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lunes, 25 de agosto de 2014

De la imagen de Cristo





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De la imagen de Cristo
Semanas atrás, la National Gallery londinense
conmemoraba el fin del segundo milenio de la Era cristiana, con una
gran exposición que venía a dar cuenta de la evolución de la imagen de
Cristo, personaje más retratado del arte actual, a lo largo de los
siglos. Desde la Madonna de Giovanni Bellini, arrobada ante el Niño que duerme y que parece anunciar ya el abandono del Descendimiento, hasta el Crucificado
de Dalí, que mira hacia la tierra, levitante en su madero mortal,
Cristo, su figura, su rostro, llega a nosotros a través de las
pinceladas maestras de artistas irrepetibles
Retratado, he dicho. Pero retratr es
pintar o efigiar alguna persona o cosa, o describirla con exacta
fidelidad. ¿Y quién retrata o describe a aquel hombre de Nazareth, de
quien ningún rastro fisonómico queda? Ni su faz -esa que Dalí alude,
como hiciera en su día el frailecillo de Fontiveros- ni su figura fueron
plasmadas -fresco, lienzo, escultura- mientras vivía, puesto que por
temor a la idolatría la ortodoxia judía tenía prohibida toda
representación de seres animados. Mucho tiempo después, escritores,
artistas, fueron lentamente atreviéndose a imaginarlo, es decir, a
inventarlo, a representarlo idealmente.
Porque
los textos neotestamentarios no se detienen a describir a Jesús.
¿Moreno, rubio, alto, bajo, fuerte, débil, vivaz, pausado? El pasaje de
Isaías (53, 2) que alude a él como falto de cualquier encanto, y el
Salmo 45, 3 hebr., que lo presenta como bellísimo entre los hijos de hombre, dieron
lugar a sendas corrientes contradictorias: la que, por un respeto,
proclamaba la fealdad de su aspecto (san Justino, san Clemente
Alejandrino, Tertuliano, Orígenes, san Efrén...) y la que propugnaba su
hermosura (san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nisa, Teodoreto, san
Jerónimo, san Agustín, santo Tomás...), corriente ésta que prevaleció y
se impuso hasta alcanzar nuestros días. Tienen razón Ricciotti y
Leclercq cuando señalan que si Jesús hubiera desarrollado su ministerio
en tierras greco-romanas, probablemente tendríamos hoy algún vestigio
iconográfico contemporáneo o de fecha inmediata a la de su muerte.
Pero
debió de ser como un judío de entonces. (Recuérdense las palabras de
san Pablo en su epístola a los filipenses 2,7). Eso sí, hombre pleno,
todo un hombre, era también Dios. Y ello, sobre todo, habría de
advertirse en su prestancia, en su firmeza, en su seguridad, en su
porte. En sus propios discípulos despertaba admiración, pero también
temor. La sencillez con que llevaba a cabo sus prodigios, desconcertaba;
como sus palabras, hondas de tan claras.
Trazar
su imagen con las apuntaciones de cuantos de él escribieron época tras
época, tarea sería imposible. Uno indaga en los que tiene más a mano
(Fray Luis de Granada, Leclercq, Ricciotti, Strauss, Papini, Guardini,
Mauriac, Renan, Martín Descalzo...) y un cúmulo de datos, dispares a
veces, obturan la conclusión precisa; algunos, tan singulares como Miró o
el propio Jalil Gibran, pasan los rasgos caracterizadores del Maestro
por el tamiz de quienes conformaron su entorno, en una nómina que, en el
caso del libanés, atrae tanto cuanto sorprende. Como sorprenden
escritores que le describen al detalle, tal y como si le hubieran
conocido-lo hizo, años ha, López Grosso, en las páginas de ABC-, o médicos que, más cautamente, llegan a deducciones atrevidas (Patricio Frontiñán, Mezquita Moreno).
Mas si pasamos de las letras a las artes, ese ¿cómo era? se multiplicará, incesante. Libros como Cien rostros de Cristo, de Clemente Arranz, o El rostro de Jesús, el Cristo, del
padre Ramón Puig, hacen desfilar ante nuestros ojos las más variadas
interpretaciones que, al hilo de las centurias, han pretendido fijar el auténtico retrato de Jesús, su vero icono.
Dios puede ser el cadejo de carne de Correa de Vivar, de Morales o de
Bassano, como el chaval de Coello a la puerta del templo, o el hombrón
del bautismo de Fernández de Navarrete; o el que Penni ve glorioso y
transfigurado; Van Dyck, traicionado en el huerto; Massys, presentado al
pueblo vociferante; Cranach, clavado entre ladrones; Masip, descendido;
Maino o Stomer o El Greco, resucitado.
Distinto siempre, y el mismo. Luego, está la Sábana Santa, tan estremecedora como controvertida. Pero eso es ya otro cantar.
Carlos Murciano

De la imagen de Cristo

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