en cuanto que ofrece por su libre voluntad y lo
aplica a sí mismo y a otros, según su arbitrio; finalmente, en nombre de los otros fieles, quienes, juntamente
con él o por medio de él, ofrecen el sacrificio con voluntad interna, a saber: aquéllos que ayudan y asisten a
Misa, o han dado limosnas para su celebración. Además, Cristo y la Iglesia quieren que todos los fieles sean
partícipes de los frutos del sacrificio cuantas veces se ofrezca, siempre que sean capaces y no pongan por su
parte ningún óbice; tampoco se exige aplicación alguna por parte del sacerdote celebrante, para que este
fruto común se extienda a todos. Sin embargo, por voluntad y disposición del mismo Cristo, una parte
notable de todos los frutos se deja a la libre aplicación y determinación tanto del mismo sacerdote
celebrante, en cuanto ministro y dispensador de sus misterios, como de los otros que ofrecen junto con él; lo
cual se desprende del consentimiento común de la Iglesia, que aprueba la costumbre de los fieles, según la
cual este sacrificio se ofrece particularmente por ellos; y en vano harían esto si todo el fruto del sacrificio
estuviese ya aplicado y nada quedara para aplicar por la intención del sacerdote. El sacerdote, en la acción
de este sacrificio, es superior a los otros que ofrecen con él; de esta manera la aplicación de los frutos
depende principalmente de la intención; pues, como es un acto de la potestad de orden, está sujeto a su
voluntad.
Pero es del todo incierto cuánta y cuál sea la parte del fruto que Cristo Nuestro Señor quiso
correspondiese ya a todos los fieles en general, ya especialmente a aquéllos a los que se aplica por la
intención particular del sacerdote celebrante; ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la Iglesia, ni los
Concilios, ni los Santos Padres han declarado ni definido nada acerca de esto. En consecuencia, basta que el
sacerdote quiera aplicar según su obligación o devoción el fruto del sacrificio a determinadas personas, en la
medida en que Cristo Nuestro Señor le concedió el poder aplicarlo.
Debe tenerse en cuenta, en segundo lugar, que para que el sacerdote aplique válidamente el fruto
del sacrificio es necesaria la intención que, como dicen los teólogos, se requiere para conferir válidamente
cualquier sacramento. No es, pues, suficiente que la intención sea habitual; que sea actual es óptimo y
laudable, aunque no necesario; basta, pues, la intención virtual, es decir, aquella que procede de la actual, y
que, al no haber sido revocada, se mantiene todavía en vigor. Esta intención, sin embargo, debe coincidir con
la misma realización del sacrificio, ser cierta y determinada y no dejar en suspenso el efecto del sacrificio, ya
que no puede depender de condición futura. Ahora bien, si el sacerdote no aplica a nadie el fruto del
sacrificio, o aquél por quien lo ofrece no es capaz o no lo necesita, el fruto queda en el tesoro de la Iglesia. De
donde infieren los teólogos que en tal caso es mejor tener condicionada la voluntad y aplicar el sacrificio por
alguien que pueda gozar de este fruto. A algunos les parece también ser muy conveniente que el sacerdote,
que quiere celebrar por varias personas, las mencione especial y concretamente, no de un modo general y
confuso, porque en este caso aprovecha menos a cada uno en particular; el sacrificio produce, pues, su
efecto según el modo en que se aplique, y la aplicación es más perfecta en cuanto se les nombra a todos por
separado. Para evitar los escrúpulos que puedan surgir a causa de la aplicación, debe el sacerdote dejar de
lado todas las opiniones inciertas y aplicar el fruto del sacrificio primera y principalmente por aquél por quien
está obligado a celebrar en razón de beneficio, limosna, promesa u obligación especial. Entonces, sin ningún
perjuicio por esa parte, hasta donde le sea permitido, podrá asimismo aplicar por otros especialmente unidos
o encomendados a él por caridad o por cualquier otra razón, conformando y subordinando perfectamente su
intención a la intención de Cristo, de quien él está constituido dispensador, extender a muchos una parte de
los frutos, parte que, dada la suma e inefable misericordia de Dios, no se puede esperar que sea sino
abundantísima.
CAPÍTULO II
DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SACERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACIÓN DEL
SACRIFICIO
I. Pureza de vida.
El sacerdote puede aplicarse a sí mismo, con respecto a la celebración del sacrificio, lo que en otro
tiempo dijera David acerca de la edificación del Templo: “Opus grande est; neque enim homini praeparatur
habitudo, sed Deo”. “Es grande la obra, porque la casa no es para los hombres sino para Dios”. Pues quien se
acerque a Dios, para sacrificar incruentamente a su Hijo Unigénito, emprenda tan excelsa obra con temor y
temblor, examínese a sí mismo y prepárese a recibir con las debidas disposiciones los ubérrimos frutos del
sacrificio. Tres son principalmente las disposiciones requeridas en el sacerdote: pureza de vida, rectitud de
intención y devoción actual. La pureza de vida consiste en dos cosas: primero en estar limpio de todo pecado
no sólo mortal, sino también de todo pecado venial deliberado y de todo afecto hacia el mismo pecado
venial. Si bien no podemos evitar totalmente los pecados leves, podemos y debemos, sin embargo, arrancar
de raíz con todas nuestras fuerzas la afección a los mismos, de tal manera que no nos apeguemos a ellos por
voluntad o afecto. En segundo término, la pureza de vida consiste en procurar con toda diligencia ser puro,
santo y adornado de toda virtud, y considerar especialmente dirigidas a uno mismo estas palabras del
Apocalipsis: “Qui iustus est iustificetur adhuc; et sanctus sanctificetur adhuc”, “el justo justifíquese más y
más y el santo más y más santifíquese”. Con razón San Juan Crisóstomo dice: “Quo non oportet esse
puriorem tali fruentem sacrificio? Quo solari radio non splendidiorem manum carnem hanc dividentem? Os
quod igne spirituali repletus? Linguam quae tremendo nimis sanguine rubescit? cogita quali sit insignitus
honore?, quali mensa fuearis: quod angeli videntes honescunt, neque litere audent intueri propter
enicantem inde splendorem, hoc non pascimur, huic non unimur et facti sumus unum Cristi corpus et una
caro”. “¿Qué pureza hay que no deba sobrepujar el que participa de tal sacrificio? ¿Qué rayos de luz a que no
deba hacer ventaja la mano que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la lengua que
se enrojece con tan veneranda sangre? Considera cuán crecido honor se te ha hecho, de qué mesa disfrutas.
A quien los ángeles ven con temblor y, por el resplandor que despide, no se atreven a mirar de frente, con Ése
mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo”.
Enseña Santo Tomás que el efecto propio de este sacramento es transformar al hombre en Dios, y
hacerse semejante a Él por el amor. ¿De qué fe debe estar imbuido, con qué esperanza confortado, de qué
caridad encendido, de qué inocencia adornado, quien tal víctima inmola a diario, recibe a Dios y se
transforma místicamente en Él? Pues si la disposición, como dicen los filósofos, debe ser proporcionada a la
forma a que dispone, será sin duda necesaria una disposición divina para recibir el alimento divino; para que
esa vida sea entonces divina y sobrehumana, debe oponerse en absoluto a una vida puramente humana y
carnal. Quien así vive se separa de las criaturas y se une tan sólo a Dios; sólo Dios reside en su inteligencia,
sólo Él en su voluntad, en sus conversaciones y en sus obras. Nada hay en él de mundano, nada que diga
relación a la carne o a los sentidos; ódiase a sí mismo, crucifica su cuerpo con el yugo de la mortificación,
desprecia las riquezas, huye de los honores, ama el pasar oculto y ser tenido en nada. Examine, pues, su vida
el sacerdote, y si observa que no se conforma a la semblanza que de ella hemos hecho, sino que todavía la
encuentra terrena, procure convertirla en divina por el diligente ejercicio de las virtudes. Aquí también cabe
señalar la limpieza externa del cuerpo y del vestido, la gravedad y la madurez que testimonien de él ser un
presbítero, esto es, un “senior”; tal ha de ser la compostura entera de este hombre que todos con sólo
mirarle se edifiquen.
II. Rectitud de intención.
La segunda disposición para celebrar en el sacerdote es la rectitud de intención, pues nuestras
acciones adquieren el elogio de virtuosas o la nota de viciosas por el fin que pretendemos. Para que la
intención sea recta no sólo se ha de excluir todo fin malo y ajeno a la institución del mismo sacrificio, sino
que también se prohíbe acercarse a él sólo por costumbre, sin previa preparación y sin la consideración
actual de tan gran misterio. El sacerdote que ha de celebrar debe considerar, pues, con toda diligencia, el fin
por el que se mueve; si es por lucro deleznable u otro motivo humano, si busca el pan terreno y no el
celestial; no la salud del alma sino el provecho del cuerpo; a fin de que no abuse para su perdición del
sacrificio instituido para vida del mundo. Propóngase un fin excelso, celestial, sobrenatural, que mire a la
gloria de Dios, a su propia salvación y a la perfección y utilidad del prójimo. Dirija su intención a purificarse,
por medio de esta víctima salvadora, de sus pecados, a curarse de las enfermedades del alma, a protegerse
de los peligros inminentes, a liberarse de las tentaciones y adversidades; a pedir algún beneficio y dar gracias
por los recibidos; a obtener las virtudes, el aumento de la gracia y el don de la perseverancia: a interceder
ante Dios por las muchas necesidades del prójimo y por el descanso de los difuntos, y encomendar a toda la
Iglesia; a rendir a Dios el culto de latría y a los santos el honor y veneración debidos; a conmemorar la pasión
y muerte de Cristo, como Él mismo mandó, diciendo: “Hoc facite in meam commemorationem”, “haced esto
en memoria mía”, para que, limpio de toda mancha de la carne y del espíritu, se una inseparablemente con
Dios y esté así “consummatus in unum”, hecho una misma cosa con Él. Por estos y otros motivos conviene
concretar la intención antes de la Misa, según la fórmula que al final se inserta. No hemos de olvidar aquí
que algunos hombres de eximia santidad y doctrina, teniendo siempre presente lo efímero de la vida, reciben
a diario en el sacrificio de la misa el Cuerpo y la Sangre de Cristo como si hubiesen de morir en ese día, con la
intención de que les sirva a ellos de Viático para la vida eterna. Sería de gran provecho para el sacerdote
reflexionar a menudo con gran solicitud sobre el tema de la muerte y de la eternidad.
III. Devoción actual.
La tercera disposición consiste en la devoción actual. Para avivar este sentimiento debe el
sacerdote, en primer lugar, poner especial cuidado en considerar con fe firme y ponderar con sublime
estimación todo lo que enseña la Iglesia sacrosanta sobre este inefable misterio, y los tesoros de gracias
celestiales que en él se encierran. Pues con las palabras de la consagración pronunciadas por él se convierte
el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, y bajo el velo de las especies sacramentales se hacen
presentes el Cuerpo purísimo de Cristo que, por nuestra salvación, fue clavado en la Cruz; su Sangre que por
nosotros fue derramada, y el alma gloriosa, en la que residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia
de Dios; en una palabra, Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha de venir con gran majestad a
juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego.
En segundo término, para excitar la devoción, es necesaria la humildad, que en la institución de este
sacramento resplandece más aún que las otras virtudes. Cristo, en efecto, siendo Dios en la forma, se
anonadó a sí mismo y encubrió bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad,
exponiéndose a las injurias de hombres pecadores que, llenos de inmundicia, pretenden acercarse a Él y
tocarle con sus manos contaminadas. Es, pues, de justicia en el sacerdote imitar tan gran humildad,
adentrarse en su nada y en nada tenerse. Sólo la humildad nos prepara dignamente para recibir a tan
excelso huésped. Ninguna disposición, ninguna facultad, ninguna virtud nuestra nos hace dignos de ello, sino
sólo la gracia de Dios; debemos por tanto, reconocer nuestra indignidad y apoyarnos únicamente en la
misericordia divina.
En tercer lugar, porque Cristo mereció para nosotros, por su pasión acerbísima, las delicias de esta
mesa, leemos que los sacerdotes santos avivan el fuego de la devoción con ayunos, disciplinas, cilicios y otras
mortificaciones de esta índole; también nosotros hemos de imitarles, sacrificándonos al Cordero, que se
inmoló por nosotros; por el silencio, la abstinencia, la guarda de los sentidos, sin omitir las mortificaciones
corporales conforme a las fuerzas y condición de cada uno. Por último, mucho aprovechan para la devoción
las ansias vehementes, un ferviente deseo y un ardiente amor a este Pan angélico del cual nos invitó a comer
el Señor cuando dijo: “Venite ad me, omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos”, “venid a mí
todos los que trabajáis y estáis cansados y yo os aliviaré”. Y si nos falta este deseo, debemos por lo menos
pedírselo al Señor con fervorosos actos de amor: “Desiderium enim pauperum exaudiet, et animam
esurientem satiabit bonis”, “porque escucha los deseos de los pobres y al famélico le llenó de sus bienes”.
CAPÍTULO III
VARIAS CONSIDERACIONES PARA ANTES DE LA MISA
I. Dignidad y santidad del sacerdote.
No hay entre los hombres dignidad ni excelencia alguna que pueda compararse a la sublimidad del
estado sacerdotal. Supera al esplendor de todos los príncipes, excede la potestad de todos los reyes, pues la
autoridad de éstos se circunscribe a las cosas terrenas y temporales, mientras que la potestad del sacerdote
se extiende también a lo eterno y celestial, para cuya consecución príncipes y reyes acuden al sacerdote,
imploran su ayuda y no se avergüenzan de someterse a él. Por lo cual dijo el Apóstol que el sacerdote se
escoge de entre los hombres “ut offerat dona et sacrificia”, “para que ofrezca dones y sacrificios”; y si,
elevando sobre los demás, sobrepasa la común condición humana es por estar constituido mediador entre
Dios y los hombres, “in iis quae sunt ad Deum”, “en lo que mira al culto de Dios”. El profeta Malaquías les
compara a los ángeles con estas palabras: “Labia enim sacerdotis custodient scientiam, et legem requirent
ex ore eius quia angelus Domini exercituum est”, “pues los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría y
de su boca ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yavé”. Más aún, por la potestad que tiene de
absolver los pecados y de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es superior a los mismos ángeles, y como
dice San Gregorio Nacianceno, Orat. 1: “Quaedam illi divinitas inest, aliosque efficit Deos”. Te conviene
considerar esto con todo esmero, sacerdote de Cristo, quien quiera que seas, para que no se te aplique la
sentencia del salmista: “Homo, cum in honore esset, non intellexit, comparatus est iumentis insipientibus, et
similis factus est illis”. Que no haya nada terreno en ti, que tu conversación sea angélica, tu vida divina, tus
costumbres saludables. ¿Qué hay más vil que la deformación de un honor tan sublime y una vida tan digna,
que la actuación ilícita en una profesión tan santa? Atiende, pues, a que la conducta convenga dignamente
al nombre, y las costumbres a la dignidad. Pues, si Dios mandó a los sacerdotes de la antigua Ley que fuesen
santos para ofrecer convenientemente el incienso y los panes de la proposición, ¿cuánta mayor santidad
debe encontrarse en ti, que diariamente ofreces y recibes al Hijo de Dios? Y si el cuerpo suele adquirir las
cualidades de los alimentos con que se nutre, es de todo punto razonable que imites las condiciones de
Cristo, a quien recibes diariamente en la Eucaristía, y trates de vivir sus virtudes. Cristo se esconde bajo las
humildes especies del pan y del vino y no se manifiesta por ningún otro indicio; esconde tú también los dones
de Dios, y ama el pasar oculto y ser tenido en nada. Él está allí expuesto a las injurias de los pecadores, de los
infieles y hasta de las bestias. Tú, de igual manera, sométete a todos, y conserva la paciencia ante cualquier
desprecio y oprobio. Él apacienta a todos con su vida, sin hacer acepción de personas; sé tú liberal con todos,
cultiva un celo sincero con las almas sin respetos humanos. Él, aun cuando se dividen las especies no sufre
división ni menoscabo alguno; tú también en toda dificultad mantén un ánimo sereno y totalmente
imperturbable. Él no desprecia ningún lugar y permanece allí donde le coloca cualquier sacerdote, por muy
pecador que sea; tú, de una manera semejante, sé indiferente a todo lugar y oficio y no rehúses ningún cargo
que te impongan los superiores. Finalmente en este sacramento desaparece la sustancia del pan y del vino y
sólo quedan los accidentes; tú, del mismo modo, debes destruir en ti toda sustancia terrena: afectos
desordenados, apetitos de gloria, deseos depravados, juicios mundanos y todo cuanto sea contrario a la
perfección.
II. Excelencia de este sacrificio.
Como quiera que el sacrificio es el oficio primario de la religión, conviene a todas luces que la
religión cristiana, que supera a todas en perfección y sublimidad, tenga un sacrificio nobilísimo, de cuya
excelencia son vestigios muchas razones. Primero, porque lo que en él se ofrece es Cristo Nuestro Señor,
verdadero Dios y verdadero hombre; y, puesto que no hay nada más excelso que Él, su misma acción de
sacrificar supera a todas las acciones humanas, incluso las de los santos que aman a Dios en el Cielo.
Debemos cuidar en consecuencia de no deshonrar por nuestra irreverencia y falta de devoción la oblación de
tan grande víctima. Y si Dios mandó en la antigüedad a los sacerdotes: “Mundamini, qui fertis vasa Domini”,
“purificaos los que lleváis los utensilios de Yavé”, ¿cuánto más debe brillar la pureza en nosotros que
ofrecemos a Dios el Cuerpo purísimo y la preciosísima Sangre de Cristo?
En segundo lugar, por la persona a quien se ofrece, que es únicamente Dios, ya que no se puede
ofrecer a ningún santo ni a la misma Santísima Virgen, sino que por su misma naturaleza intrínseca tan sólo
conviene a Dios, toda vez que por el sacrificio confesamos que Dios es nuestro primer principio y último fin, y
supremo Señor de todas las cosas, a quien en prueba de nuestra dependencia, ofrecemos algo sensible para
significar mediante ello el sacrificio interno por el cual el alma se ofrece a Dios como principio de su creación
y término de su felicidad eterna. Ni siquiera el mismo Dios en su omnipotencia puede hacer que esto
convenga a criatura alguna.
En tercer lugar, por razón de la misma consagración, por la que el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y en la Sangre de Cristo, permaneciendo los accidentes sin el sujeto. Esta acción es totalmente
sobrenatural, puesto que no puede depender en absoluto de ninguna potencia creada como de causa
principal, ya que sólo Dios es quien realiza la transustanciación.
Cuarto, por el valor del mismo sacrificio, que es infinito como los méritos y la pasión de Cristo y, por
tanto, satisface a Dios de la misma manera que su muerte en la Cruz, aunque el efecto sea infinito.
Quinto, por razón del fin para el que fue instituido este sacrificio, una vez abolidos todos los demás,
para que por medio de él tributemos culto de latría a Dios, nuestro creador, y le demos testimonio humilde
de nuestra servidumbre y sujeción; para que le demos por siempre dignas gracias por todos sus beneficios;
para pedir el auxilio de la gracia divina, su protección, su estímulo y su dirección; para obtener el perdón de
los pecados; para aplacar la ira de Dios y apartar los castigos inminentes; para socorrer las necesidades casi
infinitas de vivos y difuntos. Por todo lo cual consta de un modo manifiesto que nada puede haber más
grande en esta vida, ni realizar los hombres acción más excelente que ofrecer a Dios este sacrificio. Por
tanto, el sacerdote que estuviere celebrando no debe interrumpir el sacrificio bajo ningún pretexto, aunque
en ese momento le llamase un rey o el mismo Romano Pontífice. Y debe comportarse de tal manera que no
haya en él nada que vaya en desdoro de Aquél a quien representa, así como el legado haciendo las veces de
rey cuidaría muy mucho que no hubiera en él nada indecoroso ni que fuera en detrimento de su cargo.
III. Necesidad del sacrificio.
El sacerdote debe considerar con gran solicitud cuán necesario es este sacrificio, que es de tanta
utilidad para los que están en este mundo y para las almas del purgatorio; para éstas, a quienes libra más
rápidamente de sus penas y conduce a la felicidad eterna del cielo; para aquéllos, en cuanto les asegura los
continuos auxilios de Dios. Compete, pues, al sacerdote presentar a Dios las peticiones de todos los hombres,
como legado que es de toda la Humanidad, y exponer al Señor sus necesidades espirituales y corporales y
conseguir para cada uno lo que necesita para su salvación. Las miserias espirituales que se dan en el primer
lugar son los pecados, en los que abundan todos los reinos del mundo en cualquier estado o condición
humana. Luego, las tentaciones internas y externas, por lo demás innumerables y difíciles de superar, que
vienen de la naturaleza corrompida, de los sentidos y de las cosas exteriores y otras personas, de la
volubilidad del libre albedrío y de los demonios. Hay, finalmente, ocasiones extrínsecas de males que inducen
a pecar tanto dentro como fuera de casa, de donde se sigue un peligro constante de eterna condenación. Son
también muy numerosas las necesidades corporales que a todos acucian y a las que todo el mundo está
sujeto: enfermedades, guerras, persecuciones, pobreza, miseria, pérdida de bienes, destierro, cárceles,
insidias, engaños, fraudes, luchas civiles y domésticas, rencillas, detracciones y múltiples injurias de los
dueños, de los siervos, de los vecinos, de nuestros semejantes, que suelen acaecer en todo lugar manifiesta y
ocultamente. Tienen, por tanto, gran necesidad de este sacrificio los católicos que, aprisionados en las redes
del pecado mortal, se corrompen en su inmundicia; también todos los infieles, herejes, cismáticos, judíos,
paganos y moros, quienes, no conociendo al verdadero Dios, viven en tinieblas; tampoco ellos pueden salir de
estado tan deplorable por solas sus fuerzas naturales, a no ser que el Padre de misericordia vuelva a ellos sus
ojos, los mueva y los ayude con su poderosa virtud. Lo necesitan, asimismo, los cristianos justos tibios e
imperfectos y aun los piadosos; todos están en peligro inminente de caer en pecado mortal y perder la gracia
divina, ya que es tanta la fragilidad de la naturaleza depravada, tanta la rebelión de la carne, tanta la rabia
del demonio, tanta la fuerza de los malos hábitos y tan grande la corrupción de este mundo. Hay también
otros seres sin número, oprimidos por las calamidades antes citadas: unos, necesitan la ayuda divina para
vencer alguna tentación; otros, para adquirir alguna virtud o para realizar un acto sobrenatural. Unos están
en el mar, otros en camino inseguro. Éste sufre la injusticia de sus enemigos, aquél es calumniado; unos se
ven afligidos por la pobreza, otros por las enfermedades, escrúpulos, luchas, dudas y otras calamidades.
Muchos se encuentran en peligro de muerte, de la que depende toda una eternidad, y a quienes, de una
manera del todo inexplicable, torturan y atormentan los pecados que cometieron, los bienes temporales que
ahora dejan y la eternidad que corre a su encuentro. Finalmente, padecen grandísima necesidad las almas de
los difuntos cuya esperanza en la ardiente cárcel del purgatorio se cifra toda en nuestros sufragios, ya que
ellas por sí mismas no pueden satisfacer ni impetrar nada. Toda esta infinita multitud extiende suplicante las
manos al sacerdote clamando y pidiendo con desgarrado gemido digno de compasión que impetre alguna
parte del divino auxilio en favor de cada uno, ofreciendo sus súplicas en la Misa, y el sacerdote debe
encomendarles al eterno Padre con gran afecto, seria y fervientemente. Sería intolerable, por tanto, en
presencia de tanta Majestad, hacer nuestra embajada insulsa por las distracciones o titubeos y tratar
negocios de tanta importancia de una manera fría y formularia.
IV. Con qué reverencia debe celebrarse.
La reverencia es doble: interna y externa. La interna consiste en temor y temblor, en humildad y
compunción de corazón. Pertenece a la externa la compostura y gravedad de todo el ser y la observancia de
todas las ceremonias y prescripciones de los ritos. El sacerdote se dará cuenta muy fácilmente del cuidado
exquisito que debe ponerse para celebrar este sacrificio augustísimo con toda veneración y reverencia, si
considera por su parte que quienes honran a Cristo no pueden realizar ninguna obra más santa y divina que
este tremendo misterio; y, por otra parte, que en la Sagrada Escritura se llama maldito al que hace la Obra
de Dios con negligencia. “Maledictus qui facit opus Dei negligenter”. “Maldito el que ejecute
negligentemente la obra de Yavé”. Pues si el que va a hablar con un rey se pone delante de él con gran miedo
y no se atreve a apartar de él sus ojos, ¿con cuánto mayor temor, humildad y reverencia conviene estar
delante de la Divina Majestad con toda la mente dirigida al mismo Dios, que no sólo ve el aspecto externo
sino que penetra con su mirada la intimidad del alma? ¿Qué hay más ruin y más digno de castigo que un
pecador que se llega sin reverencia alguna al sagrado altar donde los santos temen, los ángeles enmudecen,
las potestades tiemblan y los serafines cubren su rostro con rubor y confusión? La noche se acerca a la luz, el
enfermo al Omnipotente, el siervo al Señor, la criatura al Creador, ¿y no tiembla, no se espanta? Sirve
también de provecho para estimular el afecto reverencial, la consideración del gozo que perciben la
Santísima Trinidad y todos los habitantes del cielo de la devota y reverente celebración de la Misa: tanto
porque este sacrificio del Nuevo Testamento fue dejado por Cristo en prenda del amor con el cual amó a los
suyos hasta el fin, cuanto porque es la conmemoración de su muerte, por cuya intercesión fueron
perdonados nuestros pecados, los hombres redimidos, los santos salvados, y nosotros, actuales caminantes,
recibimos innumerables beneficios. El celebrante debe cuidar, por tanto, de no realizar acción alguna que
vaya en mengua de este gozo de Dios y de los santos, que dimana del suavísimo aroma de este sacrificio.
Finalmente, para adquirir esta reverencia, el sacerdote debe meditar con toda la diligencia de que sea capaz
cuán sapientísima y exactamente la santa Iglesia, siguiendo las divinas enseñanzas, prescribe e instituye
orden, modo y aparato de todo el sacrificio, pues, en primer lugar, confiesa sus culpas a la par que pide
perdón de ellas; después alaba y adora a Dios y da gracias por los beneficios que de Él ha recibido; implora la
ayuda divina para sí y para otros; y no omite ningún género de deber que los mortales puedan santamente
ejercer para con Dios. Añade a esto una conformación externa y una actitud del cuerpo en sumo grado
dignos y recogidos: ya esté de pie, ya se arrodilla, con la cabeza siempre descubierta, con las manos a veces
juntas y otras veces extendidas o elevadas al cielo; todo lo cual es muy apto para fomentar la reverencia,
tanto en los asistentes como en el mismo celebrante. Y no se dirige a Dios de cualquier manera, sino con
sumo respeto y le habla quedo, y como al oído, como de amigo a amigo. No habla el sacerdote en su
nombre, sino en el de toda la Iglesia y Dios le escucha como a representante público sin tener en cuenta su
condición personal, sea ésta buena o mala. Habla en ceremonia pública ante toda la corte celestial y ante los
hombres que asisten; así en la solemne confesión que precede a la Misa, apela a los santos y al pueblo; y en
el prefacio pide a Dios que mande se admitan sus voces con las de los ángeles. Habla con Cristo Nuestro
Señor, que está presente en el sacramento y que, juntamente con él, presenta sus preces al Padre eterno.
Finalmente, las palabras que dice no son cosecha de su propio ingenio, sino que están ya enseñadas por
Cristo, ya dictadas por el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura, ya corroboradas por la autoridad de los
Santos Padres o de los Concilios; por tanto, no puede pronunciar nada que no sea gratísimo y sumamente
aceptable a Dios. Procure, pues, el sacerdote con todas sus fuerzas que tan santo ministerio se ejecute con la
mayor reverencia y santidad posibles; y abandonando la suciedad de la tierra, resplandezca con angélica
pureza.
V. Otras consideraciones para inflamar la piedad del celebrante.
Casi imposible será que tú, sacerdote de Cristo quienquiera que seas, celebres con poca atención,
devoción y reverencia, si percibes con fe viva y profundizas el íntimo sentido de esta verdad inefable: que
ofreces al mismo Cristo, Hijo unigénito de Dios, Juez y Salvador tuyo. Pero a esta verdad se añade un factor
de máxima importancia; porque ahora, en la Misa, ofreces a Dios una humanidad de Cristo más perfecta que
la que ofreció Él mismo en la última Cena. Pues en primer lugar Cristo ofreció una humanidad mortal; tú, una
inmortal. Él, una pasible; tú, una impasible. En segundo lugar, ahora, esta misma humanidad se ofrece con la
satisfacción por nosotros ya completa, ya que todos los méritos suyos se completaron en la muerte. En tercer
lugar, porque la humanidad de Cristo, aunque santificada desde el principio por la unión hipostática; sin
embargo, al ser inmolada a Dios en la pasión adquirió una nueva satisfacción como hostia que en aquel
momento era presentada como tal, y ahora en la Misa se ofrece adornada con esta nueva santificación.
Añade, además, el hecho de que Cristo existe en el sacramento de una manera más admirable que en el
cielo. Pues todo su Cuerpo está en todas las especies y todo entero en cualquier parte de ellas, por pequeña
que sea, sin que la cantidad sea coextensa con el lugar; de tal modo que su presencia no puede ser vista ni
siquiera por los serafines de modo natural y por principios naturales. Y aún hay en este sacramento otras
innumerables maravillas que más vale venerar que describir. Pues, dejando otras cosas, ¿quién podría
explicar dignamente, o por lo menos concebir con su inteligencia, el inmenso beneficio que representa para
nosotros, los hombres, el que por medio de este sacrificio poseamos con cierta anticipación el cielo en la
tierra y el que tengamos ante nuestros ojos y toquemos con nuestras manos al mismo Creador del cielo y de
la tierra? Reflexiona muy despacio y avergüénzate de atreverte a celebrar estos tremendos misterios con
tanta tibieza y tan poca reverencia.
Extiende tu pensamiento al mundo entero, mira qué mal sirven a Dios los hombres en todo lugar;
cuántos pecados se cometen; cuán pocos hay que busquen la perfección con seriedad; cuántos son los que se
ocupan de continuo en cosas vanas y ociosas, y así nunca piensan o hablan de Dios. Enciéndete, por tanto,
con grande e íntimo dolor de corazón en ardor y afecto vehementísimos para con el Señor, tu Dios, a quien
muchos mortales desconocen o desprecian; procura, entonces, celebrar la santa Misa con tal devoción que,
de ser posible, se recreara el Señor de algún modo por la suavidad que este sacrificio posee también “ex
opere operantis”, y olvidase todo aquello que los hombres perpetran contra su santísima voluntad. Lleva, por
otra parte, tu pensamiento al cielo, y considera con cuánto fervor aman a Dios los bienaventurados y con qué
suave armonía cantan a una sus alabanzas. Únete a ellos, enciéndete en afectos semejantes de amor y loor;
pero cuida de que la falta de armonía de tu voz y de tus costumbres no perturbe el dulcísimo y armonioso
coro de los santos.
Como quiera que este sacrificio representa la pasión y muerte de Cristo, es como una cierta imagen
y representación trágica, no verbal –a la manera de las tragedias de los poetas–, sino real y sustancial que
expresa de modo incruento aquella pasión y muerte cruenta de la que manaron para ti y para la Humanidad
entera todos los bienes y todos los tesoros de la gracia divina. Aguza, pues, la inteligencia y mira con cuánta
y cuán ferviente devoción debes llevar a cabo la representación de bien tan grande. La Santísima Trinidad, la
humanidad de Cristo en el cielo, los ángeles y las almas bienaventuradas son los espectadores de esta
tragedia; cuida, pues, de que no haya en ti nada indigno ni indecoroso que pueda ofender los ojos purísimos
de Dios y de la corte celestial. Y esto lo conseguirás si llevas en ti mismo las señales de una continua
penitencia corporal y mortificación de las pasiones; si conservas en ti viva memoria de los acerbísimos
sufrimientos de Cristo, que conmemoras y representas en este sacrificio; y si enseñas esto mismo a los demás
con la austeridad de tu vida y tus costumbres.
CAPÍTULO IV
DE LO QUE PRECEDE PRÓXIMAMENTE A LA CELEBRACION DE LA MISA
I. De la necesidad de la preparación.
“Ante orationem –dice la Sabiduría– praepara animam tuam et noli esse quasi homo qui tentat
Deum”. Y si se dice que tienta a Dios y provoca su ira aquél que osa hablarle en la oración sin una diligente y
cuidada preparación, cuánto más irritará por su temeridad y audacia aquél que le ofrece a su Hijo unigénito
y se atreve a recibirlo sin estar bien dispuesto. Si un rey o príncipe poderoso te designara, oh sacerdote, para
que le preparases hospedaje al día siguiente, ¿con cuánta solicitud procurarías limpiar y adornar la casa,
pasando incluso toda la noche en vela para que, cuando él viniese, no encontrase nada desordenado o
indecoroso? Pues bien, el Rey de reyes y el Señor de señores te ordena diciendo con el profeta: “Praeparare,
Israel, in occursum Dei tui”, porque he aquí que vengo y moraré en ti. Ve, pues, y considera con cuánta
diligencia debes limpiar las suciedades de tu tálamo, con cuánta prevención debes adornarlo, para que seas
digno de que tan gran huésped te visite. Dios se mostrará a tu alma en la medida en que la prepares para su
llegada; cuanta más diligencia tú pongas, tanta más gracia añadiráÉl. Hay un viejo proverbio que dice:
“Adoraturi sedeant”, con el que se amonesta a presentar a Dios un corazón dispuesto y compungido.
También dijo un pagano: “Dimidium facti, qui coepit, habet”; debemos en primer término poner cuidado en
comenzar con rectitud cada una de nuestras acciones. Con todo, la preparación mejor y más necesaria es
siempre aquella que consiste en la pureza y santidad de la vida; cuando hagas algo, pienses cualquier cosa o
emprendas una acción, refiérelo sólo a este fin: vivir una vida divina, y hacerte digno de este convite celestial.
Así como el fruto principal de la celebración frecuente tiene ante todo por objeto crecer cada día en
humildad, paciencia, desprecio del mundo y caridad; así también la verdadera preparación consiste en
arrancar diariamente parte de los vicios y adquirir las virtudes hasta tal punto que puedas decir con el
Apóstol: “Vivo ego, iam non ego, vivir vero in me Christus”, “y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo
sino que Cristo vive en mí”. Ciertamente para aquéllos que, unidos a Dios, se ejercitan de continuo en la
consideración de las cosas celestiales, no les será difícil prepararse como es debido a una digna celebración;
pero a los otros, que son los más, que tienen menos facilidad para elevar sus pensamientos hacia el Cielo, les
ayudarán sin duda a acercarse a Dios con el cuidado y atención que merece tan gran misterio varios
documentos de los Santos Padres. De algunos ya hemos hecho mención; otros los vamos a explicar en
seguida.
II. De la previa confesión sacramental.
Inspira temor, y se escucha con desasosiego aquella amenaza del Apóstol cuando dice: “Quicumque
manducaverit panem hunc, vel biberit calicem Domini indigne, reus erit Corporis et Sanguinis Domini”, “de
manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del Cuerpo y
de la Sangre del Señor”. Debe, por tanto, el que va a celebrar traer a la memoria aquel precepto de San
Pablo: “Probet autem seipsum homo, et sic de pane illo edat, et de calice bibat; qui enim manducat et bibet
indigne, iudicium sibi manducat et bibit”. Es ciertamente en absoluto necesario este examen para que nadie
trate de celebrar la Santa Misa sin previa confesión sacramental, teniendo conciencia de pecado mortal,
aunque crea estar arrepentido; de lo contrario, recibirá el pan de vida para su muerte y condenación. Pero
para que el alma saque copiosos frutos de este banquete divino que colma de indecibles delicias a las almas
santas, debe limpiarse no sólo de pecados mortales, sino también de los veniales y de todo afecto terreno, y
debe mostrarse a Dios limpia y vacía de todo mal, para ser colmada y adornada con los dones de su gracia.
Por esta razón, los buenos sacerdotes, a los que te conviene imitar, diariamente, en días alternos, o
por lo menos dos veces por semana suelen confesarse con espíritu contrito, procuran arrancar todas las
raíces de los males, y quitar todas las manchas, incluso las más leves. Y si no hay materia que expiar en el
sacramento de la penitencia, no te olvides de hacer un intenso acto de contrición de todos los pecados de tu
vida pasada, porque Dios no desprecia a un corazón contrito y humillado.
En la confesión debe evitarse la prolijidad y la diligencia exagerada al contar las culpas leves;
bastará con dolerse íntimamente de ellas, y expiarlas elevando piadosamente el corazón a Dios sin detenerse
en contarlas, a la manera como se relata una historia sin propósito de enmienda, cosa que ocurre con cierta
frecuencia. No hay una opinión concorde entre los maestros espirituales sobre si conviene exponer en la
confesión las imperfecciones diarias, para que así el confesor conozca mejor el estado del penitente; la
sentencia más segura y más común es que conviene manifestarlas fuera de la confesión. Hay que evitar,
asimismo, el error de muchos que se acusan por extenso de cosas que no son pecados, como malos hábitos,
pasiones, circunstancias improcedentes, de que son soberbios, propensos a la ira e inclinados al mal; que no
aman a Dios con toda la fuerza de su corazón, y otras muchas cosas por el estilo; sobre todo ello aconsejo
que se lea por completo el tratado de San Buenaventura sobre el modo de confesarse y sobre la pureza de
conciencia.
Es necesaria una doble preparación para confesarse: remota y próxima. La preparación remota
consiste en el intento de conseguir, por medio de la custodia vigilante del corazón, del profundo
conocimiento de uno mismo y del exacto examen, la delicadeza y pureza de conciencia, que siente enseguida
dolor por los defectos cometidos y fielmente los graba en la memoria. Acostúmbrate, después, a decir con
frecuencia el acto de contrición y a hacer el examen diario como si debieras confesarte inmediatamente.
La preparación próxima comprende diversos actos: en primer lugar debes pedir la gracia eficaz para
conocer todos tus pecados, detestarlos y enmendarte y recordar luego todos los que hayas cometido desde
tu última confesión; procura, por último, hacer un acto de dolor, por cada uno de ellos, con propósito firme y
constante de no volver a cometerlos más, y satisfacer por ellos en adelante. Si los pecados son más leves, ya
que es difícil corregirlo todo a causa de la fragilidad humana, proponte por lo menos y procura cada vez que
te acerques a confesar arrancar alguno de aquéllos en que sueles caer con más frecuencia.
III. El modo de confesarse.
Como quiera que la parte esencial y más importante del sacramento de la confesión es el dolor y
contrición de los pecados cometidos, insiste mucho en esto, haciendo de antemano una breve consideración
sobre algunos de los motivos de la contrición, cuales son: 1°. La gravedad de los pecados, con los que se
ofende a Dios, cuya bondad infinita no debíamos ofender en lo más mínimo, aunque ello supusiese la
salvación de todo el mundo. 2°. Los daños tan atroces que se originan por el pecado, tanto en esta vida como
en la otra. 3°. La inescrutabilidad de los juicios de Dios, que de ordinario abandona a los ingratos y vomita a
los tibios. 4°. La brevedad e incertidumbre del tiempo de la gracia, durante el cual pueden expiarse las
ofensas a Dios. 5°. El recuerdo de la eternidad y su duración sin término. 6°. La inestimable dignidad de Dios
que sufrió tanto para librarte de los pecados. 7°. La magnitud de los beneficios que Dios te concedió, por lo
que sería una vileza no mostrarte agradecido con Él viviendo santamente. 8°. La sublimidad del premio
eterno y la facilidad de los medios para alcanzarlo. 9°. La infinita amabilidad de Dios, que es digno de por sí
de un obsequio infinito, porque es el mismo bien supremo que te persigue con un amor ilimitado.
Si consideras con atención estos motivos, podrás fácilmente avivar en ti una gran contrición. Así
dispuesto puedes acercarte a los pies del confesor como al baño de la sangre de Jesucristo, en quien confías
te limpie todas tus miserias. Debes imaginar que hay allí dos sacerdotes, visible uno e invisible el otro, que
penetra las intimidades del corazón. Así, pues, al igual que el hijo pródigo volvió en sí, pide tú también con
humildad la bendición y la gracia de confesarte bien, y recita previamente la confesión general, renueva el
acto de contrición. Entonces con gran reverencia, interior y exterior, como la que un reo suele mostrar ante el
juez, confiesa tus pecados al sacerdote, que representa a Cristo Juez, sin rodeos, de una manera clara,
sincera y humilde, no por hábito o costumbre, llorando tus pecados delante de Dios con vergüenza y
compunción. Y mientras el sacerdote pronuncia las palabras de la absolución, reza de nuevo el acto de
contrición, y considera que tú, el hijo pródigo, eres recibido con un ósculo por Cristo, quien te adorna con una
nueva vestidura y te abraza con las palabras añadidas por Él mismo: “Remissa sunt tibi peccata tua, iam
amplius noli peccare”. Por lo cual dale las gracias diciendo con el profeta: “Nunc coepi”, y comienza desde
aquel momento una vida más santa.
Después de la confesión cumple enseguida la penitencia impuesta; ofrécela a Dios uniéndote a la
pasión de Cristo y a las satisfacciones de todos los santos. Examina entonces si fue verdadera tu contrición, si
habías penetrado en lo íntimo del corazón, si habías hecho previamente un diligente examen, si habías
reconocido la gravedad de tus culpas, si te habías olvidado de algo, si te excusaste por pereza, si tienes algo
de que echarte en cara, si te moviste, por fin a un serio arrepentimiento.
IV. Oración antes de la confesión y el acto de contrición.
Vengo a ti, piadosísimo Jesús, mi refugio y consuelo, lleno de aflicción y tristeza a recordar delante
de ti en la amargura de mi alma mis delitos y mis años pasados. A ti dirijo palabras de dolor implorando tu
misericordia para que hagas tu obra, que es tener compasión y perdonar, borrando mis pecados, que son mi
más grande miseria. No desprecies las voces y suspiros de la oveja perdida y del hijo pródigo que vuelve a tu
piedad desde la región lejana; no te goces, pues, en la perdición de los que están en trance de morir, Tú, que
para que yo no pereciera te dignaste sufrir la muerte. Gusano soy de la tierra, que te devuelvo mal por bien;
y muchos males y graves pecados en respuesta a tantos y tan inefables bienes. Y, sin embargo, hablas a tu
esposa, mi alma pervertida, después de que ha fornicado con muchos amantes, para que vuelva a Ti; y la
recibes, porque tu misericordia está por encima de tus obras; y mayor es tu bondad que mi iniquidad. Por eso
me levanto, y a Ti me llego con corazón contrito y humillado; vengo para ser lavado, oh fuente de la vida
eterna, de la cual estoy sediento como el ciervo lo está de las fuentes de las aguas; vengo para ser iluminado,
oh luz mía, y para amarte y confesarte la injusticia que cometí contra Ti. Envíame tu luz y tu verdad e ilumina
mi inteligencia para que conozca claramente todo el mal que cometí y el bien que dejé de hacer y me
confiese íntegramente; y no permitas que me corrompa en mi suciedad, Tú que tienes misericordia de todos
y no odias nada de lo que hiciste. Haz que abandone los malos hábitos y que me ocupe en obras que sean de
tu agrado para que allí donde abundó el pecado sobreabunde tu gracia; y como fue mi capricho apartarte de
Ti, vuelto otras diez veces te buscaré. Me arrepiento, oh Jesús misericordioso, de todos y cada uno de mis
pecados y los detesto sobre todo mal, no sólo en mi corazón árido e imperfecto, sino también con el corazón
y deseo de todos los verdaderos penitentes, por tu amor gratuito, porque eres, oh Dios mío, digno de un
amor infinito, y propongo firmemente padecer cualquier mal antes que consentir otra vez en el pecado.
Quiero asimismo confesarme con extremada diligencia, satisfacerte íntegramente a Ti y al prójimo y evitar
en adelante toda ocasión de pecado. Lo que a mí me falte, súplalo tu muerte, tu sangre, y la
sobreabundancia de tus méritos, en los que pongo toda mi confianza esperando así obtener tu perdón, la
gracia para corregir mis torcidos impulsos y el don de la perseverancia final. Y ahora, Señor, que me has dado
a conocer mis pecados más graves, perfecciona mi contrición, y conduce hasta el fin mi satisfacción. Purifica
aún lo que haya en mí que te agrade, para que viva en Ti y no en mí; en Ti y por Ti muera, oh Salvador mío,
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
V. Oración después de la confesión.
Te doy gracias, Señor, Padre y Señor de mi vida, porque no obraste conmigo según mis pecados,
sino que con tu juicio realzaste tu misericordia, y arrojaste en lo profundo del mar todos mis delitos. Ojalá
pudiese excitar en mí tanta contrición, cuanta por sus pecados tuvieron el santo profeta David, hombre
según tu corazón; San Pedro, príncipe de los apóstoles, y los demás penitentes. ¡Con qué gusto me desharía
en lágrimas, hasta que se lavaran mis iniquidades, y me mostrases tu rostro aplacado! Pero mi alma es para
Ti como tierra sin agua, y se reseca mi virtud como una vasija de barro cocido; y, como estoy desprovisto de
toda virtud, tan sólo me resta elevar mis ojos a mi Redentor y ofrecerte sus lágrimas, que tan
abundantemente derramó por mí, para que, aplacado por ellas, me abras la puerta de tu misericordia y me
recibas como a siervo fugitivo que viene a Ti y huye de los enemigos. Mírame y ten misericordia de mí, Señor
paciente y misericordioso; habla a la piedra que es mi corazón y golpéala con la vara de la virtud, para que
fluyan las aguas de la compunción, aguas salvadoras, por las cuales sanará y se blanqueará mi alma.
Confirma lo que se ha obrado en mí, séate grata y aceptable mi confesión y todo defecto suyo súplanlo tu
piedad y misericordia. Imploro tu misericordia y pido tu perdón con el firme propósito de no volver a pecar, y
dedicarme con ahínco y diligentemente a la virtud, dándome Tú fuerzas para ello, porque no abandonas a los
que en Ti esperan. No quiero que me sufras por más tiempo mientras camino tras la vanidad de esta vida:
pasan días y días, años y años, y he aquí que en nada mejoro. Vuélvete, pues, a mí y apiádate de este
indignísimo siervo tuyo, y no quieras atender a lo mío de tal modo que te olvides de lo bueno tuyo; pues si yo
te di motivos para que me condenes, mayores los tienes tú para salvarme y recibirme en tu gracia, Dios mío y
mi ayuda, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
VI. Declaración de la intención antes de la Misa.
Dios del cielo y de la tierra, infinitamente amable y fuente inagotable de todos los bienes, yo N., el
más miserable de los pecadores, y ministro indignísimo de tu Iglesia, postrado en tierra ante el trono de tu
gloria, con el mayor amor, reverencia y devoción de que soy capaz, quiero hoy, según el rito de la Santa
Iglesia Romana, ofrecer el Sacrosanto Sacrificio de la Misa a tu altísima Majestad, a quien únicamente es
debido; y desde ahora lo ofrezco a una con todos los sacrificios que te hayan sido aceptados desde el
principio del mundo, y con los que se ofrecerán hasta su fin, y juntamente con el precio de la sangre y con
todos los trabajos y sufrimientos de nuestro Redentor; junto con todos los méritos de su santísima e
inmaculada Madre; con las virtudes de los santos todos, y con las alabanzas y preces de toda la Iglesia
militante. En unión con aquel admirable sacrificio que tu mismo Unigénito instituyó en la última cena, y en la
cruz consumó hecho sacerdote de su misma víctima, y víctima de su sacerdocio; con el afecto y en nombre de
toda su Iglesia santa, y de todos los que de alguna manera se están uniendo a mi ofrenda, por puro amor a Ti
y deseo de hacer siempre y en todo tu beneplácito. Y ello, para darte máxima alabanza y culto, y gloria, en
reconocimiento de tu suprema excelencia, de tu dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y
dependencia de Ti; para darte el culto de latría que sólo a Ti se debe, junto con las adoraciones que te son
gratísimas del mismo Cristo tu Hijo, de la B. Virgen y de todos los ángeles y santos; en memoria de la vida,
pasión y muerte de Nuestro Señor, y en obediencia de aquel mandato suyo por el que se nos ordenó que
hiciésemos esto en recuerdo suyo. Para el honor y aumento de la gloria de la Virgen su Madre, de todos los
ángeles y santos, sobre todo de aquéllos cuya festividad se celebra hoy. En acción de gracias por todos tus
beneficios, que te has dignado conferirme a mí, indignísimo pecador, y a todos los hombres, y a todas tus
criaturas. En propiciación y satisfacción por los pecados de todo el mundo, y especialmente por los míos, de
los cuales me arrepiento con firme propósito de enmienda, y detesto y abomino más que a ninguna otra
cosa, por lo mucho que te desagradan. Y porque este sacrificio posee una infinita fuerza impetratoria, lo
ofrezco por mis necesidades y por las de todos los vivos y difuntos; y en primer lugar aplico su fruto a aquél
por cuya intención celebro, y, si acaso ocurriera que no fuera capaz o digno, quiero que tal fruto se transfiera
a N.; con aplicación de las indulgencias a mí o tal difunto. En segundo lugar, y sin perjuicio de aquél por quien
estoy obligado a pedir en primer lugar, pido por todos los que particularmente me están encomendados, por
N. y N.; para obtener tal gracia y por todos los vivos y difuntos por quienes quisiste desempeñara yo mi
legación ante tu presencia; para que a los difuntos concedas el perdón; para que a los vivos concedas gracia,
a fin de que te sirvan y perseveren en tu amor hasta el fin. Amén.
VII. Súplica por las necesidades de todos.
Acuérdate, Señor, por tus entrañas misericordiosas, por los méritos de tu Hijo, que de nuevo te
presento ofrecidos en sacrificio por nosotros, por los méritos de la B. Virgen y de todos los santos; acuérdate
de la Iglesia, tu esposa; mediante el esfuerzo de los hombres apostólicos extiéndela por todo el orbe de la
tierra. Consérvala en la paz y la tranquilidad y haz que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella.
Anula la soberbia de sus enemigos e ilumina a las gentes ajenas a la fe con el resplandor de tu verdad, para
que no perezcan tantas almas hechas a tu imagen y por las que se derramó la preciosa sangre de tu Hijo. Da
a nuestro sumo pontífice N. un corazón dócil y concédele la abundancia del Espíritu Santo, para que ilumine
con su ejemplo y su palabra al pueblo que le está encomendado. Mira con ojos de piedad a todos los
prelados y pastores de la Iglesia, y haz que velen fielmente sobre su grey. Asiste a los párrocos y presbíteros,
y a todo el clero, para que no den ocasión de escándalo; que amen la pureza y sigan el camino de la paz. Sé
propicio a todos los religiosos a los cuales separaste, para formar tu heredad, de entre todos los pueblos de
la tierra; dales un continuo progreso en la esclavitud y una exactísima observancia de sus votos y reglas.
Concede a esta casa los bienes temporales que necesita, y excita el espíritu en nuestros superiores y enciende
el fervor en todos. Suscita en tu Iglesia operarios activos decididos, que la apacienten fielmente con la
palabra y la confirmen con el ejemplo. Dales una recta intención de espíritu, celo sincero, desprecio de sí
mismos, ánimo fuerte y constancia en la virtud. Derrama tus misericordias, Señor, Príncipe de los reyes de la
tierra sobre todos los reyes y príncipes católicos, y otórgales que te sirvan perseverantemente en la
obediencia a la fe y a la Iglesia, en el cuidado de sus súbditos, celo por la justicia, mutua paz y obediencia a
tus mandatos. Da también tu auxilio a todos los magistrados, para que dirijan a sus súbditos mediante un
gobierno pacífico y te teman en sus juicios y de continuo procuren complacerte. Concede a todos los estados
de la Iglesia la abundancia de tu gracia, para que cada uno en la vocación a que está llamado te sirva digna y
laudablemente. Da la castidad a las vírgenes, la continencia a los a ti consagrados, pudor a los casados,
indulgencia a los penitentes, sustentación a las viudas y a los huérfanos, protección a los pobres, retorno a
los peregrinos, puerto a los navegantes, perseverancia a los justos; haz que los buenos sean mejores, que los
tibios aumenten en fervor, que los pecadores, entre los cuales lleno de dolor me confieso, se conviertan.
Danos buen tiempo, tierra fértil, que los frutos maduren, que el mundo tenga una suficiente abundancia.
Mira a todos los enfermos, afligidos, tentados, agonizantes, y a todos los que se encuentran en algún peligro
o necesidad, y dales el auxilio, y remedio, y consolación, en cuanto convenga a tu gloria y a la salvación de
ellos. Te ruego suplicante, benignísimo Dios, por todos mis enemigos, a los que amo de todo corazón; por
aquéllos que me ofendieron y a quienes yo ofendí o escandalicé, para que les beneficies en todo y enciendas
sus corazones con el fuego santo de tu amor. Ten misericordia de todos aquéllos por quienes debo orar o que
se encomendaron a mis indignas oraciones, y sobre todo a mis familiares, amigos y bienhechores N. y N.
Escucha sus preces y deseos, y socorre en sus necesidades a los que a Ti claman. Te encomiendo también tal
intención para que tenga un feliz éxito, si esto ha de servir para nuestra salvación. Acuérdate también, Señor,
rey eterno, para quien todas las cosas viven, de las almas de todos los fieles difuntos, principalmente de N. y
N., sobre quienes es invocado tu nombre. Extingue el fuego que las atormenta con el rocío deseado de tu
misericordia, y admítelas en tu presencia. Te pido, por fin, humildemente que uses de misericordia con este
desgraciado pecador; por la virtud de este sacrificio perdona todos mis pecados, que sobrepasan el número
de las arenas del mar. Oye la sangre de tu Hijo que clama aún más alto que la sangre de Abel, y en virtud de
su oblación apiádate de tu siervo según tu gran piedad. Dirígeme por tu camino y enséñame a hacer tu
voluntad. Aumenta en mí la fe, la esperanza, la caridad y todas las demás virtudes necesarias para mi
estado. Dame el desprecio de lo terreno y el amor de lo celestial. Poséeme de continuo según tu beneplácito,
para que te encuentre en todas las cosas y lugares, hasta que por una muerte feliz merezca llegar a Ti. Amén.
VIII. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa y sacrificio de adoración.
Oh Dios uno y trino, principio y fin de todas las cosas, cuyo poder, sabiduría, bondad y grandezas
son incomprensibles: postrado te adoro con todo mi corazón y con todo mi cuerpo; quiero hoy ofrecerte el
sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de mi Señor Jesucristo para tu mayor gloria, testimonio de tu supremo
dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y absoluta dependencia de Ti; en reconocimiento de
tu infinita perfección, felicidad y gloria y de todas tus obras, gozándome de que no puedan ser estimadas del
todo dignamente por ninguna criatura, sino por Ti, Padre omnipotente, eterno Dios, y por tu Unigénito Hijo,
Salvador nuestro, que contigo y con el Espíritu Santo en un solo Señor; al que, por tanto, te ofrezco en
sacrificio de alabanza dignísimo de tu infinita majestad, en culto de latría sólo a Ti debido, con todos los
obsequios, alabanzas y adoraciones, con las cuales te glorificó cuando murió en la tierra; juntamente con los
méritos de la B. Virgen María y de todos los ángeles y santos. ¿Quién soy yo, gusanillo de la tierra y oprobio
de los hombres, para que ose levantar mi faz hacia Ti y contemplar la altura de los cielos? Revestido, pues,
con los méritos de tu Hijo Jesucristo y de todos tus elegidos, me acerco a Ti y en su nombre me humillo en
cuerpo y espíritu ante el trono de tu divinidad, para que conozca el mundo entero que yo soy obra de tus
manos y como nada ante Ti. ¡Cómo gozaría, Señor, si pudiese ver a todos los hombres, por todas las regiones
de la tierra, puestos de rodillas adorándote! Pero ya que muchos no te conocen, o conociéndote, no te
veneran, por ellos también te adoro y humildemente te ruego que te dignes recibir esta oblación de tu Hijo
en desagravio por los pecados y blasfemias con que te ofenden los descarriados mortales de la tierra y del
infierno. A ti la gloria por los siglos. Amén.
IX. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio eucarístico o de acción de gracias.
Te doy gracias a Ti, Señor Dios, fuente y origen de todos los bienes, por los grandes e innumerables
beneficios tuyos, por todos y cada uno de los cuales se te debería rendir una infinita e interminable acción de
gracias en cada instante del tiempo y de la eternidad; pero, porque soy inferior sin comparación alguna al
más pequeño de todos tus beneficios y no se puede encontrar ninguna criatura capaz de darte dignamente
gracias por tu inagotable bondad, te ofrezco humildemente en sacrificio eucarístico a tu Unigénito Hijo, el
único que es verdaderamente acepto a tu Divina Majestad, junto con todos los obsequios, alabanzas y
acciones de gracias de Él y de su Santísima Madre y de todos los santos y elegidos suyos. Especialmente
pretendo en este sacrificio darte gracias con todas mis fuerzas por la inmensidad de tu gloria y por toda la
alegría que Tú, bienaventurado en tu intimidad, recibes de Ti mismo, por el perenne e inagotable gozo de la
eterna generación de tu Hijo, por la procesión del Espíritu Santo, de Ti y del mismo Hijo tuyo, y por tus
perfecciones, que no tienen número y que nadie puede comprender. Así mismo por todas tus misericordias y
por todas las maravillas que has realizado y realizarás siempre por medio de tu Hijo. Por su Encarnación y
por los abundantísimos tesoros de sabiduría, de ciencia, de méritos y de gloria que escondiste en su
santísima humanidad y por aquel gran amor hacia mí que te llevó a dármelo como Padre y Doctor, Pastor y
Redentor, y por todo el fruto de su vida, pasión y muerte. Por las inmensas riquezas de gracia con que
adornaste a la Santísima María, su Madre, a la cual a mí también te has dignado concedérmela como madre,
abogada y protectora; por su elección, su inmaculada concepción, su admirable maternidad, su gloriosa
asunción al cielo y por toda gracia y la gloria con que la has honrado en la tierra y en el cielo; y por todos los
beneficios que por su intercesión has dado y perpetuamente confieres a sus fieles devotos en todo el orbe de
la tierra. Por los innumerables ejércitos de ángeles cuyo número Tú sólo conoces, y a los que creaste,
adornados de singulares prerrogativas, para tu gloria y para nuestra ayuda. Por los dones eminentes de que
llenaste a tus santos elegidos, especialmente por los de aquéllos a los que hoy venera la Santa Iglesia y con
cuyos méritos y doctrina edificaste a la misma Iglesia, rechazaste la herejía y el cisma e iluminaste a todos
los fieles. Por el rico regalo de gracias con el que colmas a quienes llevas eficazmente a la cima de la
perfección y admites a tu dulcísima familiaridad. Por la inexplicable paciencia con la que toleras a los
pecadores y los invitas a Ti, y por los abundantes auxilios que les das para que se conviertan. Por todos los
beneficios que concedes a los hombres viadores, fieles e infieles, y a todas las criaturas sensibles e
insensibles. Por las gracias gratis datae concedidas para la utilidad de la Iglesia, las cuales, aunque no las has
dado a cada uno, sin embargo, las diste para que se encuentren en todos, de modo que lo que no poseamos
en nosotros mismos lo tengamos en los demás, pues tu espíritu da a cada uno en la medida como quiere. Por
el infinito amor con que te has ocupado de mí, eligiéndome desde antes de la creación del mundo para que
sea santo e inmaculado en tu presencia, y porque en un momento predeterminado me sacaste del abismo de
la nada y me hiciste nacer en tu Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Porque me has enriquecido en el
bautismo con el don de tu gracia y has adornado mi alma con los preclaros hábitos de las virtudes; porque de
un modo constante me asistes y conservas y preservas por tu admirable providencia de muchos peligros y
adversidades; y porque has designado un ángel para mi custodia, el cual conoce de ciertísimo mis
pensamientos y obras y me dirige a la salvación con sus ocultas inspiraciones. Por tu gran misericordia, por la
cual a mí, redimido por la preciosa Sangre de tu Hijo, me arrancaste del mundo pervertido, y cuando yacía en
mis pecados, me levantaste con tu luz y me llamaste con tu admirable claridad al lugar de la santificación,
borrando mis faltas por la penitencia. Por la dignidad sublime del sacerdocio a la cual me llevaste sin
merecerlo en absoluto, y por los muchos dones preclarísimos de naturaleza y de gracia que a mí
expresamente me has dado. Porque me diste en abundancia todos los medios para la salvación y todos los
instrumentos de la virtud; porque me has preservado tantas veces del pecado, apartándome de las
tentaciones y sanándome de las malas inclinaciones; que, aunque alguna vez has permitido que sea tentado,
sin embargo, te has dignado concederme misericordiosamente la fuerza y la fortaleza para resistir, y has
llegado antes a mí con tus misericordias. Por el vestido y la comida y las otras cosas imprescindibles que
abundantemente me das para mi decente estado; y porque no dejas de conservar y gobernar todas las cosas
en atención a mí. Porque para que llegase a Ti más vigoroso, alguna vez me enviaste enfermedades
corporales, y también angustias de ánimo y adversidades, fortaleciéndome con una admirable sucesión de
consuelos y desolaciones, para que ni decaiga en las adversidades. Porque me conduces por el camino de tus
mandamientos, haciéndome conocer, querer y obrar lo que es bueno; para que, realizando plenamente mi
vocación con tu ayuda mediante buenas obras, goce por siempre la gloria preparada para tus elegidos. Esto
y muchas otras cosas más has hecho, Señor Dios mío, vida y dulzura de mi alma, las cuales desearía
proclamar de continuo, siempre en ellas pensar, siempre darte gracias por ellas; pero tus ojos ven mis
imperfecciones. Pues ¿quién soy yo, hijo de la ira y de las tinieblas del abismo, para que pueda obtener
tantos beneficios? Tomaré, pues, el cáliz de salvación y te inmolaré este sacrificio por mí y por todos para
que, dando gracias a esta dignísima víctima por lo ya recibido, alcancemos aún mayores beneficios. Amén.
X. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio propiciatorio.
Me postro ante Ti, Señor, con temblor y vergüenza, cargado con el enorme peso de mis flaquezas, y
te las presento junto con los pecados de todo el pueblo, ya que me constituiste como representante de todos
para que lo que ellos por sí mismos no pueden, lo pueda yo interpretar en cuanto mediador. Pero ¿con qué
confianza intercederá por las culpas de los demás un siervo que es reo perverso de innumerables crímenes y
que, habiendo recibido de Ti tantos beneficios, te respondió con gravísimas ofensas, despreciando tu bondad
y menospreciando tu justicia? Mis iniquidades me apartaron de Ti, y mis pecados velaron tu rostro
impidiendo que me oyeras. Sin embargo, he aquí que vuelvo a Ti lleno de dolor y de tristeza porque te he
ofendido: y puesto que no existe precio por el cual podamos satisfacer en rigurosa justicia a tu infinita
bondad ofendida, a no ser el precio de la sangre de tu amado Hijo Nuestro Señor Jesucristo, a Él mismo te
ofrezco como hostia suficiente por mis pecados y los de todo el mundo, para que a mí y a N. N. y a todos los
pecadores nos concedas una verdadera contrición, y a mí y a ellos nos absuelvas misericordiosamente del
reato de las penas, por la amarguísima pasión y muerte de tu propio Hijo, al cual te ofrezco de nuevo como
una vez fue ofrecido en la cruz. Allí encuentro el mal inmenso y ancho de sus méritos, que borra todos
nuestros pecados; allí un tesoro infinito de satisfacciones que purga todas nuestras deudas y obtiene el
perdón. Perdona, pues, la multitud de nuestras iniquidades y oye la Sangre de tu Hijo clamando de Ti no
venganza, sino perdón y misericordia. Escucha, ¡oh Señor!, y vuélvete a nosotros llenos de dolor y penitentes.
Danos la gracia de la enmienda y la perseverancia en el bien, y cantaremos tus alabanzas por los siglos de los
siglos. Amén.
XI. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio impetratorio.
Porque quisiste, por tu inefable bondad y misericordia, que yo, indignísimo siervo tuyo, fuese a Ti
legado, en representación de todos los hombres vivos y difuntos, te ofrezco, Padre clementísimo, este
sacrificio cuya fuerza impetratoria es infinita, pidiéndote por las necesidades e indigencias de todos, para
que, por la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Salvador, te dignes oír misericordiosamente las voces y
sollozos de los hombres y concedas a cada uno tus gracias. Escúchame, pues te pido en nombre de todos, y
no me escondas tu rostro a causa de mis innumerables pecados, pues no me atrevo a hablarte apoyándome
en mis méritos, sino en la persona de tu Iglesia y de tu amado Hijo. Ten misericordia, Señor, de todos los que
has creado, y llénalos de tu ciencia y de tu fe para que sea alabado en tu heredad. Danos a todos una fe viva
y un ardentísimo amor hacia Ti, y no cierres las bocas de los que te cantan. Derrama tu misericordia sobre las
gentes que no te conocen, turcos, moros, idólatras, judíos, herejes, cismáticos, sepultados en la oscura noche
de la infidelidad; sácales de sus errores e ilumina su corazón para que conozcan a Jesucristo a quien enviaste.
Destruye los acuerdos de los impíos para que no sirvan de obstáculo a tu reino y a la propagación de tu
gloria; libra a tus fieles de las manos de los enemigos. Santifica tu Iglesia la cual ha sido erigida por tu
diestra; aparta de ella todos los obstáculos, disensiones y cismas, para que al fin llegue a ser de verdad un
solo rebaño y un solo pastor. Concede a nuestro Sumo Pontífice y a todos los prelados que apacienten
fielmente las ovejas que tienen encomendadas, mediante el fruto de la oración, el ejemplo de la buena
conducta, la predicación de la palabra y ejercicio de la caridad. Que tengan siempre presente la carga que se
les impuso y desempeñen sin reprensión su sacerdocio. Reforma a todas las órdenes eclesiásticas para que
resplandezcan ante los hombres, para que sean dechado de virtudes, para que en ellas se muestre el
esplendor de la santidad. Haz volver a todas las órdenes religiosas y congregaciones a la perfección en que
fueron instituidas; da a los superiores el celo de la disciplina, a los súbditos el de la obediencia, para que
todos sean encontrados dignos de lo que por su profesión son. Da a los predicadores la voz de la virtud, para
que saquen a muchos pecadores del cieno y los conduzcan a tu temor y a tu amor. Ilumina con tu sabiduría a
todos los reyes, príncipes y a todos los magistrados, para que administren fielmente la justicia a los súbditos
que tienen encomendados, y para que amen la paz, respeten a la Iglesia, guarden tus mandamientos y con tu
protección triunfen de los enemigos de la santa fe. Defiende a tus fieles del hambre, la peste y la guerra, de
las persecuciones y calumnias, y de todos los peligros y adversidades, de toda necesidad corporal y espiritual,
de toda angustia y calamidad; y ayuda a aquéllos que has permitido sean afligidos y atribulados, para que
todos conozcan que existe tu misericordia. No abandones a la perdición a aquéllos que se encuentran en
peligro y ocasión de pecar, y conserva a los que enriqueciste con el preciosísimo don de tu gracia. No dejes de
estar presente junto a los agonizantes, para que purificados por la verdadera contrición y encendidos con tu
amor, escapen a las asechanzas del diablo y se libren de la condenación eterna. Acuérdate de tantos
miserables pecadores que, caídos en la fosa del pecado mortal, no pueden salir de allí sin tu gracia; préstales
tu eficaz ayuda para que resurjan y se arrepientan. Infunde también benignamente la caridad y la dulzura a
nuestros enemigos, y líbranos de las insidias de los malvados. Da a aquéllos a quienes yo he ofendido o
escandalizado el perdón de los pecados y la verdadera enmienda. A todos nuestros amigos, bienhechores y
familiares ilústralos con tu gracia y enciéndeles en tu amor, para que solamente a Ti te busquen y amen y en
todo tiempo sean perfectas sus obras ante tus ojos. Da a esta congregación, a la cual te has dignado
llamarme, bienes espirituales y materiales, y a nosotros y a ellos gobiérnanos y dirígenos para que aquí
siempre florezcan, aumenten y perseveren tu culto y la salvación de las almas. Custodia a cuantos me has
encomendado y confiado, aquéllos por los que debo orar, y principalmente a N. y N.; rígelos y sálvalos según
tu beneplácito, para que ninguno de ellos se pierda. Favorece a todos aquéllos por quienes deseas que ore y
a quienes yo desconozco; protege a todos aquellos siervos tuyos que te aman de verdad, aunque yo ignore su
nombre y su número; aumenta la fe, la esperanza y la caridad, y también el fervor, en los justos, tibios e
imperfectos, para que lleguen a la cima de la perfección. Mira con ojos benignos a las almas retenidas en el
purgatorio, principalmente a aquellas que necesitan más de nuestros sufragios, y dales el descanso eterno.
Finalmente acuérdate de mí, el más miserable e indigno de todos; yo necesito más ayuda de tu gracia que los
demás, porque soy más débil e impotente. Extingue en mí todos los deseos terrenales y enciende el fuego de
tu amor. Por Cristo, tu Hijo, al cual contigo y con el Espíritu Santo se debe la gloria y el honor por los siglos de
los siglos. Amén.
XII. Actos de las diversas virtudes que se pueden ejercitar antes de la Santa Misa.
Acto de fe.- ¡Quién me concediera, suavísimo Jesús, bajo el cándido velo de las especies
sacramentales, que los mismos ángeles desean contemplar, poder ver tu rostro! ¡Quién me diese que se me
hiciese visible la fuente salvadora de tus cinco llagas, que claramente percibo con los ojos de la fe, fuentes de
aguas vivas en donde lavar los pecados de mi alma! ¡Oh manantiales que saltan hasta la vida eterna,
derramad sobre mí el agua de la gracia, que ha de saciar mi sed, para que, lleno de alegría y de fe viva,
exclame con Tomás el Apóstol: “Señor mío y Dios mío”. Creo en verdad con fe firmísima, que Tú,
verdaderamente presente en el augustísimo sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre, eres mi Dios y mi
Señor, y por defender esta verdad estoy dispuesto a sufrir mil muertes. Creo también que se encuentra
verdaderamente en este sacramento tu Cuerpo gloriosísimo, más espléndido que el sol, elegido entre miles,
con la misma integridad, belleza y majestad con que se halla en el cielo, y que son las más grandes que
pueden concebirse. En él también se contiene la sangre derramada en otro tiempo por mi salvación y la
salvación de todos. En este sacramento se encuentra tu alma llena de gracia y sabiduría, en la cual residen
todos los tesoros de las virtudes y de la ciencia de Dios. Allí, finalmente, se esconde tu divinidad, el Verbo
omnipotente por el que el Padre dice todas las cosas y, porque Tú estás en el Padre que te engendró como
Verbo suyo, se encuentra el Espíritu Santo, nexo de amor de uno y otro. Este es el compendio de todas tus
maravillas, éste el sumo prodigio que excede la comprensión de toda mente creada, ésta la verdad inefable
que, con tu ayuda, confesaré ante las espadas y el fuego.
Acto de esperanza.- En Ti solamente coloco mi esperanza, dulcísimo Jesús, porque Tú eres mi
salvación y mi fuerza, Tú mi refugio y mi firmeza. Tú la fuente de todos los bienes. ¿Cómo me atrevería a
ofrecer este tremendo sacrificio a Dios Padre, a recibirte en él si Tú no me hubieses dado confianza al
redimirme con tu sangre? Confiado, pues, en tu benignidad, me acerco a Ti, como la oveja débil al pastor,
como el enfermo al médico, como el reo condenado a muerte al abogado, para que me alientes, me protejas,
me fortalezcas y sanes. El abismo de mi nada clama al abismo de tu misericordia, pues aunque sean mis
pecados muchos y gravísimos, aunque fueran aún más y más graves, nada son si se comparan con tu
misericordia, con el precio de tu Sangre. En ello pongo toda mi confianza y gozo y me alegro de que nada
haya en mí en que pueda confiar. Ten misericordia de mí y sálvame, porque jamás abandonas a los que en Ti
esperan.
Acto de caridad.- ¡Oh con cuánto amor ardía tu corazón, amadísimo Jesús, cuando al pasar de este
mundo al Padre nos preparaste un convite lleno de delicias y dulce sabor! Grande y admirable fue la obra de
tu amor al dignarte asumir nuestra naturaleza; pero es mucho más excelente y admirable que nos hubieses
dejado tu Cuerpo como alimento y tu Sangre como bebida; en la Encarnación aceptaste nuestra humanidad;
en la Eucaristía nos regalas tu divinidad. Si derramaste sobre nosotros todo el tesoro de tu gracia, fue para
que procurásemos con todas nuestras fuerzas corresponder a tu inmenso amor. Te amo, mi único consuelo
en este destierro, única esperanza de mi alma que languidece, única felicidad mía y el sumo bien que es
posible gozar en esta tierra. Te amo con todo el corazón, con toda la mente, con todas mis fuerzas; y ojalá en
todo momento te ame más y más fervientemente. Este es mi ardiente deseo, por esto gimo y suspira mi
corazón. Atraes hacia ti todas las energías de mi alma mientras Tú mismo te infundes en mí; mientras que,
en cuanto esto es posible, me haces igual a Ti; mientras que no das a mi alma hambrienta un alimento
terreno, sino que la nutres, la sacias y la fortaleces con tu precioso Cuerpo y con tu Sangre. Por esa inefable
largueza tuya te amo. Dios mío, y para que nunca cese de amarte, inflama mi amor hacia Ti, que eres pasto y
alimento del amor. Oh fuego siempre ardiente que nunca se apaga, quema mis entrañas y mi corazón para
que ardan en tu amor. Has venido a traer fuego a la tierra, enciéndelo y renuévalo para que siempre crezca.
Te amaré, si me das fuerzas para amar, y tanto más he de hacerlo cuantas más abundantes gracias de amor
me infundas; aunque sin embargo, nunca podré amarte como Tú mereces.
Acto de deseo.- Como el ciervo ansía las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, Salvador mío,
Señor Jesús, mi alma anhela acercarse a Ti y ofrecerte a Dios Padre, y beber de las fuentes de salvación el
vino que llena de alegría. Tengo sed, Señor, fatigado estoy en el camino del pecado; tengo sed de Ti, Señor,
manantial de aguas vivas; tengo sed de tu Sangre, que me has, de modo admirable, dejado como bebida.
Vengo a Ti, y tras de Ti voy clamando libertador mío, el que quita el hambre y la sed; ten piedad de mí, Hijo
de David, y dame tu pan, dame el vino que transustanciaste, para que se restablezca mi alma. Quien me
diera poseer los efectos y los deseos ardientes de todos los santos y tener sed de Ti, fuente de vida, fuente de
sabiduría, fuente de eterna luz, torrente de gozo. Ojalá mi corazón tenga hambre siempre de Ti, pan de los
ángeles, alimento de las almas santas, y se llenen las entrañas de mi alma de la dulzura de tu sabor. No
consiente en consolarse mi alma hasta que te reciba a Ti, mi bien, Señor Jesús, a quien sólo ardientemente
deseo con todo el afecto y devoción de todos los que elegiste que se sientan contigo a tu mesa, cuyas
riquezas te ofrezco para que suplan mi indigencia. Sé Tú solamente mi alegría, mi tranquilidad, mi alimento y
mi tesoro en el que pueda descansar mi mente. Nada he de desear fuera de Ti: todas las cosas me parecen
viles, excepto Tú, Dios mío, dulzura mía y único centro de mi corazón.
Acción de gracias.- ¿Quién soy yo, bondad infinita, para que Tú quisieras que subiese al sagrado
altar y te ofreciera a Ti, de tus propios dones, un santo sacrificio, una hostia inmaculada? ¿Qué había en mí
para que hallase yo esta gracia a tus ojos, para que me mostraras tu divina misericordia? Venid y escuchad,
todos los ángeles y santos del cielo, y os narraré cuántas cosas hizo Dios en mi alma. Pues siendo
despreciable en mi casa, me levantó del polvo y me constituyó al lado de los príncipes de su pueblo, para que
comiese el pan y bebiese el vino en su mesa todos los días de mi vida. ¿Cómo podré darte gracias,
clementísimo Jesús, salvador del mundo? ¿Qué te podré ofrecer a cambio de cuanto Tú me has concedido? A
ti sin duda se refiere, oh esposo de la Iglesia, aquel versículo del Cantar: “Si dederit homo omnem
substantiam domus suae pro dilectione, quasi nihil despiciet eam”, “si uno ofreciera por el amor toda su
hacienda, sería despreciado”. Tú me has confiado cuanto tienes: tu Cuerpo, tu Sangre, tu Alma y tu
Divinidad; y, si yo te entrego cuanto hay en mí, mi cuerpo, mi alma y mi libertad con todo lo que ahora tengo
y pueda tener, todo esto como nada ha de ser considerado en comparación con tu inmenso don e
inestimable. Tanto te debo, cuanto vales, siendo infinito: mi deuda está por encima de mis facultades. Sin
embargo, me atrevo a rogarte, porque eres benigno y misericordioso, porque conoces mi pobreza, me atrevo
a rogarte que no desprecies el minúsculo presente que te ofrezco, diciendo lo mismo que la esposa con un
corazón sencillo: “Dilectus meus mihi, et ego illi”, “mi amado es para mí y yo soy para él”. Como todo Tú te
me diste en alimento de mi alma, así me consagro por entero a tu servicio, y todo lo que tengo, todo te lo
que soy, todo lo que puedo te lo entrego, para que exijas mi entrega total y no permitas que me reserve
nada.
Acto de temor.- Llamado e invitado por Ti a la mesa de tu banquete, Señor Jesús, sumo bien mío y
felicidad sempiterna, querría parecerme a quien me invita y recibirte lleno de amor y devoción; pero me
conturbo mucho al comprobar mi deformidad, me estremezco al escuchar la voz de tu Apóstol que dice: “Si
quis manducaverit panem hunc et biberit calicem Domini indigne, reus erit corporis et sanguinis Domini”,
“de manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del
Cuerpo y de la Sangre del Señor”. Admirable cosa es ésta, y sin duda portentosa. Como el pan celestial, con el
cual se pueden saciar infinitos mundos, bebo el vino excelso con el cual se apaga la sed ardiente de los
ángeles, y me consumo de hambre y de sed; llevo dentro de mí toda la alegría del cielo, y me dejo enredar
por el canto halagador de la tierra, y mendigo de las criaturas vanos placeres; me acerco diariamente a Dios,
excelsa fuente de todos los bienes, y lo sumo, cada día, bajo las especies de pan y vino, y no solamente no
soy raptado al tercer cielo como Pablo, sino que me apego a la tierra y todos mis cuidados están puestos en
este mundo y en el cuerpo, y no en el cielo. Estas son las angustias que me estrechan por todas partes, ésta
mi gran confusión. Temo que lo que has creado para que se salvase vaya a parar a la condenación y al juicio.
¿Pero voy por ello a huir de tu faz como el impío Caín, o a esconderme como Adán, por estar desnudo y oír tu
voz? Sé que es mayor tu misericordia que mi miseria; es mayor tu clemencia que mi pecado. Si estoy sucio,
enfermo, desnudo, Tú me puedes limpiar, sanar, vestir. Te ruego con temblor que me vistas, sanes y
purifiques. Aparta mi corazón de todas las cosas que no sean Tú, pues en ellas no hay sino vanidad y aflicción
de espíritu. Experimente mi alma la dulzura de tu presencia, guste cuán suave es, para que, aceptada por tu
amor, nada desee fuera de Ti, Dios de mi corazón y heredad mía para siempre.
Acto de humildad.- Oh Dios inmenso, tremendo, poderoso, incomprensible, ¿quién eres Tú, quien
soy yo, para que te dignes venir a mí, comer conmigo y colocar en mí tu morada? ¿Qué grande es tu amor y
qué inmensa mi miseria y mi ingratitud? Tú, Rey de los reyes y Señor de los que dominan, que miras a la
tierra y la haces estremecerse; Tú, fuente de santidad, ante quien los ángeles no son bastante puros; Tú, sol
de claridad eterna, que habitas en la luz inaccesible; yo, animal inmundo, juguete expuesto a todas las
calamidades, agitado por insanas pasiones, sujeto a toda clase de vanidad, vaso de inmundicia, hijo de ira y
de las tinieblas. ¿Cómo puede hacer tu luz un pacto con mis tinieblas? ¿Cómo me atrevo a acercarme a Ti, yo,
gusano de la tierra, en el cual no hay orden, sino que habita el horror sempiterno? ¿Con qué confianza
apareceré delante de Ti, Juez justísimo, a cuya presencia se estremecen las columnas del cielo? Me aparté
muy lejos de Ti, que sin embargo, estás en todas partes; y mi alma miserable que habías desposado en el
bautismo, ha fornicado con muchos amantes, repudiándote a Ti, su Creador y Redentor, para apegarse a
engañosas criaturas. Tú me elegiste desde el vientre de mi madre y me llamaste por tu gracia, para que luzca
delante de los hombres con el esplendor de la doctrina y de la vida. Yo, en cambio, he vivido en las tinieblas,
no gustando de tus cosas, sino de las terrenas. Tú, en tu dulzura, me preparaste una mesa, y yo he suspirado
por las ollas de carne de Egipto. Tú me has dado a beber tu Sangre, y yo me he vuelto a la copa de Babilonia.
Y, a pesar de todo, yo, polvo y ceniza, hablo contigo. Oye a tu siervo y haz vivir de nuevo al que tan
amablemente llamas a Ti. He comprendido que sin Ti no soy nada, nada puedo, y que, fuera de Ti, no hay
salvación ni vida. Arroja, por tanto, a tus espaldas todos mis pecados y acógeme ahora que vuelvo a Ti,
aunque soy indigno de tu gracia, según la palabra de tu profeta que dice: “Sacrificium Deo spiritus
contribulatus: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies”, “el sacrificio grato a Dios es un corazón
contrito; Tú, ¡oh Dios!, no desdeñas un corazón contrito y humillado”.
XIII. Recuerdo de la Sagrada Pasión antes de la Misa.
Muchas veces se ha dicho que este sacrificio incruento representa –y no sólo mediante palabras,
sino de modo real– aquel sacrificio cruento que tuvo lugar una vez en la cruz; una misma es la hostia; Él
mismo es quien hace la ofrenda por el ministerio del sacerdote; es el mismo Cristo el que se inmola. Así como
se dice con verdad que el cordero fue inmolado desde el origen del mundo, porque se le considera muerto en
las figuras de los animales, que se mataban en memoria suya, del mismo modo y no sin razón podemos
llamar cordero a quien muere todos los días hasta el fin del mundo en esta admirable representación de su
muerte, que habrá de durar mientras exista el mundo. Por ello los santos Padres afirman que al celebrante le
es necesaria, y más que otras cosas, la recordación de la muerte de Cristo, diciendo como dice el Apóstol:
“Quotiescumque manducabitis panem hunc, et calicem bibetis, mortem Domini annuntiabitis donec veniat”,
“pues todas las veces que comiereis este pan y bebiereis este cáliz anunciaréis la muerte del Señor hasta que
venga”. El mismo Salvador nuestro lo ordenó cuando dijo en la institución de este sacramento: “Hoc facite in
meam commemorationem”, “haced esto en memoria mía”. El seráfico doctor considera cuidadosamente
esas palabras en el libro De puritate conscientiae (cuestión 9), y estima que el sacerdote de ningún modo
debe celebrar el sacrificio de la Misa sin que antes tenga un recuerdo para la Pasión y muerte del Señor: “Id
quod me ipso retineo, est verbum illius qui hoc sacramentum instituit, quem non credo illud frustra
protulisse. Dixit enim: Haec quotiescumque feceritis in mei memoriam facietis. Ex quo quidem verbo arguo
mihi ipsi quod quoties volo id agere quod ipse instituit et modo praedicto reliquit, timeo nequaquam sine
remorsu conscientiae ac praejudicio animae ad illud posse accedere, nisi praememorata ipsius instituentis
charitate, ac eius passione et morte, in cuius memoriam perpetuo recolendam illud Sacramentum debere
confici et percipi ipse praeclare asseruit et injunxit”. Por eso el sacerdote que se prepara para celebrar el
sacrificio recoja el hacecillo de todas las ansiedades y amarguras del Señor, y, colocándolas sobre su pecho,
insértelas en las fibras de su corazón; con la mente y el afecto repare solícitamente todos los tormentos que
padeció por nuestra salvación. Tenga con frecuencia estas cosas en su boca y siempre en el corazón, y sea su
filosofía más sublime el conocer a Cristo, y a Cristo crucificado. Cuando se acerque al altar, ore así de todo
corazón:
Oración:
Quiero traer a la memoria, Padre clementísimo, y he de penetrar mi alma de todos los dolores y
sufrimientos y rememorar con gemidos y lágrimas la acerbísima muerte de tu Hijo, mi Señor Jesucristo,
porque Él, que es mi salvación y mi vida, pende del leño enfrente de mis ojos, ofreciéndose a Ti en holocausto
por mi salvación y por la de todo el mundo. Esta oblación viva que Tú, en tu gran misericordia, enviaste para
ser inmolada por nuestra salud en el altar de la cruz, esta misma te ofrezco yo ahora, en recuerdo y
representación de su pasión y muerte; tal como Él mismo lo ordenó cuando dijo que lo hiciésemos en
conmemoración suya, para recordar de esa forma su humildad, su paciencia, su caridad, su mansedumbre y
obediencia. Mira sus trabajos, sus ayunos, sus luchas, sus contradicciones, sus cadenas, burlas e indigna
condenación. Contempla el rostro de tu Cristo y mira al más hermoso entre los hijos de los hombres,
deformado por las ofensas, las injurias, los azotes, los cardenales, los golpes, hasta el punto de que no hay en
Él parecer ni hermosura. Ve la nobilísima cabeza agujereada por los pinchazos de las espinas y quebrantada
por los golpes. Ve las modestísimas mejillas, sucias a causa de los salivazos, rotas por las bofetadas, teñidas
por la sangre. Ve sus benignísimos ojos bañados por las lágrimas y entornados ante tal ignominia. Ve la boca
suavísima atormentada por la ardentísima sed y por la bebida de hiel y vinagre. Ve la espalda sobre la que
construyeron los pecadores macerada por los latigazos, y sus hombros oprimidos por el peso de la cruz. Ve
los brazos amabilísimos atados con cuerdas y cruelmente extendidos en el madero. Ve las manos
inocentísimas perforadas por durísimos clavos. Ve los delicados pies, fatigados de tanto caminar, y, por
último, clavados en la cruz. Ve el cuerpo venerable suspendido en el patíbulo por nosotros, herido, muerto y
sepultado. Ve la sangre preciosísima derramada misericordiosamente hasta la última gota por nuestra
salvación. Todo esto te ofrezco y lo presento suplicándote, con todo el afecto y devoción de que soy capaz,
que la misma piedad, que te movió a entregar a tu Hijo por nosotros, te impulse a apiadarte de todos
aquéllos por los que Él se hizo obediente hasta la muerte y se dignó padecer el sacrificio de la cruz. Amén.
XIV. Oración al Padre antes de la Misa.
Escúchame, Padre clementísimo, desde tu Santuario, desde la morada excelsa de los cielos, y mira
esta hostia inmaculada que te ofrece nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo, Hijo tuyo, Salvador del mundo, por
los pecados de tus hermanos, y borra tu enojo por la magnitud de nuestra malicia, porque la voz de la Sangre
de nuestro Señor clama a Ti desde la Cruz: Esta es mi justicia, y mi santificación y propiciación. Aparta tus
miradas de mis pecados, y contempla la faz de tu Cristo; pues te ofrezco sus méritos y tengo en Él puesta
toda mi confianza. El deber me impulsa a celebrar el sacrificio, pero la conciencia se aterra ante el don
inmerecido del sacerdocio. Te ruego por eso, que no desprecies la legación que oficialmente se me ha
encomendado, aunque no veas en mí el testimonio de mis obras buenas. Y porque quisiste que yo fuese
indigno mediador entre Ti y tu pueblo, no me rechaces por tu piedad cuando me llego a Ti con tus dones
suavísimos, para que sin mancha alguna me acerque a tu gloria, y sea digno de obtener la protección de tu
Unigénito, y la iluminación de tu Santo Espíritu, y rogando por todos sea oído, bajo tu protección, Dios mío,
Padre de las misericordias, que con el mismo Hijo tuyo en unidad del Espíritu Santo vives y reinas por los
siglos de los siglos. Amén.
XV. Oración a Nuestro Señor Jesucristo antes de la Misa.
Te doy gracias, Señor mío Jesucristo, por tu inefable caridad, por la cual, antes de marcharte de este
mundo al Padre, me preparaste en tu dulzura la mesa real, que guarda en sí todo deleite; la mesa
preciosísima de tu Cuerpo y Sangre, a fin de que se llene mi alma de tu fortaleza y robustez, y el oculto don
de tu alimento fortalezca mi debilidad. ¿De dónde a mí tal bien, gloriosísimo Hijo de Dios, que me permitas
venir a Ti y tomar asiento en el banquete junto a los demás comensales? Ojalá estuviera libre de toda culpa,
puro de todo pecado, purificado de todo vicio, y perfectamente enmendado de toda afección desordenada,
para poder acercarme a esta mesa más que celestial, enfervorizado por la caridad, apoyado en la inocencia y
adornado con el brillo de todas las virtudes. Pero como soy muy miserable, desposeído de todo atractivo, te
pido en primer lugar, Salvador benignísimo, cuya piedad es inmensa y cuya bondad infinita, que con tu
Sangre te dignes lavar mi alma, y la blanquees más que la nieve, la vistas con tus méritos, y me enciendas
con aquel fuego ardentísimo de amor, que te impulsó, cuando te separabas de nosotros, a instituir este
banquete vivificador. Le pido asimismo a la bienaventurada Virgen, y Madre tuya, y a todos tus elegidos, que
te ofrezcan por mí la caridad, la fe y la devoción, con que recibieron este sacramento desde el inicio de su
institución hasta el presente día. Y porque soy partícipe de todos los que te temen, te ofrezco en este día la
piedad y la pureza de todos los sacerdotes celebrantes y de todos los fieles que han comulgado. Te ofrezco
las virtudes y los méritos de todos los justos desde el origen del mundo hasta su fin, así como sus afectos de
piedad hacia Ti, dulcísimo Jesús, que estás en el venerable sacramento; sentimientos de firmísima fe y de viva
percepción de todas aquellas cosas que admirablemente han de ser creídas en este misterio; de caridad
perfecta y de íntima familiaridad contigo; de hambre y de ardentísimo deseo de recibirte a Ti, que eres el
único bien; de confianza filial y de esperanza en tu misericordia, manifestada de modo tan admirable; de celo
de la gloria divina y de amor al prójimo, por cuya salvación se ofrece este sacrificio; de admiración por tanto
amor, y de profunda humildad; de alegría y de júbilo que tuvieron en Ti y por tu causa; de alabanza, de
gratitud, de adoración y de devoción; estos, y otros afectos te ofrezco como complemento de mi insuficiencia
y, si pudiese, los excitara en la máxima intensidad para tu gloria y alabanza, porque eres digno de ellos.
Recibe, Señor, este deseo mío, y, aplacado con los méritos de tus elegidos, no me expulses de tu mesa, ya que
saciado con este alimento, y recreado con esta bebida, tendré vida eterna, y más y más abundante, ahora y
para siempre. Amén.
XVI. Segunda oración a Nuestro Señor Jesucristo.
Ven, Señor Jesús, única salvación de mi alma, e infunde en mi pecho la multitud de tus dulzuras,
para que nada ame y nada desee sino a Ti. Ven, mi alegría y felicidad; ven esperanza y fortaleza mía, porque
contigo están la gloria y las riquezas, oh mi vida y consolación, paraíso de alegría. Ojalá que, en viniendo Tú
a mí, se conviertan en amargura para mí todas las delicias del mundo, a fin de que unido a Ti en este convite
celestial, no me separe de Ti nunca jamás. En vano gastaría dinero en panes, y mi esfuerzo en saciarme,
aunque adquiriese todos los alimentos de Egipto, si careciera de este pan, que regala delicias a los reyes, y
me viese privado de tu vino, cuya suavidad excede infinitamente a todos los deleites de este siglo. ¿De dónde
a mí tanto bien que merezca comer contigo, rey de tremenda majestad, yo que soy indignísimo siervo tuyo,
que, incorregible, caigo en pecado cada día? Pero tu misericordia es incomparablemente mayor que tu
miseria; Tú, dulcísima refección mía, me transformas en otro hombre, y la virtud de tu palabra sana todas
mis enfermedades. Vengo a Ti confiado en tu amor, y en Ti espero no ser confundido. Alegra el alma de tu
siervo, y suple lo que falta en mí, benignísimo Salvador, que te has dignado llamar a todos diciendo: “Venite
ad me omnes que laboratis et oneratis estis, et ego reficiam vos”, “venid a Mí todos los que andáis
agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré”. Alíviame Tú porque en Ti residen todas las delicias del
cielo, del abundantísimo río que brota de las alegrías de Dios con tanta plenitud, que todos los que
dignamente se acercan a Ti pueden quedar llenos de una delicia inexplicable. Une contigo mi alma
íntimamente, y hazme digno de que me siente, debidamente revestido de virtudes, en esta mesa más que
celestial y dulcemente goce de la divinidad presente en ella. Amén.
XVII. Oración al Espíritu Santo.
Ven, Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, que borras los pecados, que curas las heridas, que
eres fortaleza de los frágiles, consolador de los afligidos, luz de la inteligencia y protector de la libertad. Ven
desde la patria de la felicidad y penetra en lo más hondo de mi corazón, para consumir con tu fuego todos
mis vicios y mis defectos y perdonarme todos mis pecados. Envía a mi alma el haz centelleante de tu luz, que
iluminando mi inteligencia me haga ver las cosas que a Ti te agradan; y que, inflamando mi voluntad, me
hagas buscar la virtud. Hazme digno ministro de los sagrados altares, y difunde en mí el torrente de tu
dulzura, para que, saboreada la suavidad celestial en esta divinísima mesa, no quiera degustar nada de la
venenosa dulzura del mundo. Que tu espíritu septiforme me llene y me haga mejor. Hazme llegar a aquel
grado de sabiduría, al cual tuvo acceso tu Apóstol cuando decía que él no conocía nada, “sino a Cristo, y a
Cristo crucificado”. Robustece mi debilidad con tu fortaleza, venza tu bondad mi malicia, y mi fealdad
adórnese con tu belleza. Levántame por el deseo de lo eterno, úneme contigo por la unidad del amor,
consérvame por la perseverancia final, para que, guiada por Ti, vuele mi alma a Ti, que eres su principio y su
fin, del cual nunca se vea separada. Amén.
XVIII. Oración a la Santísima Virgen.
Gloriosísima Madre de Dios, Virgen María, toda mi confianza, y único solaz de mi alma que
desfallece, ruego te dignes asistirme a mí, que soy un miserable pecador en esta hora en la que voy a ofrecer
el preciosísimo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, tal como llena de amor y de dolor le asististe cuando, pendiente
de la cruz, se ofrecía por nuestra salvación. No me desprecies, Madre de misericordia, por el intolerable mal
olor de mis pecados; ni apartes de mí tu rostro, pues tu Hijo me quiso con tanto amor que se dignó morir por
mí. Eres llena de gracia, llena de rocío celestial, apoyada sobre tu Amado, rebosante de delicias. Alimenta a
tu mendigo con lo que sobre de tu mesa; vísteme con las vestiduras de tus virtudes, para que, adornado con
ellas, sea agradable mi presencia a las miradas del Señor. Acuérdate de la caridad con que el Verbo de Dios
tomó de ti su carne, para que tú llegaras a ser nuestra Madre. Abre tu mano, y lléname con las bendiciones
con las que Dios te bendijo eternamente, para que con tu intervención sea aceptable mi celebración de tan
sublimes misterios, y merezca gustar dignamente el más santo de los sacramentos.
XIX. Oración a los santos ángeles.
Santos ángeles, espíritus purísimos, ministros del Dios Altísimo, que cumplís su voluntad y lleváis al
cielo las peticiones de los que oran; y tú principalmente, custodio mío fidelísimo, permaneced a mi lado en el
altar, en el que voy a hacer la oblación a Dios Padre del precio del mundo entero, y recibid en vuestros
tributos el incienso de mis oraciones, para que el humo de los aromas de este divino sacrificio suba por
mediación de vuestras manos a la presencia de Dios. Purificad, iluminad, perfeccionad y prestadme vuestra
pureza, e impetrad para mí la inocencia, a fin de que aparezca ante Dios dignamente adornado.
Santos arcángeles, ilustrísimos conductores de la celestial milicia, instruidme para que vibre ante
estos sagrados misterios, y excitad en mí una fe viva y eficaz en este Sacramento.
Altísimos principados, dad a mi alma verdadera paz interior, para que more en ella continuamente
Dios, de quien está escrito: “Et factus est in pace locus eius”, “y fue hecha la paz de este lugar”.
Virtudes santísimas, asistidme para que, progresando de virtud en virtud, sea digno de contemplar
con los ojos de la fe al Dios de los dioses, tocarlo con mis manos, recibirlo dentro de mí y verle por fin
claramente con vosotros en la patria.
Potestades invencibles, refrenad los ímpetus de los demonios, para que al celebrar el sacrificio no se
me acerquen a mí, y sin obstáculos merezca dignamente servir y repartir a Dios. Poderosas dominaciones,
obtenedme la verdadera y santa libertad, para que no sirva al pecado, ni me someta a los apetitos y sentidos
de mi cuerpo. Tronos estables y sublimes, sedes bellísimas de Dios, aprenda de vosotros la verdadera
humildad y sujeción para que sea mi alma la morada gratísima de Dios, que resiste a los soberbios y
descansa sobre el humilde y el manso.
Querubines, clarísimas y nobilísimas luminarias del cielo, ilustrad mi mente con la plenitud de la
ciencia para que conozca el gran don y la infinita excelencia de este sacrificio.
Serafines, espíritus supremos, ardientes amadores de Dios, deshaced el hielo de mi corazón y
encended en él vuestro fuego, para que ame fervientemente a Dios, junto con vosotros. ¡Ojalá lo ame tanto
como vosotros!
XX. Invocación a los santos.
Santos todos de Dios, ciudadanos de la patria celestial, inclinad hacia mí vuestros oídos, enviadme
vuestra luz y escuchad mi oración. Clamo a vosotros, pobre, desnudo y enfermo, porque me faltan todos los
adornos de las virtudes: clamo a vosotros e imploro vuestra benignidad; socorred mi flaqueza, robusteced mi
fe y esperanza, encended en mí la llama de vuestro amor, vestidme con el vestido nupcial, adornadme con
los dones en que abundáis para que pueda sin rubor entrar en el lugar del admirable tabernáculo, en la sala
del convite celeste, ante la Divina Majestad.
Santos patriarcas y profetas, que predijisteis la llegada de Nuestro Señor Jesucristo, que trajisteis del
cielo a la tierra deseos ardentísimos y prefigurasteis este misterioso sacramento con diversos tipos y
bosquejos, rogad por mí, para que pueda tratar santamente al mismo Hijo de Dios y lo abrace con un
corazón puro.
Santos apóstoles, a los cuales Jesucristo, en la última cena, instituyó sacerdotes del Nuevo
Testamento, y a los que por vez primera se dio Él mismo en alimento, os suplico que, ayudado por vosotros,
no malgaste la gracia que se me dio mediante la imposición de las manos, sino que la aumente lo más
posible cada día.
Santos mártires, que en la medida de vuestra fuerza, hicisteis con la oblación de vuestro martirio,
las veces de Cristo crucificado por nosotros, pedidle por mí, para que prenda en mi corazón el fuego de su
amor, y para que, encendido y purificado por Él, me ofrezca a mí mismo como hostia viva y agradable a Dios;
y así preparado y probado, me acerque a este sacrificio divino.
Santos pontífices y confesores, dispensadores fidelísimos de los misterios de Dios, que ofrecisteis
muchas veces por el pueblo la hostia aplacadora, os ruego que intercedáis por mí, para que el sacrificio que
he de ofrecer sea aceptable al Señor, y propiciatorio para mí como para aquéllos por quienes lo ofrezco.
Santos monjes y ermitaños, que, confortados a menudo con el alimento y la bebida celestial,
superasteis las bajas concupiscencias y los peligros de esta vida, ayudadme con vuestras oraciones, para que,
armado con estos sagrados misterios, me venza a mí mismo, y coloque a todos los enemigos de mi alma bajo
mis pies.
Santas vírgenes, amadas de Dios, que con vuestro amor a la castidad preparasteis en vosotras una
digna habitación para el Hijo de Dios y ahora en el cielo cantáis un cántico nuevo, que nadie puede cantar si
no está adornado con la prerrogativa de la virginidad, pedid para mí una castidad perfectísima, con la que
mantenga el cuerpo y el alma en toda pureza, para que pueda ofrecer en mi corazón morada grata a Cristo,
Señor que apacienta su rebaño entre los lirios.
Santos N. y N. tutelares míos, y vosotros, santos N. y N., de los cuales hoy hacemos memoria, me
acerco ahora, confiado en vuestro patrocinio, a inmolar el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo;
ayudadme al ir al altar, robustecedme con vuestros méritos, adornadme con vuestras virtudes, para que
realice este sacrificio con fe viva, con ferviente caridad, y con plena devoción, y para que finalmente con su
continuo y saludable uso me encuentre digno de vuestra compañía.
CAPÍTULO V
LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
I. La disposición próxima para la Misa.
Es un axioma muy repetido por los Santos Padres que Dios se muestra al alma, en la medida en que
ella se prepara para recibirle. Por eso, Cristo en la Eucaristía es para unos fruto de vida, pan de ángeles,
maná escondido, paraíso de delicias, fuego que consume y tercer cielo, en el cual se oyen palabras
misteriosas que no le es dado al hombre repetir; para otros, en cambio, es un pan insípido, carente de toda
dulzura y de fuerza vital, y sus almas sienten náuseas ante este alimento; es muerte para el malo y vida para
el justo; en la medida en que uno ama a Dios, así se presenta ante Él. Pocos son los que sienten en sí mismos
los efectos admirables de este sagrado convite, porque son pocos los que se disponen dignamente a recibirlo,
los que seriamente piensan que se acercan al Santo de los Santos, al altar de Dios, a Dios mismo. Por eso hay
muchos enfermos y débiles, y muchos son los que perecen. Antiguamente amenazaba Dios con la muerte del
Sumo Sacerdote si se atrevía a entrar en el “Sancta Sanctorum” sin el tintineo de las campanillas, sin las
gemas radiantes, sin el oro refulgente, sin estar revestido del conjunto del conjunto de las virtudes. ¿Qué
pena, pues, merecerá el sacerdote de la Nueva Ley que se acerca no a un arca simbólica, sino al mismo Dios,
para inmolar, tocar y comer a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, si no lo hace con la solicitud, atención y
esmero que exige tal convite? Y así, en el instante de la celebración, debe cuidar con todas sus fuerzas de que
en el altar de su corazón arda el fuego del amor divino, debe ejercitarse en los actos de las diversas virtudes,
actos heroicos, proporcionados en cuanto sea posible a tan gran sacrificio, y a su objeto y meta.
Porque en este sacrificio no solamente toma parte el alma, sino también el cuerpo, al que es preciso
mantener incontaminado de cualquier impureza. Pues si el sacerdote que ofrecía los sacrificios en la ley
mosaica –que fueron solamente representaciones débiles y pobres, sombras de los futuros–, por prescripción
de Dios se vestía de limpias vestiduras, y tenía que lavar su cuerpo, ¿cuánto más necesario es que el
sacerdote de los cristianos esté libre de toda inmundicia, ya que ofrece al Señor su carne y su sangre, y la
come y la bebe? Así, en primer lugar, a quien haya de celebrar le son necesarias estas disposiciones
corporales: ayuno, castidad y limpieza del cuerpo (tratar de estas cuestiones corresponde a los escolásticos);
y llevar sus vestidos decentes y modestos, sin suciedad aunque sin lujos (y sin despedir tampoco algún olor
impropio del estado sacerdotal). Y porque Cristo, antes de la institución de este Sacramento, lavó los pies a
los discípulos, debe el sacerdote lavar de toda mancha los pies del alma, que son los afectos, y regar el
corazón con lágrimas, y mientras se lava las manos, expiar con un acto fervoroso de contrición todas sus
culpas, aun las levísimas. Y cuando coloque con las manos limpias la hostia en la patena, renovará la
intención, considerando que este pan será enseguida el Cuerpo de Cristo; entonces, al pensar en su vileza y
ante el conocimiento de la dignidad inmensa de este misterio, prorrumpa en actos de temor y confusión.
II. Las vestiduras sagradas y su significado.
Así como los reyes y magistrados no suelen usar en las funciones públicas un vestido vulgar y
ordinario, sino alguno más rico, en el que se manifieste su potestad, y sea motivo de que se les reverencie;
del mismo modo el sacerdote que va a celebrar usa unas vestiduras sagradas y peculiares: amito, alba,
cíngulos, manípulo, estola, casulla o planeta, con los que se representa la pasión de Cristo, que ha de traerse
a la memoria antes del sacrificio y se significan sus virtudes, de las cuales ha de adornarse dignamente el
celebrante, para ejercer el sacerdocio en justicia y santidad verdadera. Pues siendo este sacrificio incruento,
el mismo sacrificio de la cruz, como explicamos más arriba, es conveniente que el sacerdote, el cual hace las
veces de Cristo que muere por nosotros, se le asemeje también en las vestiduras, y emplee para decoro y
reverencia del sacrificio, lo que el impío furor de los judíos hizo llevar por burla al Salvador. Así, el amito
quiere significar aquel velo con el cual fue cubierto el rostro de Cristo, cuando le golpearon mofándose de Él y
diciendo: “Prophetiza nobis quis est qui te percussit”, “profetízanos, ¿quién es el que te ha herido?” El alba
es la vestidura blanca con la cual fue cubierto por Herodes como si fuese un loco. El cíngulo, las cuerdas con
las que le ataron en el huerto, o los duros látigos con los que crudelísimamente le golpearon atado a la
columna. El manípulo, las ataduras con las que fueron ligadas sus manos como hombre nefasto y malhechor.
La estola, las cuerdas lanzadas a su cuello o el patíbulo de la cruz colocado sobre sus hombros en el cual
pendió por nosotros. La casulla, el vestido de púrpura que le impusieron los soldados en la casa de Pilatos,
como a rey de burlas. Por ser estas vestiduras signos de aquellas otras que Cristo llevó por nosotros, el
sacerdote, mientras se viste con ellas, debe hacer diversos actos de amor, de dolor, de gratitud, y de
intensísimo deseo de imitar su humildad y su paciencia en los dolores, en las aflicciones, en los agravios y en
las demás adversidades. Se han de considerar también las virtudes que se designan místicamente por los
mismos vestidos, para que el sacerdote se dé cuenta de la santidad e integridad de vida que le han de
adornar, pues está escrito: “Sacerdotes tui induantur iustititiam”, “vístanse tus sacerdotes de justicia”; es
decir, posean todas las virtudes que las Sagradas Escrituras designan muchas veces con el nombre genérico
de justicia.
Así, el amito significa que conviene que la mente esté fija tan sólo en la consideración de la
salvación eterna, apartada del cuidado de las cosas caducas, y fortificada, frente al ataque de todos sus
enemigos, con la confianza y la esperanza en Dios, como en un yelmo de salvación. Representa también el
amito la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, respecto de la cual la divinidad vendrá a ser la cabeza, que
bajo ella se oculta, como cuando el amito toca la cabeza del sacerdote. Nuestros ojos no podrían contemplar
el esplendor infinito del sol de justicia, si no lo hubiera encubierto la nube de la carne. Por lo cual el
sacerdote, cuando lo recibe, besándolo e imponiéndoselo sobre la cabeza, piense que toca con un beso de
amor la santísima humanidad de Jesucristo, y que la coloca sobre su cabeza, para que lo proteja y tutele,
diciendo con el profeta: “Domine, virtus salutis meae, obumbrasti caput meum in die belli”, “señor, protector
y salvador mío, Tú protegerás mi cabeza el día del combate”. También por el amito se advierte al sacerdote
que observe la máxima modestia de los ojos, cuando se dirige al altar, y mientras allí permanece, y cuando
vuelve de él, no mirando nada más que lo necesario para ver lo que hace.
El alba, que envuelve todo el cuerpo, indica la inocencia, la sencillez, la pureza, el candor y
hermosura de alma con que el sacerdote ha de estar rodeado y adornado interior y exteriormente, virtudes
que deben brillar en todas sus obras, para que sea santo e inmaculado en la presencia del Señor, y se
muestre siempre así al celebrar los divinos misterios.
El cíngulo es signo de la castidad, la cual debe de tal manera lucir en el sacerdote, que no admita, en
absoluto, ninguna mancha ni en el cuerpo ni en el corazón. En señal de lo cual mandó Dios, en otro tiempo,
que los comensales del cordero se ciñeran los lomos, y el mismo Cristo dijo: “Sint lumbi vestri praecincti”,
“estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura”. Y también aparece en el Apocalipsis de San Juan ceñido por
una orla dorada, para que comprendamos que nos hace falta purificarnos de todos los afectos, y vencer el
amor carnal con el espiritual, que es el oro de la caridad.
El manípulo, cuya cruz se besa, y que se coloca en el brazo izquierdo, representa las lágrimas, el
dolor y la penitencia por las que debe el sacerdote borrar sus pecados, y dolerse continuamente de ellos, y
también la humildad y la mortificación de la carne y del espíritu, con las que se ha de acercar al altar, así
como la futura retribución de las buenas obras, como canta el salmista: “Euntes ibant et flebant mittentes
semina sua: venientes autem venient cum exultatione portantes manipulos suos”, “van y andan tristes,
llorando, los que llevaban la semilla para arrojarla; vengan y vengan alegres trayendo sus haces”.
La estola, puesta al cuello y cruzada sobre el pecho en forma de cruz, muestra que el sacerdote se
tiene que unir y ligar de algún modo a Dios, llevando por el Señor su cruz pacientemente, sujetándose con
verdadera obediencia a la ley divina, llevando alegremente su yugo, y recordando siempre que es Dios quien
ordena tales cosas.
La casulla, la más espléndida y preciosa de las vestiduras, que se viste sobre las demás, es signo de
la caridad, que sobresale sobre todas las demás virtudes como su reina, y como vínculo de perfección. Todas
sin ella son imperfectas, de ella dependen todos los mandamientos de la ley divina, y todos los bienes se
convierten en ella. Así como la casulla se divide en dos partes, así también la caridad presenta un doble
aspecto: se refiere a Dios y al prójimo; y así como la casulla exige varios colores, según la diversidad del
tiempo o de la festividad, así la caridad posee varios efectos, ora de alegría ante las grandes obras de Dios,
ora de gratitud por sus beneficios, ora de fortaleza ante las adversidades, ora de tristeza por los pecados
propios y ajenos.
Estas son las principales virtudes significadas en las vestiduras sacerdotales, de las cuales se debe
revestir el sacerdote para ofrecer dignamente el sacrificio. Recitará, pues, atenta y devotamente las
acostumbradas oraciones de la Iglesia, acomodadas a cada uno de los paramentos, y, cuando esté revestido,
se considerará como lobo con vestido de oveja, y, lleno de vergüenza, solicitará de Dios ansiosamente el
perdón.
III. El acceso del sacerdote al altar.
Si a todas las funciones sagradas hay que acercarse santamente, y todas santamente se han de
realizar, con mucha mayor santidad se ha de ofrecer este divino sacrificio, pues que nada puede haber más
santo, nada más excelente, nada más divino. Tú, sacerdote cristiano, debes poner todo tu esfuerzo, si deseas
desempeñar con perfección y buena disposición tan sublime y tremendo ministerio. Para ayudarte en
materia tan importante, comenzaré exponiéndote algunas enseñanzas generales; después, y de modo más
detallado, te propondré algunas consideraciones para cada una de las partes de la Misa, de las cuales
puedas sacar afectos devotos, y ocupar útilmente la mente para no distraerte. No debes preocuparte si
alguna vez me extiendo más de lo normal en la exposición de tales consideraciones y afectos; aunque se
describan con muchas palabras, pueden, sin embargo, hacerse en un momento, sin que por lo común
alarguen más de lo ordinario la celebración de la Misa, como podrás tú mismo experimentar; pues por el
simple ejercicio se graban fuertemente en la memoria, de tal manera que los harás luego casi de modo
natural, sin ninguna confusión ni cansancio. La primera advertencia general es que todo el tiempo que dura
el sacrificio no ofendas a Dios con un pecado venial, ni contamines con ningún defecto o imperfección la
excelencia de tan venerable sacrificio. Lo conseguirás si celebras con tal reverencia, atención y devoción, que
excluyas toda levísima distracción; si observas con exactitud cuanto se prescribe en el Misal acerca de los
ritos y ceremonias siguiendo el modo con que suelen ser observadas por los hombres a quienes seriamente
preocupa la perfección.
En segundo lugar, pronunciarás todas las palabras que hay que decir, tanto en voz alta como en voz
muy baja, de modo claro, distinto, fervoroso, sin prisas, y sin pensar entretanto en otras cosas, aunque
parezcan buenas y santas, si son ajenas al significado propio y literal de las palabras, para que así te
conformes con la mente de la Iglesia, que con gran cuidado eligió todas las oraciones, lecciones y sentencias
de la Misa, para la instrucción y devoción del sacerdote y de los oyentes. A esto contribuye mucho conocer
bien todos los ritos de la Misa y entenderlos exactamente; saber qué se contiene tanto en las lecciones,
colectas, evangelios, versículos, etcétera, como en el canon; todo ello lo aprenderás con más facilidad
leyendo a los que escribieron acerca de los oficios eclesiásticos, como san Isidoro, Amalario, Rábano, Berno,
Hugo de San Víctor, el Abad Ruperto, y también Dionisio, en su libro De la Jerarquía Eclesiástica; Germán, en
la Teoría de las cosas eclesiásticas; y entre los contemporáneos, Gabriel Biel, sobre el canon; Durando, sobre
el racional; Juan Bautista Scortia, Del sacrificio de la Misa, y otros muchos. Y trata de suscitar los afectos que
más abajo te propongo, dando a lo que recites y hagas todo su sentido y significación.
En tercer lugar, y tal como el Misal prescribe, antes de que te revistas de los ornamentos sagrados,
registra la misa que has de celebrar, léela y pon señales para que quede ordenada, de modo que no suceda
posteriormente que dudes en las palabras o falles y alteres alguna ceremonia, con la consiguiente
perturbación.
En cuarto lugar, cuando te dirijas al altar saludarás al Crucifijo u otra imagen con una humildísima
inclinación porque te consideras indigno de celebrar tan gran misterio; y al mismo tiempo implorarás la
ayuda del mismo Cristo y de los Santos. Represéntate mentalmente al mismo Jesús como si, cargado con la
cruz, fuese al monte Calvario, marchando delante de ti. Sigue así al oferente primario y principal, cuya pasión
y muerte vas a representar; síguele, digo, con modestia y gravedad, y honra al cortejo de los ángeles que te
rodea por todas partes, y creerás que has sido trasladado desde este mundo al cielo.
Quinto: cuando llegues al altar, contempla arriba el cielo que se te abre, y a la curia celeste, y al
mismo Dios contemplándote a ti, que vas a ofrecer por toda la Iglesia la hostia inmaculada. Recuerda la pena
de muerte que en otro tiempo se decretaba contra la bestia que tocase el monte santo, y aplicándolo a ti, el
peor de los hombres, llénate de temor. En seguida acércate a Dios y procura, en la medida en que te sea
posible, hacer actos muy fervorosos de amor, deseando convertirte todo en Cristo, y llegar a parecerte a Él
por la imitación de sus virtudes. Cuando finalmente abras el libro, acuérdate del libro que abrió el Cordero, y
de sus siete sellos, y desea que la fe de Cristo se propague por todo el orbe.
IV. Desde el comienzo de la Misa hasta el Introito.
Colocado el cáliz como es debido y abierto el Misal, permaneciendo unos momentos en medio del
altar, y hecha la inclinación a la cruz, junto con Abraham te confesarás delante de Dios como polvo y ceniza,
imitando a Cristo, que bajó de los cielos y descendió a tomar forma de siervo; cuanto más humilde fueres,
tanto más grata y aceptable será a Dios tu oblación. Bajando luego al pie del altar, recuerda la encarnación
del Verbo Eterno, y su amor y admirable prontitud para emplearse en la obra de nuestra redención. Con una
nueva inclinación, humíllate íntimamente y adora a Dios por todas las criaturas. Mientras te signas con la
señal de la cruz diciendo: “En el nombre de Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, advierte cuál y cuán
grande es el nombre con el que comienzas el sacrificio y condúcete tal y como conviene a tan alta majestad.
Es de gran importancia darse cuenta desde el principio de la presencia de la Santísima Trinidad y no olvidarla
nunca, ya que a ella y a su gloria se dirige la oblación y su recuerdo da fuerzas para inutilizar los ímprobos
esfuerzos de los enemigos, que siempre intentan con variadas y varias inquietudes e imaginaciones apartar
la atención del sacrificio. Conseguida así la presencia de Dios, haz rápidamente dos actos: uno de fe contra
los infieles que niegan la Trinidad; el otro sea un recuerdo de la cruz de Cristo, y de toda su pasión en ella, de
la cual fluyeron todos los bienes. Renovarás todos estos afectos cada vez que hagas la señal de la cruz.
Sigue la antífona: Introibo ad altare Dei, que se repite tres veces antes del salmo, dentro y al
terminarle, para que comprendas que toda la Misa se ha de celebrar con un vivo impulso espiritual, y con
pronta alegría y con gran veneración, y sin ninguna tibieza. Admira la bondad de Dios, que te llamó a su
altar. ¿Quién eres tú, para que te atrevas a acercarte a Él? Refúgiate en la contemplación de Dios, para
evitar la turbación que causan los malos espíritus, no sea que te sugieran imaginaciones malignas que
perturben el divino misterio. Pide también se renueve en ti la juventud de tu alma, que es el fervor del
espíritu, de la cual procede la verdadera y sólida alegría.
En el primer versículo del salmo Iudica, me Deus, considera que te has de acercar al altar de Dios
con tal preparación y disposición, que no temas el juicio de Dios, para que seas separado de la gente
malvada y no santa, y te encuentres ante Dios puro y sin mancha, en cuanto es posible a la fragilidad
humana. Pide humildemente esta pureza, y confía en obtenerla por los méritos de Cristo.
En el segundo, Quia tu est, Deus, fortitudo mea, avergüénzate, porque después de tantas veces
confortado con este alimento divino, aun eres débil, aún te encuentras triste, y ante cualquier levísima
tentación sucumbes torpemente. Con razón te rechazaría Dios, con razón te vencería el enemigo, si no te
prestara fuerzas el que es tu fortaleza y tu vigor.
En el tercero, Emitte lucem tuam, pide la luz divina, para que aciertes a distinguir la verdad de la
mentira, y sigas la verdad, de modo que, ilustrados con sus esplendores, tus afectos interiores concuerden
con el sacrificio externo. El monte santo a que se hace alusión en este versículo es el altar, que representa al
monte del Calvario, porque en él se reproduce la pasión y muerte de Cristo.
En el cuarto, Et introibo, renueva en ti un gran afecto de reverencia hacia el altar y el sacrificio.
En el quinto, Confitebor tibi in cithara, excita en ti la alegría del corazón, que se significa mediante
la cítara, pero dirigiendo enseguida los ojos a tu imperfección, laméntate y di: Quare tristis est anima mea, et
quare conturbas me?
En el sexto, Spera in Deo, considera que no debes perder el ánimo, pues te queda la esperanza en tu
Salvador, en quien debe toda confianza apoyarse, ya que el mismo te concederá que, perdonadas tus culpas,
te alegres en Él, y perseveres en sus alabanzas.
Animado por esta esperanza, di con gran fervor el Gloria Patri, et Filio, inclinando la cabeza y
ofreciéndote para sufrir toda clase de adversidades, y aun la muerte por Dios. Entonces, repetida la antífona
Introibo, para que recuerdes bien dónde vas a entrar y quién es el que entra, dirás: Adiutorium nostrum,
para que aprendas a no poner tu confianza en tus aptitudes y fuerzas sino en aquel qui fecit coelum et
terram, del cual solicitarás una doble ayuda, para conseguir la salvación eterna y los medios necesarios para
ello, y por aquella necesidad especial por la cual ofreces el sacrificio.
Tiene lugar a continuación la confesión general; la recitarás humildemente, haciendo un acto de
contrición, que es bien distinta de la atrición; a saber, te dolerás como del peor de los males de todos tus
pecados y de los de todo el mundo, y esto tan solo por Dios, porque le amas sobre todos los bienes; y
procurarás proferir con gran dolor aquellas palabras: mea culpa, confiando en que la divina misericordia
perdonará tus pecados y los ajenos. Te confesarás no solamente ante Dios Creador, Redentor y Juez tuyo,
sino también ante la Virgen Santísima, a cuyo hijo inocente heriste con tus delitos; ante San Miguel Arcángel,
a cuyos servicios te mostraste desagradecido; ante San Juan Bautista y los otros santos, cuyos consejos y
méritos despreciaste; y también ante tus hermanos, para quienes serviste de escándalo. Reconociendo tu
indigencia y tu fragilidad, implora la ayuda de aquéllos ante quienes te has confesado, para que rueguen por
ti; haz esto humildemente, y cuando los presentes recen por ti diciendo: Misereatur...; y mientras también
ellos se confiesan, y mientras recitas los siguientes versículos, excita en ti aquel espíritu que expresan tales
palabras, con gran fervor y devoción.
Da siempre el beso al altar con tierno afecto de amor hacia Nuestro Señor Jesucristo, con un intenso
deseo de permanecer siempre unido a Él, haciendo brevemente un fervorosísimo acto de amor.
V. Desde el Introito hasta la Epístola.
El Introito y cuanto le sigue lo has de recitar tranquila, atenta y devotamente, practicando
exactamente las ceremonias prescritas para que todos entiendan que se está realizando algo de orden
espiritual y divino. Atenderás por otra parte el sentido de las palabras, y cuando digas: Gloria Patri, adorarás
a la Santísima Trinidad pidiendo que todos los hombres la sirvan. Dirige el Kyrie eleison a cada una de las
tres personas, levantando tu mente al cielo, pidiendo para ti y para todos el perdón de los pecados de
pensamiento, palabra y obra; e imaginando que son nueve los coros de los ángeles, junta tu voz con sus
voces, y eleva a ellos el corazón. En el Gloria in Excelsis, te admirarás al pensar que un pecador en tierra
extraña puede cantar el cántico de los ángeles, haz entonces actos de alabanza, de adoración, de acción de
gracias, de fe, de esperanza, de amor, de celo de la gloria de Dios, de petición y súplica, según el sentido de
las palabras. La frase Tu solus Sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altissimus, Iesu Christe, pronúnciala con
un afecto más intenso de caridad y de reverencia hacia Nuestro Señor Jesucristo, deseando que sea amado,
honrado y glorificado por todos.
Terminado el Gloria viene el saludo al pueblo con estas palabras: Dominus vobiscum. Cuantas veces
las digas, pide con íntimo deseo la bendición del Señor para su Iglesia y para el mundo entero, con el fin de
que a cada alma se le conceda aquello que más necesite.
Al decir las oraciones, avergüénzate de atreverte a ser el mediador entre Dios y el pueblo, tú que has
conducido a otros al mal tantas veces. Cuando digas: Per Dominum, ofrece a Dios con gran confianza todos
los méritos de Cristo, porque está escrito: “Quidquid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis”, “que
cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá”. Considera las palabras de las oraciones, que por sí
son de un gran peso y eficacia, y que, por ser recitadas por el celebrante en nombre de la Iglesia, y por la
nobleza del sacrificio, obtienen con mayor facilidad lo que se pide.
VI. La Epístola, el Evangelio y el Credo.
Terminado el Introito, sigue la instrucción del pueblo en la fe, en la Epístola, por medio de la
doctrina de los profetas y de los apóstoles, mediante las palabras de Cristo en el Evangelio, y en el Credo, por
los artículos de fe; estas partes anteceden al misterio de la santificación con el fin de purificarnos y
prepararnos a él. Mientras lees la Epístola y el Evangelio, haz mentalmente este acto de humildad: ¿Yo soy
quien va a exponer en la Iglesia los oráculos divinos, habiéndome sentado tanto tiempo en la cátedra del
error? ¿Promulgaré el Evangelio yo que lo impugné con hechos y ejemplos? Finalmente considera cuán
afortunados somos, porque, como dice el Profeta Baruch, se nos manifiestan las cosas que le agradan a Dios;
Dios nos reveló su voluntad por sus profetas y apóstoles en sus libros y en sus epístolas, y por su Hijo en el
Evangelio. Por tanto, tales libros han de leerse con gran atención y reverencia como palabras que son de
Dios, dándole gracias porque se ha dignado iluminar e instruir al mundo con su doctrina, y ofreciéndonos con
ánimo pronto para observar sus mandamientos, tanto en la prosperidad como en medio de las adversidades.
El gradual y los textos que siguen, significan el deseo de servir y el ascenso al vértice de la perfección
cristiana, que son los frutos de la predicación profética y apostólica. Un piadoso sacerdote decía que él
asistía diariamente a dos sermones y actos eficacísimos: a la lectura de la Epístola y del Evangelio, y
aseguraba que debían escucharse con firmísimo propósito de realizar lo que enseñan, como si estuviesen
presentes y nos hablaran el Apóstol y Cristo. Sería, en verdad, perversa la trasgresión del precepto que cada
día se oye al Apóstol y a Cristo, pues parecería que se olvida prontamente la palabra divina y que se
desprecia a tan grandes predicadores.
Al comenzar el Evangelio signarás el libro y te signarás tú con tierno afecto hacia la pasión y la
muerte de Cristo. Se hace el signo en la frente –asiento del pudor–, para que no te avergüences del
Evangelio. En la boca, para que lo anuncies y lo confieses públicamente; en el pecho, para que lo conserves
siempre en el corazón, para que ninguna sugestión del diablo pueda impedir su fruto. Al final besarás el libro
allí donde primeramente hiciste la señal de la cruz, para significar el amor con que se ha de abrazar y
observar esta doctrina, y tu propósito de practicar y no sólo de oír la palabra: todo con un acto muy ferviente
de amor hacia Dios y su ley.
En ciertos días, a la lectura del Evangelio sigue el Credo, para excitar la fe; además, lo mismo que
quien cree con el corazón merece la justicia, así merece la salvación quien confiesa lo que cree. Por tanto,
realizarás los actos de fe correspondientes a cada frase, y detestarás las herejías contrarias. Te alegrarás con
Cristo por causa de su gloria mientras se conmemora su Resurrección, su Ascensión y su potestad de juzgar, y
te gozarás porque su reino no tendrá fin. En aquellas palabras: Qui cum Patre et Filio simul adoratur,
adorarás al Espíritu Santo y glorificarás desde lo más hondo de tu ser a la Santísima Trinidad por cada uno de
los beneficios de naturaleza, de gracia y gloria que se han concedido y se concederán a todas las criaturas.
Finalmente, mientras dice: Et vitam venturi saeculi, debes concebir una firme esperanza de obtener la vida
eterna por los méritos de Cristo.
VII. Desde el ofertorio hasta el Canon.
Aquí termina la parte de la Misa dedicada a la instrucción de los fieles y la llamada Misa de los
catecúmenos, ya que éstos no podían asistir a las ceremonias subsiguientes, y al llegar este momento el
diácono les indicaba que salieran. Comienza ahora la Misa de los fieles, y porque aquí empieza la acción del
sacrificio incruento, cada palabra debe decirse con mayor fervor y con una más ardiente piedad. La iniciarás
dando un beso al altar sobre el que se va a realizar el divino sacramento, para atraer de alguna manera, con
esta muestra de amor y veneración, la benevolencia de Dios. Y dado que el amor de Dios está
inseparablemente unido a la caridad para con el prójimo, se hace luego la salutación del pueblo como signo
común de la amistad, por la cual manifiestas que en ti no hay el menor odio ni disensión, pues el Señor
preceptuó que no debe ofrecerse un sacrificio sin previa reconciliación con los hermanos que tengan algo
contra el oferente. Pedir, pues, a los presentes que oren juntos contigo, diciendo: Oremus, con verdadero
fervor, elevándote a Dios Padre y viéndote a ti mismo, y a tu nada, que, pecador como eres, debes tú, de
entre todos los hombres, ofrecer al eterno Padre a su propio Hijo.
Cuando tomes la patena con la hostia en tus manos, pon en ella tu corazón y los de todos los
presentes y todos los fieles, para ofrecerlos a Dios con la intención de que, así como el pan se va a convertir
muy pronto en el Cuerpo de Cristo, así tu corazón y el de todos los fieles se transforme por el amor y la
imitación en el mismo Cristo, de tal manera que todos puedan decir: “Vivo ego iam non ego, vivit in me
Christus”, “y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo sino que Cristo vive en mí”. Lo mismo puedes
hacer en la oblación del cáliz.
Mientras viertes el vino en el cáliz, da gracias a Dios, porque quiso ocultarse bajo estas especies por
tu amor; y cuando mezclas el agua, excita en ti el deseo de sumergirte en el abismo de los méritos de Cristo,
y suspira por la íntima unión con Dios. En la oración: Deus qui humanae substantiae dignitatem, observarás
que se celebran tres como mezclas o conjunciones totalmente admirables, la primera en la creación de la
naturaleza humana, cuando el alma inmortal es unida al cuerpo mortal; la segunda en la asunción de la
misma por el Verbo, cuando dos extremos infinitamente distantes se unen en unidad de persona; la tercera
en la elevación de la naturaleza humana a la gracia y la gloria, al consorcio y a la participación de la
divinidad, que desearás con intenso ardor.
Aunque este sacrificio es único, consta, sin embargo, de dos partes, a saber: del Cuerpo de Cristo
bajo las especies de pan, y de su Sangre bajo las especies de vino. Y así, una vez ofrecido el pan, procedes a la
oblación del vino. Dirige ambas oblaciones a todos los fines por los que este sacrificio fue instituido, y, como
son de gran importancia, debes hacerlas con gran fervor, como si tú fueses el único sacerdote en el mundo y
de este sacrificio dependiera la salvación de todos los hombres.
A esto sigue una breve depreciación: In spiritu humilitatis, que es parte de otra más larga que
Azarías, uno de los tres jóvenes, dijo entre las llamas del horno de Babilonia; se ha de recitar con el ánimo
contrito y con mucha humildad. Sigue otra oración: Veni Sanctificator, con la cual invocas a Dios, autor de
toda santificación, para que se digne no solo realizar el sacrificio ya preparado, sino también completarlo con
su bendición.
Mientras te lavas las manos, afirmarás que quieres vivir puro y limpio, y que deseas quedar libre
incluso de los más pequeños defectos; después darás gracias por haber sido lavado mediante la Sangre de
Cristo y suscitarás también afectos según el sentido de las palabras que has de pronunciar.
En la oración: Suscipe, Sancta Trinitas, no te limites a recordar simplemente los beneficios de
nuestra Redención que allí se conmemoran, sino que debes expresar tu más íntima gratitud. Por lo cual,
deshaciéndote en humildes acciones de gracias, alégrate de poder ofrecer para mayor gloria de Dios esta
hostia de dignidad infinita, y para honra de la bienaventurada Virgen y de todos los santos, a fin de que ellos
mismos en los cielos presenten ante el trono de Dios el incienso de tus oraciones por tu salvación y la de los
demás hombres.
Acuérdate después de tu debilidad, y considerando cuán importante es ofrecer tan gran sacrificio a
la Divina Majestad, recurriendo a los sufragios de los presentes, pídeles que oren por ti. Y extiende las
manos, como si para todos abrieras tu pecho, y de nuevo las juntas, como si abrazaras a los que has acogido
dentro de ti. Tú mismo, que acabas de exhortar a los demás a orar, reza en secreto, para que tu sacrificio sea
aceptado por Dios. Ahora bien, durante estas ceremonias procura excitar en ti algunos afectos apropiados a
ellas.
Terminadas las oraciones secretas, enseguida dices con voz clara: Per omnia saecula saeculorum, y
estas palabras no sonarán como temporales, sino como sublimes y eternas. Entonces saludas al pueblo, pero
sin volverte a él como antes has hecho, pues debes estar separado de todo lo terreno y vuelto del todo a
Dios; les indicas que eleven sus corazones hacia el altar, como si dijeras: “Levantaos todas las criaturas a
Dios, salid de la basura terrestre, y buscad las cosas de arriba, saboread lo que es de arriba, no lo que está
sobre la tierra”. Y a los corazones, que ya están levantados al cielo, exhórtalos a dar gracias a Dios, porque
nada es más digno, nada más justo y saludable que hacer memoria de los beneficios. Abarca con tu corazón
a todas las criaturas y todos los beneficios con que han sido favorecidos, pues esto es una excelente acción
de gracias y dispone para mayores gracias aún. Viene después el Prefacio, que es una especie de prólogo o
preparación para los actos en que propiamente se contiene el sacrificio; alabas con él intensamente a Dios,
invitando asimismo a los espíritus celestes para que canten contigo. Sin embargo, para poder introducirte sin
temor en el coro de los ángeles, pides permiso a Dios suplicándole humildemente: Cum quibus et nostras
voces ut amitti iubeas deprecamur. Y así, unido a la multitud angélica cantarás el sacro trisagio con toda la
reverencia y fervor que te sean posibles, para que no desmerezcas del amor que manifiestan los espíritus
superiores. Porque, si tiemblan las potestades, que son como columnas del cielo, ¿cuánto debes aterrarte y
temblar tú, vilísimo gusano de la tierra, que tantas veces y tan enormemente ofendiste a Dios?
Este himno contiene tres alabanzas y dos peticiones. Pues primero alabas la santidad, el poder y el
dominio supremo de Dios, cuando dices: Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus Sabaoth. En segundo lugar
celebras su gloria, que resplandece tan maravillosamente en todas las criaturas del cielo y de la tierra, con
estas palabras: Pleni sunt coeli et terra gloria tua. Y, por fin, alabas a Cristo Señor diciendo: Benedictus qui
venit in nomine Domini; y mientras dices esto, le invitarás a venir a tu alma con el afecto de todos los santos.
Las dos peticiones se contienen en las palabras: Hosanna in excelsis, que se dicen dos veces y con las que
pides la salvación y lo que para ella es necesario, primero a Dios y después a Cristo. Este himno se antepone
al Canon, para que te des cuenta con ello de que estás en un negocio de máxima importancia delante del
trono de la Divina Majestad y de que entras en el Santo de los Santos; y si hasta aquí convenía que fueras
puro y fervoroso, en adelante debes inflamarte con tanto ardor, que con él puedas encender a todos los
presentes, más aún, a todo el mundo.
VIII. Desde el Canon hasta la Consagración.
Esta parte de la Misa se llama Canon, es decir, regla que se debe seguir en la oblación del sacrificio.
Está formado, como atestigua el concilio de Trento, con las mismas palabras del Señor, con las tradiciones de
los apóstoles y con las instituciones de los sumos pontífices; nada contiene que no exhale un olor de piedad y
santidad y que no levante el pensamiento de los oferentes a Dios, para que se unan con Él. Se recita en voz
baja, para que, por el silencio, se entienda tanto la gravedad de lo que se realiza –que se trata casi en
secreto con Dios– cuanto el estado de ánimo sereno y pacífico que es necesario para realizar rectamente esta
función. Los afectos piadosos han de supeditarse ahora al significado literal de las palabras, dichas atenta y
devotamente. Por medio de la partícula igitur se conecta con todo lo exterior; el camino del cielo está ya
expedito por obra de los ángeles, cuyas voces rogaste en el Prefacio que se unieran a las tuyas; sube, pues,
confiadamente al trono de Dios, y con los ojos levantados hacia arriba, y con las manos extendidas, presenta
tus preces al Señor rogándole, por medio de Cristo que acepte los dones que Él mismo nos había dado, los
regalos que Él mismo también nos regalara, las santas oblaciones que se ofrecen por nuestros pecados. Y, en
primer lugar, haz presente a la persona a quien se dirige la ofrenda, es decir, a Dios Padre; en segundo lugar,
al mediador Cristo Jesús; en tercero, a los oferentes y su devoción; en cuarto lugar, las propias cosas
ofrecidas, que pides que Dios acepte y bendiga; en quinto, aquéllos por quienes se ofrece el sacrificio: la
Iglesia, el Sumo Pontífice y los demás; en sexto, todo lo que quieres conseguir con esta oblación: la
redención, la salvación, la salud; por último, recuerda a la bienaventurada Virgen María y a los Príncipes de
la curia celeste, cuyos sufragios imploras teniendo presente tu debilidad, para que te vuelvan a Dios propicio.
Para que puedas traer a la memoria a todos aquéllos por quienes debes orar, dices después:
Memento Domine, famulorum famularumque tuarum; y para que tus súplicas tengan fuerza más eficaz,
será muy conveniente asociarlas con los sufrimientos de Cristo Nuestro Señor, más o menos así: 1°. Rogarás
por ti mismo poniendo por medianera la Sangre derramada por nosotros, para que por ella sean expiados tus
pecados, y obtengas aquellas virtudes que te son más necesarias, y la perseverancia final. 2°. Encomendarás
a la Iglesia por medio del Costado traspasado, de donde la Iglesia brotó. 3°. Por medio de la Cabeza
coronada de espinas, pedirás por el Sumo Pontífice y por todos los príncipes y obispos. 4°. Por la llaga de la
mano derecha, por tus amigos, familiares y bienhechores. 5°. Por la llaga izquierda, por todos los que te
odiaron o te sirvieron de molestia o escándalo. 6°. Por el pie derecho taladrado, por las personas y asuntos
encomendados por los superiores. 7°. Por el izquierdo, encomendarás a todos los que están en pecado
mortal, para que se pasen a la parte derecha. 8°. Por los azotes, las bofetadas y salivazos, a los paganos,
herejes y demás infieles, que afligen a Dios con sus ofensas. 9°. Por la crucifixión, a los religiosos de todas las
órdenes, para que lleven con alegría la cruz del sacrificio voluntario. 10°. Por la sed, a todos aquéllos que
anhelan tus oraciones. 11°. Por la angustia que quiso sufrir en el huerto, a todos los que se encuentran en
alguna calamidad, peligro, necesidad, tentación o inquietud. 12°. Por la muerte y sepultura, a todos los
justos, para que perseveren siempre consepultados con Él en la justicia. Pide especialmente por aquéllos de
quienes quiere Dios que te acuerdes, sin que tú lo sepas; por aquéllos a quienes Dios ama más, aunque
ignores su número y sus nombres; pues le es gratísimo a Él que te acuerdes de sus amigos. Haz todas estas
oraciones con brevedad, imitando a la Iglesia, que con poquísimas palabras se encomienda a sí misma; al
Sumo Pontífice, al obispo y a todos los fieles. Tampoco conviene emplear más tiempo en considerar nuestras
necesidades personales que las generales, principalmente con aquel Príncipe que todo lo sabe y que nos
amonesta a que no hablemos mucho cuando oremos. Será muy conveniente, por tanto, pedir más despacio
por todos antes de la Misa, para poder ser más breves durante ella.
Después de haber satisfecho tu devoción privada, empleas de nuevo las oraciones públicas de la
Iglesia para pedir por los presentes o ausentes, y porque ya fue ofrecido el sacrificio en expiación de las
culpas, en acción de gracias e impetración de todos los beneficios, ahora se expresa su fin primario con la
oración Hanc igitur oblationem servitutis nostrae, con la cual reconoces solamente el supremo dominio de
Dios y nuestra infinita servidumbre y sujeción, extendiendo las manos, según antiguo rito, sobre la oblata
para ponerla bajo el dominio de Dios, rogándole al mismo tiempo que ab aeterna damnatione nos eripi
iubeat et in electorum suorum grege numerari, que la bendiga sobre todas las cosas, que la tenga como
adscriptam et ratam, es decir, que la apruebe y la refrende, y la acoja, en fin, como acceptabilem, es decir,
indigna como es de ser aceptada por Dios, por lo que se ofrece y por el ministro que la ofrece, la convierta en
aceptable, no por nuestros méritos, sino por su misericordia. Y al decir aquellas palabras: Ut nobis corpus et
sanguis fiat dilectissimi Filii tui Domini nostri Iesu Christi, renovarás la intención actual y expresa de
consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo por medio de la transubstanciación del pan y del vino, que se hace
con sus propias palabras.
IX. Desde la consagración hasta la oración dominical.
Después de las muchas oblaciones expresadas hasta este momento con palabras, tiene lugar por fin
la oblación real, por la cual es inmolado incruentamente el mismo Cristo, que una vez se ofreció a sí mismo
cruentamente en el ara de la cruz. Y si hasta ahora fueron necesarias pureza, humildad y reverencia, mucho
más se precisan cuando te acercas, no sin temblor y temor, a realizar el tremendo misterio. Humíllate, por
tanto, cuanto puedas, acuérdate de lo que le pasó a Oza; imagina entonces que se te dicen al oído estas
palabras de Cristo: “Ecce appropinquat hora, et Filius hominis tradetur in manus peccatoris”, “he aquí que
llegó ya la hora; el Hijo del hombre va luego a ser entregado en manos de los pecadores”. Considera que
actúas como si fueras la persona de Cristo, y adecúa todo tu ser interna y externamente, a su majestad y
santidad; cuida que no haya en ti nada que no convenga a la persona a quien sustituyes.
Las palabras Qui pridie quam pateretur se deben pronunciar con entonación histórica y como
recitando, para que mires y actúes según el ejemplo que te ha sido mostrado por Cristo Nuestro Señor.
Cuando digas: Accepit panem in sanctas ac venerabiles manus suas, considerarás cuán puras deben ser las
manos que tocan cosa tan valiosa, y aprenderás que esto es obra de la divina omnipotencia. Cuando eleves
tus ojos al cielo, traslada allí al mismo tiempo todas las fuerzas y pensamientos de tu alma. Cuando dices:
Gratias agens, da una vez más gracias por la institución de este santísimo sacramento. Al punto de decir las
palabras de la consagración, considera que las pronuncias, formal y enunciativamente, en el lugar de Cristo.
Una vez pronunciadas, penetra con los ojos de la fe en lo que se esconde bajo las especies sacramentales;
arrodillándote entonces, mira con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a
Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el abismo. En la elevación, contempla
a Cristo elevado en la cruz, y pídele que traiga a ti todas las cosas. Haz actos intensísimos de las diversas
virtudes, ora unos, ora otros de fe, de esperanza, de amor, de adoración, de humildad, etc., diciendo con la
mente: “Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí. ¡Señor mío y Dios mío! Te amo, Dios mío, y te adoro con
todo mi corazón y sentimientos”. Puedes también renovar la intención por la que celebras y ofrecer lo ya
consagrado según los cuatro fines. Pero, de modo especial, cuando elevas el cáliz, acuérdate con dolor y
lágrimas de que la sangre de Cristo fue derramada por ti y de que con frecuencia tú la has despreciado;
adórale en compensación por los desprecios pasados. San Pedro Mártir solía pedir en la elevación del cáliz la
gracia del martirio, y la obtuvo; pídele tú el incruento martirio de las adversidades.
En las palabras Haec quotiescumque faceritis, recordarás la pasión y la muerte de Cristo, que
representa la consagración por separado del pan y del vino. Y lo mismo que en cuanto tiene lugar la
consagración se presentan los santos ángeles, y perseveran en su veneración, hasta que el sacrificio es
consumado, procura tú emular su reverencia. Pues si el cielo está donde está Dios, no hay duda de que se
transforma en cielo el altar en que consumas tan gran misterio, y que tú en cierto modo te deificas por la
admirable participación del bien supremo. Cuantas veces tocas la hostia o el cáliz, abraza a Cristo y
estréchalo contra tu corazón con todo el amor que te sea posible.
Después de la Consagración se reza la oración Unde et memores, con lo cual recuerdas la pasión,
resurrección y gloriosa ascensión de Cristo; misterios con los que se excita la fe y se fortalece la esperanza.
Debes, pues, esperar, por los méritos de tan bienaventurada pasión, de la que brota toda nuestra felicidad,
que tú serás alguna vez partícipe de la resurrección y de la ascensión al cielo, y de la gloria sempiterna. Y no
ofreces tan solo una simple conmemoración de los misterios, sino la hostia pura, santa e inmaculada, es
decir, el Cuerpo y la Sangre de Cristo; y, aunque por razón de las especies sacramentales, todavía le llamas
pan, no se trata, sin embargo, del pan que antes había, sino del pan de la vida eterna y del cáliz de la
perpetua salvación.
Prorrumpe en un acto de alegría ante la glorificación de Cristo, y cuando dices Supra quae propitio
ac sereno vultu, ofrece a Dios todos los sacrificios antiguos.
Cuando, inclinado, suplicas a Dios que ordene llevar el sacrificio a su sublime altar por las manos de
los santos ángeles, te excitarás a una grande humildad interior, y pedirás a esos espíritus bienaventurados y
especialmente a San Miguel que te ayuden.
Cuando dices Omni benedicitione et gratia repleamur, haz nacer en ti un gran deseo de conseguir,
por los méritos de Cristo, todos aquellos dones con que más podrías glorificar a Dios. En el memento de
difuntos rogarás primero por tus familiares; luego por aquéllos que te causaron alguna cruz o pesadumbre;
después, por tus bienhechores y por alguna persona recientemente fallecida o especialmente encomendada
a ti, y, finalmente, por todos aquéllos que no tienen quien les ayude expresamente con sus sufragios.
En la oración Nobis quoque peccatoribus, reconoce que tú eres un pecador lleno de debilidad, y
llénate de temor, que aunque no seas consciente de ningún pecado, no por eso quedas justificado.
Fundamenta, por tanto, tu esperanza en la multitud de las misericordias divinas, y con gran ardor de ánimo
pide humildemente que se te conceda alguna parte y compañía con los santos y el ser admitido entre ellos,
deseando gozar de una eximia santidad de vida para la mayor gloria de Dios en Cristo Jesús, Señor Nuestro.
A continuación dices Per quem haec omnia, Domine, semper bona, es decir, el pan y el vino creas, porque
por medio de Él fue todo hecho; sanctificas, en cuanto que están destinados al sacrificio en la primera
oblación; vivificas, por medio de la transubstanciación; benedicis, porque a través de este Sacramento
adquirimos copiosa gracia; et praestas nobis, para alimento y redención. Pronunciarás estas palabras muy
fervorosamente, y también las siguientes, porque por medio de Cristo, con Cristo y en Cristo se debe Deo
Patri omnipotenti omnis honor et gloria. Aquí, pues, podrás congratularte con toda la Santísima Trinidad por
la gloria que recibe por medio de Cristo; y, mientras sostienes la hostia sobre el cáliz, ofrecerás la Santísima
Eucaristía, que bajo las dos especies, tienes en las manos, para alabanza y gloria de Dios, en acción de
gracias por todos los beneficios, para expiación de las culpas y en impetración de todos los bienes.
X. Desde la oración dominical hasta la Comunión.
Acabado el Canon, debes empezar a prepararte para la Comunión desde el comienzo mismo de la
oración dominical, que con temblor y filial afecto para con Dios rezarás con los ojos fijos en el Sacramento,
porque Cristo junto con el Padre oye y escucha tus preces. Siete son sus peticiones, en las cuales se contiene
resumido todo lo que debe pedirse a Dios y para cuya impetración se ofrece este sacrificio. En la primera
petición excitarás el deseo de obtener para ti y para los demás el mayor grado de santidad posible, para que
la gloria de Dios se aumente, para que Dios sea amado y temido por todos; para que su santidad, su bondad
y su sabiduría se reconozcan en todo lugar. En la segunda desearás que Dios reine en tu voluntad y en la de
todos, pidiendo a la vez que lleguemos felizmente a su reino. En la tercera, rogarás que todos los hombres
sirvan y obedezcan a Dios en la tierra tal como es servido por los ángeles en el cielo, evitando siempre el
pecado y haciendo siempre lo que le resulte grato al Señor. En la cuarta pedirás todo lo que necesitas en
orden al alimento, vestido y demás necesidades temporales. En la quinta, una vez implorada la liberalidad de
Dios para que nos conceda los alimentos precisos, solicitarás de su clemencia la remisión de los pecados,
haciendo al mismo tiempo un acto de contrición y de sincero amor hacia tus enemigos y hacia cuantos te
hayan causado algún mal, amándolos de corazón en el Señor. En la sexta, desconfiando de tus propias
fuerzas, y temiendo tu malicia e inconstancia, pide a Dios que te preserve de las tentaciones, no sea que,
inducido quizá por ellas, te apartes de su gracia y amistad. En la séptima ruega ser liberado de los males de
la culpa y de la pena, y de todas las asechanzas que contra ti maquinan el mundo y el diablo.
Esta última petición se explica más ampliamente en la oración que sigue: Libera nos, quaesumus,
Domine, en la cual se enumeran los males de que pides ser librado, pasados, presentes y futuros. Los males
pasados son los pecados, de los que está escrito: “Filii, peccasti, ne adiicias iterum, sed de praeteritis
deprecare ut tibi dimittantur”, “hijo, has pecado; no vuelvas a pecar más y ora por los pecados anteriores”.
Los presentes son los pecados habituales y otras calamidades. Los futuros son las tentaciones y otros males
inminentes, que no pueden evitarse sin una especial ayuda de Dios. Para impetrar estas gracias solicitas la
ayuda de la bienaventurada Virgen, de los santos apóstoles Pedro, Pablo y Andrés, y de todos los santos; y
signándote con el signo de la cruz, pides la paz que Cristo nos mereció con su Pasión.
Sigue la fracción de la hostia en tres partes; y mientras dejas caer una de ellas en el cáliz, pedirás el
llegar a una íntima unión con Dios. Al dar la paz al pueblo, desearás a todos una triple paz: la paz de cada
uno con Dios, que consiste en su gracia y amistad; la paz consigo mismo, que se encuentra en la concordia
del apetito con la recta razón, para que aquél siga en todo las indicaciones de ésta; la paz, en fin, con el
prójimo, para que nadie dé a otro motivos para ofenderse, sino que, al contrario, procure atar a todos por la
caridad cristiana.
En el primer Agnus Dei, después de hacer un acto de fe en Cristo, allí presente, que es
verdaderamente el cordero de Dios inmolado en la cruz por nosotros, pedirás ser liberado y preservado de
todas las miserias espirituales, como son los malos hábitos, la tibieza en el servicio de Dios, la inconstancia
en las cosas bien empezadas. En el segundo, ser asimismo liberado y preservado de las miserias temporales,
de la peste, el hambre, la guerra, las enfermedades y persecuciones, en cuanto nos impiden dedicarnos al
servicio y al culto de Dios. En el tercero pedirás la paz que lleva consigo la buena conciencia, el dominio de sí
mismo, el desprecio de todos los bienes temporales.
XI. La comunión.
Bien dice el salmista hablando del Señor: “Et factus est in pace locus eius”; y también el Apóstol:
“Pacem habete, et Deus pacis et dilectionis erit vobiscum”, “vivid en paz, y el Dios de la paz y de la caridad
será con vosotros”. Por tanto no debes maravillarte si la Iglesia enseña que se pida al Señor la paz con una
imploración que se ha de repetir varias veces inmediatamente antes de la comunión, ya que la paz incluye en
sí todos los bienes y prepara una habitación digna del Altísimo. Esta petición se contiene en la primera de las
tres oraciones que anteceden a la comunión; en la segunda se pide la remisión de los pecados y el don de la
perseverancia. La tercera excita en ti el temor de que el pan de la vida y la bebida de la salud eterna no se
conviertan en juicio de condenación; pero enseguida te llenarás de confianza, esperando que por los méritos
de Cristo te sirva de guarda del corazón y del cuerpo y prenda para recibir el premio. Entonces, adorarás de
rodillas a Dios, concibiendo un deseo ardentísimo de recibirle a Él mismo en el sacramento mientras dices el
versículo Panem coelestem accipiam, et nomen Domini invocabo.
Cuando digas Domine, non sum dignus, confiesa tu indignidad, pero reconoce a la vez la
omnipotencia y misericordia de Dios con las siguientes palabras: Sed tantum dic verbo, et sanabitur anima
mea. Confesarás que eres indigno, en primer lugar por tus pecados; después, por lo vil de tu naturaleza;
finalmente, porque por ti mismo no eres nada, nada tienes y nada puedes.
Antes de la comunión detente unos momentos y haz con brevedad actos de las principales virtudes:
humildad, fe, esperanza, caridad, contrición, abnegación y adoración, más o menos del modo que voy a
indicarte. Aunque te parezcan un poco largos, si los tienes bien impresos en la memoria se te harán tan
familiares con la repetición y por la rapidez mental que te dará Dios, que en poco más de un momento se te
presentarán en la mente.
“Señor Jesús: soy indignísimo, peor que todos los pecadores y que los mismos condenados, indigno
de todo bien y digno de todo mal. Confiado, sin embargo, en tu piedad y misericordia infinita, me atrevo a
comulgar. Creo, Señor, todo lo que cree, enseñada por Ti, la Santa Iglesia Romana, y condeno y anatematizo
cuanto ella condena. Espero en Ti y espero todos tus auxilios necesarios para conseguir mi perfección y la
salvación, sostenido por tus infinitos méritos y por el auxilio y la comunión de tus santos. Me gozo y alegro
por todos tus bienes y tu gloria, que deseo se propague lo más posible. Detesto en la medida de mis fuerzas,
por amor a Ti, todos mis pecados; estoy preparado para satisfacer por ellos plenísimamente en esta vida, y
para que mi alma sea siempre un purísimo refugio para tu majestad. Perdono a todos los que me hayan
hecho algún mal, o me lo causen en adelante, y les amo sinceramente por ti. Me ofrezco a soportar todos los
males posibles, según tu beneplácito, con renuncia de mi voluntad, juicio, amor propio y libertad, y
entregándome a Ti con total indiferencia. Finalmente te adoro suplicante, bien mío supremo, y te ruego, por
la amargura que por mí sufriste en la cruz, especialmente en aquella hora en que tu alma abandonó a tu
cuerpo, que tengas misericordia de mi alma cuando tenga que salir de este mundo”.
Estas últimas palabras se añaden para que pidas con ellas una buena muerte, y, cuando las digas,
haz la intención de sumir el cuerpo de Cristo a modo de viático, por si ocurriera tu muerte en ese mismo día.
Al ir a recibir la Sangre, considera que nada tienes con que puedas dignamente dar gracias por el
Cuerpo de Cristo que sumiste; y por tanto, ofreciendo la Sangre dirás con toda tu alma las palabras: Quid
retribuam Domino, con las siguientes oraciones para después de sumir la Sangre.
Como después de la Comunión pasa un rato mientras se hace la ablución del cáliz, y mientras se
recogen los corporales y se coloca el cubrecáliz, aprovecha ese tiempo para expresar breve y fervorosamente
aquellos afectos que suelen demostrarse a los grandes príncipes cuando se dignan visitar la casa de alguien.
1°. Adorarás a tan gran huésped en su divinidad y en su humanidad. 2°. Le darás gracias porque se ha
dignado venir a ti, tan indigno, y por otros beneficios generales y particulares. 3°. Le tratarás con
esplendidez, dándole todo lo que desea de ti, o sea, detestando todos tus pecados, renovando tus votos y
buenos propósitos; proponiéndote abstenerte de aquello que sea lo mejor; ofreciéndote a soportar cualquier
molestia y cualquier cruz. 4°. Pide, en fin, a tan gran Rey, que todo lo puede, cuanto sea necesario para ti y
para otros, vivos y difuntos.
XII. De la última parte de la Misa hasta el fin.
A continuación de la Comunión tiene lugar la acción de gracias, que es la última parte de la Misa.
Comienza con el versículo llamado “Comunión” porque antiguamente se cantaba mientras el pueblo
comulgaba. Las siguientes oraciones no sólo contienen acciones de gracias, sino también peticiones de que
en ti sean permanentes los dones que acabas de recibir y aumenten día tras día. Entonces se despide al
pueblo, y, mientras él responde Deo gratias, de nuevo se dan gracias a Dios. En la oración Placeat tibi ofrece
de nuevo el sacrificio con purísima intención, unido al deseo de la Iglesia triunfante y militante, como las
mismas palabras indican. Después, al bendecir al pueblo, pedirás de corazón a Dios que bendiga con
largueza a los fieles y les conceda con abundancia las gracias celestiales, para que, ahora aquí abajo y
después en el cielo, glorifiquen todos a la Santísima Trinidad.
Lee finalmente el comienzo del Evangelio según San Juan con reverencia y gratitud por el beneficio
de la Encarnación y de la vocación a la fe, y con deseo de la gloria de Dios, para que sea por todos conocido y
glorificado. San Agustín –lo atestiguan gravísimos autores– dijo que este Evangelio debía ser escrito en letras
de oro y expuesto en todas las iglesias en lugar eminente. Asimismo muchos de los primeros cristianos lo
llevaban colgando del cuello, como símbolo de la fe cristiana y como amuleto contra las vejaciones del
diablo. En la primera parte de este Evangelio se muestra cuán grande es el huésped que recibiste escondido
bajo el velo de pan y de vino: el Verbo eterno, por medio del cual todo fue hecho, el Hijo de Dios,
consubstancial al Padre, luz y vida de los hombres, por quien y en quien todos viven y son iluminados.
Examina luego si quizá se refieren a ti las palabras que siguen: “Lux in tenebris lucet et tenebrae eam non
comprehenderunt”. Pues lo mismo que el ciego está en presencia del Sol, pero el Sol en realidad está
ausente, pues no le ve, así los hombres terrenos, envueltos como en tinieblas por los afectos terrenos, no ven
la luz de Dios, que brilla en la intimidad, ni son por ella iluminados. También ponderarás la frase: “In mundo
erat et mundus eum non cognovit, et sui erunt non receperunt”, “en el mundo estaba y el mundo no le
conoció, y los suyos no le recibieron”. No vaya a ocurrir que tengan en ti su realización; por ello pide a Dios y
tenle un santo temor. En las últimas palabras, finalmente, fíjate que se dice: “Dedit eis potestatem filios Dei
fieri”, “les dio poder de llegar a ser hijos de Dios”, y pide que esto se cumpla en ti; porque el Verbo divino está
lleno de gracia y de verdad, procura sacar con abundancia de esta plenitud todo lo que te sea necesario para
la salvación y la perfección.
CAPÍTULO VI
COSAS QUE DEBEN HACERSE DESPUÉS DE LA MISA
I. El sacerdote se retira del altar: algunos ejercicios para después de la Misa.
Ya que el término de las obras buenas debe ser la acción de gracias, al dejar el altar después de
celebrar el sacrificio, empieza a recitar el cántico Trium puerorum, con el que invitas a todas las criaturas a
dar gracias a Dios por tan grande beneficio. Lo rezarás mientras vuelves a la sacristía y te quitas las
vestiduras sagradas, con toda la devoción que te sea posible y con un ardentísimo deseo de bendecir a Dios y
de ensalzarle por su infinita bondad. Hecho esto en nombre de la Iglesia, que preceptuó que el sacrificio
concluya con esas preces, recógete en un lugar alejado de toda distracción y ruido, en el que, con la puerta
de tu corazón cerrada, y apartados todos los demás pensamientos, te ocuparás sólo de Dios y no le dejarás
hasta que te bendiga. Hay varias oraciones, compuestas por los santos doctores Tomás y Buenaventura
llenas de diversos afectos y apropiadas para decirlas después de la Misa. Si las dices devota y
tranquilamente, considerando sus palabras y sentido, no serán inútiles e infructuosas. Pero si las repites
rápidamente, como algunos suelen, y terminadas en seguida, sin entretenerte apenas un rato con Cristo,
piensa y mira si de verdad queda satisfecha tu conciencia. No manifiesta tener algún sentimiento de piedad
quien no se encuentra a gusto con Dios. Ni valen los pretextos de negocios o estudios con que los tibios se
excusan; pues ¿qué negocio más importante y más útil que tratar con Dios de la salvación del alma? O ¿qué
pueden enseñar los libros que no pueda enseñar mejor el mismo Dios? Lo mismo que después de la comida es
necesario el descanso de los negocios y labores, para que el calor natural favorezca la digestión y convierta
los alimentos en la propia sustancia del que se alimenta, así, después de este convite, se requiere un
descanso de todas las ocupaciones externas y humanas para que el Sacramento divino infunda su fuerza y su
virtud en el alma.
Así harás primero actos de diversas virtudes. De fe, confesando que el Cristo por ti recibido es
verdaderamente Dios y hombre, a cuya divinidad y humanidad conviene todo lo que cree y enseña la Iglesia.
De esperanza, esperando de Él muchos bienes de naturaleza y de gracia y de gloria. De caridad, fomentando
un fervientísimo afecto de amor hacia Él; alegrándote de que su divinidad sea tan sublime, que de ninguna
manera puede ser comprendida; doliéndote de tantos pecados que tú has cometido contra Él, y de los que
cada día se comenten. De humildad, considerando quién viene a quién; ponderando la magnitud de este
beneficio, habida cuenta de tus pecados pasados, tu estado actual y el perfectísimo grado de vida espiritual a
que debes tender, y del que todavía distas muchísimo. De deseo y celo, ansiando que no se peque más, que
se conviertan los impíos, los justos se multipliquen y se perfeccionen, y que Dios sea glorificado por todos.
Aplica después los cinco sentidos internos del alma al Señor allí presente: 1°. Mírale en ti, contempla
su majestad y su esplendor, sus manos, pies y costado con sus cinco refulgentes heridas; piensa que es Dios,
el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia, de tan asombrosa belleza que precisamente es
ella la que hace bienaventurados a cuantos llegan a verle. Haz nacer en ti, en primer lugar, un movimiento de
reverencia y humildad, que te lleva a apartar los ojos de la contemplación de tan grande majestad; otro
enseguida de gozo y alegría; otro, en fin de alabanza y de acción de gracias. 2°. Escucha la voz que habla
dentro de ti, y aprende de ella la enmienda real de las costumbres y las verdaderas virtudes. 3°. Percibe el
olor de sus virtudes, y apresúrate en imitarle; considera también la fragancia del sacrificio ofrecido, que
despide un suavísimo perfume ante el eterno Padre. 4°. Ve cuán suave es el Señor y, recreado con el
dulcísimo convite de su Cuerpo y Sangre, proponte no probar nunca jamás los vilísimos alimentos del mundo;
y como Él es la suma alegría, decide no aficionarte en adelante a ninguna criatura. 5°. Tócale y pídele que
purifique enteramente tu corazón y todo tu ser, y salga de Él una virtud que sane y vivifique todo lo que en ti
se encuentra enfermo y viciado. Pide también con humildad que te bese, y di con la esposa: “Osculetur me
osculo oris sui”, “bésame con besos de tu boca”, y suspira por unirte con Él íntimamente. Besa, a tu vez, con
besos espirituales, sus manos y pies traspasados, y los demás miembros que por tu causa fueron
atormentados con graves heridas y dolores.
Finalmente, añade a éstos otros ejercicios, ya sean los que abajo describimos, ya otros que te
sugiera tu devoción; cuando los hayas terminado, procura con especial empeño custodiar tu corazón y tus
sentidos, recordando frecuentemente durante el día la honra que Dios te ha hecho; conserva con piadosos
afectos y aspiraciones la gracia recibida, y compórtate en todo de tal manera que parezcas totalmente
transformado en Cristo, a quien recibiste, por la imitación de sus virtudes, la gravedad de costumbres y el
desapego de todas las cosas.
II. Acto de amor después de la Misa.
Yo te amo, Señor Jesús, alegría y descanso mío; te amo, sumo y único bien mío, con todo mi
corazón, toda mi mente, toda mi alma y todas mis fuerzas; y, si ves que no te amo como debería, a lo menos
así deseo amarte, y si no lo deseo suficientemente, por lo menos quiero desearlo de este modo. Enciende,
Señor, con tu fuego ardentísimo mis entrañas, y ya que no me pides más que amor, dame lo que pides y pide
lo que quieras. Porque si tú no me das el querer y el obrar, pereceré en mi debilidad. Resuene en mis oídos
aquella dulcísima y eficacísima voz: “Quiero”. Pues, si quieres, puedes lavarme e iluminarme, puedes
elevarme al supremo grado del amor. Como quisiste sufrir y morir por mí, así también querrás que fructifique
en mí tu pasión y muerte. Acuérdate de las palabras que dirigiste a tu siervo, con las que me diste esperanza:
“Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, en Mí permanece y Yo en él”. ¡Oh dulcísimas palabras, “Tú en mí y
yo en Ti”! ¡Oh cuánto amor, “Tú en mí”, vilísimo pecador, y “yo en Ti”, mi Dios, cuya majestad es
incomprensible! Una cosa sola me es necesaria y sólo esto busco: vivir en Ti, en Ti descansar, no separarme
nunca de Ti. Feliz es quien te busca, más feliz quien te posee, felicísimo quien persevera y muere en esta
posesión. ¡Oh días infelices que vergonzosamente pasé amando la vanidad y separándome de Ti! Y ahora,
Señor, que has venido a este mundo para salvar a los pecadores, redime ahora mi alma, que sólo confía en tu
misericordia, y arranca de mí todos los impedimentos a tu amor. Lejos de mí todo amor terreno, nada me
agrade, nada me atraiga fuera de Ti. Vive y reina siempre en mí, fidelísimo amante de mi alma; pues en Ti se
encuentran todos los bienes, y ya en adelante estoy preparado a sufrir todos los males antes que dejar
alguna vez de amarte. ¡Oh cuerpo sacratísimo abierto por cinco heridas, ponte como un sello sobre mi
corazón e imprime en él tu caridad! Sella mis pies, para que siga tus pasos; sella mis manos, para que
siempre realicen obras buenas; sella mi costado, para que por siempre arda en fervientes actos de amor
hacia Ti. ¡Oh sangre preciosísima que lavas y purificas a todos los hombres! Lava mi alma y pon una señal
sobre mi rostro, para que no reciba a otro amante fuera de Ti. ¡Oh dulzura de mi corazón y vida de mi alma!,
como Tú en el Padre, y el Padre en Ti, así yo por tu gracia sea uno contigo por el amor y la voluntad, y el
mundo esté crucificado para mí y yo para el mundo. Amén.
III. Acción de gracias después de la Misa.
Te doy gracias, benignísimo Dios, porque te has dignado admitirme a mí, vilísimo pecador, al
vivificante convite de tu mesa. Y ¿quién soy yo, únicamente polvo y ceniza, para que me ofrezcas tu corazón,
dejando tus cielos y descendiendo; para que con tu Sangre purísima laves mis impurezas; para que a mi
alma, debilitada por el hambre, la reconfortes y sacies, no con maná del cielo, sino con tu carne inmaculada?
Si el cielo de los cielos no es bastante para contenerte dentro, ni los ángeles están limpios en comparación
contigo, ¿quién soy yo, y qué mi casa, para que hayas querido venir a mí, y ser tocado por mis manos
indignísimas y habitar en mí? ¿Qué encontraste en mí, Rey de tremenda majestad, que te hiciera salir del
templo de tu gloria y descender al abismo de las miserias? Vosotros, santos ángeles, vosotros todos los
elegidos de Dios, venid, escuchad, y os contaré cuánto hizo Dios en mi alma: cómo, siendo yo pobre y
abominable, y no osando levantar mis ojos al cielo ante la multitud de mis iniquidades, Él me alzó del polvo,
me sacó del estiércol para que me sentase con los príncipes y comiese de su mesa todos los días de mi vida.
Dadle gracias vosotros por mí, fidelísimos amigos míos, pues yo soy un niño, no en años, sino en
conocimiento, y ni sé hablar, ni encuentro palabras con las que ensalzar y proclamar como es debido la
abundancia de tales gracias. ¿Con qué amor puedo yo corresponder a su infinita caridad, con qué amor que
merezca el nombre de tal, y no el hielo y la frialdad? Sus infinitas perfecciones y dignidad, y mi enorme e
infinita indignidad, ¿no harán que parezca nada cualquier alabanza, cualquier adoración u obsequio que yo
pudiera tributarle? Pero Tú, Señor misericordioso y clemente, y de inmensa bondad; Tú, que me conoces, no
desprecies mi humilde acción de gracias, que te ofrezco desde mi pobreza, y mi sacrificio de alabanza te
honrará. Tuya es la magnificencia, tuya es la gloria, a Ti se te den alabanzas por todas las eternidades, por
tan excelso e incomparable beneficio. En tu honor se entonen las aclamaciones; a Ti conmigo den gracias
todos los pueblos, las tribus y las lenguas; todos tus ángeles y tus santos, porque tu misericordia se ha
extendido maravillosamente sobre mí y sobre todas tus obras. Alégrense en Ti todas las criaturas, todo lo
que se contiene en el ámbito del cielo, la tierra y los abismos, y perpetuamente canten alabanza que,
saliendo de Ti, a Ti vuelvan, como principio y fin de todas las cosas. Alégrense en Ti y te den gracias mi
corazón y mi alma, mis fuerzas, sentidos, potencias y todos los miembros de mi cuerpo; sean el honor y la
gloria únicamente para Ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas; que eres Dios bendito y
alabado por los siglos de los siglos. Amén.
IV. Ofrecimiento después de la Misa.
Tu siervo soy, Señor Dios mío, y como tributo de mi servidumbre quisiera ofrecerte algo que fuera
digno y aceptable a tu majestad; pero mi deuda excede a todas mis posibilidades, porque te debo tanto,
cuanto Tú vales, y tu valor es infinito. Yo por mí nada puedo, nada soy. Tengo, sin embargo un don preclaro,
que no puedes rehusar de ningún modo; poseo a tu queridísimo Hijo, mi Señor Jesucristo, porque de tal
manera se ha comunicado a mí que yo estoy en Él y Él en mí. Por lo tanto, tomaré con toda propiedad las
palabras de tu profeta, y diré: “Benedic anima mea, Domino, et omnia quae intra me sunt nomini sancto
eius”, “bendice, alma mía, al Señor, bendiga todo mi ser su santo nombre”. Pues tu mismo Hijo bendecirá por
mí dignamente tu nombre, y te amará y te glorificará, pues estando sacramentalmente dentro de mí se ha
hecho uno conmigo, y yo uno con Él. Te lo ofrezco, pues, como perfume de suavísimo olor, para tu mayor
honor y gloria, y en acción de gracias por todos tus beneficios; en remisión de mis pecados y los de todo el
mundo, y para impetrar los auxilios de la vida temporal y eterna, para mí y para todos aquéllos por quienes
he pedido y debo pedir, y por todas las almas de los fieles difuntos. Recibe, Señor, con esta sacratísima
oblación de mi alma y de mi cuerpo, todas mis fuerzas y mis afectos, para que sea yo un perpetuo holocausto
que arda sin cesar ante tu majestad. Concédeme que en adelante no tenga miembros, ni sentidos, ni
potencias, ni vida sino para amarte y servirte. Tú eres mi sabiduría y mi luz; tú mi fortaleza y mi energía;
enséñame, ilumíname, vigorízame para que conozca y haga tu voluntad. Me ofrezco a ti en servidumbre
perpetua, y quiero marcarme como esclavo de tu beneplácito, libre de cualquier otro cuidado y solicitud.
Todo lo que permitas que me suceda lo recibiré gustoso de tu mano. No quiero para mí, en el tiempo ni en la
eternidad, sino lo que Tú me tengas preparado desde el principio, sea próspero o adverso. Viva siempre reine
sobre mí tu Voluntad, que quiero cumplir en cada palabra, en cada acción, pensamiento y hasta en cada uno
de mis más insignificantes movimientos. Señor, ante Ti están todos mis deseos. No te oculto mis gemidos. Me
faltan palabras con que explicar mi afecto, pero me arrojo en el ardentísimo horno de tu amor en el que te
encendiste para dignarte venir a mí y hacer tu mansión en mi alma. Enciéndeme, Señor; inflama mi corazón,
quema mis entrañas para que continuamente arda para Ti, y en Ti viva, y en Ti muera. Amén.
V. Peticiones después de la Misa.
Dulcísimo amante, Señor Jesucristo, que me nutriste con tu Cuerpo y tu Sangre preciosísima, te
ruego que disculpes mi indignidad y perdones misericordioso las faltas que he cometido en la celebración de
esta Misa. Reconozco y confieso mi presunción, porque osé acercarme a este tremendo misterio sin la debida
preparación, reverencia, humildad y caridad. Mírame con los ojos de tu misericordia y suple con la
abundancia de tus méritos mi mucha imperfección. ¡Oh! ¿Cuántas veces has venido a mí para enriquecer mi
pobre alma con tus dones? Y yo, sin embargo, te desprecié y me marché lejos de Ti, siguiendo los depravados
deseos de mi corazón. Y cuando, ya disipado cuanto poseía, regresé a Ti desnudo y consumido por el hambre,
Tú me recibiste y te olvidaste de todas mis iniquidades. Por fortuna para mí, me amas con un amor eterno e
infinito; pues si no fuese infinita tu bondad, de ningún modo podrías tolerar mi miseria. Venza, por tanto, tu
bondad y absorba mi malicia. Riégame con las lágrimas que derramaste por mí; úngeme con la mirra de tu
dolor, átame con tus ataduras, lávame con tu Sangre, levántame con tu Cruz y vivifícame con tu muerte.
Penetre tu amor en mis entrañas y expulse a cualquier otro amor. Huya la multitud de mis imaginaciones, y
transfórmeme totalmente en Ti, para que en Ti perezca y no me encuentre más que en Ti. Imprime en mi
corazón el amor de la cruz y de la humillación, pues que para rendirme, no quisiste pasar ni un momento sin
la cruz. No permitas que me aparte de Ti sin fruto; en cambio, obra conmigo tus maravillas, como las obraste
con tus santos, y haz que camine con la fortaleza de aquel alimento hasta el monte de la perfección.
Enciéndeme con la fuerza abrasadora de tu amor, para que quede consumado en uno contigo, y abstraído
del todo de mí mismo, y de toda criatura. Da asimismo paz, salud y bendición a todos aquellos siervos tuyos
por quienes ofrecí este sacrificio, y por quienes debo rogar, y por quienes Tú quieres que pida. Convierte a Ti
a los pobres pecadores, llama otra vez a los herejes y cismáticos, ilumina a los infieles que te desconocen.
Auxilia a todos los que se encuentran en alguna necesidad y tribulación. Muéstrate propicio a mis
compañeros y bienhechores. Ten misericordia de todos mis enemigos, y de quienes me afligieron con alguna
molestia. Socorre a aquéllos que se encomendaron a mis oraciones. Concede tu favor y tu gracia a los vivos y
la luz y el descanso sempiterno a los fieles difuntos. Amén.
VI. Aspiraciones a la Beatísima Virgen, a los ángeles y a los santos que se pueden hacer después de
la Misa.
Mírame, gloriosísima Virgen María, porque ahora soy digno de que me vean tus ojos. Intercede por
mí ante tu amadísimo Hijo, que me nutrió suavísimamente con su Cuerpo y con su Sangre, y ofrécele tus
méritos como suplemento de mi imperfección. Dale gracias en lugar mío y ruégale que no se aleje de mí en
su presencia sacramental sin que deje a mi alma colmada de bendiciones.
Santos ángeles, ministros del Dios altísimo, realizadores de sus mandatos, mirad al Primogénito del
Padre Eterno, a quien –cuando descendían a la tierra– adorasteis por orden del Padre, y haced que le sirva
con el mismo espíritu y verdad con que vosotros le servisteis en esta vida y ahora le servís en el cielo.
Santos Patriarcas y Profetas, varones de deseos, conocedores de los secretos de Dios, mirad al
Redentor prometido desde el principio del mundo, a quien tan ardientemente deseasteis, y a quien por tanto
tiempo esperasteis, sin que pudieseis llegar a verlo; haced que le desee intensamente, para que se realicen
todas sus demás promesas y sienta yo los efectos prometidos a este sacramento.
Apóstoles de Jesucristo, clarísimos predicadores de su Evangelio, mirad en mí a vuestro mismo
amantísimo Maestro, a quien tanto amasteis; y pedid que yo le ame profundísimamente y más que a
ninguna otra cosa, que participe del fervor que vosotros experimentéis cuando Él con sus mismas manos
sació nuestra hambre con este alimento.
Mártires invictos, mirad a Cristo crucificado, por cuyo amor tan liberalmente derramasteis vuestra
Sangre, y rogadle que me haga vivir siempre y morir en la Cruz para que corresponda a su amor en la medida
de mis fuerzas.
Bienaventurados pontífices, pastores de la grey del Señor, ved al Cordero inmaculado, que tantas
veces inmolasteis sobre el sagrado altar al Dios omnipotente, y procurad con vuestras oraciones que sea yo
un ministro digno de tan grande sacrificio para que, junto con la oblación sagrada, me inmole cada día a mí
mismo por medio de las buenas obras.
Fieles siervos de Cristo, santos monjes y ermitaños, ved a vuestros dulcísimo Señor, por quien
dejasteis todos los deleites, afectos y cosas de la tierra, y haced que yo desprecie por su amor todos los
bienes del mundo y no tenga ninguna de sus adversidades y llegue cuanto antes a la cumbre de la santidad.
Purísimas vírgenes, mirad a vuestro esposo, al que con tan grande alegría consagrasteis vuestra
virginidad, y obtenedme una pureza inmaculada de cuerpo y mente, para que, al acabarse mi vida, merezca
presentarme en la presencia de Dios limpio de toda mancha.
Santos todos y santas de Dios, que sois el consuelo de mi pobrecita alma, y vosotros especialmente
mis patronos y protectores, mirad al que es maestro, autor y premio de vuestra santidad y vuestra entera
felicidad; vedle dentro de mí y pedidle a Él, a quien con tanto empeño imitasteis en esta vida, siga yo siempre
vuestras huellas para que merezca llegar a la perfección que busco y gozar, finalmente, lleno de méritos, de
vuestra compañía.
Conclusión de los ejercicios piadosos después de la Misa
Alma de Cristo, santifícame; Cuerpo de Cristo, sálvame; Sangre de Cristo, embriágame; agua del
costado de Cristo, lávame; pasión de Cristo, confórtame; oh mi buen Jesús, óyeme; dentro de tus llagas,
escóndeme; no permitas que me aparte de Ti; del maligno enemigo, defiéndeme; en la hora de mi muerte,
llámame, y mándame ir a Ti; para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén.
Me alejo de Ti por un poco, Señor Jesús, pero no me voy sin Ti, que eres el consuelo, la felicidad y
todo el bien de mi alma, y humildemente me encomiendo a tu gran amor, junto con todos mis hermanos, mis
amigos y enemigos. Ámanos, Señor, y transfórmanos lo más posible en Ti. Cuanto en adelante haga, lo haré
en Ti y por Ti, y nada será objeto de mis palabras y acciones internas y externas salvo Tú, mi amor, que vives
y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
VII. Por qué muchos no obtienen ningún resultado de la celebración frecuente de la Misa.
Dado que son muchos los sacerdotes que celebran con frecuencia la Misa, y muchos también los que
lo hacen cada día y, sin embargo, no perciben los admirables frutos de ese vivificante y divino sacramento, es
sin duda necesario que investiguemos cuáles puedan ser las causas de tanto mal. ¿De dónde procede tanta
tibieza en procurarse la salvación, tal negligencia por alcanzar la perfección, cuando, como dice San Juan
Crisóstomo, al apartarnos del altar tendríamos que ir convertidos en implacables enemigos del demonio y
totalmente encendidos en santo ardor? Si nuestro Dios es una llama que consume, y vino a traer fuego a la
tierra, para que arda y queme los corazones de todos, ¿por qué habiéndole recibido en nuestro interior, ni
expulsamos de nosotros el frío, ni sentimos su ardor? ¿No es un indicio de la muerte, o de alguna gravísima
enfermedad, tener al lado el fuego y estar, sin embargo, aterido? Si en otro tiempo no pudo la estatua de
Dagón permanecer delante del arca del Señor sino que inmediatamente cayó y quedó pulverizada, ¿por qué
no cae y se rompe ante la presencia de Cristo el ídolo del amor propio que reina tiránicamente en el alma?
¿Por qué la gran humillación de Cristo no deshace el espíritu de soberbia? ¿Por qué tanta mansedumbre no
reprime nuestra ira? ¿Por qué tanto amor no nos impulsa a seguir sus huellas? La Eucaristía tiene como
efecto preservarnos del pecado, aumentar la gracia, infundir el odio a lo terreno, elevar la mente al amor de
lo eterno, iluminar la inteligencia, encender el afecto, conferir al alma y al cuerpo la pureza, a la conciencia la
paz y la alegría y la unión con Dios inseparable. Muchos sin embargo, después de celebrar frecuentemente
no gozan de tales efectos; el profeta Ageo les reprende diciendo: “Comedistis et non estis satiati, bibistis et
non estis inebriati”. Pero el defecto no está en el alimento y en la bebida, sino en la mala disposición del que
come y bebe. Y ésta es la primera causa de tanto mal, porque una cosa es la que comemos y otra aquella de
la que tenemos hambre; comemos el pan de los ángeles, pero ansiamos las algarrobas de los animales
inmundos; somos peores que los israelitas, que, mientras tomaban el maná en el desierto, suspiraban por las
ollas de Egipto. ¿Por qué, pues, nos sorprendemos si la boca infectada de amargura no puede percibir la
dulzura de la miel? Hay que purgar el alma de los deleites de la carne y de los sentidos, de la tibieza, de toda
afición a las criaturas, para que pueda el divino Sacramento realizar en ella su obra. Pues el corazón, cuando
está ocupado por el deseo de lo terrenal, desprecia todo lo que es santo, y, a quien admite otros consuelos,
no se conceden los divinos.
Una segunda causa es la omisión de la preparación necesaria; y muchos no temen acercarse a este
sagrado ministerio como quien va sólo a cumplir una obligación, o por costumbre, por motivos humanos,
más por razón de la ganancia que por devoción, sin considerar de cuánta responsabilidad es el celebrar aun
una sola vez. Cuando Juan de Ávila, aquel hombre de tan grande espíritu apostólico, oyó que había muerto
un sacerdote recién ordenado, preguntó en seguida si había celebrado alguna vez; la respondieron que sólo
una, y comentó: “De mucho tendrá que dar cuenta ante el Juez”. Conviene, por tanto, temer, puesto que
nadie desempeña dignamente el sacerdocio y nadie puede percibir los frutos de este sacramento a no ser
que, en cuanto lo permite la fragilidad humana, se disponga a ello con aquella pureza, amor y devoción que
hemos explicado arriba.
Finalmente la tercera causa es porque muchos, apenas han terminado la Misa, se distraen ya con
otras preocupaciones, impidiendo así que el sacramento ejerza en ellos su eficacia. Estos reciben la gracia de
Dios en vano, y no obtienen ningún fruto de la comunión, porque reciben indignamente al Señor que viene a
ellos, y no le dan gracias con la debida reverencia; más aún, al punto le dejan y le entristecen,
menospreciando su majestad y dignidad incomprehensibles, al no advertir que Dios se ha dignado venir a
ellos, pese a su fealdad, vileza y miseria. Y si ocurriera que alguien no sacara ningún provecho de este
banquete, pese a haber puesto todo su empeño en celebrar digna y devotamente, ello habría que atribuirlo a
la admirable sabiduría de Dios, que lo permite así para que el hombre no atribuya a sus esfuerzos el don de
la gracia, sino que lo custodie cuidadosamente y se confiese siempre indigno de Él.
CAPÍTULO VII
MODO DE CELEBRAR, CUANDO EL SACERDOTE NO PUEDE ORAR CON MAYOR DETENIMIENTO
I. De la preparación.
Aunque de ninguna manera puedan equipararse las ocupaciones humanas a las funciones divinas,
ni cabe preferir aquéllas a éstas, hay, sin embargo, algunos sacerdotes empleados por completo en el
servicio de los demás que se ven en ocasiones de tal modo solicitados por ocupaciones necesarias e
inevitables que no pueden detenerse mucho tiempo en las oraciones antes señaladas. He creído, pues,
conveniente escribir para ellos un “ejercicio” fácil y breve, que pueden hacer cuando vayan a decir la santa
Misa para que no ofrezcan menos dignamente el sacrificio y se priven, por tanto, de sus frutos. Resumiré
tales prácticas en tres grupos: las que han de preceder a la Misa, las que tienen lugar durante la celebración
de la misma y las que inmediatamente la siguen.
Antes de la Misa debe tener lugar una doble preparación, remota y próxima. Para la remota
conviene observar lo que sigue: piense el sacerdote, durante la tarde anterior, que al día siguiente ofrecerá al
Dios omnipotente la hostia de salvación, y procure dormirse con este mismo pensamiento. Añada algún
breve acto de reverencia, de amor y deseo. A la mañana se despertará con el mismo pensamiento y afecto; y
procurará con el mayor cuidado no sumergir y distraer su espíritu en los negocios y cosas exteriores hasta el
punto de que, cuando llegue la hora de celebrar, no pueda concentrarse y recogerse. Rechace
inmediatamente antes de la Misa todos los pensamientos terrenos, y olvidándose por completo de las cosas
que luego tendrá que hacer, levante al cielo la mente. Considere con qué devoción debe sentirse impulsado a
celebrar y qué fines le mueven. Examine su conciencia, y, si encuentra en ella alguna mancha, debe lavarla
por la confesión sacramental con un sentimiento íntimo de dolor y un firme propósito de la enmienda.
Tómese entonces unos breves momentos para excitar durante ellos la fe en el misterio, encender la caridad,
recordar la pasión del Señor, dirigir la intención y pedir la ayuda de Dios para sí y para los demás. Implorará
también fervientemente y humildemente el auxilio de la Santísima Virgen y de los Santos. Anteriormente (c.
IV) hemos expuesto las fórmulas de estos actos y afectos que el sacerdote puede reducir a brevísimas
aspiraciones, según su capacidad y devoción.
II. De la celebración.
La Misa ha de celebrarse con reverencia, atención y devoción. La reverencia ha de informar todos
los movimientos exteriores, de forma que se realicen con modestia y gravedad, cumpliéndose
exactísimamente las ceremonias prescritas y con toda la mayor humildad que es totalmente necesaria a
quien va a ofrecer la hostia inmaculada en la presencia de Dios y de los ángeles. La atención sujeta la mente,
fijándola en aquello que hace, para que no se distraiga y se disipe. La devoción inflama la voluntad, para que
no celebre negligente y rutinariamente, sino con mucho fervor y deseo de dar culto a Dios y moverle a la
misericordia.
Y porque el espíritu poco tenaz fácilmente se distrae, debe mantenerse concentrado y atado con
unas como cadenas, que describí más arriba (c. V) y que, como allí observé, no constituyen ningún
impedimento para la brevedad de la Misa. Hay también algunos que dividen la Misa en siete como
estaciones, para que en cada una de ellas se exciten determinados sentimientos y se renueve la atención. La
primera se llama de contrición, y tiene lugar entre las gradas del altar, donde el sacerdote se presenta como
un reo al tribunal del Juez supremo y expía sus delitos con el corazón contrito, mediante la confesión general.
La segunda, de glorificación, que se contiene en el Introito y el Gloria hasta la Epístola. La tercera, de
doctrina o instrucción, que incluye la Epístola y el Evangelio, admoniciones dadas por los profetas, los
apóstoles y el mismo Cristo, y que deben recibirse con la mayor reverencia. La cuarta, de fe, que consiste en
el Credo. La quinta, de Oblación, que comprende el ofrecimiento de la hostia y la conmemoración de todos
los fieles por los que oramos y ofrecemos el sacrificio. La sexta, de Comunión, desde las palabras
Communicantes hasta la Postcomunión; en ella el espíritu del sacerdote se eleva a lo sublime y se dispone,
por medio de diversos afectos, a la unión divina, que se consuma en la comunión. La séptima, de acción de
gracias, desde la Postcomunión hasta el fin. En cada una de estas estaciones pueden excitarse varios
sentimientos rápidos y breves, pero muy intensos, de tal modo que la brevedad se compense por la fuerza de
aquéllos y por el ardor de la devoción.
III. De la acción de gracias.
En cuatro cosas se debe ejercitar el sacerdote después de la Misa: la primera y principal es la acción
de gracias; la segunda, la oblación; la tercera, la petición; la cuarta, el propósito de caminar dignamente en
la presencia de Dios. Cuanto más diligentemente se haga la acción de gracias tanto más copioso será el fruto
del sacrificio ofrecido. Pues así como la ingratitud seca la fuente de la liberalidad divina, así la gratitud abre
el torrente de las bendiciones celestiales. Puede este afecto excitarse de muchas y varias maneras, que la
unción seguirá, y la piedad ingeniosa sabrá imaginar. Pues lo único que Dios espera de nosotros es que nos
mostremos agradecidos a sus beneficios. Sigue la oblación, en que el sacerdote puede hacer a Dios como de
igual a igual, ofreciéndole a su Hijo unigénito y consustancial. También se ofrece a sí mismo al Padre y a
Cristo como holocausto aceptable en olor de suavidad; y para que sea más grata la oblación, le añadirá los
méritos de la Santísima Virgen y de todos los santos y del mismo Cristo, que es nuestra salud, nuestra
redención y toda nuestra esperanza. Y, porque el Padre nos lo dio todo al darnos a su Hijo, humildemente y
con fervor le pediremos por nuestras necesidades y por las ajenas. La fórmula de estos actos debe
aprenderse bien y puede escogerse de entre las que figuran en el capítulo anterior. Finalmente, se ha de
concluir con un propósito eficaz de caminar de virtud en virtud en la presencia de Dios, hasta llegar a la
cumbre de la perfección cristiana.
IV. Aspiraciones que se pueden repetir frecuentemente durante el día después de la Misa.
¿Quién me podrá separar de tu amor, Señor Dios mío? Ni el temor a la muerte, porque Tú eres mi
vida; ni el amor al mundo, porque lo desprecio con todas sus pompas; ni la tribulación, porque estás conmigo
mientras ella me asedia; ni el hambre, ni la desnudez, ni la pobreza, porque Tú eres mi alimento, mi vestido y
mis riquezas; ni la persecución, ni la espada, porque me será dulce sufrirla; ni las criaturas, porque delante de
Ti nada son.
¿Cuándo me sacarás de esta cárcel, a la que dejándote a Ti se apega mi alma? ¿Cuándo me
arrastrarás en pos de Ti, cautivado por tu belleza y tu hermosura? ¿Cuándo estaré muerto a mí mismo y al
mundo para que yo viva sólo en Ti y Tú en mí? ¡Ah, si siempre te amase, siempre te poseyese, nunca me
apartase de Ti y en Ti me transformase totalmente!
¿Qué puedo desear fuera de Ti, cuando en Ti se reúnen todos los bienes? Insensato avaricioso es
aquél a quien Tú no bastas suficientemente.
¡Oh Amor que todo lo puedes!, ¿cuándo harás que te ame con todo mi corazón, con toda mi alma,
con todas mis fuerzas?
¿Qué hay para mí en el cielo y qué puedo amar fuera de Ti sobre la tierra? Ya está colmado mi
deseo, colmado el gozo de mi corazón, porque Tú eres mi plenitud, mi anhelo y todo mi bien.
Sacia, Señor, a mi alma hambrienta e inflama mi frialdad con el fuego de tu amor; ilumina mi
ceguera con la claridad de tu presencia.
Cámbiame todo lo terreno en amargura; todo lo rastrero y creado en desprecio y olvido.
Levanta mi corazón a Ti que estás en el cielo, y no me permitas errar sobre la tierra.
Te ruego que la virtud de este sacramento penetre profundamente en mí y mortifique y desarraigue
lo que exista en mí de malo y de viciado.
En Ti, Jesús suavísimo, consista todo mi deleite; que me hastíe el gozo que se me ofrece sin Ti, y
séame amargo todo descanso fuera de Ti.
Benignísimo Jesús, lanza rayos de tu amor que me inflamen y quemen y consuman cuanto de
terreno hay en mí, para que arda con el fuego inextinguible de tu caridad y perezca en mí por completo el
hombre viejo.
Ojalá me arrebate la fuerza encendida de tu amor y me transforme en Ti, en Ti me absorba y me
haga ser una cosa contigo.
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