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martes, 21 de enero de 2014

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Llegamos a una relación personal con el Señor cuando tomamos la mayor decisión de la vida: el punto decisivo del que hablamos antes. Esa decisión consiste en creer que Jesús es el Hijo de Dios, el que murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó de entre los muertos, y recibirlo por Salvador y Señor.
~John Beckett
Parte 8: El Camino a Casa

Aquí están los elementos claves por medio de los cuales nos llegamos a reconciliar con el Padre. Todos y cada uno de ellos tienen una importancia vital. Si uno solo de ellos estuviera ausente, podría impedir que nuestra relación fuera completa.

Nuestra condición: Lo primero que necesitamos comprender es que estamos separados de Dios. El abismo que nos separa de Él es ancho y profundo. Heredamos por nacimiento un defecto fatal. Como consecuencia, hemos vivido independientes de Él. La Biblia destaca esta realidad tan desoladora: “Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios”. Si no podemos aceptar el hecho de que el pecado nos separa de Dios, nunca llegaremos espiritualmente a casa, porque no sentiremos la necesidad de un Salvador.

El remedio de Dios: En segundo lugar, necesitamos tener una comprensión muy clara de quién es Jesús, y qué ha hecho Él por nosotros, para poder poner en Él nuestra fe con toda confianza. Jesús fue quien cerró la brecha que nos separaba de Dios. En palabras del apóstol Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Jesús no sólo era un buen hombre, un gran maestro o un inspirado profeta. Él vino a la tierra como el Cristo y el Hijo de Dios. Nació de una mujer virgen. Llevó una vida sin pecado. Murió. Fue sepultado. Resucitó al tercer día. Ascendió a los cielos, y allí se convirtió en Señor y Cristo.

La muerte y resurrección de Jesús a favor nuestro satisfizo las exigencias de Dios: una provisión completa para eliminar nuestro pecado. Este Jesús, y sólo Él, reúne las cualidades para ser el remedio de mi pecado y el suyo.

Nuestra respuesta: arrepentirnos y creer.

El arrepentimiento personal es vital en el proceso de transformación. La palabra “arrepentimiento” significa literalmente “un cambio en la manera de pensar”. Consiste en decirle al Padre: “Quiero acercarme a ti y apartarme de la vida que he llevado independientemente de ti. Te pido perdón por lo que he sido y lo que he hecho, y quiero cambiar de manera permanente. Recibo tu perdón por mis pecados”.

En este punto, son muchos los que experimentan una notable “purificación” de cosas que se habían ido acumulando toda una vida, todas ellas capaces de degradar el alma y el espíritu de una persona. Sintamos o no el perdón de Dios, si nos arrepentimos, podemos tener la seguridad total de que somos perdonados. Nuestra confianza se basa en lo que Dios nos ha prometido, y no en lo que nosotros sintamos.

Llegamos a una relación personal con el Señor cuando tomamos la mayor decisión de la vida: el punto decisivo del que hablamos antes. Esa decisión consiste en creer que Jesús es el Hijo de Dios, el que murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó de entre los muertos, y recibirlo por Salvador y Señor. Cuando creemos de esta forma, nos convertimos en hijos de Dios. Está prometido expresamente en el evangelio de Juan: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).

¿Quisiera recibir a Jesucristo como Salvador? Si quiere hacerlo, puede hacer una oración como ésta:

“Jesús, te necesito. Me arrepiento de la vida que he llevado alejado de ti. Te doy gracias por morir por mí en la cruz para pagar por el castigo de mis pecados. Creo que tú eres el Hijo de Dios, y ahora te recibo como mi Salvador y Señor. Consagro mi vida a seguirte.”

¿Hizo esta oración?

No » Parte 9: La Nueva Naturaleza
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