Descargar eBook PDF Puedes volar como las águilas - Leo J. TresePuedes volar como las águilas
Leo J. Trese
Indice
I. La santidad es para ti
II. Soltar amarras
III. La fe es la base
IV. La esperanza es el estímulo
V. El amor es el fruto
VI. Los puntos de apoyo de la santidad
VII. La oración da el poder
VIII. Los santos son instrumentos
IX. Conocerse a uno mismo
X. Los padres, formadores de santos
XI. La segunda juventud
XII. Mirando al futuro con confianza
I. La santidad es para ti
1
Probablemente estés acostumbrado a pensar que eres un «católico medio». No
hay por qué lamentarse de ello. Vas a Misa cada domingo, haga frío o calor, con dolor
de cabeza o sin él. Recibes la Sagrada Comunión cada semana. Te confiesas cada mes o
con una frecuencia mayor. Rezas todos los días. Te sientes vinculado a tu parroquia.
Tienes tus devociones personales. Contribuyes generosamente a las colectas
parroquiales y diocesanas. Has ayudado a construir un colegio católico y continúas
pagando para su mantenimiento. Lees libros de religión y publicaciones católicas,
ocasionalmente al menos.
En muchos países del mundo, incluso en algunos de los llamados «católicos», no
estarías considerado como un católico medio. Se diría de ti que estás cerca de la
santidad. Porque, cuando hablamos de promedios, es importante saber dónde empieza la
graduación. Un niño que ocupe un puesto medio en un colegio para superdotados estaría
muy por encima del mejor en otro para subnormales. De modo similar, un católico
medio en nuestro país ocuparía un lugar por encima de la media en los países, donde -
por ejemplo- no más del 20 por 100 de los católicos van a Misa algún domingo y un
porcentaje aún menor lo hace todas las semanas.
Esto no es para animarte a que te sientas satisfecho. Si fueses un católico
«satisfecho» no estarías en la media. Una de las más alentadoras características del
católico medio es que se siente espiritualmente insatisfecho. Sabe, y se repite a sí
mismo, que no es tan bueno como debería ser ni como podría ser. Desgraciadamente,
retrasa con frecuencia el esfuerzo necesario para subir un escalón más, pero -por lo
menos- siente dolor por no haber dado aún el salto.
El hecho es que eres un santo. No un santo canonizado, por supuesto, pero sí un
santo según el significado original de la palabra latina sanctus: alguien que es sagrado.
Utilizando este sentido, San Pablo se dirige «a los santos que están en Éfeso» y «a los
santos en Cristo Jesús que están en Filipos».
Eres un santo porque estás en estado de gracia santificante. Tu alma participa de
la misma vida de Dios, y está transformada por tu unión personal con la infinita
santidad de Dios.
Como te amenazan tus muchas debilidades humanas, tienes que intentar
obstinadamente defender esta vida de Dios en tu alma, ese maravilloso parentesco
divino que estableció en tu alma el bautismo. Sabes que Jesús te hizo su hermana o
hermano de san- gre (e hijo del mismo Dios) por el precio de la Cruz.
Por tu propio interés debes dar de lado a tu egoísmo, debes retroceder ante la
maldad de echar a perder la agonía de Cristo, rompiendo el vínculo entre tú y Dios, un
vínculo ganado a tan gran precio.
Eres demasiado inteligente para enorgullecerte de tu santidad. Sabes demasiado
bien que no es algo que hayas logrado por tus propios esfuerzos. No estás orgulloso,
sino eternamente agradecido. Sabes que, al participar en la vida de Dios, posees un
regalo ante el cual -por comparación- todos los demás desaparecen por su
insignificancia. Una buena salud, un buen trabajo, unos buenos amigos, un talento
sobresaliente, dinero, éxito: si logras algo de esto tienes una pequeña compensación.
Pero si no tienes nada de esto, aún mides dos metros de alto, aún eres un gigante entre
los pigmeos que no están en gracia. Los diablos te envidian con intenso odio; los
ángeles se inclinan ante ti cuando pasas.
Además, te sientes seguro. Sabes que ningún poder en el infierno o en la tierra
puede romper esa unión íntima con Dios, a no ser que tú mismo tomes la decisión de
cortarla. Sabes que Dios, por ninguna razón que puedas comprender, te ama con un
amor posesivo. Te quiere consigo en el cielo y no dejará que te escapes fácilmente. Se
vuelca contigo hasta el punto de casi agobiarte con tus atenciones. Sigue tus pisadas con
su auxilio, día tras día, tratando de ayudarte a superar los pasos peligrosos para ir más
lejos. Sabes que no existe el pecado «por accidente». Sabes que no puedes pecar
«porque no tuve más remedio», desde el momento en que la libre y deliberada elección
forma parte de la esencia más íntima del pecado. Sabes que, mientras trates
honradamente de seguir haciéndolo lo mejor posible, Dios acabará quitándote la flojera.
No es de extrañar que una parte tan grande de tu oración sea de acción de
gracias. En cada Misa y en cada Padrenuestro y Avemaría, tu gratitud es como un
estribillo constante. Sabes que, si dedicases cada minuto que estés despierto desde este
momento hasta el día del juicio a decir «gracias, Dios mío», no habrías pagado tu
deuda.
Sí, tú eres un santo. Tiene algo de trágico el que Dios tenga que hacer tanto
esfuerzo en ti (y en mí) para tan poca correspondencia; que nos haya cuidado siempre
con tanta paciencia para un fruto tan pequeño. ¿No podríamos quizá ahora hacer un
nuevo esfuerzo? ¿No podríamos aunque sólo sea tratar de profundizar e intensificar la
vida divina dentro de nosotros? Es bien cierto que nos lo habremos propuesto cien veces
antes de ahora, para volver a encontrarnos otra vez en el punto de partida. Puede ser, sin
embargo, que hayamos confiado demasiado en nuestra sabiduría y en nuestra fuerza.
Posiblemente nos haga falta rezar un poco más, y con menos reservas: «¡Por favor, Dios
mío, hazme ser lo que Tú quieres que sea, ayúdame a ser lo que debiera ser; ayúdame a
ser santo!».
2
No pides, por supuesto, hacer milagros con tu foto en una estampa. Aspirar a la
gloria de ser canonizado sería un acto de vanidad. Podemos estar seguros de que no hay
ningún santo en el calendario de la Iglesia que esperase el honor de ser elevado a los
altares. El verdadero santo es lo suficientemente realista (que es tanto como decir
humilde) como para no considerarse un héroe. Está suficientemente preocupado
pensando que debiera ser mucho mejor como para dedicarse a pensar en lo bueno que
es.
No, tus miras no están puestas en ser un santo canonizado, de eso estás
convencido. De todas formas, no deja de ser cierto que sí que querrías poder ser mejor
de lo que eres. En algunos de los momentos de mayor inspiración sí que sientes un
movimiento de pena por estar haciendo tan poco por Dios, que ha prodigado tanto amor
en ti. De eso estás, asimismo, convencido. De lo que no estás convencido, sin embargo,
es de que puedas resignarte a ser mediocre. Si tomas una actitud derrotista, la grandeza
espiritual no es para ti.
Si rechazas la posibilidad de ser santo, significa que has olvidado dos hechos
básicos que conciernen a la santidad. El primer hecho es que el crecimiento espiritual es
obra de Dios, obra de su gracia. Estás muy en lo cierto cuando piensas que no posees,
por ti mismo, lo que hace a un santo. Estás totalmente equivocado, no obstante, si
piensas que -para tila santidad es una búsqueda sin esperanza. Cada santo es un milagro
del poder creativo de Dios, de la gracia transformadora de Dios. Dios necesita muy poco
para actuar. De hecho, podemos decir que le gusta trabajar con materiales inapropiados.
Cuanto peor sea la naturaleza humana con la que empiece, más certeramente brillará
luego su gracia.
El segundo hecho básico que ignora el que dice: «¿Yo, un santo? ¡Vaya
broma!», es que la santidad no se adquiere emprendiendo grandiosas obras para Dios.
Proezas tales como la fundación de una orden religiosa o la conversión de miles de
almas son los frutos, no la génesis de la santidad. Ni siquiera son los frutos más
importantes. Para Dios, el producto más precioso de la santidad es la íntima unión con
El mismo de un alma que le quiere con un amor indiviso.
De vez en cuando, Dios escoge a un santo particular para que sea la punta de
lanza de alguna obra especial que quiere que se lleve a cabo. Pero las grandes obras no
son necesariamente una nota de la santidad. Muchas ha-/arias notorias y envidiables han
sido llevadas a cabo por personas cuyos motivos eran puramente humanos. Por otra
parte, el santo que Él utiliza para una tarea específica no le es más querido a Dios que el
alma escondida cuya creciente lucha sólo Él conoce. Tiene que haber algunos santos
«de renombre» para acometer proyectos importantes, pero Dios necesita y quiere
también una multitud de pequeños santos; gente como tú y como yo.
Si la flaqueza humana no es una barrera para la santidad (por la gracia de Dios)
y las grandes empresas no son un requisito para alcanzarla, ¿qué es entonces lo
necesario para aspirar a ella?
Presuponiendo que tenemos un mínimo de amor a Dios que se pone de
manifiesto cuando huimos del pecado mortal, el trampolín hacia la santidad es nuestro
espíritu de generosidad para con Dios. Este espíritu de generosidad está enraizado en la
convicción de que, amándonos como nos ama, Dios nunca nos pedirá más de lo que
somos capaces de darle. O, para decirlo de otra forma, sabemos que, si Dios nos pide
algo difícil, siempre nos dará la gracia necesaria para llevarlo a cabo.
Estamos convencidos, en una palabra, de que, si, al ir con Dios, ponemos todo
nuestro corazón, simplemente no podemos perder. Abrimos completamente nuestra
alma a la operación de su gracia. Puestos delante de Dios, le decimos, en efecto:
«¡Tómame, Señor, soy todo tuyo!».
Hemos dicho que la santidad es, ante todo, la obra de Dios. Es obvio, sin
embargo, que el crecer en santidad no es un proceso completamente libre de dolor; si
no, habría más santos de los que hay. Como las rocas y los troncos hundidos que
impiden el curso del agua en un arroyo, nuestras propias ataduras impiden la libre
actuación de la gracia de Dios en nosotros. Es entonces cuando llega el dolor. No habrá
ningún acto de heroísmo grande y extraordinario. Pero, cien veces cada día, habrá
pequeños actos de heroísmo al atacar nuestras faltas e intentar limpiar el canal para que
fluya el amor de Dios.
Resulta difícil tener paciencia con el niño travieso y ruidoso, sobre todo después
de un día de trabajo agotador. Resulta difícil ser receptivos a la voluntad de Dios cuando
alguien contraría nuestros planes o nos da trabajo «extra». Resulta difícil aceptar la
crítica con humildad. Resulta difícil cambiar el tema de conversación cuando comienzan
las habladurías, o incluso apartarse -si fuera preciso- del grupo «chismoso». Resulta
difícil callarse ese comentario tan «oportuno» y divertido, pero tan indecente. Resulta
difícil vivir la caridad con «ese» compañero de trabajo. Resulta difícil vivir la sobriedad
en un «cocktail», contentándonos con una o dos copas, mientras los demás toman cuatro
o cinco. Resulta difícil estar siempre concentrados mientras trabaja mos, y poner todo
nuestro esfuerzo en los sucesivos deberes con los que nos vamos enfrentando a lo largo
del día. Sin embargo, son ésos los medios que tenemos a nuestro alcance para crecer en
santidad.
Estas victorias sobre nosotros mismos pueden ser costosas, pero admitirás que,
tomadas una por una (como ocurre en nuestro caminar, un paso después del otro), no
están por encima de nuestras posibilidades. Tal vez sea por temor a otro fallo por lo que
dudas en comprometerte a esta aventura de la santidad, a esta generosidad completa con
Dios. Si es así, sería interesante hacer por lo menos «un intento». No necesitas
comprometerte a toda tina vida de esfuerzo: lucha por ser santo durante un solo día.
Vive cada una de las próximas veinticuatro horas como Dios querría que las vivieses.
Por un día, sé todo lo paciente, alegre, caritativo, humilde y atento a tu deber que
puedas.
Inevitablemente tendrás algunos fallos, porque la verdad es que los santos no se
hacen en un día. Pero encontrarás la experiencia sorprendentemente interesante, al
tiempo que revivirán tus talentos espirituales, dormidos durante tanto tiempo. La
búsqueda de la santidad es una ocupación muy creativa: puede dar a la vida un nuevo e
insospechado sabor. Después de un solo día, puedes querer intentarlo un segundo, quizá
un tercero, y... ¿quién sabe?
3
Pondríamos más esfuerzo en la búsqueda de nuestra santidad si fuésemos
plenamente conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. El domingo de
Pentecostés, los Apóstoles pasaron de ser hombres aturdidos y temerosos a héroes de
celo ardiente. El Espíritu Santo había venido sobre ellos para efectuar la transformación.
¿Por qué, entonces, no sentimos nosotros algo de ese coraje y ese celo, si el Espíritu
Santo viene también a nosotros en el sacramento de la Confirmación?
Si nuestra respuesta a la presencia del Espíritu Santo en nosotros es tibia, puede
ser porque no le conozcamos todo lo bien que debiéramos. Si Él es como un extraño
para nosotros, no tendrá -en nuestros pensamientos sobrenaturales y en nuestras
oraciones- el puesto prominente que se merece. El fuego y la fuerza de su influjo serán
en gran parte neutralizados, porque no nos habremos dado cuenta del gran poder que
tenemos a nuestra disposición.
A Dios Padre le conocemos bien. El padre que tanto nos enseñó en nuestra
infancia, llenó la palabra «padre» de una gran riqueza de significado. Así, el nombre de
Dios Padre nos dice mucho sobre la primera Persona de la Santísima Trinidad.
Lo mismo ocurre con la segunda Persona de la Divinidad. El Hijo de Dios se
hace uno de nosotros. Experimenta el dolor humano -físico y moral-, el afecto humano
y la alegría humana. Desde la cruz martillea en nuestras duras cabezas la realidad de su
amor por nosotros. No hay que maravillarse de que tantas de nuestras oraciones se
dirijan a Él.
Dios Padre es nuestro amoroso Protector y Proveedor. Dios Hijo es nuestro
amoroso Redentor y nuestro compasivo Pastor. Dios Espíritu Santo, sin embargo, es...
bien, el Espíritu Santo. Nuestro camino hacia Él es un poco más difícil. No hay una
conexión de ideas claras y familiares que nos permita llegar a Él. En consecuencia,
otorgamos al Espíritu Santo una respetuosa mención al final de la señal de la Cruz y del
Gloria, y creemos que ya hemos cumplido nuestros deberes para con El.
Si nuestra respuesta al Espíritu Santo debe ser algo más que nominal, debemos
penetrar más profundamente en su verdadera identidad. Esto lleva consigo un examen
de la Divinidad en la que el Espíritu Santo reside. La naturaleza de la Trinidad
Beatísima es un misterio, desde luego. La mezquina mente humana no puede pretender
alcanzar las profundidades infinitas de Dios. Aun así, hay mucho de la Santísima
Trinidad que podemos y debemos conocer, si queremos ver al Espíritu Santo en su
verdadera dimensión. Puede ayudarnos a ello una revisión muy breve de lo que
conocemos del Dios Trino.
Empieza, si quieres, pronunciando tu propio nombre. Mientras lo dices, piensa
en ti mismo. Imagínate como la persona que eres.
La imagen mental que tienes de ti mismo puede ser bastante defectuosa. Es
posible que tus amigos sean capaces de decirte cosas sobre ti que te sorprenderían.
No obstante, aun siendo totalmente honrado contigo mismo; aunque hayas
aprendido a conocerte de arriba abajo; aunque la imagen tuya que tengas en la mente se
te parezca con una gran precisión... no será nunca un reflejo perfecto de ti mismo. Eres
un ser vivo. Para que tu imagen mental fuese perfecta, debería ser una imagen viva. De
otra manera, no te representaría completamente.
Volvamos ahora hacia Dios. Dios es infinitamente perfecto. Cada cosa que se
refiere a Él es perfecta en grado absoluto. En consecuencia, el conocimiento que Dios
tiene de Sí mismo es un conocimiento perfecto. La imagen de Sí mismo que Dios tiene
en su mente divina es absolutamente perfecta, una réplica exacta de Sí mismo. Como
pertenece a la naturaleza de Dios el existir, la idea que Dios tiene de Sí mismo debe
tener existencia propia. Debe ser una imagen viva, porque, si no, no reflejaría a Dios
perfectamente. Es un pensamiento viviente que Dios posee de Sí mismo, y esta imagen
viva es Aquel a quien llamamos Dios Hijo.
Volvamos por un instante a ti. Cuando piensas en ti mismo, cuando te
contemplas en tu propia mente, te gusta lo que ves si eres una persona normal.
Admitiendo que hay algunos puntos en los que te gustaría avanzar, algunas faltas que te
gustaría eliminar, sigue siendo cierto que -en conjunto- estás razonablemente contento
con tu imagen de ti mismo: estás contento de ser quien eres. Ciertamente, un cierto
amor a sí mismo (que los psicólogos llaman autoaceptación) es esencial para la salud
mental.
Cuando Dios se contempla a Sí mismo, ¿qué es lo que ve? Ve una imagen suya
infinitamente buena, infinitamente perfecta e infinitamente amable. La imagen viva de
Dios, el Hijo, mira a su Padre (hablando en términos humanos) y ve la infinita
amabilidad de la fuente de la que Él fluye. Entre los dos -el Padre (Dios conociéndose a
Sí mismo) y el Hijo (conocimiento que Dios tiene de Sí)- emana un mutuo amor. Es un
amor de infinita intensidad, un amor perfecto y, por lo tanto, un amor vivo.
Este amor perfecto y vivo es el Espíritu Santo. Es tan simple como eso. Es el
amor de Dios: un Amor vivo, consciente y eterno.
Podemos ver qué diferente, qué maravillosamente diferente es el amor de Dios
del humano. El amor humano es una emoción, una actitud. Cuando quieres a alguien,
experimentas un sentimiento hacia la otra persona (un sentimiento más fácil de
reconocer que de definir). Pero, e independientemente de cuánto puedas querer,
permaneces fuera de la otra persona. No puedes penetrar dentro de la otra persona y
hacerte uno con él o con ella. Puedes decir a alguien: «Te quiero con todo mi ser». Pero
en realidad no es así. No puede serlo.
Dios, sin embargo, puede hacerlo y lo hace. Si el amor de Dios es el mismo
Dios, es porque ésa es la única manera de la que Dios puede amar. Su amor no es una
emoción que salga de Sí. Su amor es Él mismo, el Espíritu Santo. El que Dios quiera a
alguien significa que el Espíritu Santo está realmente presente en esa persona,
uniéndose a Sí mismo a aquel que ama. Cuando te susurras al oído «Dios me ama», lo
que realmente dices es «el Espíritu Santo está en mí».
El amor de Dios, que es el Espíritu Santo, viene a nosotros por primera vez
cuando somos bautizados. Por el Bautismo, el alma se abre al amor de Dios, para que
éste pueda penetrar en ella. El Espíritu Santo quiere permanecer en nosotros para
siempre. Que pueda o no pueda hacerlo depende de nosotros. El pecado mortal, por su
misma definición, es apartarse de Dios, negar a Dios el acceso a nuestra alma. Es -en
cierto modo-terrible que los hombres tengamos tan gran poder sobre el Espíritu Santo:
el poder de expulsarle, de anular su voluntad de amarnos.
Si comprendiésemos mejor la verdadera naturaleza del Espíritu Santo, seríamos
tal vez más conscientes de su presencia en nosotros y pondríamos más cuidado en
guardar su morada; nos dirigiríamos a Él con más frecuencia en la oración;
intentaríamos hacerle más hueco por la práctica de la virtud y el crecimiento en la
bondad.
Advertiríamos los impulsos del Espíritu Santo en nosotros y los identificaríamos
con mayor seguridad. De modo especial, deberíamos ser más conscientes del deseo
urgente del Espíritu Santo de encontrar -a través de nosotros- lugar en las almas de los
demás. Quizá experimentásemos un poco del fervor que los Apóstoles manifestaron tan
abundantemente después de Pentecostés. Estaríamos más alertas a las necesidades
espirituales de los demás y más ágiles para reconocer las oportunidades -y la
obligación- de ser una ayuda para nuestro prójimo.
El Espíritu Santo es el amor de Dios. El amor es una fuerza dinámica. En Él está
la sabiduría, el coraje y el poder. Pentecostés cambió para siempre las vidas de los
Apóstoles. El fuego de Pentecostés aún arde; nos corresponde dejar que las brasas se
enciendan en nosotros para convertirse en llamas. Si dejamos al Espíritu Santo poseer
nuestra alma como El quiere, entonces nuestras vidas serán ciertamente transformadas.
4
Si queremos ser santos debemos ser humildes; pero aclaremos el significado de
humildad. Probablemente no hay otra virtud que haya sido tan mal entendida. Para
muchas personas, el adjetivo «humilde» evoca la imagen de un individuo mal vestido,
que no se hace notar y acostumbra a menospreciarse, que admitirá no poseer ningún
talento, ocupará siempre el último sitio y se complacerá en ser pisoteado por todo el
mundo. Sin embargo, ésta no es una imagen exacta de la persona que es verdaderamente
humilde.
Humildad es la virtud por la que adquirimos el sentido de la realidad y de la
proporción debida. Es la virtud por la que nos miramos a través de los ojos de Dios,
para no ver más que lo que Él ha hecho en nosotros. Este más que es una matización
importante, porque Dios ha hecho en nosotros algo realmente grande. Lo paradójico de
la humildad es que nos vemos como algo maravilloso: seres inmortales divinizados por
la gracia y destinados a la compañía eterna de Dios. No obstante, compaginamos ese
conocimiento con el darnos cuenta -de una manera viva- de que no nos atrevemos a
atribuirnos ni siquiera un poco de ello.
Tal vez quede más claro el contenido de la virtud de la humildad si tratamos de
corregir algunas de las concepciones erróneas de la misma. Por ejemplo, el ir mal
vestido no es un distintivo esencial de la humildad. Recuerdo que una joven que se
dedicaba a mejorar las condiciones de vida en los barrios bajos de una gran ciudad me
decía: «Llevamos maquillaje y tratamos de vestir atractivas. Debemos hacer esto por los
pobres, por deferencia ha cia su dignidad de personas. Pensamos que merecen que se
vaya bien vestido». Ciertamente, a esta joven mujer y a sus colegas no les faltaba
humildad.
El no hacerse notar no es tampoco un signo de humildad, incluso, en realidad,
puede ser un medio de llamar la atención. La breve parábola de Cristo que ilustra el
principio de «todo aquel que se exalte será humillado, y todo el que se humille
exaltado» ha sido con frecuencia mal interpretada. Jesús estaba recriminando a los
fariseos, que gustaban de ufanarse y dominar a los demás. Jesús no trataba de que esa
ilustración fuese tomada en sentido literal. Si así fuese, hubiera afirmado que si
debíamos ocupar el último lugar era para poder ser llamados más arriba y dársenos
público honor, lo cual no era ciertamente lo que intentaba decir. En la práctica, el
hombre verdaderamente humilde se sentaría en la primera silla que encontrase. No se
preocuparía de lugares altos o bajos porque no estaría pensando en sí mismo.
En esta línea, leí una vez de un santo que -cuando iba a empezar a comer algo de
buen sabor- lo rociaba con cenizas para no poder apreciarlo. Sintiéndome un poco
culpable por no haberme edificado tal práctica, me dio gran consuelo leer de otro santo
cuyo pensamiento estaba tan metido en Dios mientras comía, que era incapaz de decir -
después de una comida- lo que había tomado. No tiene sentido el comparar a los santos,
pero yo me quedaría con el segundo.
Si el no hacerse notar no es un signo de humildad, tampoco lo es el
menospreciarse. No es humildad el degradarse falsamente. Dios quiere que estemos
contentos con nosotros mismos como somos, porque sonaos obra suya. Quiere que
digamos: «estoy feliz de ser quien soy, y no otro cualquiera». Como hemos dicho, esta
cierta satisfacción de uno mismo es un buen indicador de la salud mental. Una persona
que realmente piensa que no es algo bueno está enferma. Alguien que pretende tal cosa
deshonra a Dios, que le ha hecho como es.
Llanamente, pues, no es una prueba de humildad el negar los talentos que Dios
nos ha dado. Si nos ha otorgado algún don especial, espera que no olvidemos nunca su
origen; pero también espera que lo utilicemos, cuando sea posible, para el bien de los
demás. Uno de los tipos más engañosos de humildad consiste en decir -por ejemplo-
«no me pidas que cante; sabes que soy incapaz», si realmente puedes cantar; o decir:
«no me pidas que dirija el comité; sabes que no sé organizar bien», cuando realmente
sabes hacerlo. La falsedad de este tipo de menospreciación es obvia. Sería lo que se ha
llamado «humildad con compensación»: una forma de buscar alabanzas.
En lo que se refiere a ser pisoteado por los demás, nadie duda de la virtuosidad
de renunciar a los derechos personales de uno y buscar un sitio al final, en interés de la
paz y la caridad fraterna. Sin embargo, en este mundo nuestro interdependiente, es
frecuente que nuestros derechos estén ligados a los derechos de los demás, y a veces a
los de Dios. Si esa renuncia por nuestra parte lleva consigo poner en peligro el bienestar
de otros, o la disminución del honor de Dios, es probable que tengamos que defender
con los puños nuestros derechos (metafóricamente hablando, por supuesto).
No, si buscas una persona humilde no busques un carácter «sumiso». Busca una
persona que esté en buenas relaciones con Dios, consigo mismo y con su prójimo; que
se respete a sí mismo como una obra de arte salida de la mano de Dios; que no es
«cobista» con los ricos y los famosos; que, al mismo tiempo que respeta a los demás
como obras de arte salidas de la mano de Dios, no se muestra paternalista y suficiente
con los modestos. Tiene sentido del humor porque es capaz de reírse de sí mismo. Tiene
mucha paciencia con la ignorancia y la estupidez de otros, porque sabe que deberá
rendir cuentas a Dios de los talentos que Él le ha dado. Es compasivo con los pecadores
porque le duele haber recibido mucha más gracia que ellos, y haberla utilizado tan mal.
Su vida de oración es grande (aunque no puedas verlo) porque sabe lo mucho que tiene
que depender de Dios.
Resulta evidente que la virtud de la humildad no está restringida a ningún tipo de
vida concreto. Una persona puede dirigir una gran empresa y aun así ser humilde; puede
ser empleado de un garaje y ser vanidoso. Una mujer puede ser una gran actriz y ser,
asimismo, humilde; puede ser una camarera y ser también vanidosa. La cuestión está en
el sentido que uno tenga de la realidad y de la proporción. Lo importante es reconocer lo
que hay que reconocer: al Dios que nos ha hecho a cada uno, amorosamente, como
somos. Todavía no ha terminado su obra en nosotros. Sólo si dejamos que penetren
completamente sus continuas gracias alcanzaremos la plenitud de lo que Él quiere que
seamos.
II. Soltar amarras
1
A nadie le gusta la mortificación; es decir, a nadie que esté en su sano juicio. El
instinto más básico del organismo humano consiste en buscar el placer y evitar el dolor.
Una persona que busca el sufrimiento como fin está mental o emocionalmente enferma.
O es un masoquista o bien es víctima de sentimientos de culpabilidad psicológica que
sólo puede borrar castigándose a sí mismo.
Sin embargo, algo muy diferente es que una persona contraríe ese instinto de
placer en interés de una causa noble. Ése es un hombre haciendo algo realmente
elogiable: demostrar el abismo que hay entre el ser humano y los animales inferiores.
Pensamos en las dificultades padecidas y las angustias que corrieron el riesgo de sufrir
los hombres que lucharon por su patria. E inevitablemente pensamos en los cristianos
que fueron contra el principio del placer para poder compartir la Cruz de Cristo.
La mortificación es un tema del que muchos de nosotros preferiríamos no hablar.
Sabemos que estamos demasiado inclinados a evitar la negación de nosotros mismos.
Nos gusta la vida fácil y preferimos acallar nuestra conciencia: si la despertásemos,
podría acusarnos de esquivar uno de los deberes del cristiano.
En justicia para con nosotros mismos, sin embargo, hemos de reconocer que
nuestras vidas no son completamente impenitentes. Una persona no puede ser un buen
católico sin negarse a sí mismo en un cierto grado. La Misa de los domingos, la oración
diaria, la abstinencia de los viernes y días de ayuno... todo eso supone penitencia. Más
fundamentalmente, el guardar los mandamientos lleva consigo una cierta mortificación
en sentido estricto. Cada tentación superada es un acto de negación de uno mismo. No
obstante, sigue siendo cierto que muchos de nosotros buscamos a menudo lo más fácil;
no por falta de buena voluntad, sino más bien por no habernos dado cuenta de la
importancia de la penitencia.
Sabemos que tenemos que hacer penitencia por nuestros pecados, aquí o en el
más allá. Cuando nos arrepentimos de verdad de nuestros pecados, Dios nos perdona
gustoso. Sin embargo, quiere que reparemos por el daño que hemos causado; es algo así
como la parte culpable en un accidente de automóvil que -aunque sea perdonada por su
víctima- debe pagar por los perjuicios causados.
Cuando pecamos, no sólo nos dañamos espiritualmente a nosotros mismos:
dañamos también al Cuerpo Místico de Cristo, del que formamos parte. No existe el
pecado «estrictamente» privado. Cuando yo peco, se pierde gracia para todo el Cuerpo
Místico. Cada cristiano bautizado sufre un poco por mi culpa. A través de la
mortificación, puedo reparar por el daño causado al Cuerpo Místico de Cristo.
Con todo, no es ésta la única razón para hacer penitencia. Aun en el caso de que
mi vida hubiera sido totalmente impecable, mi amor por Jesús me urgiría a hacer
penitencia. Si quiero a Jesús, amaré a los que le son queridos..., a cada alma por la que
El ha muerto. La salvación de otros será importante para mí por ser tan importante para
mi Señor. Otros necesitarían mi penitencia, aunque yo no la necesitara. Frecuentemente,
esos otros no se dan cuenta de su necesidad de penitencia; o, lo que es peor, no les
importa. Por designio de Dios, mi penitencia puede sustituir su falta de ella. Mis
oraciones y mortificaciones pueden ser las que abran su corazón a la gracia de Dios.
Es, al tiempo, un privilegio y una obligación que Jesús ha convenido conmigo: el
privilegio y la obligación de participar con Él en su obra de redención. El papa Pío XII,
en su encíclica sobre el Cuerpo Místico, nos dice: «Muriendo en la Cruz, Cristo dejó a
su Iglesia el inmenso tesoro de la Redención, a la cual Ella en nada había contribuido.
Pero cuando esas gracias van a ser distribuidas, no sólo comparte la obra de la
santificación con su Iglesia, sino que quiere que -en cierta forma-la santificación
provenga de la Iglesia. Es éste un misterio profundo..., el que la salvación de muchos
dependa de las oraciones y de las penitencias voluntarias que los miembros del Cuerpo
Místico ofrezcan por esta intención».
Con este pensamiento ante mí, no desdeñaré la mortificación aunque pudiera
honradamente decir -y ¿quién puede?- «no necesito hacer penitencia». Una fila sin fin
de hermanos y hermanas se pierde en la distancia; hermanos y hermanas cuya salvación
depende del dolor que soporte por ellos. La salvación de una persona que no haya visto
nunca puede llevarse a cabo si yo soy capaz de negarme a mí mismo.
Además, yo me acercaré más a Dios al hacerlo. Hay una gratificación, en el
orden natural, que nos viene a través de la mortificación: crecemos en madurez
emocional. Una persona que es emocionalmente madura («bien formada», dicen los
psicólogos) dirige su vida por la razón más que por la emoción. El control emocional se
adquiere disciplinando nuestros impulsos, y no hay práctica mejor calculada para
disciplinar nuestros impulsos que la práctica de la mortificación. Todos nos hemos
encontrado con una persona emocionalmente inmadura. «Nunca creció», hemos dicho
resignados. La persona que evita toda negación de sí misma es -invariablemente-una
persona emocionalmente inmadura.
Incidentalmente, es a esto a lo que nos referimos cuando decimos que el negarse
a uno mismo fortalece la voluntad. De hecho, la voluntad no es un músculo que pueda
ser endurecido mediante flexiones. Nuestra voluntad es una facultad de nuestra alma
espiritual y sólo puede ser fortalecida por la gracia. Cuando hablamos de fortalecer la
voluntad, en realidad nos referimos a debilitar el impulso, que fácilmente puede llevar a
la voluntad a decisiones necias. Muchos pecados se pueden atribuir a un impulso
incontrolado. En la negación de uno mismo tenemos un excelente antídoto para la
tentación y un poderoso preventivo del pecado.
Por amor a Cristo, pues, y por amor a nuestra propia alma debemos practicar la
mortificación. Es bueno también volver a examinar nuestro programa personal de
negación de nosotros mismos. Si tendemos a pensar siempre en la penitencia en
términos de dificultad física, quizá tengamos que corregir nuestro sentido de la
proporción. La mortificación interior es mucho más importante -y normalmente más
difícil- que la penitencia externa.
Un hombre de mucho temperamento, por ejemplo, hará mejor en abstenerse de
las «explosiones» de su carácter que en dejar de gastar bromas. Una mujer chismosa
ganará más mérito en un solo día libre de comentarios que falten a la caridad que en
muchas semanas de comidas sin postre. Una persona cristiana agradará más a Dios
reprimiendo su capacidad de encontrar fallos en los demás que tomando su café sin
azúcar. Alguna mortificación externa es necesaria para todos, con tal de que no
descuidemos la autodisciplina interior, más esencial.
No pasemos tampoco por alto las maravillosas oportunidades que las inevitables
contradicciones nos brindan: el fuerte dolor de cabeza, la bronca del jefe, el neumático
pinchado, las patatas quemadas, el mal tiempo. Aceptados sin queja y en unión con los
sufrimientos de Cristo, cada pequeño dolor y contradicción puede convertirse en una
preciosa fuente de méritos.
Volviendo a las penitencias exteriores y voluntarias, recordemos que una
pequeña victoria es mejor que una gran derrota. Hemos tenido ocasión de ver al
fumador empedernido que deja definitivamente los pitillos el miércoles de ceniza para
volverlos a encender el día siguiente. La excusa con la que se conforma es: «Bueno, lo
he intentado; lo que pasa es que no tengo fuerza de voluntad». Haría mejor en decidir:
«No me fumaré ningún día el pitillo de después del desayuno».
Será una pequeña penitencia, pero posible y efectiva. Hemos tenido ocasión de
ver también al bebedor que renuncia a la bebida durante la Cuaresma, para
emborracharse el Domingo de Pascua. Habría hecho mejor en limitarse -en Cuaresma- a
una cerveza o un whisky antes de comer y otra antes de cenar y privarse de la orgía
pascual. (No estoy hablando aquí del alcohólico, para quien la total abstinencia es la
única moderación posible.) Para el goloso, sería preferible quedarse sin postre un día a
la semana que olvidar los dulces completamente para volver a empezar -poco a poco- a
defraudar al Señor.
Dios quiere para nosotros un cierto grado de penitencia durante todo el año. Un
pequeño éxito nos llevará a otro. Creceremos en fortaleza. Y Dios, que no nos pide más
de lo que somos capaces, bendecirá con nuevas gracias nuestra buena voluntad evidente.
2
Hace cincuenta años había menos adelantos, pero la vida era más sencilla. La
práctica de la virtud del desprendimiento era más fácil. No había grandes avenidas
comerciales que provocaran urgentes demandas y necesidades artificiales. Los anuncios
estaban prácticamente reducidos a decir dónde y a qué precio se podía comprar un
determinado producto. Los visibles anuncios de medicina eran los únicos de gran
tamaño tolerados.
Parece significativo que una constante subida del número de divorcios haya
acompañado el alza de las ventas a plazos. La experiencia de los consejeros
matrimoniales demuestra que la única causa de la mayor parte de los conflictos
matrimoniales son las dificultades económicas. La tragedia es que tales dificultades son
casi inventadas. La pobreza ha disminuido, pero la demanda ha subido. Si los ingresos
se han incrementado, la ambición lo ha hecho en mucha mayor medida. Una progresión
de pagos a plazos puede ser la causa de una rápida destrucción de la paz y felicidad
familiares.
Gran parte de nuestra ambición tiene sus raíces en la pereza. Potentes máquinas
de segar césped, cocinas y lavadoras automáticas, televisores de control remoto, puertas
de garaje con célula fotoeléctrica: estas cosas ahorran tiempo y energía. La cuestión -de
todas maneras- es si estamos utilizando nuestro agobio de tiempo y nuestra energía en
algo constructivo y creativo; si estamos enriqueciendo nuestras vidas con un servicio
mayor a Dios y al prójimo.
El orgullo puede llevar a la ambición tanto como la pereza. La nuestra es la era
del símbolo del «status». Un buen abrigo de lana abriga tanto como uno de visón, pero
no es símbolo tan evidente -aunque sea falso- de riqueza. No se pescan más peces en un
yate que en una lancha fueraborda, pero el yate satisface a su dueño mucho más. Una
vivienda confortable puede encontrarse en una zona antigua, pero «un buen barrio»
también es importante. ¿Quién puede resistir la tentación de una «casa de gran elegancia
en una comunidad muy restringida»?
La publicidad moderna basa cada vez más su poder de atracción en presentar
algo como «snob». Esto nos mueve a preguntarnos por qué estamos tan ansiosos de
parecer mejores que nuestros amigos y vecinos, tan ansiosos de hacer que los demás
sientan envidia. Quizá nos estamos sometiendo al simple orgullo.
Ciertamente, no somos coherentes con nuestra vocación de cristianos si nos
dejamos llevar por la ola de consumo que arrastra a nuestro alrededor. Bienaventurados
los que conservan su libertad de hijos de Dios y se niegan a ser esclavizados por las
cosas. Bienaventurados los que se contentan con el confort y la comodidad ordinarios
de la vida y no se sienten apremiados a poseer lo mejor o lo último. Bienaventurados los
que encuentran su mejor placer en el amor mutuo a la familia y a los amigos y no
sienten necesidad de ser superiores (o pretender serlo). La paz reina en la casa que está
gobernada por el desprendimiento de las cosas materiales.
Tres veces bienaventurados los que reprimen su apetito de cosas superfluas, para
poder así tener más que compartir con los menos afortunados. «No tengo derecho a
tener dos abrigos si mi prójimo no tiene ninguno»; no sé qué santo dijo esto, pero es un
principio cristiano que necesita hoy ser reafirmado.
El desprendimiento, o la pobreza de espíritu, es la virtud por la que vemos todas
las cosas creadas en relación a Dios. Todo lo que contribuye a acercarnos más a Él -es
decir, al cumplimiento de su voluntad- es bueno. Todo lo que sea un obstáculo para ese
acercamiento es malo. El término «cosas creadas» comprende algo más que las
posesiones materiales. Se refiere también a las personas. Es posible, por ejemplo,
cultivar una amistad que nos aparte de Dios o que nos debilite espiritualmente. «Cosas»
incluiría, asimismo, al trabajo y al descanso. Un hombre o una mujer pueden estar tan
metidos en un trabajo, un deporte o un «hobby», que le lleve a descuidar sus
responsabilidades familiares y sus deberes religiosos.
Hay muy pocas cosas que, por su naturaleza, sean buenas o malas.
Ordinariamente, es el uso que hacemos de ellas lo que determina su calificación moral.
El ideal sería que todas las cosas de la vida tuvieran a Dios como último fin. El
propósito de nuestro descanso, por ejemplo, debe ser el refrescar nuestra mente y
nuestro cuerpo para mantenernos en condiciones de cumplir con nuestra vocación y
hacer la voluntad de Dios. No necesitamos darnos cuenta de este propósito cada vez que
planeamos alguna diversión o experimentamos algún placer, pero éste debe ser el
motivo que habitualmente nos mueva. Cualquier placer que vaya en contra de este
propósito será, simplemente, equivocado.
De todas formas, nos encontramos continuamente con elecciones en las que el
uso o no-uso de determinadas cosas parece indiferente. Nuestra decisión no será
beneficiosa ni dañina para nosotros ni para los demás. En esos casos somos libres de
hacer lo que prefiramos. Todo lo que Dios ha hecho es bueno, y a Dios le gusta que
disfrutemos de sus dones creados. El apreciar la bondad de Dios y agradecerla es parte
del honor que le damos.
En la práctica del desprendimiento es importante que nos guíe la virtud de la
prudencia. A una persona imprudente, aunque tenga buena voluntad, la práctica del
desprendimiento puede llevarla a consecuencias funestas. A modo de ilustración, puedo
citar a un matrimonio católico que conocí, una pareja con ideales excepcionalmente
altos. Pensaban que no vivían la verdadera pobreza de espíritu si tenían una televisión
en su casa. A consecuencia de esto, sus hijos pasaban la mayor parte de su tiempo libre
en casa de sus amigos, viendo la televisión. La preocupación de esta pareja es
admirable, pero hubieran sido más prudentes teniendo a sus hijos viendo la televisión en
casa, bajo la supervisión de los padres.
Junto con la imprudencia, existe otro peligro al que nos exponemos cuando
intentamos crecer en esta virtud: es la tentación de considerarnos el modelo de nuestro
prójimo. Hemos adquirido un cierto grado de humildad. Quizá hemos dejado el tabaco,
o el alcohol, o alguna otra compensación o lujo. Nos sentimos tentados, por ello, a mirar
con piedad, si no con desprecio, a los que son menos ascetas que nosotros. Podemos
incluso tratar de imponerles nuestras propias reglas.
Resulta evidente que el desprendimiento deja de ser una virtud si da muerte a la
humildad y a la caridad fraterna; sin darnos cuenta, hemos dado con una diferencia
característica entre un verdadero santo y un pseudo-santo. El verdadero santo, duro
consigo mismo, siempre es comprensivo y paciente con la debilidad de los demás. El
pseudo-santo, en cambio, exige de los demás y los critica. El amor de Dios nunca lleva
a ofender al prójimo.
El desprendimiento es eso: muestra de nuestro amor de Dios; así de simple.
Manifiesta un amor de Dios que va más allá del mínimo que supone abstenerse del
pecado grave. Cuando crecemos en amor de Dios, crecemos necesariamente en espíritu
de desprendimiento. «Lo que Dios quiere es lo que yo quiero. Todo lo demás está en
segundo lugar.» Ésa es la actitud que hay detrás de todo desprendimiento.
Como la mortificación, el desprendimiento es una virtud para practicar en todo
tiempo. Unos pocos minutos de serena reflexión con nuestra mirada en el crucifijo
pueden hacer que nos sintamos avergonzados de la escala de valores que nos hemos
construido. Pueden incluso llevarnos a renovar nuestra lista personal de deseos y
objetivos.
3
Tal vez tú seas uno de los afortunados. Tu vida está libre de presión y de
tensiones. Las circunstancias te han llevado a flotar en un entorno sin contradicciones.
Tienes una personalidad excepcionalmente atractiva. La gente te cae bien y tú caes bien
a todos los que te conocen. Siempre quedas bien como invitado en las relaciones
sociales. Aun así, no dependes de dichas actividades. Combinas un temperamento
plácido con una mente activa e inquisidora. Eres capaz de pasar una tarde tranquila en
casa con un buen libro o un álbum de música clásica, disfrutando cada minuto de ellos.
Tu trabajo es intenso e interesante. Te llevas bien con tus compañeros de trabajo y ellos
saben cooperar contigo.
Si estás casado, has sido bendecido con una solícita y comprensiva esposa. Tu
mujer (o marido) es una persona sin rastro de orgullo, capaz de servirte en cualquier
momento. Parece que tus hijos han nacido libres del pecado original, por lo listos y
obedientes que son. Sus profesores se maravillan de su inteligencia y ejemplar
conducta. Aparte de algún catan-o ocasional, no recuerdas haber visto en tu casa la
enfermedad. Los ingresos familiares son más que adecuados. No tienes deudas, sino
dinero en el Banco.
«¡Parece un sueño!» dirás, y con razón; la persona que he estado describiendo
sólo existe en alguna de las novelas románticas -pasadas de moda- o de las más
«dulces» producciones de Hollywood. Aunque todos nosotros tengamos mucho que
agradecer a Dios, nadie puede vivir mucho tiempo en la tierra sin experimentar su parte
de contradicción. Habrá contradicciones, angustias, dolor, pena y -en ocasiones- golpes
que nos tambalearán. Aunque fuéramos perfectos -una ficción absurda-, tendríamos que
convivir y trabajar con personas que no lo son.
Podemos esperar, por tanto, un cierto número de bofetadas en la vida. Si
tenemos que mantener nuestro equilibrio emocional y nuestro sentido de orientación -
bofetada tras bofetada- necesitamos un sólido estabilizador y guía. Los aviones
modernos están equipados con un piloto automático. El centro de esa ayuda es un
giroscopio, una aguja siempre vertical. El giroscopio puede sentir la más mínima
desviación de rumbo e inmediatamente poner en movimiento las necesarias medidas
correctoras. Nosotros también tenemos un giroscopio para nuestro progreso en la vida, y
sería propio de locos el no utilizarlo. Nuestro giroscopio espiritual es la práctica
conocida con el nombre de abandono en la voluntad de Dios. Abandono significa que,
sin ninguna evasión o compromiso, con la mayor sinceridad y el 100 por 100 de
entrega, identificamos nuestra voluntad con la de Dios: lo que Él quiere, lo queremos
nosotros también. Nada más nos importa; sólo que su voluntad se haga.
Este abandono sólo puede crecer a partir de ciertas convicciones básicas. La
primera es que Dios es infinitamente sabio. Sabe siempre lo que es mejor, incluyendo lo
que es mejor para mí. La segunda convicción es que Dios es infinitamente poderoso.
No hay nada que no pueda hacer ni nada que suceda sin su consentimiento. La tercera y
más importante convicción es que Dios me ama. Me ama personalmente como
individuo, por lo que podemos decir que su amor es ansioso y posesivo.
Comparativamente, es fácil aceptar estas verdades a un nivel teórico; como
católicos tenemos que aceptarlas, si no queremos incurrir en herejía. Ahora bien, dar
cabida en nuestra mente a estas verdades no es lo mismo que tenerlas por convicciones
personales e inamovibles. Para adquirir ese abandono, esos principios deben penetrar
«hasta los tuétanos». Debemos sentirlos de la misma forma que los creemos.
El principio que solemos encontrar más difícil de digerir es la realidad del amor
personal de Dios por cada uno de nosotros. Hay que admitir que la magnitud del amor
infinito es difícil de alcanzar por nuestras mentes, a pesar de lo que Jesús aseguró: «¿No
se venden dos pajarillos por un as? Y ni uno solo cae a tierra sin el permiso de nuestro
Padre... Por tanto, no temáis; vosotros valéis más que muchos pajarillos». (Mt 10, 29-
31).
Pienso que hay cerca de 5.000 millones de personas en el mundo. Yo soy un
puntito en un diminuto planeta del gran universo de planetas y estrellas. Mi mente
humana casi se rebela ante la idea de que estoy tan íntimamente presente en la idea de
Dios, de que soy el objeto tan exclusivo de su atención y de su amor como si fuera la
única criatura que Él hubiera creado.
Conociéndome como soy, con mi propia pequeñez, tanto amor por parte de Dios
parece ridículo -y es ridículo desde el punto de vista humano: no podríamos creerlo si
Dios no nos diera la gracia para ello-. Con todo, tenemos la tendencia a tapar, a no tener
en cuenta esa verdad que profesamos creer.
«Sí -decimos a la hora de la tentación-. Sé que Dios dice (o «que la Iglesia dice»
o «que el cura dice») que esto está mal, pero no queda otra salida. Sé muy bien que esto
es un pecado, pero no me queda más remedio que hacerlo. Tendría que pagar un precio
demasiado caro para hacer cualquier otra cosa.» En realidad, lo que estamos diciendo es
que -cuando las cosas van mal- no confiamos totalmente en el cuidado y en el amor de
Dios. Estamos suponiendo que Dios está deseando contemplar indiferente desde arriba
cómo nos trituramos por hacer su voluntad. O, quizá, no creemos realmente que Dios es
infinitamente sabio. En este caso, pensamos que sabemos qué es lo que más conviene
mejor que el mismo Dios. Debemos hacer las cosas a nuestra manera y no a la suya. Y
así, como el hombre que se salta la barrera de un paso a nivel, nos llevamos a nuestra
propia destrucción.
En otras ocasiones, nuestra falta de confianza en Dios toma la forma de
autocompasión, o tal vez incluso de desesperanza. Sufrimos una gran pérdida o dolor o
fallo. «Si Dios me ama, ¿cómo ha podido permitir que esto me suceda?», nos
preguntamos. «¿Cómo puede salir algo bueno de esto, para mí o para otro? ¡No tiene
sentido!» Aunque nos rebelemos, el compasivo amor que Dios tiene por nosotros nos
acoge, su brazo nos rodea y nos sostiene.
Ya que la idea del íntimo amor y cuidado de Dios para cada uno de nosotros nos
parece tan fantástica, tenemos que recordárnosla con frecuencia. Necesitamos pedir,
también con frecuencia, la gracia de superar nuestra incredulidad, nuestra lentitud para
comprender, nuestra falta de confianza. Nuestro propósito debe ser darnos cuenta de una
manera viva, hasta las puntas de los pies, de que Dios sabe más siempre; y de que Dios
me ama con un amor insaciable. Entonces estaremos dispuestos para lanzarnos sin
reservas a sus brazos. Estaremos preparados para abandonarnos a su voluntad.
Abandonarse a la voluntad de Dios no significa tener una actitud pasiva. No es
que tengamos que evitar toda iniciativa, para dejarnos llevar como un tronco por la
corriente del río. Dios nos ha otorgado los dones de la inteligencia y la voluntad. Quiere
que los utilicemos; quiere que seamos capaces de pensar, de tomar decisiones a la luz de
la razón que El nos ha dado. La única restricción es que todo lo que hagamos lo
midamos con la medida de la voluntad de Dios. La gracia orientadora de Dios, invisible
e insensible, se pondrá en marcha.
Algunas veces, la voluntad de Dios no parecerá clara. No podemos estar seguros
de qué preferirá en esas circunstancias determinadas; nos vemos obligados a depender
de nuestra sabiduría humana para decidir. Pues bien, aun en esos casos, nuestra decisión
será la acertada. Dios lo quería, puesto que hemos abandonado nuestra voluntad en la
suya. Aunque si la juzgamos con criterios humanos, esa decisión se muestra como
errónea, seguirá siendo la acertada desde el punto de vista de Dios. Seguirá siendo la
mejor elección a largo plazo, si bien es posible que tengamos que esperar a la eternidad
para descubrir el por qué y el cómo.
«Tómame, Dios, y úsame como veas que debes. Ayúdame siempre a hacer Tu
voluntad. Alegría o dolor, salud o enfermedad, éxito o fracaso..., no me dan miedo
mientras haga Tu voluntad. Sé que nunca me pedirás nada que esté por encima de mis
fuerzas. Y si me pongo testarudo, Señor, por favor, haz que cumpla Tu voluntad, la
quiera o no. No te pido conocerla siempre. No te pido la gracia de resignarme o la de
escogerla voluntariamente. Sólo que Tu voluntad se haga, Dios bendito; nada más
importa.»
Cuando podemos rezar de esta forma, sabiendo lo que decimos con todo nuestro
corazón, hemos alcanzado la meta del abandono. Hemos aprendido el secreto para tener
paz interior en medio del alboroto exterior. Estamos en el camino hacia la vida confiada,
constructiva y feliz. Sabemos que no podemos perder, si estamos en las manos de Dios.
III. La fe es la base
1
Si tienes una vocación profesional o que requiera conocimientos especializados
necesitas antes llevar a cabo la práctica necesaria. El entrenamiento especializado lleva
consigo tiempo y esfuerzo. E, incluso con tiempo y esfuerzo, muchos encuentran el
camino demasiado duro y lo dejan. En muchos de esos casos, el que abandona no tenía
el talento necesario para lo que intentaba. Sin destreza manual, por ejemplo, no se puede
ser un buen taquígrafo ni un buen cirujano.
Hay una vocación a la que todos debemos aspirar, a la que Dios nos ha llamado:
la vocación a la santidad. Ésta lleva consigo un entrenamiento que dura toda la vida. La
muerte es la licenciatura; sólo entonces se nos entregará el título.
Tenemos una gran ventaja, de la que con frecuencia carecen los que hacen una
carrera profesional: contamos de antemano con el talento necesario. Dios nos ha dado
las aptitudes requeridas. Sabemos que, mientras esté vivo nuestro empeño, no nos
detendremos. No hay fundamento para el desánimo. No hay excusa para el fallo.
Fue en el bautismo cuando Dios nos dio las aptitudes necesarias para ser santos.
En el momento del bautismo, Dios infundió en nuestra alma las tres grandes virtudes: la
fe, la esperanza y la caridad. El don de Dios de esas virtudes es una muestra de lo que
nos ama. Está tan ansioso (hablando en términos humanos) por tenernos con Él en el
Cielo, que nos hace el camino lo más seguro posible. No nos deja, en nuestra lucha por
acercarnos a Él, a merced de nuestra capacidad meramente humana para la fe, la
esperanza y la caridad; nos proporciona una ayuda sobrenatural para la práctica de estas
virtudes, para llevarnos hacia Él con mayor seguridad.
La palabra griega Theos significa Dios; de ahí que la fe, la esperanza y la caridad
se llamen virtudes teologales. Su objeto inmediato es Dios mismo: creer en Dios,
confiar en Dios, amar a Dios. Otras virtudes, llamadas morales, tienen objetos
intermedios. Virtudes tales como la justicia, la sinceridad y la castidad, por ejemplo, se
refieren al prójimo y a nosotros mismos.
Una virtud se define como «el hábito que perfecciona las potencias del alma y
nos inclina a hacer el bien». Una descripción más simple de una virtud sería decir que es
un talento espiritual.
Un talento natural, como, por ejemplo, el talento para la música y el arte, es un
conocimiento innato. Un talento así no le hace a uno músico o artista necesariamente.
Una persona puede nacer con un gran talento artístico, pero si no recibe lecciones de
arte y no coge nunca un pincel en sus manos, su talento permanecerá oculto e inútil.
De modo similar, los talentos espirituales que Dios infunde en el bautismo
pueden ser inútiles. Habiendo sido bautizados, tenemos una capacidad sobrenatural para
creer en Dios y en sus enseñanzas, para confiar en sus promesas y para amarle. De todas
formas, si no recibimos nunca una formación religiosa, nuestro talento para creer sería
irreconocible e inútil. Como la esperanza y la caridad se apoyan en la fe, estas virtudes
quedarían, asimismo, sin cultivar.
2
Si alguien te preguntase: «¿qué es lo más valioso que posees?», ¿le contestarías,
sin un instante de duda: «mi fe católica»? Ésa debería ser tu respuesta. Nada de lo que
tienes -familia, amigos, salud o posesiones materiales-puede compararse en valor, ni de
lejos, con tu fe religiosa.
La fe es el fundamento más profundo de tu vida espiritual. La fe es la que da
sentido a toda tu existencia. La fe es tu pasaporte para el Cielo.
Sin la fe, cierto y erróneo son palabras vacías. La moralidad es un asunto de
conveniencia. El sufrimiento es un completo desastre. Santificarse es estúpido, y la más
absoluta egolatría es el mayor objetivo que el hombre debe alcanzar.
Nosotros, que hemos sido católicos desde la infancia, tendemos a menospreciar
nuestra fe. No habiendo sabido nunca lo que es vivir sin convicciones religiosas, la
damos por supuesta. Muchas veces, no agradecemos a Dios bastante su don más básico;
no fortalecemos bastante nuestras creencias haciendo actos de fe explícitos. Podemos
incluso ir descuidando su protección cada vez más y exponiéndola a peligros
innecesarios.
En el bautismo, Dios infundió en nosotros la virtud de la fe. Esto significa que
tenemos una capacidad especial, un talento sobrenatural para creer. No perderemos
nuestra fe fácilmente. No la perderemos si no es por nuestra culpa.
Es prácticamente inevitable que nos veamos afectados por tentaciones contra la
fe. Nuestra inteligencia, imperfecta y limitada, trata de rivalizar con las ilimitadas
profundidades de Dios. Una hormiga, si tuviera inteligencia, podría entender más
fácilmente el mundo de los seres humanos que nosotros la infinita magnitud divina. Si
las creencias religiosas fuesen un conjunto de verdades evidentes por sí mismas,
siempre en total armonía con cada una de las demás facetas del conocimiento y la
experiencia humanos, no habría problemas con la fe; de hecho, ni siquiera existiría.
Por su misma definición, fe es creer en las verdades divinas por la autoridad de
Dios, que nos las ha dado a conocer. Si esas verdades fueran demostrables, como lo es
la verdad de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, no sería
necesario invocar la autoridad de Dios. La fe no sería necesaria; no habría ningún
mérito en ella ni tampoco recompensa alguna.
Sabemos, por tanto, que nos vamos a encontrar con tentaciones contra nuestra fe.
(Si bien, como Arnold Lunn ha observado, las dificultades intelectuales de un creyente
no son nada comparadas con las que acosan al que no tiene fe.) En cualquier caso, es
importante que no incrementemos esas tentaciones corriendo riesgos innecesarios: una
lectura imprudente, por ejemplo, puede amenazar fácilmente nuestra fe.
Los autores famosos, como los profesores universitarios, suelen tener una
aureola de sabiduría que con frecuencia excede con mucho la realidad. Tendemos a
supravalorar sus opiniones y afirmaciones. Así, leemos en un libro de un eminente
«pensador» (o le escuchamos en clase), en un momento dado, dar por supuesto con
seguridad que nadie que sea inteligente cree realmente hoy en día en «los dogmas,
pasados de moda, de las mentes medievales». Interiormente nos sentimos dolidos por la
acusación de falta de inteligencia, porque nosotros aún creemos en que Dios creó el
universo y en que Jesucristo es Dios; empezamos a pensar si no estaremos equivocados.
Si nos exponemos deliberadamente a muchas de estas dudas a alto nivel, puede
llegar el día en que sea demasiado tarde para volverse atrás. Podemos encontrarnos con
que nuestra fe está destrozada y no es posible unir las piezas de nuevo. Es más probable
que esto suceda si no nos preocupamos de buscar la respuesta a nuestras dificultades.
Pero si tenemos la humildad de preguntar, cualquier sacerdote puede desarmar los
sofismas que nos preocupan.
De una cosa podemos estar seguros: una fe que se cuida nunca se perderá. Sólo
nuestra propia negligencia, sólo el ponerla en peligro sin necesidad, sólo nuestro orgullo
intelectual o nuestro abuso de la gracia pueden arrebatarnos este inapreciable don.
3
Existe una diferencia entre la virtud de la fe y el acto de fe. La virtud, que es un
estado de preparación para creer, fue infundida en nuestra alma en el bautismo. La
mayoría de nosotros recibimos esta virtud siendo niños. Sin embargo, no pudimos
ejercitarla hasta que llegamos a la edad de la razón. Sólo entonces aprendimos que
existe un Dios que nos ha dado a conocer ciertas verdades; sólo entonces pudimos
asentir libremente a las verdades divinas y decir, con todo su sentido: «creo».
Nadie puede hacer este acto de fe, si no es con la ayuda de Dios. Una persona
puede prepararse para un acto de fe aprendiendo cosas acerca de Dios y de las verdades
de la religión. Para el paso final, no obstante,' en el que con toda nuestra mente y todo
nuestro corazón aceptamos sin reservas a Dios y su revelación; para este paso final
necesitamos la asistencia de Dios. Esta es la gracia de la fe, distinta de la virtud de la fe.
Los que se convierten en su mayoría de edad recibieron primero la gracia de la fe y
luego, en el bautismo, la virtud.
En cierta ocasión conocí a un no-creyente que decía: «si me uniera a alguna
Iglesia, sería -desde luego- la católica. Todo parece muy razonable, pero, por algún
motivo, no acabo de decidirme». Ésta es una persona en la que la totalidad de la gracia
de la fe no ha penetrado todavía.
Puesto que la fe es un don de Dios, es algo que debe ser pedido. La persona que
busca la fe, y que -con toda sinceridad- pide a Dios ese don, ciertamente lo obtendrá.
Sin embargo, hay millones de personas que ni siquiera conocen la necesidad que tienen
de la fe. Por nuestro amor a Cristo, una intención importante en nuestra oración diaria
será «la conversión de los infieles».
Otra intención diaria será, asimismo, el crecimiento en la profundidad y fuerza
de nuestra propia fe. La fe no es una actitud estática de la mente: o crece o se debilita o -
en ocasiones- muere. Tenemos una particular necesidad de rezar cuando, como nos
ocurre a la mayoría, nos vemos zarandeados por tentaciones contra la fe.
A menudo creemos que las tentaciones de fe surgen de escrúpulos intelectuales:
oposiciones aparentes entre la religión y las creencias, por ejemplo, o dificultad para
entender cómo puede estar Dios presente bajo la apariencia de pan. Estas tentaciones,
sin embargo, son superadas fácilmente con la oración y -si fuera necesario- con el
estudio.
Las tentaciones de fe que suelen ser de verdad perjudiciales son las que
provienen de conflictos morales más que de dificultades doctrinales. Un hombre no
pierde primero la fe por un problema doctrinal y luego se casa con una mujer
divorciada; una mujer no pierde primero su fe y luego empieza a usar anticonceptivos.
El orden cronológico es, con más frecuencia, el contrario.
Los hombres no podemos mantener un conflicto interior mucho tiempo. Cuando
la mente y las emociones están en lucha, tenemos que establecer la paz de alguna forma.
Cuando un hombre de fe se encuentra indeciso ante una acción pecaminosa,
experimenta un doloroso estado conflictivo. La fe tira por un lado; el «yo», por otro.
El que padece esta situación puede restablecer su paz rápidamente renunciando
al pecado, sin importar lo dolorosa que -por el momento- resulte esa renuncia. Si no está
dispuesto a rechazar ese pecado posible o real, entonces es la fe la que cede. Empezará
así a encontrar puntos que criticar en sus creencias religiosas; a construirse dificultades
y a encontrar aparentes contradicciones. Por el momento, encontrará la paz que busca,
pero una paz peculiar y funesta: ha perdido la fe. Ésta es la historia de la mayor parte de
los apóstatas de la Iglesia.
No es preciso que estemos cercados por el pecado grave habitual. Sin embargo,
cuando nos veamos amenazados por serias tentaciones contra nuestra fe, no estará de
más hacer examen de conciencia con honestidad. Es posible que encontremos que es el
egoísmo -en una u otra forma- la causa de las mismas.
4
Encontramos hoy una fuente de tentaciones de fe a la que nuestros antepasados
no tuvieron que hacer frente: la inalcanzable frontera del conocimiento científico.
Cuando la tierra estaba considerada el centro del universo, con el Sol, la Luna y las
estrellas girando alrededor de ella para nuestro servicio, era fácil creer en el gran interés
de Dios por nosotros. Éramos seres importantes.
Ahora, en cambio, sabemos que la Tierra es un diminuto e insignificante planeta
en la galaxia de soles y planetas conocida con el nombre de Vía Láctea. La Vía Láctea
tiene millones de años luz de longitud; los astrónomos no se han puesto aún de acuerdo
en cuántos. Recordemos que un año luz es la distancia que un rayo de luz recorrería en
un año, yendo a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Un año-luz equivale,
aproximadamente, a 10.000.000.000.000 de kilómetros y la Vía Láctea no es más que
una de las incontables galaxias que se extienden a miles de millones de años-luz entre
los desconocidos límites del espacio.
Además, puede haber vida en otros planetas. Pueden existir criaturas superiores
a nosotros, en algún punto entre nosotros y los ángeles. Empezamos a pensar: «¿Es
posible que el Poder infinito que ha creado todo eso pueda estar interesado en nosotros,
pequeños microbios que se mueven en esta cabeza de alfiler que es nuestra Tierra?
¿Puede Dios haber tomado forma humana y convertirse en uno de nosotros?».
Esto es lo que podríamos llamar «orgullo invertido», un peculiar tipo de
humildad. Nosotros, que juzgamos la importancia de las cosas por su número y medida,
atribuimos a Dios nuestro modo de pensar. Ponemos en duda la revelación divina,
porque no podemos concebir que Dios haya podido fijarse en nosotros, una raza
insignificante originada en un diminuto fragmento enfriado y separado de una estrella.
Nos olvidamos de que esto es precisamente lo que la infinitud de Dios implica:
Él no está limitado por el tiempo o el espacio, la medida o el número. No hubiera
supuesto ningún esfuerzo excesivo para el poder infinito de Dios el crear este
inconmensurable universo para poder producir este puntito de tierra que es nuestro
planeta; una plataforma espacial para lanzar las almas a la eternidad. ¿Todo un universo
para producir un mundo diminuto? ¿Un océano entero para producir una pequeña perla?
Eso no hubiera desanimado a Dios en absoluto.
Es muy posible, desde luego, que Dios haya tenido otros planes para el universo.
Puede haber almas en el cielo procedentes de otros mundos que se extinguieron hace
mucho tiempo. Pueden existir ahora planetas habitados por criaturas inteligentes que
nunca pecaron y no necesitan la redención. Puede haber otros planetas, aún formándose,
destinados para ser ocupados dentro de miles de millones de años. No hay límite para lo
que Dios haya hecho o pueda hacer. Sin duda tenemos algunas sorpresas reservadas
para cuando, viendo a Dios cara a cara, veamos en Él todas las cosas.
Ante todo, seamos humildes. Pero no tratemos de cortar a Dios por nuestro
patrón en nuestra humildad. Él puede haber creado otros seres para que le amen y
proclamen sus maravillas. A pesar de todo, cien billones de ellos no lograrían distraer su
atención y su amor infinito. No le maravilla la cantidad ni le confunden los números.
Ya pueden los astrónomos continuar investigando el universo; los físicos
desintegrando el átomo; los paleontólogos y antropólogos tratando la historia humana
desde hace millones de años; incluso pueden establecer que el cuerpo humano (no su
alma) es el resultado de la evolución de un mono. Siempre seguirá siendo cierto que
Dios amó tanto esta raza humana como para hacerse hombre y morir por nosotros.
Conociendo nuestra imperfección y pequeñez, tú y yo no podemos entender la
predilección de Dios por nosotros. No es necesario que lo comprendamos. Es suficiente
con que sepamos que así es, porque Dios ha dicho que así es; es suficiente que
concedamos a Dios el derecho de hacer lo que quiera y como quiera. Nosotros, con
audacia y agradecimiento, limitémonos a rezar el Credo.
5
La pérdida de la fe puede ser el resultado del orgullo intelectual o del pecado
habitual; pero hay también otro peligro potencial que puede venir del sentimiento más
que de la inteligencia o de los sentidos. Éste es el peligro con el que se enfrenta la
persona que en su infancia tuvo malas relaciones con su padre. Cuando el padre ha sido
un tipo frío y estricto, quizá incluso severo y dominador -incluso cruel-, el niño
desarrollará, casi seguro, un sentimiento de hostilidad hacia él.
En muchos casos, el niño tiene miedo de admitir su sentimiento explícitamente.
Limita su hostilidad al subconsciente y, a nivel consciente, asegura a todo el mundo -
incluido él mismo- que quiere a su padre. Sin embargo, la hostilidad está presente. La
hostilidad encubierta ejerce una fuerte presión sobre sus emociones.
Desgraciadamente, en su vida posterior, esta hostilidad se manifestará hacia todo
aquel que represente la imagen de la paternidad. Dios, por su misma naturaleza, tiene
imagen de padre. El adulto que interiormente tiene ese resentimiento puede sentir la
tentación de transferirlo a Dios Padre. El peligro es más acuciante si la ley de Dios es
una barrera para algo que desea hacer.
La persona puede dudar de rebelarse directamente contra Dios. No obstante, hay
una figura paternal menos augusta y más cercana: el párroco. Una persona con una
hostilidad reprimida hacia su padre encontrará extremadamente difícil establecer una
relación amistosa con un sacerdote. Le criticará y se resistirá a sus peticiones y
orientaciones. A menos de que el sacerdote posea un tacto excepcional, llegará el día en
que el feligrés se enfrente abiertamente con su párroco, coronando su rebelión con el
abandono de la Iglesia.
Es difícil encontrar una parroquia en el país que no tenga, por lo menos, un
miembro que sea ex-católico porque «tuvo una pelea con el párroco». En ocasiones, el
enfrentamiento no será abierto porque no ha habido contacto personal. El rebelde puede
llegar a dejar la Misa y los Sacramentos con la excusa de que «no puedo tragar a ese
hombre» (refiriéndose al párroco, por supuesto). Este católico alejado no se da cuenta
de que está intentando saldar la deuda con su propio padre, «castigando» al sacerdote y,
en última instancia, al mismo Dios.
Esto no significa que, por sentir una cierta actitud de resentimiento hacia un
sacerdote determinado, padezcamos un acuciante problema emocional. Podemos
sentirnos heridos con razón por un sacerdote. Aprovechando el progreso de la ciencia
psicológica, los seminarios llevan a cabo un concienzudo esfuerzo para eliminar
cualquier signo de inestabilidad emocional en los candidatos al sacerdocio. Una buena
compostura personal y un cierto grado de prudencia están en los lugares más altos de la
lista de requisitos para la vocación sacerdotal. Con todo, ningún procedimiento da
resultados exactos. En ocasiones, una persona de carácter inestable puede pasar por el
tamiz.
Y aunque no fuera así, los sacerdotes somos humanos. Tenemos nuestros fallos,
cometemos nuestra porción de faltas. No es sorprendente que a veces hagamos algo que
ofenda a algún feligrés. Aparte de esto, pueden haber también caracteres que choquen: a
veces ocurre que dos individuos, personas intachables tomadas a solas, sean
incompatibles entre sí y cada uno encuentre al otro irritante.
Si nuestra fe tiene una base fuerte, no dejaremos que nuestros resentimientos -
vengan de donde vengan- nos alejen de Dios. No «castigaremos» a Dios porque
sentimos la tentación de enfadarnos con algún sacerdote. No «castigamos» a nuestro
párroco porque nos recuerda someramente a nuestro padre. Si nuestra fe está fortalecida
por la caridad, haremos por nuestro insoportable párroco lo que haríamos con cualquiera
que nos ha ofendido: rezaremos por él y le encomendaremos a la misericordia de Dios.
Al mismo tiempo, seguimos cumpliendo felizmente con nuestros deberes religiosos.
Sabemos que un sacerdote no es la Iglesia, ni mucho menos Dios.
IV. La esperanza es el estímulo
1
Estás seguro de que te vas a ir al cielo, ¿verdad? Debes sentirte seguro de
alcanzar ese objetivo, porque la virtud teologal de la esperanza fue infundida en tu alma
cuando fuiste bautizado. No empezaste a ejercitarla hasta que creciste lo suficiente para
darte cuenta del amor que Dios te tiene. Aprendiste entonces que Dios te creó porque te
quiere con Él en el Cielo; que Dios te ha prometido todas las gracias que necesites -a lo
largo de tu vida- para ir al Paraíso; que Dios es Todopoderoso, que puede hacer todo lo
que quiera; que Dios nunca deja de cumplir sus promesas: lo que dice que va a hacer, lo
hace.
Probablemente no eras consciente de ningún método formal de razonamiento.
Aun así, en un momento dado al principio de tu desarrollo espiritual, juntaste todas esas
verdades e hiciste un acto de esperanza. Sabías entonces -como sabes ahora- que si
haces las cosas todo lo bien que razonablemente puedes para cooperar con Dios, Él te
conducirá seguro a través de todos los peligros, y te llevará con Él al Cielo.
Es fácil ver por qué un acto de esperanza es también un acto de adoración, por
qué por medio de la esperanza reconocemos la bondad infinita de Dios, su poder infinito
y su absoluta fidelidad. A nivel de conversación, podemos ver por qué la desesperanza
es un pecado tan grave. La desesperanza (o incluso la ansiedad injustificada) pone en
duda el poder de Dios -su capacidad de ayudamos a superar las tentaciones- o que
merezca la pena confiar en Él. Y, lo que es peor, la desesperanza pone en duda el amor
de Dios: si en realidad se preocupa de nuestras cosas.
Podemos no ir al Cielo, por supuesto. Pero, si no vamos, será porque no
habremos utilizado la gracia de Dios; porque no lo habremos intentado de verdad. La
única incertidumbre que puede haber es la de nuestra propia perseverancia. Es bueno
tener una sana desconfianza en nosotros mismos y en nuestras propias fuerzas. Seríamos
idiotas si nos creyéramos impecables. A pesar de todo, la desconfianza en nosotros
mismos se ve compensada sobradamente por la confianza en Dios. Quiere que vayamos
al Cielo mucho más que nosotros mismos podamos desearlo. Salvo coartarnos nuestra
libre voluntad, no hay nada que Dios no vaya a hacer para llevamos al Paraíso.
No es corriente que una persona peque por desesperanza. No es corriente que
una persona diga: «Estoy perdido. No tengo posibilidades de ir al Cielo». Es menos
corriente todavía el que una persona mantenga dudas injustificadas sobre su salvación.
Estas situaciones espirituales existen, pero suelen ser síntomas de enfermedad mental o
emocional. El pensamiento racional está bloqueado y seriamente perturbado en esos
estados y, en tal situación de depresión involuntaria, el paciente no es culpable de pecar.
Los pecados contra la virtud de la esperanza suelen ser de presunción más que
de desesperanza. La presunción se da cuando queremos que Dios ponga no sólo su parte
para llevamos al Cielo, sino también la nuestra. En sentido figurado, pretendemos
retorcer el brazo de Dios, obligándole a que nos dé gracias a las que no tenemos
derecho.
Podemos estar descuidando la oración; podemos estar descuidando los
sacramentos; podemos estar exponiéndonos a la tentación innecesariamente; podemos
estar leyendo libros que no debiéramos leer; cultivando amistades (duna persona
divorciada quizá?) que sólo pueden traernos peligros. Cuando surja el pecado -como ha
de suceder inevitablemente en esas circunstancias- nos diremos que Dios es bueno, que
entiende nuestra flaqueza, que no nos abandonará. Lo que realmente estamos diciendo,
en este caso, es que a Dios no le preocupa si le queremos o no; que Dios nos aceptará
con cualquier condición, incluso con las que nosotros le pongamos. En pocas palabras:
estamos diciendo que Dios es tonto. Este es el pecado de presunción.
Si Dios tuviera que elegir, preferiría, sin duda, que esperásemos demasiado de
Él, antes que no tener en Él ninguna confianza. Sin embargo, la regla de oro de la
esperanza -«seguros, pero no presuntuosos»- debe ser nuestro punto de mira y nuestra
práctica. Tendremos fallos. Espiritualmente, podremos perder el tiempo, hacernos los
remolones, tropezar e incluso caer. Si caemos doce veces, otras tantas cogeremos la
mano que Dios nos tiende y nos volveremos a levantar. No nos rendiremos. Esto es lo
importante: no nos rendiremos. Seguiremos intentándolo. Haremos lo mejor que
podamos y confiaremos en que Dios nos conducirá seguros a la meta de nuestro
zigzagueante sendero. Lo hará.
2
Resulta extraño que muchos de nosotros mostremos tan poco afán por ir al
Cielo. Todos tenemos un gran deseo de ser felices. Estamos pendientes con mucha
anticipación de las vacaciones que se acercan, en las que, liberados durante un cierto
tiempo de la monótona rutina, podamos «divertirnos un poco». El pensamiento del
Cielo, en comparación, nos deja impasibles. No experimentamos nin guna sensación de
placentera felicidad ante la visión de lo que nos espera tras la muerte.
Una de las razones de esta actitud impasible hacia las alegrías del Cielo es el
hecho de que para estar en él hay que haber muerto antes. Para muchos de nosotros,
además, la muerte será precedida por el sufrimiento. Nuestras mentes están tan
preocupadas con la idea del sufrimiento y la muerte, que parecemos incapaces de
levantar la vista para ver lo que viene después. El sufrimiento y la muerte son el polvo
de la ventana, que empaña la visión del mundo maravilloso que hay fuera de nuestra
destartalada vivienda actual.
No es deshonroso que nos asuste enfrentamos con la muerte. Dios ha querido
que sea así. Si la muerte fuese demasiado atractiva, podríamos no tener el debido
cuidado con nuestra vida y nuestra salud; podríamos exponernos con demasiada
facilidad a peligros físicos. Nuestra aversión a la muerte es el mecanismo constructivo
mediante el cual Dios se asegura de que alcanzaremos el número de años que ha
dispuesto para nosotros. En pocas palabras, el instinto de auto-conservación.
Con todo, y a pesar de nuestra repugnancia por la muerte, da la impresión de que
el Cielo debería ejercer sobre nosotros una atracción mayor que la que ejerce. Pero esto
no puede ocurrir a menos que obliguemos a nuestra mente a traspasar el horrible
espectro de la muerte, a menos que meditemos con frecuencia sobre el futuro sublime
que nos espera.
No podemos, por supuesto, llegar en esta vida a conocer lo que el Cielo es. La
intensidad de la felicidad que allí se alcanza está tan por encima de nuestra imaginación,
que ni siquiera Dios puede hacer comprender a nuestras limitadas mentes la naturaleza
de la bienaventuranza que nos tiene preparada. Si un publicista tuviera que inventar un
eslogan, para el Cielo, bien podría ser éste: «Hay que verlo para apreciarlo». Una madre
podría explicar mejor a un niño de cinco años la naturaleza de la felicidad conyugal, que
Dios la felicidad del Cielo a nosotros.
No somos tan ingenuos como para pensar que el Cielo es un parque bonito y
tranquilo en el que nos sentaremos cómodamente y charlaremos con nuestros parientes
y amigos, por el que Dios se paseará de vez en cuando para saludarnos inclinando la
cabeza con un gesto de aprobación. Pero ¿hemos intentado alguna vez imaginar, aunque
sea vagamente, lo que pueda ser el caer en el torrente impetuoso del amor de Dios por
nosotros, una vez disuelta la barrera de la carne? ¿Hemos tratado de entender lo que
significa encontrarse en una explosión de amor, cuando con ojos ilimitados se percibe al
que es infinitamente bueno e infinitamente amable?
En esta vida encontramos la felicidad más grande en compañía de la gente que
queremos y que nos quiere. Pero nunca hemos conocido un amor tan grande y, por lo
tanto, una felicidad tan inmensa como aquella que, sin sepa ramos de ellos -sino todo lo
contrario-, nos lleve a poseer a Dios y a que Él nos posea a nosotros. Sí, veremos a
nuestra familia y a nuestros amigos en el Cielo, nos gozaremos -de una manera en cierta
forma inconsciente-de que estén con nosotros. Pero nosotros y ellos estaremos tan
embebidos en la penetrante alegría de amar a Dios y de ser amados por Él, que
tendremos poco tiempo de pensar en los demás.
Lo mejor de todo es que la felicidad del Cielo nunca puede desvanecerse ni
disminuir. Sólo puede crecer y crecer y crecer por toda la eternidad. Y la eternidad -
recordémoslo- no es un espacio muy largo de tiempo: es un único momento de exquisita
evasión..., que no tiene fin. En el Cielo no existe la sucesión del tiempo. Si después de
haber estado en el Cielo un billón de años, alguien nos preguntara cuánto tiempo
llevábamos allí, nuestra respuesta sería: «¡Acabo de llegar!».
Es una lástima que no tomemos de nuestra fe en el Cielo la fuerza espiritual que
deberíamos tomar. Las tentaciones perderían mucha fuerza y los problemas diarios,
mucho peso, si pudiéramos darnos cuenta, siquiera mínimamente, de qué cosas tiene
Dios preparadas para aquellos que le aman.
3
¿Cuál de los atributos de Dios tienes más presente? La respuesta a esta pregunta
revelará mucho sobre el tono habitual de tu vida interior.
Una persona, al pensar en Dios, puede dar énfasis al atributo de su infinita
justicia. Verá a Dios en su papel de juez del hombre. La imagen que tenga de Dios se
parecerá a la de un padre severo y exigente. En consecuencia, es probable que su vida
interior tenga un trasfondo de ansiedad, o incluso de temor excesivo. No sólo se
preocupa de las imperfecciones presentes, sino también de las faltas pasadas. «¿Puedo
estar seguro -se pregunta-de que se me han perdonado? ¿Puedo estar seguro de que la
ira de Dios se ha aplacado?» Paradójicamente, puede ser una persona virtuosa a pesar de
su preocupación: a veces, los que menos tienen que temer de la justicia de Dios son los
que más se preocupan por ella.
En cambio, hay otro tipo de personas que piensan siempre en Dios como
infinitamente misericordioso; para éstos, Dios es el Dios de la compasión y de la
ternura. He aquí otra paradoja: la persona que sólo enfoca la misericordia de Dios es con
frecuencia laxa en su vida interior, o incluso adicta al pecado habitual. Se imagina a
Dios como un padre indulgente meciendo a su hijo. Otorga a Dios una tolerancia sin
límites, no sólo para la flaqueza humana, sino también para la pereza y la maldad. Tal
imagen puede llegar a engendrar paz en la conciencia, pero una paz falsa, como la que
pueda sentir una persona que, sin saberlo, esté inhalando gas de monóxido de carbono.
Otro tipo menos frecuente de personas es el que se obsesiona con el atributo
divino de la omnisciencia. Para una persona así, el Dios que todo lo sabe no es tanto
amoroso y protector como un superior dispuesto a contemplar cada movimiento con
mirada crítica. En consecuencia, esa persona será nerviosa e indecisa en temas
espirituales y morales. Siempre consciente de la vigilancia apremiante y justiciera de
Dios, tendrá miedo de que cada una de las cosas que hace sea equivocada. En su forma
más extrema, este estado de ánimo se llama escrupulosidad.
El ideal sería que nuestra imagen de Dios fuera equilibrada. Dios es justo, sin
duda; pero no hay que dejar que su justicia nos haga olvidar su misericordia. Sí, es
misericordioso; pero la convicción de su misericordia no debe cerrar nuestros ojos a su
justicia. Es un Dios que todo lo sabe, en cuya presencia vivimos y nos movemos; pero
el cuidado que tiene de nosotros no es una actitud pesimista, que espera siempre lo peor.
Dios vigila sobre nosotros sólo para defendernos, mantenernos y enseñarnos en nuestro
crecimiento espiritual.
No es fácil mantener siempre un equilibrio perfecto en nuestra idea de Dios. De
todas maneras, hay un atributo de Dios en el que nos podemos concentrar sin miedo a la
exageración: su infinita bondad. Dios es bueno no sólo en el sentido de que es santo,
sino también en el de que es bueno con nosotros. Es el Dios de la generosidad sin
límites, cuyo celo por nuestros intereses no conoce reservas.
Muy pocos son capaces de valorar la bondad de Dios como se debe. Esto se
manifiesta en el hecho de que la proporción de nuestras oraciones que dedicamos a dar
gracias sea tan pequeña. Aunque pasáramos todo el día sin hacer nada más que decir
«Gracias, Dios mío», no habríamos correspondido adecuadamente por todo lo que Dios
ha hecho, hace y va a hacer por nosotros.
Párate un instante y echa una mirada atrás a tu vida. A medida que vas revisando
los años, ¿no es cierto que descubres muchos momentos en los que la mano de Dios es
claramente visible, aunque no lo fuera entonces? Quizá hubo una época de tentación,
cuando fácilmente pudiste haberte encaminado a la ruina espiritual, e incluso podías
haber acarreado la infelicidad a los que te querían. Parece un milagro que lograses
sobrevivir a la tentación o que, de alguna manera, escapases a las consecuencias de tu
pecado. Ciertamente fue un milagro, aunque entonces pudiera parecer un simple golpe
de suerte.
Asimismo, en esa mirada retrospectiva quizá repares en una temporada de
desánimo grande en tu vida: la muerte de un ser querido, la pérdida de un trabajo, una
enfermedad grave o el fracaso de un plan deseado. Entonces Dios parecía lejano;
dudabas incluso de que se preocupara de ti. Ahora, sin embargo, puedes ver el gran bien
que ha surgido de ese aparente desastre. Dios estaba pendiente de ti, aunque tú pensases
que te había olvidado.
Todos nosotros, si hemos dado a Dios alguna participación en nuestra vida,
podemos volver la vista a esos períodos de gran crisis y ver en ellos la semilla de
posteriores beneficios para nosotros mismos. Puede haber algún lector de esta página
que esté pasando por alguna de esas crisis ahora mismo. Tal vez se sienta tentado de
pensar que Dios le ha abandonado y no crea que pueda salir ningún bien de la agonía
que está padeciendo. Pero Dios es bueno. Dios sí que se preocupa. Dios está en el tema.
Dentro de cinco o diez o quince años podrás mirar atrás y decir: «Gracias, Señor.
Reconozco que, para que mi bien fuera mayor, tuvo que pasar la oscura noche».
Nos es difícil de entender el hambre que Dios tiene de amarnos, la urgencia con
que nos quiere con Él eternamente en el Cielo. No hay nada que no vaya a hacer para
llevarnos seguros a Él, con tal de que nos abramos un poco, de que cooperemos en una
mínima parte. Y a su bondad se unen su infinita sabiduría y poder. Sabe lo que es más
eficaz para nuestro temperamento y flaquezas personales. Tiene poder sobre las
circunstancias para que sus objetivos se cumplan.
Por cada gracia notable que nosotros, mirando hacia atrás, podamos reconocer,
hay, desde luego, un millón de gracias menores, de las cuales no es capaz de alcanzar
nuestro entendimiento ni siquiera la décima parte. Como un huésped de suaves e
invisibles dedos, las gracias constantes de Dios nos empujan hacia adelante. Sólo de vez
en cuando notamos un empujón más fuerte y evidente que, dada la terca resistencia que
oponemos, no puede ser puesto en duda.
Quizá nos haga mucha falta que, junto con nuestra oración de petición, abunden
mucho más nuestras acciones de gracias y, sobre todo, los actos de esperanza.
V. El amor es el fruto
1
Sabemos que toda la vida interior puede resumirse en una sola frase: «Amar a
Dios». Para eso nos ha creado: para que podamos amarle. Ésta es la única razón de
nuestra existencia, lo que nos prepara para el éxtasis de la unión cara-a-cara con Él en el
Cielo. Sin amor, un alma podría ir al mismo centro del Cielo y seguir estando en el
infierno; podría estar rodeada de Dios, los Ángeles y los Santos, y no darse cuenta de su
presencia. Un alma sin caridad es un alma sin visión sobrenatural, un alma
completamente ciega.
Es una gracia que Dios haya infundido en nuestras almas la virtud de la caridad
en el bautismo; que nos haya dado ese don para amarle. No es fácil amar a alguien a
quien no hemos visto nunca; y esto es especialmente difícil cuando nuestro amor hacia
un Dios invisible entra en conflicto con el deseo de un bien menor, pero visible. La
realidad es que, sin la ayuda de Dios, seríamos incapaces de amarle.
Por otro lado, se nos presenta como un gran misterio el hecho de que nuestro
amor signifique tanto para Dios. Si lo pensamos honradamente, tendremos que admitir
que nuestro amor, incluso en sus mejores momentos, es muy imperfecto. Siempre hay
una buena parte de interés propio, aun en nuestros amores más desinteresados: a la
mujer, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Puede ayudarnos a iluminar un poco
este misterio el examen de lo que podríamos llamar la «anatomía» de nuestro amor de
Dios.
Lo más importante que nos sucede al ser bautizados es que nos hacemos uno con
Cristo; nos incorporamos a Cristo, sería la expresión teológica. Nos unimos a Cristo de
una forma que nuestra mente humana no puede ni siquiera intuir. Cristo nos hace
partícipes de su Espíritu, del Espíritu Santo, del Espíritu del amor divino. No hay
ejemplo que pueda ser adecuado para ilustrar la naturaleza de nuestra unión con Jesús;
el más cercano, al que podemos llegar por vía de paralelismo, es imaginarnos la
intimidad de la unión que existiría entre dos personas que compartieran una única alma.
De alguna forma, cada uno sería el otro. Algo similar ocurre después del bautismo: en
cierto sentido, tú eres Cristo y Cristo es tú mismo.
Nuestra unión espiritual con Cristo, sin embargo, no destruye nuestra libertad
personal: con nuestra cooperación hacemos posible que Jesús actúe en y a través de
nosotros. Y así lo hace, especialísimamente, en nuestros actos de amor de Dios, que
consisten simplemente en identificar nuestra voluntad con la suya: lo que Dios quiere es
lo que nosotros queremos. Ese amor nuestro se muestra en nuestra obediencia a la Ley
de Dios, una obediencia que supone el sacrificio de uno mismo.
Nuestra obediencia, acto de renuncia a nosotros mismos, crea un conducto sin
obstáculos por el que el propio amor de Cristo puede ir, a través de nosotros, al Padre.
Nuestro amor personal -aun el más grande- es ridículamente débil. Pero nuestro amor es
transformado para convertirse en vehículo del amor de Dios. No somos nosotros los que
amamos a Dios; es Cristo el que, a través de nosotros, ama al Padre. Tantos millones de
almas bautizadas en estado de gracia como hay, son como otros tantos prismas, a través
de los cuales el amor infinito de Jesús se refracta hacia el Padre, con una variedad sin
límites. El Espíritu Santo, el Espíritu de amor, fluye del Hijo al Padre de cien millones
de formas diferentes. Y como el amor divino es un intercambio, el amor del Padre
vuelve al Hijo con la misma diversidad. Amándonos a cada uno de nosotros, Dios puede
amar, y ama de hecho, a su Hijo.
Por tanto, somos los instrumentos creados del amor de Dios. Somos agentes de
ese comercio de amor infinito que para siempre ocupa al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo. Está claro que, cuanto más nos apartemos del yo, seremos agentes más efectivos.
Cuanto más nos apartemos del pecado -no sólo mortal sino también venial-,
cumpliremos con más perfección nuestra vocación de amar.
2
Dios nos ha hecho para amarle... por siempre. Toda la razón de ser de nuestra
vida se contiene en esa vocación de amar. Comparados con esta vocación, todos los
objetivos humanos caen en la mayor insignificancia.
A primera vista, puede parecernos que Dios es miserablemente mal pagado.
Todo el mundo va de un lado a otro durante el día, ocupado en mil deberes e intereses.
Los padres trabajan en una carrera contra reloj para mantener a sus familias; las madres
sirven a las necesidades del marido y los hijos, sin distracción; hombres y mujeres
solteros en colegios, oficinas y mercados tienen sus propias preocupaciones y tensiones.
Sentimos la tentación de decir: «damos a Dios una parte muy pequeña de nuestro
tiempo. Si Dios nos hizo para eso, su propósito no le está dando muy buen resultado».
Pero, si luego nos fijamos en la naturaleza de la caridad, nos daremos cuenta de
que no se trata de pasar todo el día mirando al Cielo (o al Sagrario) y diciendo una y
otra vez: «¡Dios mío, te quiero!». Deben hacerse actos explícitos de amor, sí; pero lo
que principalmente espera Dios de nosotros es que le mostremos nuestro amor hacia Él
cumpliendo con lo que nuestra naturaleza humana nos exige.
Eso significa -como mínimo- que respetemos la voluntad de Dios y vivamos
nuestras vidas dentro de los límites de sus mandatos. Mejor dicho, significa que Dios
debe ser el objeto de toda nuestra vida; aparte de todos los fines intermedios que nos
propongamos, Dios debe ser el fin último de todas nuestras acciones.
En la práctica, esto consiste en tratar de cumplir lo mejor posible con las
obligaciones que la vida nos ha impuesto. Si estamos unidos a Cristo por la gracia
santificante, el amor de Dios se manifestará en nuestro esfuerzo por ser un buen padre,
madre, prójimo, ciudadano o feligrés. Amaremos a Dios siendo un buen profesor,
enfermera, secretaria, mecánico, comerciante, médico, abogado o político. Amaremos a
Dios incluso en nuestro trato social y en nuestras diversiones.
En pocas palabras, amamos a Dios tratando de hacer buen uso de los talentos,
grandes o pequeños, que Él nos ha otorgado. De alguna manera, las circunstancias de la
vida nos han situado en un área de existencia y de actuación determinada que es
exclusivamente nuestra. Esta área, por poco importante que pueda parecer, es la parcela
particular de todo el panorama divino en la que Él quiere que trabajemos. O bien,
cambiando el ejemplo, es nuestro «ritmo», que debemos llevar lo mejor que nuestra
capacidad nos permita.
A medida que avanzamos en nuestro día, estamos llevando a cabo el plan de
Dios para el mundo. Para Dios, éste es el séptimo día; Él está «descansando» y deja que
nosotros continuemos (bajo su dirección) la obra de la Creación. No estamos pensando
conscientemente en Dios todo el tiempo más de lo que un hombre piensa explícitamente
en su familia, cuando su mente está ocupada en el trabajo que le da el pan y la
mantequilla. Con todo, cada nuevo día con Dios como nuestro fin último habla de
nuestro amor hacia Él.
Puede parecernos que ejercemos una influencia ridículamente débil sobre el
mundo. Podemos ver muy poca «creatividad» o importancia a gran nivel en lo que
estamos haciendo. Sin embargo, esto no debe preocuparnos. Un hombre en una trainera
dobla su espalda para remar sin saber ni preocuparse de lo que hay delante de la barca;
deja la dirección al timonel. Para nosotros, Dios es el timonel, y nuestra contribución a
su objetivo final puede ser mucho más importante de lo que creemos.
No, Dios no está siendo tan mal pagado en amor como el ocupado mundo en el
que vivimos pudiera aparentar. Ciertamente, es una pena que haya tanta gente que no
tenga su vida orientada hacia Dios, que no haga más que desafiarse continuamente a sí
misma; y debemos compensar a Dios, con un servicio más perfecto, por todo el amor
que busca y no encuentra.
3
Sabemos que, si amamos a Dios, deberemos amar también todo lo que Él ama;
debemos amar a nuestro prójimo. Dios ha hecho que ésa sea la puerta y la medida de
nuestro amor por Él. «Si alguien dice que ama a Dios y no ama a su prójimo -nos
advierte San Juan- es un mentiroso.»
Más aún, el amor por nuestro prójimo debe ser medido por el amor que nos
tenemos a nosotros mismos: «Amarás al prójimo como a ti mismo», es el mandamiento
de Dios. Hay una peculiar clase de amor propio que es reprochable: el narcisismo de la
persona ego-centrista que se rinde culto a sí misma; pero también hay un verdadero y
sano amor propio que Dios quiere que todos tengamos.
Ese amor propio se manifestará, a nivel material, en el cuidado inteligente que
tenemos de nuestro bienestar físico y mental. Evitamos peligros innecesarios para
nuestra salud y seguridad; procuramos conseguir todo lo que sea preciso para mantener
la salud del alma y del cuerpo: comida, alimento, cobijo, medicinas, amistades y afecto;
evitamos el dolor corporal y mental innecesario y buscamos la felicidad que este mundo
debe dar; tratamos de dar a nuestra vida natural la duración que le está destinada.
A nivel sobrenatural, las pretensiones del amor propio son similares, pero con un
fin más alto: lo que buscamos con ello es la vida eterna. Para lograrla evitamos todo lo
que ponga en peligro nuestra felicidad eterna; intentamos dar a nuestra alma, a través de
la oración y los sacramentos, todo lo que precisa para su crecimiento y su salud, para
conservarla en gracia.
El amor propio a nivel material es algo que poseemos con relativa facilidad,
gracias a nuestro instinto de conservación. Pero la práctica del amor propio a nivel
sobrenatural es más difícil de lograr; no es un instinto natural, sino que surge de la
virtud de la fe, fortalecida por la de la esperanza. Dado que el alma es tan superior al
cuerpo, y la vida eterna tan superior a la terrena, debemos otorgar primacía siempre a
nuestro bienestar espiritual. Puede haber momentos en los que haya que sufrir dolor
corporal y privaciones por el bien de la salud espiritual e, incluso, sacrificar la vida
natural para preservar la sobrenatural, como los mártires han testimoniado.
Debe estar claro, ahora, lo que Dios quiere decir cuando nos invita a amar al
prójimo como a nosotros mismos. Debemos desear para nuestro prójimo lo que
queremos para nosotros: los medios necesarios para adquirir la salud natural y la
felicidad en la medida en que sean posibles y, sobre todo, para alcanzar la vida eterna.
El amor al prójimo se manifiesta, a un primer nivel, en la preocupación que
tenemos por su bienestar temporal. Ésta es la razón por la que llamamos caridad, o
amor, a nuestros esfuerzos por mejorar la situación de nuestros hermanos menos
favorecidos. Tanto personalmente como a través de nuestros obispos y organizaciones
benéficas, alimentamos a los hambrientos; vestimos a los desnudos; damos cobijo a los
qué no tienen hogar y educación a los incultos; combatimos los prejuicios raciales;
cuidamos a los enfermos, buscamos la justicia y la igualdad de oportunidades para
todos.
A un nivel más alto -y más importante-, buscamos el bienestar espiritual de
nuestro prójimo: rezamos por toda la humanidad cuando pedimos la conversión de los
pecadores e infieles; cooperamos en la obra de conversión de nuestra propia parroquia y
contribuimos a las misiones nacionales y extranjeras; estamos dispuestos, si nos lo
piden, a colaborar en la catequesis; de palabra cuando es posible, y siempre con el
ejemplo, tratamos de animar a los débiles a ser mejores y de ganar a los que están en
pecado.
Nuestro amor al prójimo no tiene que ser fruto del sentimiento, como no lo es
nuestro amor a Dios. Lo que prueba e indica nuestro amor no es lo que sintamos hacia
nuestro prójimo que, en un caso determinado, puede parecemos antipático, sino lo que
de verdad hagamos por él.
Teniendo en cuenta la suprema importancia del amor al prójimo, sería bueno que
nos examinásemos periódicamente de nuestra fidelidad a esta obligación. Cada domingo
por la mañana, después de recibir la Sagrada Comunión, cuando le decimos al Señor lo
que le queremos, podríamos preguntamos: «¿Qué he hecho esta semana para mostrar mi
amor al prójimo?».
4
Sería mucho más fácil amar a Dios si no nos pidiese que demostrásemos ese
amor queriendo al prójimo. En ocasiones, la obligación de amar al prójimo es el deber
más difícil de los cristianos. La razón es que el prójimo no es sólo esa persona tan
agradable con la que nos lo pasamos «en grande»; nuestro prójimo incluye también a la
más antipática y ruin de las personas con que nos podamos encontrar.
Escucha a Jesús: «Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu
enemigo; pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian,
rezad por los que os persiguen y os calumnian, para que podáis ser hijos de vuestro
Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 43-45).
Nuestra naturaleza humana -nuestra naturaleza meramente humana- se rebela
ante esta idea. Si alguien nos ha ofendido, todo nuestro ser clama venganza. Si
«todavía» no hemos encontrado la forma de hacerlo, alimentamos rencores contra el
culpable. Imaginamos para él toda clase de cosas malas, y esperamos, en el fondo, que
alguna de ellas le ocurra. Por lo menos, éste es nuestro primer impulso.
Afortunadamente, Dios no nos pide que amemos a nuestros enemigos con un
amor natural, que es una emoción que surge en nosotros hacia una persona que nos
atrae con fuerza. Sería casi imposible tener este amor natural por un enemigo, sentir
afecto por alguien que nos ha herido profundamente.
Dios nos pide un amor sobrenatural, que no depende del sentimiento en
absoluto. Por medio de ese amor sobrenatural, superamos nuestras emociones y vemos a
nuestro enemigo a través de los ojos de Dios, más que a través de los nuestros. Vemos a
esa persona desagradable como un alma que Dios ha creado por amor, un alma que
quiere tener con Él en el Cielo, un alma por la que Jesús ha muerto. Si nuestro enemigo
es tan valioso para Él, no nos atreveremos a oponernos a Dios, a desear un mal a nuestro
adversario, a condenarlo al infierno, ni siquiera con el pensamiento.
Por el contrario, pondremos los medios para reprimir ese rencor. Aun
costándonos, diremos sinceramente: «Sí, Dios mío, perdono a esta persona que me ha
ofendido en aquello». Luego rezaremos por ella, para que reciba las gracias necesarias
para cambiar su forma de ser y convertirse en la clase de persona que Dios quiere.
La oración es el antídoto perfecto del odio. Si eres capaz de rezar por una
persona, no la odiarás. Quizá sientas aún una fuerte aversión por ella, pero tu amor
sobrenatural está por encima del sentimiento, como la luz del sol sobre las nubes.
Has perdonado a tu enemigo. Estás rezando por él. ¿Espera Jesús algo más de ti,
cuando dice «amad a vuestros enemigos»? ¿Debes admitir a tu adversario en tu círculo
de amigos y actuar como si nada hubiera sucedido?
No necesariamente. Si sabes que esa persona te volverá a herir si le das la
oportunidad, una manifestación de sabiduría será evitarlo, en la medida que puedas.
Más aún, tienes derecho a buscar resarcimiento por los daños que te ha causado. Quizá
tengas que llevarle a juicio, al tiempo que rezas por él.
De todas maneras, si alguien que te ha ofendido te pide perdón, debes
perdonarle. Ya le habías perdonado interiormente, y ahora lo haces también de forma
externa. Le tratarás educadamente, le saludarás si te cruzas con él por la calle o le
encuentras en una reunión social. Ciertamente la perfección de la caridad está en
recorrer más de la mitad del camino hacia tu enemigo, dar el primer paso hacia la
reconciliación. Un simple «¿qué tal?», cuando te encuentras con tu enemigo, le hará ver
claro que no le guardas rencor. Si se niega a responder o lo hace de forma descortés, tú
has cumplido con tu deber. No tienes necesidad de volver a hablarle hasta que sea él
quien tome la iniciativa.
Perdonar, rezar, reconciliarse. Para el que ha sido profundamente ofendido,
ninguna de estas cosas es fácil. He ahí la razón de por qué el amor a nuestros enemigos
es una prueba tan infalible de nuestro amor a Dios.
5
Hay pocos refranes tan mal entendidos como el que dice que «la caridad
empieza por los de casa». Con frecuencia, esta máxima se invoca para conseguir
esquivar una obligación externa a nuestra familia. «No puedo dar nada para la
construcción de la parroquia», dice un hombre; «aún no he pagado el piso y la caridad
empieza por los de casa». Cuando se pide a una mujer que participe en alguna actividad
fuera de su familia, se excusa diciendo que ésta necesita toda su atención; «la caridad
empieza por los de casa», repite mentalmente. La actitud de ciertas personas puede estar
totalmente justificada al declinar la responsabilidad propuesta; no obstante, cuando
dicen que «la caridad empieza por los de casa» no están utilizando la frase según su
verdadero significado.
El sentido correcto del proverbio es el de que en el hogar de todos -esté donde
esté-debe reinar el amor. Si no practicamos la caridad con los que tenemos más cerca,
¿cómo podemos afirmar que amamos al prójimo? «La caridad empieza por los de casa»
significa que el hogar es el sitio más adecuado para demostrar nuestra caridad.
Una de las continuas tragedias de la vida es que causamos -¡con tanta
frecuencia!- los daños mayores a los que tienen más derecho a nuestro amor. Es cierto
que el hogar nos presenta muchas tentaciones contra la caridad; en familia ¡están tan a
la vista de unos las faltas y debilidades de los otros! Es inevitable que pongamos
nerviosos a los demás en ocasiones: ¡Nos enfadamos por tan poca cosa! «¿Tienes que
hacer siempre tanto ruido con la boca?», decimos; «¿No sabes sentarte sin hacer ruido
con los dedos en la mesa?». «¿No puedes dejar de chapotear en el baño?»
Otra fuente de faltas de caridad en el hogar es el hecho de que estemos tan
indefensos ante los demás. Como no tenemos nada que temer de los que nos quieren, es
fácil que recaigan sobre ellos las broncas y los enfados que pertenecen a otros. Un lugar
común psicológico lo constituye el hombre que, regañado por su jefe, vuelve a casa para
hacer pasar a su mujer un mal rato. Es ella la que se gana el resentimiento que él no se
ha atrevido a mostrar ante el jefe.
Los niños también soportan, en muchas ocasiones, enfados indebidos. Javi
comete una pequeña falta que no requiere más que una ligera indicación. La madre, sin
embargo, tiene un mal día y está «hasta las narices». Por eso, la travesura de Javi le
acarrea toda una reprimenda totalmente desproporcionada a la magnitud de la falta
cometida. Javi no sabe que acaba de convertirse en desaguadero de la ira acumulada por
su madre; sólo puede llorar quejándose -en su mundo- de las injusticias de «los
mayores».
Pero Javi se tomará la revancha haciendo a su familia destinataria de sus
enfados. Ha hecho alguna tontería hoy en clase y ha sido humillado por las iras de sus
compañeros. Ha vuelto del colegio en plan testarudo e irrita a su familia durante el resto
de la tarde. Puede excusarse la conducta de Javi, por supuesto: no tiene la concepción de
una persona mayor sobre la dinámica de la conducta humana.
Por lo demás, no hay duda de que la caridad debe empezar por los de casa. Para
una familia que se tira los trastos a la cabeza frecuentemente, hay una solución muy
simple: que sus miembros se pongan de acuerdo en tratarse como amigos, más que
como parientes; que muestren entre sí la misma consideración y cortesía que mostrarían,
no ya sólo a amigos, sino a personas conocidas eventualmente; que usen tanto como
quieran expresiones del estilo de «por favor», «gracias», «¿te importaría...?», «perdona»
y «lo siento»; que vayan con cuidado con los resentimientos que vienen de fuera y
buscan una cabeza inocente que hacer rodar; que cada uno se vigile especialmente
cuando esté cansado o preocupado sin razón; sobre todo, que cada uno tenga el
suficiente sentido del humor para soportar las faltas de los demás.
Una familia así hallará sus esfuerzos muy bien recompensados por la paz y la
armonía que habrá en su hogar. La caridad habrá empezado por los de casa y saldrá de
ese hogar hacia todo el mundo, y Cristo podrá habitar allí confortablemente como uno
más de la familia.
VI. Los puntos de apoyo de la santidad
1
La palabra «prudencia» no está hoy en día de moda. El viejo consejo «deja que
tu conciencia sea tu guía», ha dado paso al «¡Sigue ese impulso! Si sientes que tienes
que hacer algo, hazlo. No te dejes martirizar por los dictados de la razón»: Eso afirma la
filosofía -si puede llamarse así- por la que guían su conducta muchos de nuestros
contemporáneos.
Algo que pone de manifiesto este hecho es la creciente frecuencia con que se
hacen y deshacen los matrimonios. Ignorando toda responsabilidad ante Dios o hacia los
hijos, hombres y mujeres van -a través del juzgado- de idilio en idilio. Para ellos, la
razón ha sido destronada en favor del sentimiento.
La persona prudente no es esclava del sentimiento, como tampoco es tímida o
excesivamente precavida. La virtud de la prudencia no es más que el hábito de actuar de
acuerdo con los principios de la recta razón. Denominamos conducta racional a la
conducta prudente, para diferenciarla de la conducta impulsiva. Una persona prudente
mide las consecuencias de sus acciones antes de tomar una decisión; las consecuencias
para él y para los demás. No actúa basándose en lo que siente al hacerlo, sino a la luz de
lo que, considerados todos los elementos, debe hacer. La prudencia es la prueba de la
verdadera madurez. Sin lugar a dudas, a la persona que «nunca creció» le falta
prudencia.
La prudencia puede ser virtud natural o sobrenatural. La prudencia natural se
refiere principalmente a los asuntos temporales. Se practica la prudencia natural cuando
se cierra la casa por la noche, para evitar que entren ladrones. De modo similar, se es
prudente cuando se pagan las deudas puntualmente, para que no le retiren a uno el
crédito conseguido.
La prudencia natural es una virtud adquirida por la experiencia tanto propia
como ajena. Aprendemos, sobre todo, de nuestros fallos. Cuando hacemos alguna
tontería, con resultados deplorables, tendremos cuidado, si somos inteligentes, de no
repetirla.
La prudencia sobrenatural, sin embargo, no puede adquirirse. Con las demás
virtudes cardinales de la justicia, fortaleza y templanza, fue infundida en nuestras almas
por la gracia del bautismo. Estas cuatro virtudes reciben el nombre de «cardinales», que
viene de la palabra latina cardo, que significa «punto de apoyo», «quicio». Todas las
otras virtudes morales se apoyan en la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Sin ellas, ninguna otra virtud podría practicarse en grado de perfección.
La prudencia sobrenatural es un don que otorga Dios para distinguir entre lo que
es bueno y lo que es malo en sentido moral, así como para distinguir lo bueno de lo
mejor. Si pagas tus deudas puntualmente para mantener tu crédito, estás practicando la
prudencia natural; si lo haces porque lo consideras como una obligación de conciencia,
estás practicando la prudencia sobrenatural. Cuando un hombre casado piensa: «debo
dejar de coquetear con esa chica si no quiero dar al traste con mi reputación», es
naturalmente prudente; cuando piensa: «debo dejar de coquetear con esa chica si no
quiero arriesgarme a cometer adulterio», es sobrenaturalmente prudente.
Parece claro que la prudencia, tanto natural como sobrenatural, es una virtud que
debe ser muy apreciada. Puede resultar difícil saber, en un caso concreto, si la prudencia
ha sido natural o sobrenatural; determinar si nos han impulsado motivos humanos o
sobrenaturales. No debemos preocuparnos. Será mucho más fácil que la prudencia
sobrenatural actúe si tenemos una prudencia natural a partir de la cual edificar; dice un
axioma teológico que la gracia actúa con mayor eficacia cuando se apoya sobre la
bondad natural.
Probablemente hay poca gente que se preocupe de pedir a Dios, en su oración,
que le aumente la prudencia. A pesar de ello, Dios es el único del que un aumento de la
prudencia sobrenatural puede proceder. Si nuestra felicidad, la de ahora y la de la otra
vida, depende en tan gran medida de la prudencia, parecería demasiado imprudente
omitir esta petición en nuestras oraciones diarias.
2
La justicia es la virtud por la que damos a cada persona aquello a lo que tiene
derecho. Por el contrario, la injusticia es el vicio por el que privamos a alguien, en
contra de su razonable voluntad, de aquello a lo que tiene derecho. La justicia es una de
las cuatro virtudes cardinales, uno de esos cuatro puntos de apoyo de los que todas las
restantes virtudes morales dependen.
En los libros de texto de Teología Moral que estudian los candidatos al
sacerdocio, ocupa mucho más espacio el apartado de «la justicia y los derechos» que el
de cualquier otra virtud. Esto no es sorprendente, ya que ninguna otra virtud da lugar a
tantas preguntas como ésta.
«¿Es el robo de 1.000 pesetas un pecado venial o mortal?»; «¿Estoy obligado a
restituir un artículo que he aceptado, sabiendo que era robado?»; «¿Es pecado falsear la
declaración de impuestos?»; «¿Qué debo hacer si una tienda se equivoca a mi favor al
hacer la cuenta?». Éstas y un millar de preguntas similares giran en torno a la virtud de
la justicia. Será mejor dejarlas para el propio confesor o la sección de consultas de la
hoja parroquial, ya que no es nuestro propósito abordarlas aquí.
Tampoco tiene aquí cabida ese aspecto de la justicia que constituye una
auténtica plaga en nuestros días: la justicia racial. El mal moral que supone el negar a
una persona sus derechos económicos, sociales o educativos, por razón de su color, es
indudable; como también lo es el que pocos de nosotros estamos libres de falta en este
tema.
Seamos del Norte o del Sur, del Este o del Oeste, la mayoría de nosotros hemos
pecado, tanto por discriminación activa como por pasivo consentimiento. No obstante,
se ha dicho y escrito bastante sobre este tema como para mover la conciencia de
aquellos a los que aún les funciona. No es -ahora- mi intención el añadir nada a esos
consejos. Por el momento, prefiero centrar la atención sobre un campo más restringido
de la justicia.
Los objetos físicos no son las posesiones más preciadas del hombre. Puede haber
seres anormales que consideren el dinero como el bien más alto, pero la mayoría de
nosotros estaremos de acuerdo en que la felicidad es mucho más preferible que la
riqueza. La primera es un compuesto de muchas cosas: el sentimiento de la propia
dignidad, la confianza en que uno es querido por algunos y respetado por todos, el
contentarse con lo que uno tiene, la paz interior, etc., son algunos de los componentes
de esa felicidad.
Pero existe algo muy particular en el comportamiento humano: estamos
dispuestos a quedarnos sin nuestras posesiones materiales, si tuviéramos que hacerlo,
para conservar nuestra felicidad (de hecho, esto es lo que muchos hacen al abrazar la
pobreza voluntaria) y, en cambio, aunque nunca hayamos pensado en robar ni un
céntimo a nadie, somos capaces de estorbar o destruir la felicidad de otros sin muchos
escrúpulos de conciencia.
Hay muchas formas de quitar a otros la felicidad y, por tanto, de pecar contra la
justicia. Un ladrón muy común de la felicidad es, por ejemplo, la murmuración. Si, por
habladurías, echamos abajo la reputación de una persona y hacemos que disminuya el
respeto que se le tiene, pecamos contra la justicia, además de contra la caridad; si, por
medio de astutas insinuaciones, enfrentamos al prójimo con el prójimo, somos tan
malhechores como un hombre con una pistola; si en casa ponemos caras largas y
siempre estamos dando disgustos a la familia, estamos robando la felicidad a la carne de
nuestra carne y sangre de nuestra sangre.
Hay, también, otras muchas maneras de quitar a los demás su felicidad. La
crítica dura y cruel, el poner en ridículo, las broncas, las respuestas secas a preguntas
hechas con buena intención, etc., son, en grados diferentes, atentados contra la felicidad
de la familia, los amigos o los compañeros de trabajo.
Si somos plenamente conscientes de la infinita compasión de Jesús, Señor
Nuestro, por todos los que sufren, tendremos motivos para preocuparnos cuando hemos
sido un injusto agresor del derecho de otro a la felicidad. El ladrón de dinero tendrá un
juicio menos severo que el ladrón de la felicidad. Haremos bien en pedir que nadie llore
sobre su almohada o use sus puños contra nosotros con la imaginación, por culpa de
alguna acción o palabra nuestra.
3
En las mentes de muchas personas, la palabra «templanza» está asociada al
consumo de bebidas alcohólicas. Tal vez por razón de las actividades de algunas
sociedades benéficas, la virtud de la templanza es concebida como sinónimo de la
completa abstención de bebidas tóxicas.
Habría que aclarar dos malentendidos sobre el concepto de templanza: en primer
lugar, la templanza es la virtud moral que nos sirve de guía en el uso de las cosas
creadas por Dios, y su aplicación no está en absoluto limitada al uso del alcohol; en
segundo término, la templanza no tiene por qué implicar la abstinencia. Quien la
practica es aquel que usa los dones de Dios con moderación, evitando tanto el extremo
del exceso como el del defecto. En otras palabras, la templanza es la virtud de esa regla
de oro: Ni tanto, ni tan calvo.
Por supuesto que hay ocasiones en las que «ni tanto» significa «nada». Para una
persona alcohólica, la virtud de la templanza supondrá la total abstención, porque no es
capaz de tomar ni una sola copa sin perder el control de su avidez por el alcohol. Sin
embargo, otra persona que esté libre de este vicio puede tomar una o dos copas por
razones sociales, y seguir viviendo la templanza.
De modo similar, para una persona soltera o que haya contraído el voto de
castidad, cualquier concesión a su instinto sexual sería una falta de templanza. Para una
pareja casada, por el contrario, la falta de templanza en el sexo sólo se daría cuando uno
de los dos cónyuges pidiera demasiado (exceso) o se negase a aceptar una petición
razonable del otro (defecto).
Si miramos alrededor nuestro -o quizá si nos miramos al espejo- y vemos el alto
porcentaje de personas con peso excesivo, podemos concluir que la falta de templanza
en la comida es mucho más común que la falta de templanza en la bebida. Por más que
la ciencia médica nos advierte de que la obesidad es dañina para la salud, nosotros
seguimos acumulando calorías. Una persona de peso normal, mantenida por una dieta,
ofrece un buen ejemplo de la práctica de la templanza.
Es difícil encontrar un aspecto de la vida al que la virtud de la templanza no
pueda aplicarse. Así, por ejemplo, un ama de casa, que por dejadez tiene su casa sucia y
sin atractivo, estará descuidando la templanza en la limpieza por defecto; si tiene tal
pasión por la limpieza como para sacrificar el confort familiar por la pulcritud, estará
descuidando la templanza por exceso.
La templanza es una de las cuatro virtudes cardinales. Su papel en la vida
interior se parece mucho a la función del regulador de una pieza de maquinaria, cuya
misión sea el conseguir que la máquina funcione a la velocidad debida, ni muy rápida ni
muy lenta.
Solemos pensar en la templanza con relación a cosas materiales, sin tener en
cuenta que también es esencial para nuestras prácticas espirituales. Una persona que no
reza casi nunca, está descuidando la templanza, por defecto, en su piedad. Por otro lado,
un padre o una madre que pasa todo su tiempo libre en la iglesia, en detrimento de su
familia, está descuidando la templanza en su piedad por exceso, porque la vocación de
un padre o de una madre no es la de un fraile o la de una monja de clausura.
De igual manera, una persona puede negarse a participar en alguna actividad
social o parroquial, teniendo tiempo para ello; otra puede estar tan metida en
ocupaciones externas al hogar que descuide sus deberes en casa. Ninguno de los dos
estaría viviendo la virtud de la templanza, uno por defecto y otro por exceso.
Con un poco de examen de conciencia, es probable que muchos de nosotros
hallemos alguna falta de templanza en nuestras vidas. No hay por qué asustarse, ya que
no es fácil mantener siempre un equilibrio perfecto en todo. A pesar de ello, la
templanza es el ideal al que debemos tender y, gracias a Dios, contamos con lo
necesario para alcanzarla: tenemos la virtud cardinal de la templanza infundida en
nuestra alma por la gracia del bautismo.
4
La fortaleza, tal y como lo aprendimos hace tantos años en el catecismo, es la
virtud que nos lleva a soportarlo todo, hasta la muerte, por causa de Cristo. Es una de
las cuatro virtudes cardinales que nos han sido otorgadas a través del bautismo.
Cuando nos enfrentamos con esta virtud, es probable que alimentemos la
esperanza de que, si nos encontramos ante la disyuntiva de negar a Cristo o sufrir la
muerte, tendremos el suficiente coraje para elegir esta última. Pero, como parece
evidente que el martirio es -para muchos de nosotros- una posibilidad remota, lo más
seguro es que pronto dejemos de pensar en ella. En consecuencia, corremos el riesgo de
no considerar la fortaleza como una virtud fundamental, creyendo que para nosotros -
aquí y ahora- no tiene gran trascendencia.
Rebajar aquí la virtud de la fortaleza sería un grave error, ya que, en realidad, es
vital para la práctica cotidiana de nuestra fe. Necesitamos fuerza moral para combatir la
tentación y coraje espiritual para aceptar con alegría la voluntad de Dios y cumplirla con
valentía.
El mérito eterno es la recompensa del esfuerzo y la lucha. Una persona virtuosa -
en el sentido corriente de la palabra- no es una persona que no tiene tentaciones, sino
aquella que se ha enfrentado incluso con grandes tentaciones y las ha vencido. Una
persona sin tentaciones puede ser bondadosa, pero sólo podrá ser virtuosa cuando su
fidelidad haya sido probada.
Tal vez sea el olvido de la virtud de la fortaleza lo que conduzca a los sofismas
con los que los pecadores se excusan a veces. Pensemos, a modo de ejemplo, en una
mujer que se ha divorciado de su «terrible» marido y tiene hijos pequeños. Deja que sus
sentimientos la lleven a enamorarse de otro hombre y, con un matrimonio civil, se
embarca en una unión que es adulterio. «Sé que está mal -afirma-, pero los niños
necesitan un padre. Estoy segura de que a Dios no le parecerá mal.»
Otro ejemplo puede ser el de la madre cuya salud no aguantaría otro embarazo;
su ciclo es demasiado irregular para arriesgarse, su marido encuentra la continencia
demasiado difícil, y opta por la contracepción. «Dios comprenderá nuestra situación -se
dice a sí misma la pareja-; no podemos hacer otra cosa.»
Vayamos ahora al hombre de negocios que se perdona sus trampas con la excusa
de que «tengo que hacerlo para vencer a la competencia», o al encargado de oficina que
defiende sus dudosos negocios, con un «es parte del juego».
Tenemos, además, el numeroso cortejo de los que mienten para evitar un
momento embarazoso, o los que cometen un fraude para salir de un mal momento
financiero, o los que engañan a los niños para aprovecharse de su inocencia, o los que
murmuran de otros para ganar popularidad.
Te habrás dado cuenta de que, en todos estos ejemplos, los protagonistas
suponen que Dios espera que seamos buenos cuando es fácil serlo. Cuando la práctica
de la virtud se hace difícil, nos consideramos dispensados de la obligación de cumplir
los mandamientos. Nadie afirma esta falacia, claro está; lo absurdo de la misma
resultaría demasiado evidente. Con frecuencia, esta cuestión se evita pretendiendo
distinguir entre Dios y su Iglesia; hablando de que la Iglesia prohíbe o manda más de lo
que Dios espera de nosotros. Esto conduce a otra falacia: que Cristo y su Iglesia son
separables.
El hecho es que, en todos estos ejemplos, falta fortaleza a las personas envueltas
en ello. O, mejor dicho, que no están ejerciendo la virtud que poseen por el bautismo.
No es cierto que el martirio sea un singular privilegio del que gozan sólo algunas
personas que viven en naciones comunistas. Hay algo de martirio en la vida de cada
persona que pone su empeño en seguir a Cristo; que trata, día a día, de vivir fielmente
su fe. Se ha dicho -con verdad- que muchas veces es más fácil morir por Cristo que
vivir para Él.
VII. La oración da el poder
1
«¿Hay algo malo en ello, padre? No consigo tener visión sobrenatural ni sacar
ninguna fuerza de la oración. Se me hace muy difícil rezar. Nunca tengo ningún
sentimiento piadoso ni elevado cuando estoy en la iglesia. Para mí, la religión es una
insoportable y absurda manera de sentirme coartado. ¿No será que me falta fe?»
Todos los sacerdotes se enfrentan, de vez en cuando, con cuestiones de este tipo
que, en el fondo, lo único que indican es que no se ha entendido la naturaleza básica de
la religión.
Nuestro primer deber en la vida es amar a Dios. Para eso nos ha creado: para que
le amemos. Ahora bien, nos equivocamos si tenemos la idea de que ese amor se mide
por la intensidad con que nuestros sentimientos respondan, como ocurre con los demás
amores humanos. La respuesta del sentimiento es parte integrante del amor humano; el
amor a Dios, sin embargo, tiene su origen en la voluntad, como algo independiente de
las emociones.
Amar a Dios no es ni más ni menos que ponerle sobre todo lo demás, darle el
lugar adecuado en nuestra jerarquía de valores. En la práctica, significa querer lo que Él
quiere. No debemos dejar que nada ni nadie esté por encima de Dios, haciendo de su
voluntad la norma de nuestra vida. En una palabra, nuestro amor a Dios se manifiesta en
nuestra obediencia a su voluntad.
Por tanto, una persona ama a Dios cuando identifica su voluntad con la de Él.
Puede tener un amor a Dios muy grande y, al mismo tiempo, sentirse emocionalmente
frío hacia Él.
Todos estamos de acuerdo en que hay una amplia gama de «temperaturas». Hay
personas que son frías y reservadas por naturaleza, mientras que otras son nerviosas y
apasionadas, además de todas las posibilidades intermedias. Los psicólogos no se han
puesto aún de acuerdo sobre si estas variaciones se deben al desarrollo de la infancia y
adolescencia, o bien a los diferentes sistemas nerviosos y glandulares. En cualquier
caso, está claro que cada uno tenemos nuestro propio temperamento.
Evidentemente, no es malo que nuestro amor a Dios se manifieste en el
sentimiento. En algunas personas esto ocurre, y es bueno que así sea, y es algo por lo
que debemos dar gracias a Dios. El entusiasmo espiritual puede hacer la oración gozosa
y los deberes religiosos agradables, en vez de penosos. Pero debemos asegurarnos de
que bajo ese entusiasmo está el sólido sustrato de la voluntad; si no, corremos el peligro
de que al desaparecer el sentimiento, lo haga también nuestra unión con Dios, o que, por
lo menos, ésta se debilite.
En igualdad de circunstancias, la persona que encuentra dificultades en la
oración tiene más mérito al hacerla que la que disfruta rezando. Cuanto más cuesta
hacer algo por Dios, más valor tiene realizarlo. Insisto en que esto no quiere decir que el
sentimiento deba condenarse, sino que no podemos fiarnos de la temperatura emocional
a la hora de juzgar el crecimiento de nuestra vida interior.
Una última observación puede ser útil. Una persona puede sentir la tentación de
excusarse de rezar porque el sentimiento no la acompaña, porque no se siente «en
situación» de rezar. Deberá entonces acordarse de que el propósito práctico de la
oración no es conseguir un impulso emocional. En primer término, rezamos porque la
oración es un deber esencial para con Dios, un deber de la criatura hacia su Creador. Y
ese deber sigue existiendo con independencia de la satisfacción que nos produzca o lo
inspirados que nos encontremos. En otras palabras, uno reza para agradar a Dios y no a
uno mismo.
Sin tener en cuenta la aridez espiritual que podamos sentir, siempre tenemos el
deber de considerar en nuestra oración la grandeza y la bondad infinita de Dios; de
agradecer a Dios sus gracias e implorarle el perdón de nuestras faltas.
2
«¿Cómo va la oración?» Si es honrado, el católico medio responderá a esta
pregunta diciendo: «No tan bien como me gustaría». Y cuanto mejor sea el católico,
más firme será su convicción en esta respuesta. Para los que no estamos satisfechos con
nuestro esfuerzo en la oración, es reconfortante recordar que Dios no nos pide más de lo
que podemos dar. Puede que no estemos rezando todo lo bien que desearíamos; pero, si
estamos rezando todo lo bien que podemos, no hay por qué preocuparse.
Sin embargo, es posible que algunos de nosotros no hagamos la oración con la
perfección que deberíamos, por el simple hecho de no haber comprendido bien lo que es
rezar. Todos aprendimos de niños que rezar es «elevar nuestra mente y nuestro corazón
a Dios». A pesar de haber aprendido esta definición, un número sorprendentemente
grande de personas piensa que la oración es exclusivamente hablar con Dios, como si las
palabras fueran su elemento más importante. A veces, la mejor oración es aquella que se
hace sin ruido de palabras volviendo silenciosamente nuestros pensamientos hacia Dios,
con piedad. Pensamos en Él, en su bondad y en su misericordia, y eso mueve a nuestro
corazón a darle gracias, o experimentamos pena y dolor por no haber hecho más por Él.
Pensamos en su amabilidad y deseamos poder amarle con más ardor; quizá nos demos
cuenta de que deberíamos luchar más para merecer ese amor. Todo esto se hace, o
puede hacerse, sin una sola palabra. Esta actividad de la cabeza y el corazón es lo que se
llama oración mental, que se distingue de la oración vocal.
Para hacer más gráfica la naturaleza de la oración mental, imaginemos a un
padre viendo a través de una ventana a sus hijos que juegan en el jardín. Sin articular
palabra los mira, al tiempo que su corazón se va hacia ellos en un acto de amor paternal,
que le lleva a hacer el propósito de ser un buen padre para ellos. De igual manera, en la
oración mental «contemplamos» a Dios, y nuestro corazón se nos escapa hacia Él en un
acto de amor. Quizá haya también sentimientos de gratitud, o de arrepentimiento o de
una fidelidad renovada y más generosa. Ésta es, sin duda, la mejor forma de hacer
oración.
Si queremos progresar en la oración, no tenemos más que buscar momentos a lo
largo del día para esa contemplación: tal vez en la Iglesia, con el libro que llevamos a la
oración cerrado y los ojos puestos en el Sagrario; en la soledad de nuestra habitación; en
un paseo sin acompañantes; en el autobús, con los ojos «cerrados» a lo que ocurre a
nuestro alrededor... Hay muchas oportunidades: sólo hay que buscarlas.
La gran ventaja de la oración mental es que da a Dios la oportunidad de
hablarnos; esto es esencial si queremos que nuestra oración produzca frutos. No quiere
esto decir que la oración vocal deba abandonarse; hay momentos y lugares en los que la
oración vocal es la más apropiada: en Misa, por ejemplo, o en otras ceremonias públicas
en las que rezamos juntos, y en ocasiones en las que estamos demasiado distraídos o
cansados para fijarnos en Dios sin ruido de palabras, o en las que queremos ganar las
indulgencias concedidas a ciertas oraciones vocales. Lo que quiero decir es que la
oración es, o debe ser, un intercambio con Dios, una ocasión de especial e íntima unión
con Él. Si, pues, debe ser un auténtico intercambio, una verdadera unión, Dios debe
tener su parte en ella; debe haber momentos de contemplación silenciosa en los que Él
pueda hablar sin palabras -como lo hemos hecho nosotros- en una mirada a nuestro
corazón de la que es correspondencia la nuestra.
Esos momentos llegarán más fácilmente si luchamos habitualmente por vivir en
unión con Dios, empezando por el ofrecimiento de nuestro día, con todo el corazón a Él,
al comienzo de la jornada: ofrecimiento de todos nuestros pensamientos, palabras,
obras, alegrías y sufrimientos; ofrecimiento que será como un toque del Rey Midas que
convierta todo nuestro día en el oro de la oración continuada, que haga de cada uno de
sus momentos fuente de mérito eterno. La cabeza podrá no estar conscientemente en
Dios todo el tiempo, porque tendremos que fijar la atención en el trabajo y en las demás
actividades. Sin embargo, el pensamiento de Dios estará como a flor de piel, y no nos
será difícil dirigirle, de vez en cuando, una rápida mirada de amor.
3
Tenemos que rezar. Es una obligación que no podemos eludir. No sólo porque,
como criaturas que somos, debamos rendir pleitesía a Nuestro Creador, lo cual es cierto.
Sino que -y esto es lo más importante-, a través de la oración, mantenemos nuestra
unión con Dios y abrimos nuestra alma al caudal de su gracia. Tan vital es para nuestra
vida interior la oración, como el tubo de aire para el buzo.
Nadie puede precisar con exactitud cuándo y cuánto debemos rezar.
Ciertamente, no debemos empezar ni un solo día sin ofrecérselo a Dios, ni terminar sin
darle gracias por sus beneficios recibidos a lo largo de la jornada y pedirle perdón por
los pecados cometidos durante la misma. Entre esos dos puntos, nuestra generosidad
con Dios establecerá la medida de nuestra oración.
Sería una idiotez manifiesta decir: «No tengo tiempo para rezar». Es cuestión de
vida o muerte. Debemos encontrar tiempo para la oración, aunque tuviéramos que dejar
el periódico, la televisión, las relaciones sociales o el descanso. No se nos ocurre decir
que no tenemos tiempo para comer; quizá nos dejemos alguna comida, pero en seguida
la recuperaremos, porque somos conscientes de que tenemos que comer si queremos
seguir viviendo, y sí que queremos.
Lo importante es tener un tiempo fijo y concreto para la oración. El tiempo que
dediquemos deberá ser lo suficientemente largo como para poder concentrarnos y hacer
algo más que rezar un Padrenuestro y un Avemaría a toda prisa. Podemos utilizar parte
del descanso en el trabajo de mediodía, o bien fijarnos un rato a media tarde. Si
hacemos jornada intensiva, podemos encontrar tiempo levantándonos un rato antes.
También es importante que construyamos una muralla alrededor de la hora de la
oración para evitar ocuparla en otras cosas. Es lo mismo que hacemos con las horas de
la comida: son, en la medida de lo posible, «sagradas». «No, a esa hora no —decimos—
; es la hora de la comida.» Cuando el horario se desordena, la oración no debe ser nunca
lo primero que quede arrinconado.
Felizmente, la mayor parte de los católicos son conscientes de la importancia de
la oración. El «no tengo tiempo para rezar» se oye con menos frecuencia que la queja:
«No puedo concentrarme en la oración. ¡Me distraigo tanto!». Decir eso es tanto como
confesar que somos humanos. La mente es mucho más jaleosa que un niño de cuatro
años. A veces, hablar con Dios en la oración es como intentar hablar con un amigo por
teléfono cuando hay dos o tres niños armando jaleo en la habitación.
Tenemos que recordarnos que las distracciones involuntarias no destruyen los
efectos de la oración. Una vez que hemos empezado a hacer la oración y hemos fijado
nuestra mirada en Dios con la intención de comunicarnos con Él, todas las distracciones
del mundo no pueden hacer inválida nuestra oración. Es inevitable que haya ocasiones
en las que nuestra mente esté especialmente dispersa, y sólo podamos atisbar a Dios de
cuando en cuando, como si estuviéramos viendo un programa de televisión mientras hay
gente yendo de un lado a otro delante de la pantalla. Puede suceder que, al final de diez
o quince minutos de oración, sólo podamos decir: «Dios mío, lo único que puedo
ofrecerte es un montón de distracciones». Si es cierto, díselo; Dios aceptará ese
ofrecimiento con el mismo placer que si hubiésemos estado contemplándole todo el
rato, porque Él estaba presente en el reposado centro del huracán de nuestras
distracciones.
Afortunadamente, sabemos que la oración no cuesta siempre tanto. Si la
hacemos regularmente, con perseverancia, habrá momentos inefables en los que
notaremos la cercanía íntima de Dios, de los que sacaremos impulsos y fuerzas
renovadas; lograremos profundizar más; nos veremos tal y como somos, a través de los
ojos de Dios; distinguiremos el camino que debemos tomar. Vale la pena pasar doce
ratos de oración distraído para experimentar uno tan lúcido como éste.
4
Hay muchas personas que, con toda la buena intención del mundo, piensan que
rezar consiste casi exclusivamente en «pedir». Siempre que se dirigen a Dios lo hacen
con un interminable: «Dame, dame, dame». No se dan cuenta de que nuestro primer
deber en la oración consiste en dar algo a Dios: adoración.
En la oración de petición hay una cierta adoración, en cuanto que confesamos
nuestra dependencia de Dios y admitimos que todo el bien proviene de Él. En la
verdadera oración de adoración, sin embargo, Dios es el único objeto de nuestra
atención: nuestros ojos están clavados en Él. La adoración incluye, por tanto, todos esos
actos de la cabeza y del corazón por los que reconocemos la grandeza infinita de Dios,
su sabiduría, su bondad, su justicia, su misericordia y su amor. El acto de fe es oración
de adoración, así como el de esperanza, el de contrición, el de temor de Dios, o el de
acción de gracias.
El acto de amor es, por encima de todos, el más agradable a Dios. No hay forma
de rendirle más honor que entregándole nuestro amor. Es tan fácil decir: «¡Dios mío, te
quiero!»; y, por más débil que sea ese amor, no deja de agradar a Dios oírlo decir.
Podemos pedirle también que lo fortalezca, que aumente la entrega que le ofrecemos.
Como el ruidoso ritmo de la batería de una orquesta, ese «¡Dios mío, te quiero!» debería
marcar el compás de todas las demás oraciones nuestras.
Esas otras oraciones incluirán, necesariamente, algunas de petición. Como
mínimo, Dios espera que le pidamos las gracias necesarias para alcanzar el Cielo. Ésta
es la gran responsabilidad que tenemos en la vida: salvar nuestra alma. Esto es lo que
Dios nos pide por encima de todo lo demás. Si fracasamos en esto, habremos fracasado
en lo único que realmente importa. Además, es un deber que tenemos que llevar a cabo
nosotros mismos; no es algo que los demás puedan hacer por nosotros.
De ordinario, el egoísmo no es un rasgo admirable del carácter. Sin embargo, en
la oración no tenemos más remedio que ser egoístas; en la oración de petición, nuestra
primera intención debe ser siempre «las gracias que necesito, Señor, para hacer tu
voluntad e irme al Cielo». Pedimos, en pocas palabras, la gracia de la perseverancia
final, la gracia de una muerte feliz. No hay ninguna cosa que podamos pedir a Dios que
pueda estar por encima de ésta.
Además, ésta es la única petición que podemos hacer a Dios sin añadir el
requisito de «si es ésa tu voluntad». Todas las restantes peticiones, por el contrario,
están condicionadas: pedimos tal o cual favor, siempre que esté de acuerdo con la
voluntad de Dios. No ocurre esto, sin embargo, cuando pedimos nuestra salvación
eterna, porque sabemos que es la voluntad de Dios. No hace falta añadir el «si...».
Ahora bien, la salvación de nuestro prójimo es de vital importancia para Dios.
Habiendo cumplido con el deber de ser santamente egoístas, pidiendo nuestra unión
eterna con Dios, la caridad nos lleva a pedir por los demás. No debe haber límites en
nuestro amor para esto. En la Misa y en las restantes oraciones, nuestra lista de
peticiones debe ser larga.
«Por mis padres, por mi familia, por mis parientes y amigos, vivos y difuntos.
Por todos por los que debo o me he propuesto o he prometido rezar; por los que me han
pedido que lo hiciera. Por todos de los que soy, de alguna forma, responsable y,
especialmente, por todos los que han sufrido mi mal ejemplo o mi falta de caridad. Por
mis enemigos. Por el Santo Padre, por todos los obispos, sacerdotes y religiosos. Por los
misioneros y por la gente con la que hacen su labor. Por los enfermos y moribundos.
Por las almas del Purgatorio.»
Es una larga lista, y nuestras intenciones particulares la alargarán aún más.
Puede venirnos bien el tenerla escrita para que, si no hay tiempo, baste con decir: «por
las intenciones de mi lista». Afortunadamente, Dios puede leer lo que sentimos tan bien
como lo que pensamos.
VIII. Los santos son instrumentos
1
«¡Sé tú mismo!»; de todas las frases que se oyen por ahí, ésta es una de las más
absurdas. La verdad es que nadie tiene derecho a ser él mismo hasta que sea lo que Dios
quiere. O bien, en otras palabras, hasta que su «sí mismo» no se identifique con el de
Cristo.
Mucha gente cree que su personalidad es algo que sólo les incumbe a ellos. Tal
actitud ignora por completo el derecho que Dios tiene en esta cuestión. Por el bautismo
fuimos hechos «otros Cristos», miembros de su Cuerpo Místico y partícipes de la obra
de la Redención. Nos convertimos en la lengua, las manos y el corazón de Cristo en el
mundo. Permaneciendo invisible, Él sólo llegará a otros a través de ti y de mí. Éste es, a
la vez, nuestro más alto privilegio y nuestra obligación más seria: hacer que Jesús sea
mejor conocido y, por tanto, más amado; y lo haremos si mostramos a los demás
aquellas cualidades de la cabeza y del corazón que hicieron a Jesús tan adorable.
El prestigio personal puede no ser un objetivo particularmente admirable si se
cultiva para el provecho propio o para lograr el éxito social o profesional. Sin embargo,
el adquirir prestigio para provecho de Cristo es una empresa muy meritoria. Seremos
instrumentos mucho más eficaces en las manos de Cristo si tenemos una personalidad
agradable. Si atraemos a los demás, ejerceremos una influencia mucho mayor cuando
nos propongamos hacerles el bien.
Para aplicarte esto a ti mismo, examina tu propio círculo de amistades. ¿No es
cierto que las personas cuyas opiniones respetas y cuyos consejos sigues suelen ser las
que resultan más atractivas? ¿No es también cierto, por el contrario, que si encuentras a
alguien desagradable te resistes a aceptar sus opiniones y a hacer caso de sus
sugerencias? Es evidente que Dios quiere que tengamos prestigio, para gloria suya, en el
mejor sentido de la palabra. Bien podemos decir que Jesús tiene un interés propio en
nuestro prestigio.
Por temperamento, podemos estar inclinados a enfadarnos fácilmente o a ser
testarudos o apocados o criticones o vanidosos. Como cristianos, no tenemos derecho a
decir: «soy así, y los demás no tienen más remedio que aguantarme como soy». Por el
contrario, tenemos el deber de descubrir nuestros defectos y de tratar de luchar para
eliminar aquellas circunstancias personales que nos alejen de los demás.
Cristo respeta la libre voluntad que, como Dios, me ha dado. No me forzará a
entrar en sus moldes. Sin embargo, si dejo que Jesús haga de mí lo que quiera, sin
quedar por ello coartada mi libertad, ¿cuál será el resultado? Una persona
excepcionalmente amistosa, con una sonrisa y una palabra amable para el cobrador del
autobús, el ascensorista, la cajera o el vecino de al lado; una persona atenta que
advertirá en seguida las necesidades de los demás y estará dispuesta a echarles una
mano; una persona agradable, que se preocupará de los problemas de los demás, sin
refugiarse nunca en el pretexto de que «ya tengo bastantes problemas»; una persona
caritativa, sin murmuraciones ni críticas amargas: la fama de cualquiera estará segura en
mis manos; una persona paciente, que tolerará la ignorancia y la estupidez de los demás,
aun cuando tenga que cargar con las consecuencias de sus faltas. Si ocupo un puesto de
responsabilidad, quizá tenga que imponer la disciplina o echar alguna regañina, pero no
mostraré nunca exteriormente mi propio enfado mientras lo hago.
Amistoso, alegre, atento, agradable, caritativo, amable, simpático, paciente: ésa
es la clase de persona que Jesús quiere que sea. ¡Cómo me querrían los demás! Puede
parecer una empresa demasiado ambiciosa, pero todo es posible con la gracia de Dios.
Por lo menos, puedo intentarlo... ¡ahora!
2
La mayoría de nosotros, en los momentos de mayor clarividencia, nos sentimos
apenados de no hacer más por Dios. Tenemos noticias de misioneros que, en las
calurosas junglas africanas o en los monótonos poblados coreanos, consumen sus vidas
en servicio de Dios; de hombres y mujeres -médicos, enfermeras, profesores, granjeros
y mecánicos-, que se han trasladado con sus familias a una nación subdesarrollada para
trabajar como misioneros seglares, sin más paga que la necesaria para su subsistencia.
Sin irnos tan lejos, vemos alrededor nuestro a personas que tienen poco tiempo para el
recreo o el descanso, porque destinan casi todo su tiempo al mejoramiento de la
parroquia, la vecindad o la ciudad. Pensamos en todas esas personas, y nos sentimos
acomplejados.
Está bien que nos sintamos humillados al contemplar tal heroísmo y
generosidad. Sin embargo, la verdadera tragedia no es que la mayoría de nosotros no
estemos haciendo cosas grandes por Dios, sino que ni siquiera las cosas pequeñas las
hagamos por Él; esas cosas pequeñas que tenemos tan a mano y que, sumadas, dan una
gran cantidad.
Si hemos entendido de verdad cuánto nos ama Jesús a cada uno de nosotros, nos
habremos dado cuenta de la profunda compasión que siente por todos los que sufren.
Vivimos en un mundo lleno de dolor -físico y mental-, de problemas y de ansiedades;
pues bien, todo lo que hagamos por aligerar la carga de nuestro prójimo, aunque sea un
poco, será inmensamente agradable a Nuestro Señor.
Sabes por propia experiencia que no es muy difícil hacerte la vida más
agradable. Si eres padre, sabes cómo te gusta que te digan «tienes los mejores hijos del
mundo»; si eres ama de casa, sabes lo «ancha» que te quedas cuando te dicen que «tu
casa está siempre bien puesta y atractiva»; si eres hombre, te creces cuando oyes a tu
jefe o a un amigo decir: «¡buen trabajo!». Simplemente un comentario del tipo de «me
gusta tu nudo de corbata» o «qué traje tan elegante», provoca en ti una reacción
verdaderamente desproporcionada a la relevancia de lo que te han dicho.
Hay una tremenda fuerza animante en una sonrisa, con o sin palabras; la
afirmación de su fuerza suena a vulgar, de tan repetida en canciones y versos. Hay algo
mágico en la sonrisa que esbozas al dependiente del supermercado con el que cruzas la
mirada, o a la persona que ves en la iglesia, cuyo nombre no conoces, o al policía de la
esquina, o al cajero de detrás del mostrador, o al cartero que llama a tu puerta. Quizá
porque nos parecen demasiado pequeñas, menospreciamos estas cosas; les damos
menos valor del que tienen desde el punto de vista de la caridad, desde el punto de vista
de Cristo.
Hace poco estuve en el funeral de un amigo que tenía un pequeño negocio de su
propiedad. Su negocio podría haber sido más grande y próspero, si no hubiera dedicado
tanto tiempo a ser amable con los demás, en detalles pequeños. El sacerdote que predicó
en el funeral dijo, con verdad: «Si hubiera que esculpir un epitafio en la tumba de este
hombre, debería decir: siempre tuvo tiempo para ser amable. Será recordado por mucha
gente durante más tiempo que muchos otros ciudadanos más ricos y prominentes. Si
todas sus delicadezas se pusieran una encima de otra, llegarían muy alto a los ojos de
Dios; pesarían más, con la medida de Cristo, que muchas obras de importancia mundial
de las que hemos oído hablar».
De cada uno de los que reclamamos para nosotros el título de cristianos debería
poder decirse lo mismo. El adquirir esa fama no requiere cualidades heroicas, sino sólo
ser conscientes de que somos instrumentos de Cristo, de que a Cristo le urge hablar y
actuar a través de nosotros, de que Cristo quiere hacer de nosotros canales, a través de
los cuales llegue a otros su misericordia.
Para empezar, podemos preguntarnos: «¿Cuántas veces he sonreído hoy?
¿Cuántas veces he tenido una palabra de ánimo o de aliento para otra persona?».
Después, estaremos en condiciones de examinar nuestro comportamiento en campos
más amplios de nuestra actividad apostólica.
3
Cuando examinas tu conciencia, ¿se te ha ocurrido alguna vez preguntarte si has
dejado de practicar la virtud del celo apostólico? A menos de que lo hagas de vez en
cuando, puedes caer en la falsa y peligrosa tentación de contentarte con la forma en que
vives la fe.
Si asistes a Misa con regularidad, recibes los sacramentos con una frecuencia
razonable, rezas a diario y contribuyes a las colectas parroquiales y diocesanas, quizá te
sientas cómodamente seguro de que eres un buen católico. Pero sólo lo serás si esas
prácticas crean y alimentan en ti el espíritu del celo cristiano.
El celo puede definirse brevemente como la «preocupación por las cosas de
Dios». La persona que practica esta virtud tiene su vida centrada en Dios: lo que es
importante para Dios lo es también para él.
Algunas personas, sin embargo, son bastante egocéntricas en su vida interior. El
católico egocéntrico es aquel que ve la religión simplemente como un medio para salvar
su alma propia e individual; que ve la Iglesia como una agencia -externa a él- prevista
por Dios para conducirle sano y salvo al Cielo, ignorando así que él es la Iglesia..., junto
con quinientos millones de hermanos y hermanas suyos de los que es responsable.
«Dios me ama -dice confiado el católico egocéntrico-. Jesús ha muerto por mí. Me
salvaré.» Las dos primeras afirmaciones son ciertas. Sin embargo, su salvación es
dudosa si no se preocupa de los restantes tres mil millones de personas que hay en la
tierra, por los que también ha muerto Jesús.
Una buena forma de medir la intensidad de nuestro celo es ver la parte de
nuestra oración que dedicamos al honor de Dios y de sus obras. Parte de ésta debemos
dedicarla -necesariamente- a nosotros mismos, porque Dios quiere que le pidamos las
gracias que necesitemos para irnos al Cielo. Sin embargo, las peticiones para uno
mismo no deben ocupar la mayor parte del tiempo: hay demasiados asuntos distintos de
ése que llevar a nuestra oración.
El celo por el honor de Dios se traducirá en mucha oración de adoración: actos
de fe, de esperanza y especialmente de amor y de total entrega. El honor de Dios nos
llevará, asimismo, a hacer actos de desagravio: oraciones y mortificaciones con las que
reparamos a Dios por los innumerables pecados con los que diariamente se le ofende.
Encontraremos la paz ofreciendo a Dios la Misa como un acto de pura y perfecta
adoración al Dios Santo e infinito.
La preocupación por las cosas de Dios se mostrará, asimismo, en las oraciones
que ofrezcamos por el Cuerpo Místico de Cristo, del que formamos parte. Pediremos
por el Romano Pontífice, para que tenga la gracia y sabiduría necesarias para su
tremenda misión de guía. Pediremos por nuestros obispos, sacerdotes y religiosos, de
los que la salud y el crecimiento del Cuerpo de Cristo depende en tan gran medida.
Pediremos especialmente por los misioneros, hombres y mujeres que están tan
expuestos a la soledad y el desánimo; por la gente entre la cual trabajan, en nuestro país
o fuera de él, para que sus corazones se abran a la Palabra salvadora de Cristo.
De modo muy especial -y siempre- pediremos por los que nos rodean,
recordando que, como en una cadena humana, o entramos en el Cielo todos de la mano
o no entraremos. Si estas intenciones ocupan la mayor parte de nuestra oración,
entonces sí que tenemos celo, en mayor o menor medida.
No obstante, el celo verdadero no se contenta sólo con la oración. Son nuestras
acciones las que, de modo más claro, lo ponen de manifiesto. ¡Podemos hacer tanto por
Dios si son sus intereses los que nos mueven!
Un primer paso que podemos dar es esforzarnos por ser instrumentos más útiles
en las manos de Dios. Esto lo lograremos, en gran medida, con un plan serio de lecturas.
Podemos leer libros que aumenten nuestros conocimientos de la fe y nos hagan más
capaces de explicarla a los demás. Podemos leer revistas católicas, que nos hagan
conocer los problemas con los que la Iglesia de Cristo se enfrenta en el mundo de hoy, y
nos indiquen el papel que podemos jugar en su solución.
Si se presenta la oportunidad en nuestra comunidad local, podemos participar en
las clases de educación para adultos: un curso de oratoria hará que tengamos más
seguridad en nosotros mismos y mayor eficacia al hablar en nombre de Cristo; un curso
de sociología nos mostrará la interacción de fuerzas que actúan en nuestra sociedad, a
las que tendremos que hacer frente si queremos mejorarla; un curso de psicología nos
hará comprender mejor las raíces de nuestra conducta y la de los demás, y nos
aumentará la capacidad de comunicarnos con el prójimo; un curso de filosofía y
teología nos ayudará a llegar al fondo de los problemas, contemplándolos desde el
punto de vista de Dios; un curso de literatura e historia ampliará nuestros horizontes,
liberándonos de la estrechez de miras y dando mayor profundidad a nuestros
pensamientos y palabras.
Dios quiere que cultivemos los talentos -pocos o muchos- que nos ha dado.
En las parroquias suelen estar en marcha clases de Catecismo para pequeños y
mayores a las que podemos ofrecer nuestra cooperación; además, nada impide que
colaboremos en las catequesis organizadas en escuelas, por ejemplo, que siempre son
una ayuda para la acción parroquial. También las Conferencias de San Vicente de Paúl
son un instrumento muy eficaz para proporcionar ayuda material y espiritual a los
necesitados, igual que otras actividades benéficas -como, por ejemplo, dispensarios
parroquiales o no- nos ofrecen un extenso campo de acción. Todo esto aparte del
apostolado que hacemos, a título personal, impulsados por nuestro propio celo cristiano.
¿Y qué podemos decir de la tarea de convertir a otras personas? Si hay en
nuestra parroquia clases de Catecismo, el celo seguramente nos urgirá a buscar
asistentes a las mismas. Si nuestra parroquia es demasiado pequeña para mantener esas
clases, nada nos impide fijarnos en los amigos y vecinos que puedan mostrar algún
interés por la fe católica, y convencerles de que nos acompañen al rectorado de la
parroquia para presentarles a algún sacerdote que les indique dónde pueden recibir esa
instrucción.
Lo que caracteriza a las células sanas de un cuerpo vivo es la capacidad de
reproducirse por sí mismas. En el Cuerpo de Cristo hay muchas, demasiadas, células
estériles. Es una verdadera tragedia que haya tantos católicos que no han colaborado con
Dios en ninguna conversión. Nuestro Señor depende de que nosotros queramos ser sus
instrumentos para convertir a otras almas. Es cierto que muchos de nosotros, con
nuestra oración y mortificación ofrecidas, podemos haber conseguido conversiones que
no conocemos. Sin embargo, nuestra acción puede y debe ser tan real como nuestra
oración. Lo que hagamos puede ser algo muy sencillo, como prestar a un amigo no-
católico un escrito de literatura católica, instándole a leerlo: «Tengo aquí un artículo
muy interesante que creo que te gustará».
Al repasar las manifestaciones de nuestro celo no olvidemos las oportunidades
que la vida civil nos ofrece. Algunos católicos creen erróneamente que una «buena
acción» debe hacerse en nombre de la Iglesia o, por lo menos, tener algún propósito
expresamente religioso. No es así: todo lo que contribuye al bienestar de los hombres es
agradable a Dios, si se hace por amor suyo. Los movimientos para la mejora de las
ciudades, la creación de escuelas, las asociaciones de padres y profesores, las iniciativas
de ayuda a la comunidad, y otras muchas empresas cívicas se ofrecen al celo del que se
preocupa por las cosas de Dios.
«¿Y de dónde saco el tiempo?», puede preguntar alguien. La virtud del celo lleva
consigo sacrificio. Tal vez tengamos que dejar una noche de diversión, o perdamos
nuestro programa favorito de televisión, o recortemos el tiempo que dedicamos a alguna
otra afición o «hobby». El celo verdadero siempre encuentra tiempo. Está claro que
ninguno de nosotros podemos participar en todas las empresas buenas y nobles; pero sí
colaborar, por lo menos, en una pequeña parte de éstas.
En las obras de celo, la capacidad y las oportunidades varían ampliamente,
según la educación que hayamos recibido (aunque ésta no influya tanto como a veces
creemos), según el sitio donde vivamos y las exigencias de nuestras obligaciones con la
familia. Sin embargo, parece claro que no todos los católicos egocéntricos son padres
analfabetos de familias de dieciséis hijos que viven en islas desiertas.
IX. Conocerse a uno mismo
1
El éxito de las grandes empresas norteamericanas está, en gran parte, en su
política de continua autoevaluación. Sus consejos de administración y equipos de
dirección se hacen con frecuencia preguntas como éstas: «¿Qué departamentos rinden
más? ¿Cuáles no? ¿Qué hay que mejorar? ¿Por qué? ¿Cómo?». Sin esa constante
autoevaluación, un negocio se hundiría o, por lo menos, perdería casi toda su virulencia.
La vitalidad de nuestra vida interior depende también de una autoevaluación
periódica. Como persona, necesitamos un informe de nosotros mismos más que una
empresa. Los humanos tenemos una desgraciada facilidad para engañarnos a nosotros
mismos: nos persuadimos, sin dificultades, de estar haciendo algo muy bien, cuando en
realidad no es así. Además, tenemos una fuerte tendencia a fijarnos una línea habitual de
conducta y nos resistimos a cualquier intento -incluso por parte de Dios- que nos haga
salirnos del camino por el que estamos acostumbrados a ir. Como cambiar nos resulta
incómodo, cerramos los ojos ante la necesidad de hacerlo. He aquí la razón por la que el
examen de conciencia es tan necesario para nuestro crecimiento interior.
Desgraciadamente, muchas personas sólo conciben el examen de conciencia
como un preludio de la confesión, generalmente muy breve. La mayoría cometen el
error aún mayor de creer que el examen de conciencia es un mero «contar» pecados; a
quienes así piensan no se les ocurre ir a las causas, preguntarse: «¿Por qué lo hice?
¿Qué hay que cambiar?». De este modo, la cizaña espiritual sigue creciendo, porque las
raíces permanecen intactas.
El confesar que se quiere a Dios no tiene sentido si no va unido al propósito
serio de crecer en fidelidad. Por otro lado, no es posible crecer en santidad sin un
examen de conciencia frecuente. Muchos católicos lo hacen al tiempo que las oraciones
de la noche; sin embargo, también ellos lo suelen limitar frecuentemente a la pregunta:
«¿Qué pecados he cometido hoy?». Si sólo me pregunto «¿Qué?», y no «¿Por qué?»,
mis pecados de mañana serán, muy probablemente, los mismos que los de hoy. El único
cambio que podré lograr será el de que vayan siendo menos numerosos. Ahora bien, en
un buen examen de conciencia, las causas son mucho más importantes que el número.
Además, el examen de conciencia debe tener su parte positiva. No cometer
pecados es sólo media parte de la vida interior, la media parte negativa.
Sobrenaturalmente hablando, estamos andando a la pata coja si nuestra idea de santidad
se limita a evitar el pecado. Dios espera que hagamos todo por Él; que practiquemos la
virtud, ademas de rechazar el vicio. Un buen examen de conciencia deberá incluir
preguntas como las siguientes:
¿Cuántas veces he vivido hoy el cariño con los demás, olvidándome de mí
mismo?
¿Cómo he vivido la paciencia ante lo que me ponía nervioso?
¿Con qué frecuencia he tenido una palabra de alabanza o de consejo para otro?
¿He tenido hoy presencia de Dios continuamente?
¿Cuántas veces he pensado, antes de tomar una decisión, qué era lo que Dios
quería de mí en ese momento?
Independientemente de nuestro examen diario, haríamos bien en hacer otro con
mayor detenimiento, por lo menos cada semana. Quizá nos fuese posible,
semanalmente, detenernos en una iglesia al volver del trabajo o de las compras. Ahí, en
un banco delantero de la silenciosa y vacía iglesia, con los ojos puestos en el Sagrario,
podemos celebrar nuestro consejo de administración personal. La oración
introductoria puede ser breve: «Señor, ayúdame a saber lo que quieres de mí».
Luego, podemos proceder a una revisión de nuestra situación actual:
Sinceramente, ¿qué parte ocupa Dios en mi vida?
¿Lucho de verdad -día a día- para hacer de la voluntad de Dios la norma y
medida de mi conducta?
¿Qué proporción de lo que hago es de verdad relevante, contemplado con ojos
de eternidad?
¿Qué hay que cambiar?
¿Qué hay que cambiar cuanto antes?
¿Dónde y cómo he de empezar a hacerlo?
Con el examen diario y semanal, desarrollaremos la capacidad, que ahora
tenemos dormida, de hacer más y más el bien; la vida tendrá más sentido, al
experimentar la satisfacción que nos proporcionarán los resultados.
2
Entre otras cosas, quizá sientas que debes preguntarte: «¿No tengo demasiado
aire de suficiencia?». El individuo autosuficiente es un personaje penoso: es el hombre
(o mujer) que habla por los codos, jactándose de sus proezas, reales o imaginarias,
repitiendo en su conversación nombres de gente importante a la que asegura conocer,
teniendo la solución para todos los problemas.
Similar al jactancioso es la persona que siempre trata de atraer la atención hacia
él. Otra figura común es aquel que todo lo critica, restando importancia a cualquier plan
o idea, a menos que él haya sido el primero en proponerlo.
Tales personas son dignas de compasión, porque no son nunca felices. Su
conversación y su conducta, entre ridículas e irritantes, son los mecanismos a través de
los cuales pretenden defenderse de un sufrimiento que les acucia constantemente. La
verdad es que, en el fondo de sí mismos, sufren un acusado complejo de inferioridad e
inadaptación, demasiado doloroso como para tolerarlo o enfrentarse con él. En
consecuencia, cargan durante toda su vida con el irremisible propósito de probarse a
ellos mismos que eso no es cierto, y que la realidad es que son personas importantes.
Sus ineficaces esfuerzos deben movernos al cariño hacia ellos más que al
enfado. Debemos tolerar su «necesidad» de alabanza, atención y reconocimiento
constantes. Debemos ser comprensivos con ellos por la simple razón de que tales
personas no son más que una proyección exagerada, una proyección en «cinerama» de
nosotros mismos. Todos tenemos el deseo, fuertemente enraizado, de considerarnos
importantes, de convencernos de que sobresalimos en algo, de que se cuenta con
nosotros. Los psicólogos consideran una de las necesidades básicas del hombre este
ansia de que nos tengan en cuenta en alguna medida. Si no experimentamos lo que
valemos, nuestra personalidad se verá inevitablemente frustrada.
Hay poca gente que no padezca, en ocasiones y en pequeña medida, ese
complejo de inferioridad e inadaptación. Otras veces, en cambio, el complejo se acentúa
más; por ejemplo, cuando cometemos una falta humillante de cualquier tipo, o cuando
alguien nos ha dejado atrás con un éxito notable. Tengo idea de que los jubilados y los
ancianos sufren con frecuencia complejo de inútiles y echan de menos que se valoren
sus acciones, al verse marginados del agitado mundo en que vivimos, por su
involuntaria inactividad.
Incluso para las personas más brillantes, no ha habido ninguna época tan
humillante como la nuestra. Oímos que otras personas descubren medicinas
maravillosas, diseñan naves interplanetarias, adquieren fama en el arte, la ciencia o la
aventura. Mientras tanto, nosotros seguimos por el mismo camino, tan rutinario y
aburrido como siempre.
Nuestra fe es un antídoto maravilloso contra esas tentaciones de sentirnos
inferiores. Sabemos por ella que el único propósito global de nuestra exigencia es dar
gloria a nuestro Padre del Cielo, entregándonos con toda el alma al cumplimiento de su
voluntad. Si hemos comenzado el día ofreciéndoselo sin reservas a Dios -con todos
nuestros pensamientos, palabras, obras y sufrimientos- y lo vivimos en estado de gracia,
habremos volado hasta la cumbre. Nuestras acciones, por pequeñas que sean, estarán
llenas de sentido y tendrán valor eterno. Hasta el hecho de atarnos los cordones de los
zapatos reverberará en el Cielo.
Nuestro día puede ser rutinario e improductivo desde el punto de vista de una
sociedad que juzga sólo por los resultados materiales; pero si lo hacemos en unión con
Dios, habrá sido un millón de veces más importante que el del hombre que, sin
importarle Dios, haya hecho aterrizar un satélite en la luna ese día.
¿Inferior? ¿Inútil? ¿Inadaptado? No, mientras te queden fuerzas para decir: «Por
Ti, Dios mío; todo lo hago por Ti».
3
— ¿Cuál es tu actitud hacia Dios?
— Bueno, supongo que la misma que la del resto de la gente -puedes responder-.
Creo que Él es mi Creador y Redentor. Lucho por amarle con todo mi corazón, y trato
de mostrar ese amor cumpliendo sus mandamientos.
Ésa es una respuesta razonable para una pregunta inesperada. Si reflexionas un
poco más, sin embargo, te darás cuenta de que tu actitud hacia Dios no es como la del
resto de la gente.
Lo que crees de Dios es lo que todos los católicos creen: Dios es espíritu puro;
en Él hay tres Personas; Él es nuestro Creador y Redentor; Él es nuestro Juez, nuestro
fin y nuestra recompensa. Él nos ama, nos ayuda con su gracia y escucha nuestras
oraciones. Éstos son los hechos. Sin embargo, cuando oímos estas realidades en la
infancia las fijamos en nuestra mente. A cada una de esas verdades le damos un especial
colorido, de acuerdo con nuestra personalidad y forma de ver las cosas. Si los espíritus
pudieran tener una imagen, diríamos que nos hicimos nuestra propia imagen de Dios,
distinta de la que cualquier otro hombre se haya podido hacer.
La primera noción que conocernos de Dios suele ser la de Dios como Padre. Éste
es, además, el concepto que mejor le define y el más duradero.
Supongamos que tu padre era una persona estricta y severa. Era siempre justo,
de acuerdo; pero no tardaba en perder los estribos ante tus travesuras infantiles y era
riguroso en sus castigos. Por ello, puede que tal vez tengas una imagen un tanto sombría
de Dios, sobrecargada con el temor constante de su ira, de su juicio y de sus castigos.
Tu actitud hacia Dios puede estar llena de ansiedad, e incluso de temor servil.
Imaginemos, por poner otro caso, que tu padre era reservado e introvertido, más
bien reacio a los besos y carantoñas a sus hijos. En ese caso, aceptarás por la fe el hecho
de que Dios te ama, pero tal vez te resulte difícil darte verdadera cuenta del amor
intenso, personal y posesivo que Dios tiene por ti. Tu actitud hacia Dios puede consistir
en un cierto sentido de lealtad, austero e impersonal.
Tu padre pudo ser una persona tan centrada en su trabajo que no tuviera mucho
tiempo para pensar en sus hijos. Si así fue, quizá veas a Dios como un ser distante y
despreocupado de ti y de tus intereses.
Tu padre pudo ser un padre locamente emotivo, que ignorase su mala conducta,
o que se riese cuando debería haberte reñido. Así, tal vez sientas la tentación de
menospreciar la justicia divina. Quizá creas que puedes pecar impunemente, o que
puedes esperar el perdón si no te reformas.
Por último, pensemos que tu padre conjugaba la justicia con la paciencia y la
comprensión; que era generoso en sus muestras externas de cariño; generoso también
con el tiempo y la atención que dedicaba a sus hijos. Con un padre así, es de suponer
que tu actitud hacia Dios sea de completa confianza y de entrega alegre y sin temores; lo
más seguro es que estés feliz y sereno con tu vida interior.
Difícilmente puede cambiarse completamente la formación emocional que
recibiste en tu niñez. A medida que crecemos en madurez, no obstante, nuestro
conocimiento de Dios es más profundo. La lectura espiritual y los retiros periódicos
pueden ser especialmente útiles para reformar la primitiva imagen que teníamos de
Dios.
Con todo, puedes seguir sintiéndote insatisfecho con la discrepancia entre el
Dios de tu cabeza y el Dios de tu corazón; puedes estar especialmente descontento de no
sentirte más cerca de Dios, de que a tu oración le falte adoración y espontaneidad.
¡Ánimo! Dios es un Dios de amor. Conoce tu interior y tus dificultades
emocionales mejor que tú mismo. Nunca te pide más de lo que puedes dar. Cuando
haces las cosas lo mejor posible, Dios está contento, a pesar de que ese «lo mejor
posible» esté lleno de imperfecciones.
4
¿Eres una persona demasiado sensible? Espero que no, porque una persona
hipersensible se crea una gran cantidad de infelicidad innecesaria y es una carga para su
familia y sus amigos.
María Pérez, por ejemplo, tiene una sensibilidad anormal. Se cruza con su amiga
Elena López por la calle. Elena no le dice nada. María vuelve a casa terriblemente
deprimida, preguntándose: «¿Qué habré hecho para que Elena se porte así conmigo?».
En realidad, Elena estaba muy preocupada pensando si debía o no comprarse el traje de
9.999 pesetas que acaba de ver. Ni siquiera vio a María Pérez.
Juan Martínez es otro ejemplo. Sentado en su despacho, contempla a dos
compañeros de trabajo en el pasillo, charlando y riéndose. Juan está seguro de que están
hablando de él. La verdad es que están discutiendo sobre una sorprendente victoria que
su equipo favorito obtuvo anoche. Pero los pensamientos de Juan son muy otros.
Un tercer caso es el de Juana Rodríguez. El presidente de «su» asociación
benéfica dijo: «Agradecería a los señores miembros que dejasen los comentarios para
después de la reunión y pusieran atención a lo que estamos haciendo». Juana lo
consideró como una alusión personal y abandonó la sociedad.
La persona que siempre está siendo despreciada, ofendida, deliberadamente
ignorada, o a la que «se está poniendo verde», es, sin duda alguna, demasiado sensible.
Todos nosotros nos hemos encontrado alguna vez con gente irritante, pero sólo en
contadas ocasiones. La gente que ofende a los demás a propósito constituye una
pequeña proporción; no es posible encontrárselos cada día.
Otra muestra de nuestra sensibilidad es el grado con el que nos preocupamos de
lo que los demás piensan de nosotros. Es perfectamente normal el deseo de estar bien
considerado por los demás; los psicólogos nos dicen que la «aceptación de los iguales»
(es decir, el estar bien considerado por nuestros compañeros) es una de las necesidades
más básicas del hombre. La persona que dijese: «no me preocupa lo que piensen los
demás», daría muestras de ser más anormal -y, ciertamente, más orgullosa- que el alma
demasiado sensible.
Necesitamos ser aceptados; pero la persona demasiado sensible siente esa
necesidad con apremiante urgencia. La mayoría de nosotros nos damos por satisfechos
con estar bien considerados y ser respetados. Es necesaria una afrenta o descortesía
inequívocas para que nos resintamos. No nos enfadamos fácilmente porque tenemos una
buena imagen de nuestro valor personal. Cuando nos miramos en el espejo de nuestra
mente, nos gusta lo que vemos. Nos damos por satisfechos si vemos que a los demás
también les gusta. Esto no significa que seamos vanidosos. Significa, simplemente, que
estamos contentos con nosotros mismos tal y como Dios nos ha hecho. Sabemos que ha
obrado bien haciéndonos como somos y no deseamos ser ningún otro. Esto no es
orgullo, sino un estado emocional perfectamente normal y deseable.
No es tampoco el orgullo lo que hace a la persona hipersensible sentirse
ofendida con tanta facilidad. Por el contrario, sufre un complejo de inferioridad en su
subconsciente. Este complejo puede deberse a alguna circunstancia desafortunada de la
infancia: tal vez a la incapacidad para cumplir con los exagerados planes que los padres
le habían trazado. Sea cual fuere la razón, la persona demasiado sensible no está
contenta con la imagen que tiene de sí misma. Tiene el oculto temor de no ser respetada
y aceptada por los demás. Inconscientemente, espera ser minusvalorado. En
consecuencia, ve la ofensa donde no la hay.
En su forma más extrema, la hipersensibilidad puede requerir la ayuda del
psiquiatra para su curación. No obstante, si es menos acusada, como suele suceder
cuando aparece, bastan la oración y la lucha para superar sus inconvenientes. La
inseguridad subyacente puede no ser eliminada, pero sí pueden detectarse las
manifestaciones externas. Si nos damos cuenta de que nuestra hipersensibilidad es causa
de muchos enfados inmotivados, e incluso de la infelicidad de los que nos rodean, la
caridad se encargará de exigir que realicemos esa tarea.
5
Dios quiere, sin duda, que disfrutemos al practicar la religión. Pero esto no
quiere decir que el buen cristiano tenga que ir cantando y brincando todo el día.
Significa que -normalmente- debemos encontrar en nuestra fe una fuente de silenciosa
alegría, de paz interior. Si la inquietud u otro defecto de la mente es algo crónico en
nuestra vida interior, podemos sospechar que la culpa es de alguna dificultad humana
subyacente: No es corriente que Dios nos pruebe con un permanente desasosiego
interior.
Uno de los fenómenos que más comúnmente quitan la paz es el conocido con el
nombre de escrupulosidad. La persona escrupulosa tiene deformada la capacidad de
juzgar en materias morales: ve pecado donde no lo hay, o bien por deformación de las
ideas (al pensar en Dios lo piensa severo y justiciero siempre más que como Padre
amoroso); o por temperamento (es «preocupón», tiende a ahogarse en un vaso de agua);
o por soberbia (se quiere no tener ni el menor fallo, porque le afea a uno mismo y por
temor servil a Dios). Nunca está satisfecha con sus oraciones y las repite hasta la
saciedad. En la confesión siempre tiene miedo de no haber dicho los pecados
adecuadamente, y quiere repetirla una y otra vez para asegurarse; a duras penas podrá el
confesor tranquilizarla, y tenderá a abandonar el confesonario tan inquieta como llegó.
Los escrúpulos tienen una vertiente psicológica -falla la formación y el
equilibrio humano- y otra moral; de esos dos aspectos, el dominante en algunos casos
puede ser el primero, es decir, que la psicología de la persona en cuestión sea tan
enfermiza que llegue a constituir un auténtico caso patológico: una neurosis que, esta
vez, se manifiesta en la vida moral de la persona, como podría hacerlo en otros campos:
un hombre, por ejemplo, puede ser anormalmente indeciso en su profesión, o en otra
ocupación, sintiéndose obligado a revisar una y otra vez su trabajo; una mujer puede
sentirse forzada a barrer su casa seis o una docena de veces al día y no quedarse
convencida de que está limpia.
En estos casos, los escrúpulos constituyen un problema emocional más que
espiritual y, claro está, el confesor no puede hacerlo todo para curarlos. Atenderá
pacientemente a esa persona, le ayudará a controlar su defecto, procurará serenarla, pero
a veces se requerirán también remedios médicos, y no sólo los consejos espirituales y la
ayuda de la gracia.
En cambio, en los casos normales, cuántas veces la gracia y la paciencia y la
fortaleza de un confesor han devuelto poco a poco la paz y la alegría a un alma
atormentada por escrúpulos; incluso, al corregirse el defecto que desencadenó esa
tendencia al escrúpulo -hacerse menos «preocupón», menos complicado interiormente,
fiarse más de Dios, etc.- mejora el equilibrio de la personalidad y la capacidad de juicio,
no sólo en moral, sino también en otros campos: se madura interiormente.
Los sentimientos de culpabilidad son otro tipo de problemas psicológicos que
pueden complicar la vida interior de una persona, quitándole su alegría en la práctica de
la religión. Que se tengan sentimientos de culpabilidad, en el sentido psicológico del
término, no quiere decir simplemente que se reconozcan los pecados cometidos.
Cualquier persona normal se siente culpable cuando ha cometido un pecado
deliberadamente, y es bueno que así sea. Este sentido de culpabilidad desaparece, no
obstante, cuando el pecador se arrepiente, se confiesa y obtiene el perdón de Dios. En
cambio, si el sentimiento de culpabilidad se debe fundamentalmente a un defecto
psicológico, constituye como un telón de fondo oscuro de todo lo que pensamos y
hacemos, como una vaga convicción de falta de valía personal, que ni el
arrepentimiento ni la absolución pueden aliviar establemente. Habrá que reforzar la vida
interior del que padezca estos sentimientos, ayudándole a que confíe más en la
misericordia infinita de su Padre Dios, para lo que servirá la frecuencia de la confesión,
la comunión y una sana dirección espiritual; habrá también que fomentar la virtud
humana del optimismo, para que se vaya acostumbrando a valorar también las cosas
buenas; pero en algunos casos declarados, habrá que acudir a los servicios psiquiátricos.
Cristo nos dio los sacramentos para nuestra salud espiritual, y no para la física o
psicológica; aunque no olvidemos que un espíritu de verdad sano con la gracia de Dios
influye en la actitud psicológica e incluso en la forma física. De por sí, el sacramento de
la penitencia no curará una neurosis como tampoco curaría una tuberculosis, pero es
verdad que la oración y los sacramentos son una ayuda, de hecho, dándonos fortaleza y
optimismo para superar la cruz que significan nuestros padecimientos físicos y
mentales.
6
¿Cuándo es mortal un pecado? Esta pregunta tiene una fácil respuesta: todos
podemos recordar la lección del catecismo en la que aprendimos que un pecado es
mortal cuando se desobedece a Dios en materia grave, con plena advertencia de lo que
hacemos y consentimiento pleno de la voluntad. La definición es suficientemente clara.
Sin embargo, al aplicarla, podemos encontrar algunas dificultades.
El elemento «materia grave», normalmente, y si uno se fía de Dios, del
Evangelio y de la Iglesia más que de su propia cabeza y de sus gustos, no ofrece
especiales dificultades. La moral católica, razonando a partir de los principios de la ley
natural y divina, nos dice qué actos u omisiones son incuestionablemente graves. De
este modo, es materia grave quitar la vida a otro injustamente o hacerle un daño físico
considerable; es materia grave quitar la fama a otro o dañarle seriamente en sus bienes o
no dar el salario a un obrero; es materia grave ceder a los impulsos sexuales fuera del
matrimonio o, en él, cerrando arbitrariamente la apertura a la vida. Éstas y otras muchas
faltas morales han sido claramente calificadas de graves.
No, no es la «materia grave» la causa de las dificultades reales a la hora de
determinar el pecado mortal, en una persona de mediana formación. Tampoco lo es el
elemento «plena advertencia». Está suficientemente claro que no podemos normalmente
cometer un pecado por ignorancia (a menos que sea una ignorancia culpable, o fingida,
o fácilmente vencible), ni por olvido ni por semiinconsciencia. No podemos ofender a
Dios si no sabemos lo que estamos haciendo y -fuera de esas falsas ignorancias- sin
saber que esa acción ofende a Dios. Aunque podemos sentirnos vagamente culpables si
inadvertidamente hemos comido carne un viernes de Cuaresma, el sentido común nos
dice que ahí no ha habido pecado, y mucho menos grave.
Sólo cuando nos enfrentamos con el requisito del «consentimiento pleno de la
voluntad» parece que surgen problemas más complicados. Por un lado, hay que saber
cuándo se ha consentido o no, lo que a veces puede encerrar cierta dificultad, sobre todo
si se trata de pecados internos (movimientos de ira o de odio, pensamientos de
impureza, juicios temerarios, etc.): ¿habré consentido o no?, se pregunta el interesado a
veces con preocupación. Lo interesante es saber que la tentación -aunque se reitere y
por fuerte que sea- no es pecado: pecado es aceptarla o ponerse voluntariamente en
ocasión de aceptarla. Pero no es lo mismo sentir que consentir: tantas veces sentimos sin
que intervenga la voluntad -sin quererlo-; por ejemplo, cuando «sentimos» envidia y, de
verdad, no querríamos sentirla, tanto que incluso nos lo repetimos una y otra vez;
consentir en esa tentación es admitir, ya con la voluntad, verdadera pena por el bien
ajeno o verdadera alegría -de la voluntad- por el mal que haya sufrido. Eso es pecado.
Pero además de esa posible dificultad -que se allana a medida que se forma la
conciencia-, el tema del consentimiento se complica frecuentemente con la aparición de
numerosos «imponderables». ¡Hay tantos factores que pueden interferir en la libre
elección de nuestra voluntad y que pueden disminuir la responsabilidad de un acto!
Temor, preocupación, tensión, pasión, cansancio... son sólo una muestra de las variables
que pueden influir, y que de hecho influyen, en nuestra voluntad. Por ejemplo, una
persona cansada y excitada no es tan responsable de un enfado repentino como otra que
esté reposada y relajada.
Pero no nos llamemos a engaño: esos «imponderables», habitualmente, no llegan
a anular la libertad y la responsabilidad humanas; afirmar lo contrario sería reducir la
condición del hombre a la del animal: un perro no puede sustraerse a la atracción de un
hueso, y el hombre, en cambio, si se lo propone, puede -y debe poder, si quiere ser y
vivir como hombre- dejar de probar un guiso. Lo ordinario es que el hombre, aun con
todos los condicionantes que se quiera, actúe libremente -nada ni nadie puede decidir,
en último término, por él-. Todos tenemos conciencia de esto. Lo que influye en la
voluntad -las pasiones, las deformaciones culturales o de ambiente, los hábitos
adquiridos, etc.- raramente puede anular nuestra responsabilidad, igual que la virtud de
un monje austero no deja de ser meritoria porque se la facilite el ambiente severo del
monasterio.
Estos principios generales hay que saber aplicarlos con sumo cuidado ante otros
influjos que pueden afectar a la voluntad, como pueden ser las condiciones normales de
la mente, que la psicología moderna no conoce aún bien. En algunos casos patológicos,
las coacciones internas, las fobias y complejos, pueden hacer difícil -y en ocasiones
imposible- el libre ejercicio de la voluntad: piénsese, por ejemplo, en los cleptómanos.
Casos como el señalado son extremos. En cambio, los que nos consideramos mental y
emocionalmente sanos, podemos vernos afectados -en menor medida- por influjos que
pueden pasarnos inadvertidos, pero que rara vez pueden llegar a anular nuestra libertad
y, por tanto, nuestra responsabilidad; rara vez llegan a cegar la mente de tal manera -
como podría hacerlo, por ejemplo, un miedo incontrolable- o a anular la voluntad,
aunque puedan atenuar su responsabilidad: es obvio que es mayor crimen matar a
sangre fría que en una inesperada y apasionada discusión, aunque, si en ambos casos
hay consentimiento de la voluntad, en ambos casos hay ofensa gravísima a Dios.
Lo que llevamos dicho nos ha de valer -y ésta sería nuestra primera conclusión-
sobre todo para juzgar de la bondad o maldad y de la gravedad de nuestros propios
actos. De los de los demás -y más aún de sus intenciones-, en rigor, sólo puede juzgar
Dios: sólo Él conoce lo que hay en el interior del hombre; sólo Él sabe todas las
presiones (y hasta qué punto han influido) en el ejercicio de un acto de la voluntad de
nuestro prójimo: puede éste haber realizado alguna acción que, objetivamente
contemplada, sería pecado mortal. Tal vez podremos decir: «Es una acción
pecaminosa», y deberemos procurar ayudarle a que no la vuelva a cometer; pero nunca
deberemos juzgar: «Ha hecho un pecado mortal», porque sólo Dios puede hacer ese
juicio.
Otra conclusión de lo que llevamos dicho es que la persona de buena voluntad,
que, de verdad, pone todo su empeño en cumplir lo que Dios le pide, nunca debe
desanimarse cuando su progreso sea lento o parezca que no avanza. Quizá esa persona
concreta en un momento concreto y en unas circunstancias concretas, para subir un
escalón ha de luchar más que otros que suben -por las razones que sean- con mucha
soltura un tramo entero. Sólo Dios puede medir, en último término, hasta qué punto
estamos luchando. Y mientras sigamos luchando, no podemos dudar de la victoria final.
X. Los padres, formadores de santos
1
Si eres padre, especialmente si eres un padre joven, puedes sentir la inquietud de
no saber si te adecuas a la psicología del niño. ¡Ten confianza! La realidad es que eres
mejor psicólogo de lo que crees.
La infancia es la época de mayor vulnerabilidad en el desarrollo de la
personalidad humana. Los padres que llevan a sus hijos a la pubertad libres de
prejuicios psicológicos serios, pueden luego «retirarse a descansar». Sus
responsabilidades futuras como padres no deben dejar de preocuparles, pero la época
más crucial ha terminado. A la edad de doce años, más o menos, la personalidad
humana está sólidamente asentada. No habrá grandes alteraciones posteriores.
Desde el momento de su nacimiento -se ha dicho que incluso antes- una de las
grandes necesidades que el niño experimenta es la de ser amado. Es el amor lo que le
hará sentir su propio valor. Es amado; por lo tanto, es capaz de ser amado; luego, su
persona tiene un valor. Además, el amor hace que el niño se sienta seguro; no sufrirá
ninguna tensión porque, siendo amado, sabe que alguien cuida de todas sus necesidades.
El niño, por supuesto, no se hace estos razonamientos. En sus primeros años,
especialmente en la infancia, un niño opera sobre todo a nivel del instinto. Pero su
instinto es agudo y perceptivo. Es dificil para nosotros, los adultos, imaginar lo
desarrollada que está la sensibilidad de una criatura con respecto a la presencia o
ausencia de cariño a su alrededor.
El ser rechazado, o el no ser amado, es uno de los daños más serios que pueden
hacerse a un ser humano. Un niño que no se sienta querido sufrirá dificultades
emocionales a lo largo de toda su vida. En sus años maduros mostrará -inevitablemente-
dificultades en su personalidad. De alguna forma, tratará de defenderse contra
profundos sentimientos de rechazo e inseguridad, demasiado dolorosos de admitir
conscientemente.
La falta de cariño no es la única causa por la que un niño puede sentirse
inseguro. El mismo resultado, si bien de forma menos perniciosa, producirá la continua
discordia en el hogar, los gritos y enfados de los padres que discuten dejarán su huella
en el cerebro y en todo el sistema nervioso, y en la personalidad misma del niño. Los
dos que se enfrentan son aquellos de los que el niño debe depender si quiere vivir. Sus
discusiones le inspiran el temor de que su hogar se destruya; temor que, además, puede
llevarle a tener que escoger entre las dos personas que más quiere. Un niño, en estas
circunstancias, vive sometido a una continua tensión. A modo de ejemplo, se ha
comprobado, por medio de encuestas en los colegios, que un niño inteligente que falla
en sus estudios ha sido, en muchas ocasiones, víctima de las discordias en su hogar. Si
se tiene en cuenta la complejidad del proceso del desarrollo de la personalidad, podemos
dar gracias a Dios por haber hecho tan sencillas las reglas de la paternidad. Realmente,
éstas pueden reducirse a dos básicas.
La primera es: padres, quered a vuestros hijos. Con la palabra y con las obras,
dadles frecuentes muestras de vuestro amor. Nunca dirás a tu hijo «te quiero» bastantes
veces. Nunca le podrás amar demasiado. El tipo de niño llamado «consentido» no es la
víctima de un amor excesivo, es la víctima de unos padres reacios que, sintiéndose
culpables, tratan de compensar el amor, que no son capaces de dar, satisfaciendo los
caprichos del hijo. El amor no está reñido con la disciplina. Si hay amor, éste se
manifestará incluso en el castigo: «Porque te quiero tanto, y deseo que seas feliz en la
vida, tengo que castigarte; no a ti sino tu falta». Aunque no lo diga con palabras, ése
será el mensaje que llevará el amor de un padre.
La segunda regla fundamental es: padres, quereos. Que vuestros hijos vean que
os queréis. No hay seguridad mayor que puedas dar a tus hijos de que su mundo es
estable y seguro.
Un conocimiento más profundo de la psicología infantil puede ser útil, en
relación con muchos problemas incidentales de la paternidad. Pero si los padres se aman
de verdad y aman a sus hijos, ya están poniendo firmemente por obra el 90 por 100 de
dicha psicología.
2
Es natural que los padres tengan ambiciones para sus hijos. Si queremos a
alguien, necesariamente deseamos que sea feliz. Equiparando la felicidad con el éxito,
muchos padres anhelan los triunfos de sus hijos: en el colegio ahora y, después, en la
vida profesional. Más aún: los padres tienden a medir su propio éxito como padres, por
el éxito -material o espiritual- de sus hijos. Si su hijo saca matrículas de honor, o
consigue un trabajo importante, o se casa con un buen partido, o entra en un convento, o
es ordenado sacerdote, papá y mamá sienten el triunfo como si fuera suyo: es la prueba
de que han formado a su hijo bien.
Este orgullo paternal es comprensible. Es una de las recompensas que
acompañan a los sacrificios de la paternidad. Sin embargo, esta ambición y este orgullo
llevan consigo un peligro oculto: el de que, en su celo por el futuro del hijo, traten de
que éste vaya más allá de los límites de su capacidad. No hay forma más segura de
conseguir que un niño tenga complejo de inferioridad que pedirle más de lo que es
capaz de dar.
El celo excesivo se manifiesta especialmente en la actitud de los padres con
respecto al rendimiento escolar de sus hijos. Por la misma naturaleza de los porcentajes,
el 50 por 100 de los niños tendrán una capacidad mental media o inferior a la media. Sin
embargo, muchos padres encuentran dificultades para aceptar que su hijo sea normal.
Presuponen que todo hijo suyo debe ser un superdotado.
En consecuencia, a Juanín, que tiene un coeficiente intelectual por debajo de 100
y al que le cuesta gran esfuerzo aprobar las asignaturas, se le «pincha» y se le empuja
para que saque mejores notas. Su situación es doblemente desgraciada si tiene un
hermano o hermana brillantes en el colegio; entonces el rendimiento de Juanín es
comparado con el de su hermano o hermana más inteligente: «¿por qué no sacas
sobresalientes y notables como tu hermano (o tu hermana)?».
Por más que lo intenta, Juanín no es capaz de satisfacer las ambiciones de sus
padres. Desilusionado por la inutilidad de sus esfuerzos, cada vez estará más abocado al
fracaso. Si se le comprendiera y su esfuerzo fuese reconocido, Juanín podría llegar a ser
una persona con confianza en sí mismo. Si no, se verá obligado siempre a considerarse
de segunda clase. Sufrirá complejo de inferioridad durante toda su vida.
El complejo de inferioridad puede provenir, asimismo, de unos padres que sólo
vean los fallos. Unos padres así no pueden soportar la idea de que su hijo sea algo
distinto de un modelo de virtudes, y son pródigos en críticas con frases del estilo de
«eres un niño malo», «eres tonto», «eres un patoso», «no haces nada bien», «no se te
puede encargar nada», etc.
Así, el niño llega a convencerse en su interior de que es malo o tonto o patoso o
irresponsable, convicción que le acompañará siempre. El daño será mayor si es rara la
vez que sus padres tienen una palabra de aprobación, quizá con el temor (infundado) de
que las alabanzas estropeen al muchacho.
Por el contrario, la alabanza de los padres es esencial para lograr que el niño
tenga confianza en sí mismo y sepa lo que vale. Los padres prudentes nunca adulan,
pero saben encontrar ocasiones en las que, honradamente, pueden felicitar al niño.
Cuantas más ocasiones encuentren, mejor. Habrá veces en las que la conducta del niño
deba ser objeto de una reprimenda o de un castigo. No obstante, a la hora de regañar hay
que tener buen cuidado de distinguir entre la conducta del niño y el niño mismo. Es
mucho mejor decir «eso que has hecho está mal», que «eres un niño malo»; mucho
mejor decir «me has engañado», que «eres una mentirosa», etc. Y, para compensar, la
aprobación debe ser siempre más frecuente que la reprimenda.
Los padres que aceptan a su hijo como es y no le piden más de lo que puede dar
de sí, y que combinan la corrección con la aprobación frecuente, están ofreciendo a su
hijo una saludable imagen de sí mismo.
3
Un privilegio maravilloso que los padres tienen es el de ser los primeros en
presentar Dios a sus hijos. La presentación no es tan sencilla como decir: «Miguelito,
éste es Dios». Las relaciones del niño con Dios se van logrando gradualmente, día tras
día y año tras año. Son los padres, no obstante, los que tienen el honor de descubrir a
sus hijos la faz de Dios.
Su primera imagen de Dios y su primer sentimiento acerca de Dios
permanecerán en el niño durante toda su vida. La imagen sera luego refinada y
perfeccionada, al aumentar su conocimiento, pero la actitud básica del niño hacia Dios
seguirá siendo siempre la misma. He aquí la razón de la importancia de que el niño vea
a Dios, desde el principio, como lo que realmente es: un Dios de amor.
Un niño debería oír «Dios te quiere», con la misma frecuencia que «mamá te
quiere».
Debería saber que Dios cuida de él, amorosamente, mientras duerme, y que está
a su lado, ayudándole, a lo largo de todo el día. Debería también oír hablar a menudo de
la bondad de Dios, tanto en lo material como en lo sobrenatural: «¡Qué bueno es Dios al
darnos la hierba, los árboles y estas flores tan bonitas!»; «¡Qué bueno ha sido Dios al
darte un alma tan preciosa!».
Amor y Bondad; el concepto que el niño tenga de Dios debe forjarse alrededor
de estas dos ideas. También deberá conocer la justicia de Dios, pero -a ser posible-
después de tener la convicción del amor de Dios indeleblemente impresa en su mente.
Cuando surja el tema del infierno, el niño deberá conocer su verdadera
naturaleza. No se le debe dar entonces una visión como la del «Inferno» de Dante, sino
más bien explicarle que es el horrible estado de infelicidad que sufren las personas que
han querido separarse para siempre de Dios. Dios no quiere que vaya nadie al infierno.
Dios no envía a nadie al infierno; si un alma va allí es porque quiere, porque hubo algo
en esta vida que amó más que a Dios. A pesar de querernos tanto, Dios no puede hacer
que le amemos si no es ésa nuestra voluntad. Dios no puede hacer que vayamos con Él
al Cielo, si nosotros nos negamos. Ésta es la verdad sobre el infierno. Esta es la verdad
que un niño, de acuerdo con su capacidad, debe conocer.
Sería una gran tragedia que un padre utilizase a Dios como un instrumento de
disciplina. Sería una injusticia para con Dios el utilizarle como maza con la que golpear
al niño en la cabeza; «Dios no te querrá si haces eso»; «Dios castiga a los niños malos».
Tales afirmaciones hechas al chiquillo le presentan a Dios como a un policía
canonizado, al tiempo que dañan para siempre su concepto de Dios. Si se nombra a Dios
en un problema de comportamiento, deberá ser siempre de forma positiva, como,por
ejemplo: «Si quieres a Dios, harás lo que El te pide», o «cuando te portas bien, estás
diciéndole a Dios que le quieres».
Al niño, no sólo debe presentársele a Dios como un Dios de amor, sino que se le
debe ayudar también a formarse una conciencia recta. No se le debe decir: «Eso es un
pecado grave», cuando el pequeño no tiene edad suficiente para distinguir entre lo
bueno y lo malo, moralmente hablando. Un niño de tres o cuatro años no puede cometer
un pecado; decirle que ha pecado es, por tanto, crear sentimientos de culpabilidad en su
mente que le pueden atormentar durante el resto de su vida. Cuando sea mayor puede
experimentar confusos sentimientos de indignidad, cuyos orígenes se pierdan en su
memoria. Sin saber por qué, se seguirá sintiendo culpable después de una buena
confesión.
Cuando el niño llega al uso de razón, los padres sabios procurarán tener cuidado
para no exagerar la magnitud de sus faltas. Si las travesuras infantiles, desobediencias,
enfados o mentiras son calificados como pecados mortales, el resultado será una
conciencia deformada.
Sí, es un privilegio envidiable del que gozan los padres: ser los primeros en
hacer que sus hijos conozcan a Dios. ¡Ojalá lo den a conocer basándose en la verdad,
como realmente es!
4
La época de la adolescencia es un tiempo de entrenamiento, tanto para los padres
como para los hijos. Dura de los trece a los diecinueve años, aproximadamente. Es el
período de la vida durante el cual una persona va dejando gradualmente de ser niño,
para ir penetrando en la madurez.
Por su misma naturaleza, la adolescencia es una época de inquietud, de cambio.
El adolescente no es exactamente la misma persona hoy que ayer, ni mañana será
exactamente la misma que hoy. Por ello, la adolescencia es tiempo de confusión
emocional, en el que el joven trata de formarse una nueva y siempre cambiante imagen
de él mismo.
Durante la niñez, la vida es bastante estable. Teniendo un lugar definitivamente
asignado en la sociedad, el niño tiene una imagen definida de sí mismo. Sabe lo que
significa ser un niño porque sabe lo que se espera de un niño. De modo similar ocurre
con el adulto. El adolescente, sin embargo, no está nunca seguro de su posición. Es
reacio a abandonar la segura situación de la infancia, al tiempo que la naturaleza le urge
a adquirir la independencia de pensamiento y de acción que la madurez exige. La
naturaleza misma está también desarrollando el poder reproductor y despertando el
impulso sexual. El joven tiene que luchar contra tensiones y sentimientos
completamente nuevos para él. Tiene que construirse controles que nunca hasta ahora
había necesitado. Tiene que aprender lo que ser un hombre (o una mujer) significa.
No es sorprendente que el adolescente tenga que vivir en un mundo de confusión
emocional, como él mismo suele reconocer. Pone a prueba la paciencia de sus padres,
alternando manifestaciones de afecto y de trato infantiles con formas de caprichosa
independencia propias de adultos. En ocasiones, los padres colaboran al estado de
confusión del adolescente. Un día le dicen: «Eres demasiado mayor para hacer eso; ya
no eres un niño». Y al siguiente día: «Eres muy joven para aquello; quítate esa idea de
la cabeza». No es dificil de comprender por qué el joven encuentra difícil respuesta a la
pregunta: «¿Quién soy yo?».
Por este sentimiento de inseguridad, el muchacho trata de encontrar la
estabilidad identificándose con otros de su edad. Tener un lugar en la «pandilla» le hace
sentirse seguro. En su deseo de ser aceptado por sus compañeros, se adapta servilmente
a sus modos de conducta. Él (o ella) debe peinarse de una forma determinada, vestir de
una manera concreta, llevar tales zapatos, hablar el «argot» de sus amigos.
Esta afición a las modas juveniles puede llegar a irritar a los padres: «¿Tienes
que peinarte de esa forma tan extraña?»; preguntan: «¿Qué hay de malo en la chaqueta
que tenías?»; «No me importa que todas en el colegio estén usando sombra de ojos».
Éstas son reacciones comunes de los padres.
Sin embargo, es la búsqueda de independencia del adolescente lo que más
preocupa a los padres. Sus órdenes se ponen en duda, sus directrices son rechazadas, sus
instrucciones no se obedecen. Como una gallina que empollase a un patito, los padres
comienzan a preguntarse de dónde viene su inconstante hijo o hija; comienzan a
preguntarse si habrán fallado en su intento de formar bien a su criatura.
En realidad, todo eso está previsto por la naturaleza: no le faltarán medios para
salir adelante. Si el muchacho ha tenido ese consejo sabio y amoroso durante sus años
jóvenes, saldrá de las tormentas y tensiones de la adolescencia sin perjuicios serios. Tal
vez logre confundir a sus padres durante el proceso, pero acabará anclando en el puerto
seguro de la madurez.
El adolescente necesita quien le guíe, y que lo haga con fortaleza. Él mismo,
consciente o inconscientemente, busca ese consejo. En medio de su confusión e
incertidumbre emocional, agradece la protección contra sí mismo. Esa firme dirección
se requiere especialmente cuando sus normas de conducta chocan con las de la Moral,
decencia o educación. La comprensión de las necesidades y problemas del adolescente
llevará a los padres, no obstante, a ejercer su autoridad con paciencia y cariño.
Entre los padres que lean este libro, tal vez un 1 por 100 se entere -antes de un
año- de que su hija soltera está embarazada. Es a ellos a los que me dirijo ahora, con el
ruego de que afronten su grave problema con inteligencia y caridad.
Cuando la hija amada dice a sus padres que está «esperando», la primera
reacción de ellos suele ser disgustarse horrorizados. ¿Cómo ha podido sucederle eso a
su niña -que quizá no ha cumplido los veinte- a la que tanto han querido y mimado?
Había sido siempre tan buena... ¡Y ahora esto! ¿Cómo ha podido convertirse en un ser
tan inconsciente? ¿Dónde han fallado ellos -los padres-al formarla? De este tipo son las
acusaciones y recriminaciones que los padres pueden sentirse tentados de hacer a su hijo
y a ellos mismos. El shock es comprensible, pero una reacción así es la peor respuesta
posible a la situación.
En primer lugar, la muchacha no se ha vuelto mala por el hecho de su embarazo.
Puede haber cometido un solo pecado, en un instante de tentación repentina. Esa única
falta no quiere decir que todo su carácter haya cambiado. Sin duda, ha llorado
amargamente su pecado, se ha confesado y ya está en gracia. No es una prostituta.
El hecho de que vaya a tener un hijo no empeora su pecado. De hecho, su mismo
embarazo puede ser muestra de su bondad. Si ella fuese de otra manera, si no hubiera
querido «buscarse problemas», se habría conseguido un contraceptivo. El pecado de
cortar con los frutos de la relación sexual habría sido más malicioso, porque -del mismo
modo que en la masturbación mutua de los que se juntan para «acariciarse»- hubiera
sido un pecado contra la naturaleza. Más aún, si su hija no hubiera tenido conciencia, tal
vez habría procurado un aborto, para evitar ese dolor, añadiendo el pecado de asesinato
a su primer delito.
Permítase recalcar el hecho de que tener un hijo no es un pecado. La unión
extramatrimonial fue un pecado, pero el embarazo resultante no lo es. La criatura que
esta hija lleva en su vientre está destinada a ser un hijo de Dios. Cuando ella y su novio
concibieron el cuerpo del niño, pusieron en movimiento el poder creador de Dios; y
Dios insufló un alma espiritual e inmortal a ese cuerpo. Es el comienzo de un nuevo
santo para el cielo.
La muchacha puede confesar su situación llorando o -con el fin de disimular el
miedo que lleva por dentro- como de pasada o, incluso, con actitud desafiante. Sea
como fuere, es de esperar que los padres traten de disimular sus sentimientos de pesar y
afronten el hecho con garbo. Si hay alguna ocasión en que su hija pueda necesitar de su
comprensión y de su amor, es ésta.
La chica está atemorizada, dolorida, apenada y confundida. Éste es el momento
para que los brazos paternos la acojan con seguridad: «Sentimos lo ocurrido, hija mía,
pero te seguiremos queriendo tanto como siempre. Deja de preocuparte: el mundo no se
ha hundido. Llevaremos esto juntos, y no será tan malo como piensas».
Luego, acudir al sacerdote o a algunas otras personas que les orienten con buen
criterio católico pondrá las cosas en su lugar. El matrimonio con el padre del niño no
será indicado a menos de que se pueda confiar firmemente en que será feliz y duradero.
Cuestiones del tipo de si será mejor el matrimonio que tener al niño secretamente, o de
si será mejor conservar al niño o dejar que lo adopten, sólo pueden ser decididas
después de un cambio de impresiones sereno y realista con consejeros cualificados.
Cualquiera que sea la solución final, cuando la crisis haya pasado y su hija sea
feliz y sonría de nuevo, los buenos padres llegarán incluso a considerar éste como uno
de sus
mejores momentos. Han sido capaces de superar su propio shock y temor, en
aras del amor. Han sido capaces de olvidarse de sí mismos para convertirse en torres
gemelas de fortaleza para su hija, cuando ésta más los necesitaba.
XI. La segunda juventud
1
¿Qué estás haciendo con el fin de prepararte para la vejez? Esto puede sonar
como la primera frase del anuncio de un seguro, pero la preparación para la vejez
comprende mucho más que asegurarse la situación económica. En realidad, la seguridad
económica es el factor menos importante en esta preparación.
Mucha gente, cuando hace planes para sus últimos años, los envuelve de una
aureola de «independencia». Quieren ahorrar dinero, o asegurarse una pensión, con la
intención de no ser una «carga» para nadie. Aun así, cuando llega la hora de cumplir
esos planes, muchos que tienen sustanciosas rentas se siguen encontrando bastante
miserables. ¿Cuál puede ser la razón?
En mi opinión, una de las causas es que ese ansia de independencia es un
espejismo derrotista. Teniendo esa manía de ser independientes, sembramos las semillas
de innumerables frustraciones, que cosecharemos después de los setenta. Porque, a
menos de que muramos jóvenes, no tendremos más remedio que depender de otros, de
alguna manera, hasta que podamos decir el nunc dimittis.
No hay cantidad de dinero capaz de evitar la rigidez de los huesos producida por
la artritis, que hace tan de agradecer la mano de otro en quien apoyarse. El dinero no
reanimará el corazón cansado, que hace que sean las piernas de otro las que tengan que
correr para hacernos un recado. El dinero no arreglará la vista borrosa ni la dureza de
oído, que requieren consideración por parte de otros. El dinero no rejuvenecerá la mala
memoria, que pide paciencia para los que nos rodean; memoria que es tan certera para
los hechos ocurridos mucho tiempo atrás, y tan olvidadiza para evitar que se queme la
comida de hoy.
Tanto si nos gusta como si no, dependemos de alguna forma de otros. Si hemos
hecho de la independencia un ideal, podemos destruir fácilmente la felicidad de los que
podrían ser los años más agradables de nuestra vida. Nos dolerá el hecho de no
podernos valer por nosotros mismos para todo. Pasaremos la vejez refunfuñando -
incluso sin dar las gracias- cada vez que nos tengan que echar una mano. Seremos de
esa detestable clase de viejos que están siempre regañando, quejándose y
compadeciéndose a sí mismos.
¿Qué razón hay para exagerar tanto el valor de la independencia? Si cada ser
humano fuese completamente independiente de los de más, nuestro mundo seria frío y
triste. No habría lugar para el ejercicio de la atención, la gentileza, el cariño o la
generosidad...; no habría oportunidad para la práctica de la polifacética virtud de la
caridad cristiana. Las cualidades más nobles de la humanidad se verían disminuidas por
la falta de la luminosidad que la dependencia de otros proporciona.
A ti y a mí, que estamos aún vigorosos y activos, no nos sienta mal tener que
ayudar a otros de cuando en cuando. Por el contrario, encontramos en la práctica de la
caridad alguna compensación a nuestra sensación de falta de valía, desde el punto de
vista de Dios. Hemos hecho muchas cosas, a lo largo de los años, de las que nos hemos
arrepentido. Estamos ante la oportunidad de equilibrar la balanza, aunque sea en tan
poca cosa. Mientras llevamos a la abuela a la consulta del médico o hacemos las
compras de la tía María, notamos que somos -en ese momento- la clase de persona que
nos gustaría ser siempre.
Si esto es lo que pensamos ahora, ¿por qué vamos a ser tan tacaños de negar a
otros su mérito, cuando nos toque llegar al final de nuestra vida? No: el conseguir la
independencia no es el principal problema. Es muchísimo más importante lograr un uso
satisfactorio de nuestros últimos años de descanso, que la vejez traerá consigo. Después
de una vida azarosa, ocupada por un trabajo útil, tal vez manteniendo una familia y
contribuyendo -aunque fuese poco- a la mejora de la sociedad,
una de las sensaciones más desanimantes puede ser la de encontrarse como un
espectador ante el desfile del mundo. ¡Tenemos todos tantas ganas de saber que estamos
haciendo algo importante!
Para llenar el vacío de esos últimos años, los expertos aconsejan desarrollar
entonces los entretenimientos y diversiones que podamos ejercitar en nuestra jubilación:
golf, trabajos manuales, colecciones, el gusto por los buenos libros y la buena música...,
ésas son algunas de las cosas que pueden iluminar y enriquecer nuestros días de retiro.
Y, si la enfermedad u otros obstáculos no nos lo impiden, tendremos innumerables
oportunidades de prestar algún servicio voluntario, de un tipo o de otro. El apostolado,
la preocupación por los demás, buscando en la medida de lo posible hacerles la vida
más agradable y acercarles a Dios, son actividades para toda edad. Si gozamos de una
salud razonablemente buena, tendremos pocos motivos para sentirnos aburridos, inútiles
o despreciados.
Sin embargo -salvo una muerte repentina-, llegará el día en que nos habremos de
contentar con estar sentados. Prepararnos para ese punto de nuestro camino hacia la
eternidad es, seguramente, el paso previo más importante que podemos dar. Esos
últimos años pueden ser los más útiles. Serán -o deberían ser- nuestros años de oración,
nuestros años contemplativos.
Ninguno de nosotros cree que una monja de clausura, que pasa todo su día en
oración, esté perdiendo el tiempo. No pensamos que el monje cartujo que medita en su
celda día y noche, sea una persona inútil. Por el contrario, estamos convencidos de que
esas personas «desocupadas» están cumpliendo la tarea más grande que pueda hacerse
por Cristo y por el mundo pecador. Ésta es la categoría suprema de utilidad que el
anciano puede adquirir. Tiene las puertas abiertas para la más digna de las vocaciones:
la vocación a la vida contemplativa.
Cuando él (o ella) pasa las cuentas del Rosario, o recita las letanías, o habla
familiarmente con Dios, consigue del cielo un caudaloso torrente de gracias. Sus
oraciones son avaladas al ofrecer sus propios sufrimientos en unión con los de Cristo.
Por medio de sus oraciones y de su dolor, los pecadores se convierten, los
infieles abrazan el don de la fe, las almas sin fuerzas hallan una nueva e insólita
esperanza, las almas rebeldes conforman su voluntad con la de Dios y el Purgatorio se
vacía. No podrá conocer todos esos frutos de su oración hasta que llegue al Cielo. Pero
sería ridículo que un anciano dijera como con resignación: «Lo único que puedo hacer
es rezar». ¿Es que se puede hacer algo más grande?
Desde luego, la capacidad para rezar no se adquiere con las canas o la pérdida de
la dentadura. Si queremos que nuestros últimos
años sean -como debe suceder- los más fructíferos, debemos poner las bases
ahora. Es muy bueno que vayamos teniendo aficiones y cultivemos formas de descanso.
Pero, sobre todo, aprendamos a rezar a través de la práctica frecuente.
2
«¿Debo vivir con mi hija (o hijo), o en un asilo?» Ésta es la pregunta con la que
se enfrentan muchos ancianos que, habiendo enviudado, se encuentran incapaces de
mantener una casa o un apartamento ellos solos. Tal vez pueda pasar mucho tiempo
hasta que tengas que tomar una determinación. Sin embargo, la decisión será más eficaz
si la tomas ahora con calma y racionalmente, cuando la posibilidad parece aún lejana.
Para hacer más simple la cuestión, supongamos que el dinero no sea el primer
factor a tener en cuenta. A estas alturas de desarrollo de la Seguridad Social, lo más
probable es que no sea éste el problema fundamental. Supongamos también que eres
viuda. (Lo que aquí vamos a decir también puede aplicarse a los viudos, aunque el
número de viudas sea cinco veces mayor que de éstos.) Por último, supongamos que
tienes que elegir entre una habitación en una residencia de ancianos y una habitación en
casa de tu hija casada. Si en vez de pertenecer a una hija, es de un hijo la casa a la que
puedes ir, los elementos a tener en cuenta son los mismos. Deberás tener especial
cuidado, en este caso, sin embargo, por ser una nuera la persona a la que te tienes que
adaptar.
De acuerdo con los anteriores supuestos, ¿cuál sería la decisión más acertada?
Puede asegurarse que serás feliz en casa de tu hija, y que ella y su familia estarán felices
teniéndote con ellos, si cumples los siguientes requisitos:
1° No sientes pena ni resentimiento por ser viejo. Muchas veces, los ancianos
menos felices son lo que luchan contra los años, como si fuesen su enemigo; no son
capaces de disfrutar como deberían sus años maduros. Evitan a las personas de su edad
y quieren participar en todas las actividades de las generaciones más jóvenes, como si,
de alguna manera, la juventud pudiera enseñarles algo.
2° Habiendo aceptado con garbo tu edad, actúas de acuerdo con ella. Te
relacionas con amigos de tu generación. Aunque no hay inconveniente en que trates a
personas más jóvenes que tú, no esperas ser incluida en todas las invitaciones que tu
hija recibe, ni acompañarla con su marido cada vez que salen de noche para divertirse.
Cuando invitan a casa a sus amigos, recuerdas «un buen libro que estoy leyendo» o
«una carta que tengo que escribir» y te retiras después de un tiempo prudencial a tu
habitación, a menos de que insistan lo suficiente en que te quedes como para no dudar
de la sinceridad de esa petición. Nunca recurras a la táctica de decir: «pobre de mí; ya sé
que sólo soy una vieja», ya que con eso puedes hacer que tu hija se sienta como
culpable.
3° Controlas heroicamente tu lengua. Cuando tu hija y su marido tienen sus
discusiones, inevitables por lo demás, te quitas de en medio. Nunca te pones de parte de
ella, independientemente de lo equivocada que consideres la postura de su marido. Te
niegas a comentar los defectos de éste con tu hija. Todo lo más que dirás es: «Te has
casado con él, hija. Ahora tienes que aprender a convivir con él».
Nunca, nunca te entrometes en cómo educar a sus hijos, aunque con frecuencia
sientas la tentación de hacerlo. Muchas veces no estarás de acuerdo con los métodos que
tienen de educar a los niños, pero te cortarás la lengua antes de decírselo a ellos o a sus
hijos. Los chiquillos no te oirán nunca decir: «tu madre es demasiado severa contigo», o
«papá te deja hacer lo que te viene en gana».
4° No eres una persona dominadora. Ves a tu hija como a una persona mayor,
capaz de tomar sus propias decisiones sin tener que contar siempre con tu consejo. No
tratas de decirle nunca cómo debe vestir, o cómo debe hacer la comida, o cómo debe
llevar la casa. A menos de que pidan tu opinión, no dices nunca nada. Tienes con tu hija
y su marido el detalle maravilloso de permitirles que tengan sus propios defectos.
Si eres capaz de cumplir todo lo anterior, no dudes en irte a vivir con tu hija. Tú,
ella, su marido y los hijos -todos- seréis muy felices juntos.
3
Si eres viudo, viuda o soltero, de edad madura, pero aún conservas una vitalidad
razonable, me gustaría proponerte una cuestión. A los hombres: «¿Has pensado alguna
vez en abrazar la vida contemplativa?». Pueden desperdiciarse muchas vocaciones en
potencia entre la gente mayor, por la simple razón de que nunca se les ocurre que quizá
hay un lugar para ellos cerca del altar. Además, ¿qué puede haber mejor que pasar los
últimos años de la vida trabajando directa y exclusivamente para Dios?
¿Puede haber un lugar en la Iglesia para un sacerdote recién ordenado de sesenta
o sesenta y cinco años, o para un religioso o religiosa que hagan la profesión a esa edad?
Desde luego que puede haberlo, y que -de hecho- lo hay.
Admito que puede resultar dificil para un sacerdote anciano mantener el ritmo
febril del coadjutor de una parroquia. En cambio, como capellán de un hospital, colegio
u otra institución, puede sustituir a una persona más joven, para que ésta realice una
labor que exija más esfuerzo. O, como religiosa, puede ser de gran ayuda en el colegio,
oficina, sacristía, mantenimiento o administración del claustro al que sirvan.
También en los conventos hay muchos puestos que pueden ser ocupados por
hermanas con «vocación tardía». Alguien con experiencia en alguna profesión del tipo
de profesora, enfermera o secretaria, será especialmente valiosa. Por otro lado, hay
también muchas tareas para la hermana sin cultura; tareas que requieren tan sólo un
espíritu de entrega generosa.
¿Qué se requiere de una persona que cree que pueda tener una vocación tardía al
sacerdocio o al estado religioso? Ante todo, que la acepte el Obispo (para los sacerdotes
diocesanos) o la Comunidad religiosa.
Tanto los Obispos como los Superiores religiosos tienen que ser realistas al
administrar los fondos de la diócesis, monasterio o convento. Pueden tener dudas a la
hora de aceptar solicitudes de personas de más de cincuenta o sesenta años, a causa de
los riesgos que suponen. Los sacerdotes o religiosos ancianos pueden resultar -por razón
de una enfermedad- una carga económica, antes de haber contribuido con sus servicios.
Por ello, las solicitudes más valoradas suelen ser las de aquellos que cuentan con
recursos propios (como una pensión de vejez) con los que asegurar que no se
convertirán pronto en una carga para la diócesis o Comunidad.
Otro problema para las mujeres es que la mayoría de las Comunidades de
religiosas tienen un límite de edad para admitir a las novicias. Algunas limitan incluso
sus noviciados a mujeres que no han contraído nunca matrimonio. No obstante, se
pueden y se deben hacer excepciones con las solicitantes más cualificadas.
Los hombres que aspiren al sacerdocio pueden darse cuenta de que la diócesis a
la que les gustaría ir está suficientemente atendida y que, por tanto, se negará a admitir a
una persona mayor. Pero hay otras diócesis, y hay -sin lugar a dudas- un lugar en alguna
parte para el sacerdote con la salud, personalidad e inteligencia necesarias para superar
los estudios teológicos (algunas facultades ofrecen «cursos intensivos» de latín para
vocaciones tardías al sacerdocio).
Una última cuestión, tanto para hombres como para mujeres, es -desde luego- el
problema de adaptarse a un nuevo régimen de vida. A medida que nos vamos haciendo
mayores perdemos mucha capacidad de adaptación y es más difícil vivir en un ambiente
que nos es extraño. Sin embargo, este obstáculo no será insuperable si existe buena
voluntad por nuestra parte. Cientos de vocaciones tardías, que ya han dado su fruto en la
Iglesia, son la prueba de ello.
Para la persona madura que contempla la posibilidad de su vocación sacerdotal o
religiosa, el primer paso ha de ser la consulta a su confesor o párroco para que le
aconseje y le informe con más detalle. Supuestos los requisitos necesarios, no podemos
hacer uso más constructivo de nuestros últimos años que pasarlos dentro del santuario o
del claustro. No cabe duda de que no puede haber mejor lugar para responder, al final de
ellos, a la última llamada de Dios.
XII. Mirando al futuro con confianza
1
¿Eres optimista o pesimista? ¿Contemplas el futuro con confianza, o esperas que
ocurra siempre lo peor?
El que nuestro carácter sea alegre o tristón depende en gran medida del estado de
nuestra salud, física o mental. Una persona que ha tenido una niñez infeliz o insegura
tenderá a contemplar la vida sombríamente y a temer el futuro. Una salud física por
debajo de lo normal, especialmente si ello se debe a ciertos tipos de deficiencias
glandulares, puede dar también como resultado una personalidad enfermiza y depresiva.
Sin embargo, no tenemos por qué ser una víctima indefensa de nuestro yo
«natural». Por la voluntad libre que Dios nos ha dado, tenemos una fuente
inconmensurable de capacidad para hacer frente a la corriente de dificultades físicas o
emocionales que nos deprimen. Podemos lograr el cultivo del hábito de ver la parte
positiva de los acontecimientos y el lado bueno de la gente. En lo que se refiere a las
personas, se ha dicho con razón que «el peor de los pecadores dedica una parte
comparativamente pequeña de su tiempo a sus malas obras».
La verdad es que nuestra fe nos pide que seamos optimistas. Si Dios controla el
mundo -lo que creemos con firmeza-, las cosas suceden de tal modo que se cumpla su
fin último, es decir, los planes de Dios. No hay hombre, ni diablo, ni circunstancia
alguna que puedan estropear sus planes. Cualquier contrariedad que parezca que Dios
puede sufrir, no será más que un espejismo, que nos parecerá una derrota tan sólo
porque no podemos ver la victoria final. Incluso del mal puede Dios sacar el bien. Él
hace que el pecado y el error del hombre contribuyan a sus fines.
Permíteme ofrecerte un ejemplo de lo ilógico que resulta el pesimismo. En
nuestro tiempo, oímos y leemos mucho sobre la delincuencia juvenil y la aniquilación
de la responsabilidad de los padres y la moral familiar. Esto nos puede llevar a pensar
que el mundo camina hacia el infierno. Sin embargo, oigamos a Tomás de Celano
cuando escribió la primera biografía de San Francisco de Asís, hace más de 700 años:
«Se ha extendido por doquier entre aquellos que llevan el nombre de cristianos
la deplorable práctica de hacer lo posible por dejar que sus hijos crezcan desde la cuna
sin ninguna clase de educación o disciplina. En todas partes, esta perniciosa idea se ha
establecido y definido como si fuera la ley de la Tierra. Tan pronto como los recién
nacidos comienzan a hablar, o aun a balbucear, se les muestran de palabra, y por medio
del gesto, las cosas más horrendas y detestables... Con razón dijo uno de los profetas
profanos: porque hemos crecido entre las costumbres de nuestros padres, toda clase de
males nos acompañan desde nuestra infancia.»
Recuerda que Tomás de Celano escribió esto en el siglo xiii, en la llamada
«Edad de la fe», cuando toda Europa era católica. Aun concediendo alguna posible
exageración, ningún escritor moderno se atrevería a condenar a los padres y a la
juventud de hoy de forma tan amarga.
Habrá cumbres y valles en el camino del mundo de Dios, pero la tendencia será
siempre ascendente. Ahora bien, el hecho de que Dios no pueda ser vencido no debe
hacer que nos sintamos satisfechos de nosotros mismos, porque Dios también espera
que cada uno de nosotros hagamos por El todo lo que podamos, y que sepamos ser
instrumentos en sus manos. Contando con eso, nuestra lucha debe ser alegre y confiada.
«Dios escribe con líneas torcidas», pero es Él quien escribe.
2
Los psicólogos han afirmado que lo más característico de nuestra época es la
ansiedad. Hay más gente que se preocupa por un mayor número de cosas -dicen-, que en
cualquier otra etapa de la larga historia humana.
Pueden estar en lo cierto al hacer ese diagnóstico. Con todo, no sería fácil que la
ansiedad nos dominara mayormente, si nosotros no le cediéramos la primera línea en el
campo de batalla: nuestra fe en Dios y en su providencia. A mi modo de ver, ésta es la
verdadera fuente de nuestras constantes angustias.
Cuando digo «nosotros», quiero decir nosotros: nosotros los católicos, así como
el resto de nuestros conciudadanos menos favorecidos. No es que hayamos renunciado
seriamente a nuestra fe. Intelectualmente, seguimos creyendo en Dios y en lo que Él, a
través de su Iglesia, nos enseña. Sin embargo, aunque con la mente asintamos a las
verdades divinas, nuestras obras nos llevan al borde del ateísmo. Nuestra fe no es una fe
activa ni operativa. Nuestras creencias religiosas no penetran ni impregnan nuestras
actitudes y sentimientos; y son las actitudes y sentimientos, más que los pensamientos
elevados que tengamos en la mente, los que motivan nuestras acciones.
Decimos que creemos que Dios es infinitamente poderoso, que ha creado y que
controla todo el universo. También profesamos creer que Dios es infinitamente sabio y
que sabe siempre qué es lo mejor para el cumplimiento de sus fines. Más aún,
afirmamos estar firmemente convencidos de que Dios nos ama a cada uno con un amor
individual y personal, que busca siempre lo mejor para nosotros; es decir, lo mejor para
llevarnos a la unión con Él para siempre.
Dios lo puede todo; Dios lo sabe todo; Dios me ama. ¿Cómo puedo creer estas
verdades y seguir siendo víctima de la preocupación? La única respuesta posible es la de
que vivo mi vida a dos niveles. A nivel de la oración y las prácticas de piedad, vivo la
fe. A nivel de la actividad diaria, soy un ateo práctico. Es decir, creo que todo el peso
del futuro recae sobre mis espaldas. El éxito o el fracaso dependen enteramente de la
inteligencia y capacidad humanas. Si fallan mis conocimientos, o mi inteligencia (o la
de mi prójimo), el desastre es inevitable. Si me equivoco o cometo un fallo en algún
momento, todo está perdido.
El secreto para conseguir un espíritu sereno y confiado es dejar que nuestras
creencias religiosas rompan la barrera entre la cabeza y el corazón, dejar que la fe
domine nuestros sentimientos y actitudes tan bien como nuestra mente.
Somos humanos y, en consecuencia, imperfectos por definición. Por tanto,
difícilmente evitaremos toda preocupación, aun en el caso de que nuestra fe sea una fe
viva. No obstante, si nos vemos obligados a admitir que el desasosiego es nuestro
frecuente compañero, haremos bien en reconsiderar el estado de nuestra fe.
3
Preocuparse no es cristiano. La preocupación deshonra a Dios, porque presupone
que Dios no tiene las cosas bajo su control. Preocuparse supone pensar que Dios no se
interesa por su mundo; o, más concretamente, que Dios no se interesa por mí.
Una madre podría replicar: «Eso está bien, pero yo sería una mala madre si no
me preocupase de mis hijos». Un padre tal vez dijese: «Si no me preocupase de mi
familia, no trabajaría las horas que trabajo».
Tales afirmaciones confunden las palabras «preocuparse» y «ocuparse». Webster
define esta última como «interés en, o cuidado por una persona o cosa; atención,
solicitud», y la preocupación, como «solicitud indebida; angustia; inquietud».
Tenemos obligación de ocuparnos. Los padres deben ocuparse de los hijos.
Todos nosotros, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, debemos ocuparnos de
los demás hombres: debemos ocuparnos de los que viven en los suburbios de nuestra
ciudad; debemos ocuparnos de la gente de los países paganos y comunistas; debemos
ocuparnos del honor y la gloria de Dios, y dolernos de que tantos le ofendan por el
pecado. Sí, tenemos muchas cosas de las que ocuparnos.
Sin embargo, nuestra ocupación debe ser complementada con generosidad por la
virtud de la esperanza, si no queremos que se convierta en preocupación. Nuestra
confianza en Dios y en su constante y amoroso cuidado no debe disminuir.
Para evitar la preocupación necesitamos, además, un cierto sentido de
perspectiva. Es decir, debemos cultivar la capacidad de ver la vida como un todo, y no
como partes separadas. Tenemos que ver nuestras cruces presentes -la enfermedad, la
pérdida del trabajo, un hijo subnormal- como parte de un cuadro mayor, en el que esas
sombras encajan de manera lógica y positiva.
Nuestras preocupaciones disminuirán también si tenemos algún sentido de la
historia, alguna capacidad para mirar hacia atrás y hacia adelante de donde nos
encontramos. A modo de ejemplo, los padres que se preocupan de la imprevisible
conducta de su hijo o hija jóvenes. Si pudieran volver la vista sobre el torbellino
emocional de sus años de adolescencia, o ver a esos hijos cuando sean un padre
responsable o una madre cariñosa, su ocupación no acabaría en preocupación tan
fácilmente.
Contemplando el tema con una visión más amplia, podemos examinar la
inquietud que muchos buenos cristianos experimentan por la persistencia del pecado y
del desperdicio por los derechos de Dios. Es lógico que nos ocupemos del honor y la
gloria de Dios. Ciertamente, éste es nuestro primer deber y nuestra ocupación más
honda. Sin embargo, un cierto sentido de la perspectiva y de la historia librará a nuestra
ocupación de verse convertida en angustiosa inquietud.
Hay más católicos hoy en la Tierra que habitantes de la misma hace trescientos
años. En el año 1650, la población total del mundo se estima en unos 500 millones, de
los que sólo una minoría era católica. La población católica actual es de 550 millones.
Aun así, no somos más que 1/5 de la población total, pero la Iglesia de Cristo sigue
siendo la levadura de la masa que Jesús predijo.
Hay muy poca fe y mucho pecado, es verdad; pero también hay mucha fe y
mucha virtud. Hay unos 415.000 sacerdotes en el mundo. Cada día desde 415.000
altares, el Santo Sacrificio de la Misa se eleva a Dios, con incontables millones de
personas arrodilladas en torno a esos altares, incluso en un día laborable. El honor y la
gloria de Dios no han disminuido.
Es muy bueno que nos ocupemos de nuestra familia, de nuestro prójimo y de
Dios..., pero siempre con fortaleza, con confianza y con esperanza.
4
Una de las experiencias más humillantes con las que se enfrenta el sacerdote
recién orde nado es la de ser objeto, de repente, de veneración universal por parte de los
católicos. Ayer, por más que se pusiera una corbata, nadie se fijaba en él. Hoy, con su
espigado cuello de sotana, los hombres se quitan el sombrero al verle. Mujeres que en
ningún otro caso hablarían a un extraño, sonríen y le dicen: «Buenos días, padre».
Cuando entra en una habitación, la gente se pone de pie. Los hombres de barba blanca
se arrodillan para pedir su bendición.
El joven sacerdote se conmueve ante tales muestras de respeto pero, a menos de
que esté loco, nunca se pone orgulloso por ello. Sabe que no es a él personalmente, sino
al sacerdocio de Cristo al que los seglares están saludando. Esas muestras de honor
sirven para recordarle la gran gracia, totalmente inmerecida, que ha recibido. Durante el
resto de su vida tratará, siempre inadecuadamente, de dar gracias a Dios por el don del
sacerdocio.
De todas maneras, hay un don previo al del sacerdocio, que le fue otorgado en la
infancia, más precioso, más grande que todo lo que pueda haberle ocurrido desde
entonces: haber sido bautizado. Como el don del bautismo es compartido tanto por el
sacerdote como por el laico, podemos distraer nuestra atención del joven sacerdote para
pasar a hablar de TI MISMO.
Llegaste a la pila bautismal con una naturaleza exclusivamente humana. No
tenías capacidad para la acción sobrenatural, no estabas preparado para gozar de la
felicidad
inefable de Dios. En el sacramento del Bautismo, Dios te otorgó una nueva clase
de vida, una participación en su propia vida Dios te elevó a su nivel de existencia y te
llenó del poder de realizar acciones sobrenaturales, acciones de valor y contenido
eternos. El brusco cambio que supondría pasar de ser un mono de la jungla a ser un
Einstein sería un milagro más de cien veces menor que el cambio que te hizo hijo de
Dios.
Por el Bautismo te convertiste, no en hermano de sangre de Jesucristo, sino en su
hermano (o hermana) sobrenatural, lo cual supone un vínculo mucho más íntimo.
Podemos decir que te convertiste, espiritualmente, en hermano gemelo de Jesús. Desde
el momento en que fuiste bautizado, cualquier cosa que hagas es lo mismo que Jesús
haría, siempre que tú quieras; y cualquier cosa que Jesús haga podría atribuírsete a ti,
siempre que, claro está, el pecado mortal no rompa esa unión.
Por tu incorporación a Cristo compartes con Él el sacerdocio eterno. Tienes la
capacidad, sobre los que no están bautizados, de ofrecer con Él el culto apropiado al
Padre. Tienes la capacidad, sobre los que no están bautizados, de absorber en tu alma
los impulsos de amor divino que llamamos gracia.
La diferencia entre tu sacerdocio y el del hombre al que llamamos «padre» es
nimia, aunque es una diferencia esencial. En el sacramento del Orden, este último ha
recibido la potestad de consagrar el pan y el vino, de llevar a cabo la acción específica a
través de la cual tu sacerdocio y el suyo -en unión con el de Cristo- se hacen activos y
efectivos. El suyo es un sacerdocio sacramental y el tuyo es un sacerdocio participado.
La verdad es que tú tienes casi tanto que agradecer a Dios como el padre Pérez o
el padre López, ante los que te descubres o inclinas la cabeza. Para expresarlo de una
manera gráfica, podemos decir que la distancia entre tu dignidad como cristiano
bautizado y la de un sacerdote es de un centímetro, mientras que la distancia entre tu
dignidad y la de una persona que no esté bautizada es de cientos de kilómetros.
Tú no tienes tantas ocasiones diarias como tiene tu párroco en las que recuerdes
vívidamente tu dignidad. Pero tienes tantos motivos como él para dar gracias a Dios
cada día por haberte escogido, sin mérito alguno por tu parte, para ser su hijo. Eres
objeto de un amor muy especial por parte de Dios: compartes su naturaleza y su
sacerdocio. ¿Qué más puede decirse?
Con ese bagaje, ¿quién puede atemorizarse o dudar de su capacidad de ser
santo?
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