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lunes, 25 de agosto de 2014

MARTIRIO

MARTIRIOMercaba, diócesis de Cartagena-Murcia













MARTIRIO

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
SUMARIO: 
1.
Recuperación arqueológica de los datos (Antiguo Testamento, Nuevo
Testamento); 
2.
El martirio en teología fundamental (el martirio como lenguaje, el martirio
como signo); 
3.
La significatividad del martirio; 
4.
Para una ampliación de la identificación del mártir 
R.
Fisichella



El
mártir no es un extraño para nosotros. Sabemos quién es y logramos captar su
personalidad y su significado histórico; sin embargo, con frecuencia, su imagen
parece evocar en nosotros un mundo que no es ya el .nuestro. Aparece como un
personaje lejano, relegado a épocas y períodos históricos que pertenecen al
pasado y que todo lo más, tan sólo la memoria litúrgica vuelve a proponernos
en el culto cotidiano. Descrito con características de héroe, que suscitan
alergia en nuestros contemporáneos, especialmente en las sociedades
occidentales, parece haberse convertido en una pieza de museo. Pero el mártir
es nuestro contemporáneo. Si no fuera así, la Iglesia habría dejado ya hace
tiempo de presentar el kerigma como un anuncio de salvación comprensible para
el hombre de hoy y significativo para la vida de nuestros días. En él cada uno
de nosotros podemos ver la coherencia humana en su transparencia última, en
donde se lleva a cabo la identificación perfecta entre la fe y la vida, entre
la profesión verbal y la acción de cada día. La Iglesia tiene necesidad de
mártires para destacar en plenitud la realidad del amor que se hace libremente
aceptación de la muerte, y al mismo tiempo se convierte en perdón para el
perseguidor. El mártir, de todas formas, pertenece a la Iglesia no sólo porque
ésta, en su historia bimilenaria, está caracterizada permanentemente por la
presencia de los mártires, sino más bien porque, constitutivamente, ella misma
es mártir. Antes de ser una ecclesia martyrum, es una ecclesia martyr.
En su constitución antológica se le imprime de modo indeleble la forma
Christi
, que se expresa en la kénosis del Hijo hasta el momento culminante
de la pasión y muerte de cruz. Lo que pertenece a Cristo es también de su
Iglesia; por tanto, también para ella tiene que concretarse y realizarse la
forma de la kénosis como expresión del seguimiento obediencial, que alcanza su
culminación en la pasión y muerte por amor. Por tanto, la Iglesia nace, vive y
se construye sobre el fundamento de Cristo
mártir;
su misión en el mundo tendrá que ser la de orientar la mirada de cada uno
hacia "el que fue traspasado" (Jn 19,37; Ap 1,7), a fin de que de
forma eminente se explicite la palabra reveladora del Padre.
Para
confirmar esta perspectiva podemos recurrir a la teología paulina, cuando
describe la acción del apóstol con estas palabras: "Hijos míos, sufro
por vosotros como si os estuviera de nuevo dando a luz hasta que Cristo se
aformado en
vosotros" (Gál 4,19). La forma de Cristo que el apóstol
imprime no puede ser sino la del siervo doliente que da su vida por la
salvación de todos (l Cristología: títulos cristológicos). Estos
"sentimientos" (Ef 2,5-6) que caracterizan a la figura histórica de
Jesús de Nazaret deben ser también los que definan a quienes se ponen en su
seguimiento para completar lo que falta a sus padecimientos (Col 1,24).
Esta
dimensión permite comprender plenamente el significado de los
mártires
en la historia y en la vida de
la comunidad
cristiana. Mediante su
testimonio, la
Iglesia verifica que sólo a través de este camino se puede hacer plenamente
creíble el anuncio del evangelio. Esto permite además explicar el hecho de que
desde sus primerísimos años la Iglesia haya visto en el martirio un lugar
privilegiado para verificar la verdad y la eficacia de su anuncio; en efecto, en
estos acontecimientos el testimonio por el evangelio no se limitaba solamente a
la forma verbal, sino que se extendía a la concreción de la vida. Por eso la
Iglesia comprendió que el mártir no tenía necesidad de sus oraciones; al
contrario, era ella la que rezaba a los mártires para obtener su intercesión.
Por tanto, no se reza por el mártir, sino que se reza al mártir por la
Iglesia. El día del martirio se recordaba y se memorizaba como el momento al
que había que volver con gozo para celebrar una fiesta, ya que se
encontraba
allí la fuerza y el apoyo para proseguir en la obra evangelizadora.
Así
pues, la comunidad cristiana ha sostenido siempre el valor eclesial del
martirio; éste posee un tono altamente comunitario, ya que es vivido para y por
toda la Iglesia como un signo eficaz del amor.
I.
RECUPERACIÓN ARQUEOLÓGICA DE LOS- DATOS. La finalidad de este artículo no es
analizar los diversos problemas con que tuvo que enfrentarse el término en su
evolución semántica; sin embargo, una teología del martirio debe tener
presente al menos dos datos esenciales en este sentido: en primer lugar, cuándo
se empieza a imponer el valor semántico del término en la acepción que tiene
en nuestros días; y en segundo lugar, cuándo surge una "teología"
del martirio.
La
verdad es que estos dos momentos no coinciden; desde el AT hasta el NT y hasta
los primeros decenios de la Iglesia primitiva, se puede asistir a una evolución
continua del término mártys. La evolución semántica esconde el proceso
conceptual que se aplicó al fenómeno; resultará entonces que progresivamente
se va pasando de un concepto genérico de "testigo" de un hecho al
concepto más concreto de "testimonio" de una verdad o de otras
convicciones, hasta el testimonio que se da con el derramamiento de la propia
sangre.
El
concepto de mártir, en la acepción que hoy posee, comienza a estabilizarse con
toda probabilidad a partir del año 155, con el Martyrium Policarpi:
"Policarpo, que fue el duodécimo en sufrir el martirio en Esmirna, no
sólo fue maestro insigne, sino también mártir excelso, cuyo martirio todos
aspiran a imitar, ya que ocurrió a semejanza del de Cristo, como se nos narra
en el evangelio" (19 1). Mártir se identifica aquí como el que da su
propia vida por la verdad del evangelio. En este sentido es muy expresivo un
texto de Orígenes: Todo el que da testimonio de la verdad, bien sea con
palabras o bien con hechos o trabajando de alguna manera en favor de ella, puede
llamarse con todo derecho `testigo'. Pero el nombre de `testigo', en sentido
propio, se debe a la comunidad de hermanos, impresionados por la fortaleza de
espíritu de los que lucharon por la verdad o por la virtud hasta la muerte, que
tomó la costumbre de aplicárselo a los que dieron testimonio del misterio de
la verdadera religión con el derramamiento de su sangre" (In Johannem II,
210).
El
motivo por el que se pasó progresivamente a esta significación semántica es
objeto de diversas teorías; lo que hay que constatar es el hecho de la
distinción que llegó a crearse entre confessores y mártyres. Todos
ellos son testigos del Señor y todos sufren la persecución, pero el título de
mártir sólo se les da a los que han dado su vida, mientras que los demás son
considerados comúnmente como
confessores.


Sin
embargo, es necesario recordar los rasgos más destacados que aparecen en la
Escritura como un primer esbozo de la figura del mártir.
a)
Antiguo Testamento. Para el AT hay dos elementos que saltan
inmediatamente a la vista en orden a su identificación:

1)
La figura del profeta.
En efecto hay
toda una serie de textos que inducen a pensar que la situación del profeta
tiene como trasfondo natural y contiene en su horizonte interpretativo una
posible muerte violenta. El profeta puede ser llamado "mártir",
aunque todavía estemos lejanos de la teología del martirio como se la
interpretará sucesivamente. Los ejemplos de asesinato del profeta son bastantes
frecuentes: Jer 26,
8-11 describe la
reacción de los oyentes al discurso del profeta sobre el templo: "¡Vas a
morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor diciendo que este templo
será como Silo?... Este hombre debe ser condenado a muerte porque ha
profetizado contra la ciudad". Pocos versículos más adelante (26,20-23)
se habla de como también el profeta Urías murió por haber profetizado. En
2Crón 24,17-22 se habla de la muerte del profeta Zacarías, apedreado "en
el patio del templo del Señor". En el desahogo de Elías ante el Señor,
en 1Re 19,10-12 se habla de cómo "los israelitas han abandonado tu
alianza, han destruido tus altares, han pasado a espada a tus profetas. He
quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida". En Neh 9,26 se
encuentra el ejemplo más claro de admisión de esta praxis; en la lectura que
hace Esdras de la Torah se acusa al pueblo de haber pecado: "Fueron
insolentes, se rebelaron contra ti y echaron tu ley a sus espaldas; mataron a
tus profetas, que les exhortaban a convertirse en ti, y te ofendieron
gravemente". La misma figura del ébed Yhwh del Deutero-Isaías
puede tomarse como la imagen simbólica del destino del profeta.
Así
pues, el profeta es testigo de la palabra que le ha dirigido el Señor y tiene
que seguirla fielmente hasta el fin; su muerte será vengada sólo por Yhwh: Yo
tomaré venganza de la sangre de mis siervos, los profetas y de la sangre de
todos los siervos del Señor" (2Re 9,7).
2)
Las vicisitudes históricas de Israel. En la interpretación que se le da
a la historia, y de manera más peculiar a los acontecimientos sangrientos que
la atraviesan, es posible señalar una primera "teología del
martirio" por obra del pueblo hebreo. Más directamente, en la época de
los Macabeos, en aquel decenio que vio a Israel dominado por la Siria
de
Antíoco IV Epífanes (175-163), es cuando puede fijarse la aparición de esta
reflexión. El intento de referir a una matriz común la interpretación del
sufrimiento y de la muerte por causa de la fe. de los padres es lo que
constituye la idea germinal de una "teología" del martirio, que
curiosamente tiene como punto de origen una "teología" de la historia
(l Historia, III) (cf Dan 11-12; 2Mac 6-7).
Es
fácil descubrir en estos textos que la muerte del inocente es recibida como un
testimonio profundo, eficaz, capaz de mantener firme la fe y de suscitar la
esperanza en la intervención del Señor. En este sentido es muy expresivo el
relato de 2Mac 6,12-30, que habla de la persecución del pueblo y de la muerte
de Eleazar. De esta perícopa se desprenden algunos datos significativos: en
primer lugar, el hecho de que el momento de la prueba y de la persecución es
interpretado como un momento de gracia (v. 12); el Señor, a través de esta
experiencia, corrige a su pueblo y lo robustece en la fe (vv. 14-16); el
testimonio del justo que acepta la muerte con tal de permanecer fiel a la ley
antigua tiende además a confirmar a los más jóvenes en la fe de los padres (vv.
24-28); así pues, la muerte es acogida como signo de amor (v. 30); el justo
perseguido, finalmente, es descrito como el que tiene plena libertad ante la
muerte y ante el perseguidor, pero que sin embargo no tiene miedo de optar por
ella (v. 30).
Por
tanto, para el AT, el testigo que acepta la muerte en nombre de la fe es
inocente de toda culpa; su sufrimiento y su muerte se consideran como
purificadoras para el pueblo y como signo del testimonio mayor que el pueblo
pudiera recibir. El contenido de la oración de Judas el Macabeo puede
corresponder muy bien a lo que se ha descrito: "Y suplicaban al Señor que
mirara al pueblo pisoteado por todos y que se compadeciera del templo
contaminado por hombres sacrilegos, que tuviera también piedad de la ciudad
devastada, a punto de ser completamente arrasada; que oyera el clamor de la sangre,
que pedía a gritos justicia;
que se acordara también de la muerte inicua
de niños inocentes" (2Mac 8,2-4).
b)
Nuevo Testamento. El NT se caracteriza por el carácter central de Jesús
de Nazaret. El misterio de su muerte salvífica es el eje de la interpretación
del martirio cristiano. Su vida, y particularmente su pasión y su muerte (l
Misterio pascual), se convierten en el centro y en la clave hermenéutica que
ilumina los mismos sufrimientos de los discípulos y la vida de la comunidad
primitiva, que en estos momentos verifica concretamente su fidelidad al maestro:
"Ellos salieron del tribunal muy contentos por haber sido dignos de ser
ultrajados por tal nombre" (He 5,41; cf 7,58-60; Flp 1,13; 2Tim 2 3).
Así
pues, hay que. considerar dos elementos con vistas a una lectura global de los
datos neotestamentarios:
1)
El hecho de que Jesús quiso dar un significado a su propia muerte. Entre
los datos ciertos que pueden aceptarse como pertenecientes al Jesús histórico
deben contarse con toda seguridad el de la conciencia que Jesús tenía de una
muerte violenta y el del significado salvífico que se le dio.
Jesús
de Nazaret tuvo ante sí, con plena lucidez, la conciencia de saber que su
comportamiento y sus palabras lo llevarían inevitablemente a una muerte
violenta. El hecho de que los contemporáneos y los mismos discípulos lo
comprendieran como un l profeta (Me 8,28), la muerte del Bautista (Mt 14,1-12),
su solidaridad con los pecadores públicos (Me 2,1516), la crítica de la ley
mosaica (Mt 5,17-48), la acusación de blasfemia (Me 2,6; 14,64), la sospecha de
que
practicaba la magia o la hechicería (Mt
9,34), la expulsión de los comerciantes del templo, las duras palabras contra
los sacerdotes (Me 11,15-18. 28-33) y sobre todo su pretensión de ser de forma
privilegiada el hijo de Dios (Jn 5,18), e incluso uno solo de estos hechos,
dejaba vislumbrar la posibilidad de una muerte violenta. No hay que olvidar
tampoco que en varias ocasiones, como nos refieren los evangelios, Jesús estuvo
a punto de ser apedreado.(Jn 8,59; 10,31-33; Le 4,29).
Por
consiguiente, Jesús no se mostró pasivo ante la perspectiva de este tipo de
muerte; al contrario, sacó motivos de allí para dirigir su existencia dentro
del horizonte de una muerte violenta, acogida para la salvación de todos (Jn
3,14-15).
2)
El destino de sus discípulos. Se repite continuamente en los textos del
seguimiento (cf Me 8,34; 13,9) la unidad profunda que liga la suerte de los
discípulos con la del maestro. El seguimiento determina la inserción en la
misma misión de Cristo y, por consiguiente; la necesidad de compartir su mismo
sufrimiento y su muerte (Mt 16,24; 20,22-23).
Ciertamente,
el NT no relacionó la idea del martirio con la aceptación de la .muerte;
también allí se llama mártir al que da testimonio de su fe y atestigua la
verdad del evangelio. El ejemplo más claro en este sentido es el de Esteban,
que no es llamado mártir por el hecho de morir, sino simplemente porque es
testigo de Cristo en su actividad evangelizadora:
La
conclusión que se deriva de los textos neotestamentarios es, por consiguiente,
que el mártir es esencialmente el testigo ocular de la vida, pasión, muerte y
resurrección del Señor; a continuación, todos los discípulos son llamados
mártires-testigos, ya que atestiguan la verdad del evangelio en las diversas
situaciones de vida, aun a riesgo de la persecución y del sufrimiento (1Pe 4,
12-19). La teología paulina será particularmente sensible a la hora de unir el
apostolado y la misión evangelizadora con la aceptación del sufrimiento (cf
Rom 6,4-15; Gál 5,1625; 1Cor 6,11-10.31; 13,4-7; 2Cor 5,14-15; 1Tim 6,12).
Tan
sólo un largo proceso, como se recordó anteriormente, llevaría a la
identificación del mártir con aquel que se hace testigo de la fe hasta el don
de la vida. La carta de Clemente (96 d. C.), Ignacio (115), el Pastor de
Hermas (140), aunque conocen ya la experiencia del martirio, no utilizan
todavía el término en este sentido.
A
partir del Martyrium Policarpi asistimos a un interesante desarrollo
teológico sobre el martirio. La nueva acepción de mártir se aplica ahora a
Cristo, iniciándose así una primera reflexión auténtica sobre los mártires,
que los entiende como testigos de la caridad perfecta a ejemplo de Cristo.
2.
EL MARTIRIO EN TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. El martirio, corlo objeto de estudio
teológico, pertenece a diferentes disciplinas, que analizan sus diversos
aspectos con vistas a una complementariedad para su lectura global.
La
teología dogmática, por ejemplo, valorará más directamente en el
martirio el elemento de testimonio para la verdad del evangelio; la espiritualidad,
por su parte, estudiará sus formas y sus características para que pueda
ser presentado también hoy como modelo de vida cristiana; la historia de la
Iglesia
intentará reconstruir las causas que produjeron situaciones de
martirio y valorará la exactitud de los relatos más allá de toda lectura
legendaria; el derecho canónico, finalmente, valorará las formas y las
motivaciones con las que se
realizó el
testimonio del mártir, para establecer su validez con vistas a la
canonización.
La
teología fundamental estudia el
martirio
dentro de la dimensión apologética, para mostrar que es el
lenguaje
expresivo de la revelación y el signo
creíble del amor trinitario de Dios.
Mediante el testimonio de los
mártires se
muestra que todavía hoy
la revelación
tiene su fuerza de provocación respecto a nuestros contemporáneos bien para
permitir la opción de la fe, bien para vivirla de
forma
coherente y significativa.
a)
El martirio como lenguaje. Querámoslo o no, el término mártir"
trae a la mente del que lo pronuncia o del que lo, escucha una realidad
definida. Como todos los términos del lenguaje humano, también éste está
sometido al análisis lingüístico, que busca ante todo su sensatez, y por
tanto su verdad o no-verdad, en la experiencia cotidiana. En cuanto lenguaje
humano, revela la dimensión más personal del sujeto, que ve realizada de esta
manera tanto su capacidad para poseerla realidad que experimenta y que lleva a
cabo como la autocomprensión de sí como sujeto creativo.
Una
forma peculiar de lenguaje humano es la que se realiza a través del lenguaje
del ! testimonio. Su hermenéutica permite recuperar algunos datos que ofrecen
una visión más orgánica y significativa del martirio.
El
testimonio va unido intuitivamente al ámbito "jurídico" de la
experiencia humana; en efecto, se comprende como un acto mediante el cual se
refiere lo que ha sido objeto de conocimiento personal. Sin embargo, esta
dimensión es sólo la primera forma de nuestro conocimiento; efectivamente, el
testimonio revela, en un análisis más profundo, cieras características que
llegan hasta la esfera más personal del sujeto.
Todo
testimonio encierra al menos dos elementos: en primer lugar, el acto de
comunicar; luego, el contenido que se expresa. Esta forma de comunicación
necesita inevitablemente la presencia de un receptor que acoja el testimonio.
Esto permite afirmar que el testimonio es una relación interpersonal que se
crea entre dos sujetos en virtud de un contenido que se comunica. La calidad de
la relación que se forma pertenece a la esfera más profunda de la relación
interpersonal, en cuanto que, sobre la base del contenido expresado, los dos se
arriesgan en la confianza mutua y en la credibilidad de su propio ser. En
efecto, el testigo, en proporción con la fidelidad con que expresa el contenido
de su propia experiencia, revela la veracidad o no veracidad de su propio ser;
por otra parte, el que recibe este testimonio, al valorar el grado de fiabilidad
de lo que se le comunica, arriesga su propia confianza en el otro. De todas
formas, en ambos sujetos se pone de manifiesto la voluntad de participar una
parte de su propia vida y de salir de sí mismo con vistas a la comunicación.
Así
pues, en esta perspectiva, el testimonio no puede reducirse a una simple
narración de hechos; se convierte más bien en un compromiso concreto, con el
que se quiere comunicar y expresar, si fuera necesario con la propia muerte, la
verdad de lo que se está diciendo, insistiendo en la verdad de la propia
persona. Con el testimonio, cada uno dispone de sí mismo con aquella libertad
original que le permite verificarse como sujeto verdadero y coherente; en una
palabra, el testimonio representa uno de los rasgos constitutivos del lenguaje
humano, ya que posee un grado de performatividad que sería incapaz de expresar
la palabra hablada por sí sola.
El
martirio se comprendió siempre como la forma de testimonio supremo que daba el
creyente con vistas a la verdad de su fe en el Señor. Los Acta martyrum
confirman explícitamente que el martirio se comprendía como aquel testimonio
definitivo que, comenzado ante el juez, se concluía luego con la aceptación de
la muerte.
b)
El martirio como signo. Los ejemplos que nos refieren los Acta martyrum muestran
de forma clara que el testimonio del mártir fue leído como signo de la
presencia de Dios en la comunidad. La misma Trinidad revelaba en la muerte del
mártir la expresión última de su naturaleza: el amor que llega hasta el don
completo de sí mismo. La Iglesia ha comprendido siempre el valor de este
testimonio y lo ha interpretado como el signo permanente del amor fiel e
inmutable de Dios que, en la muerte de Jesús, había alcanzado su expresión
culminante.
El
signo (l Semiología, I), con sus cualidades de mediación y de comunicación,
tiene la característica de crear un consenso en torno a su significado y de
provocar al interlocutor para que tome una decisión. Las notas esenciales de
signo se verifican también plenamente en el martirio. En torno al mártir
resulta fácil ver realizado el consenso unánime sobre su fuerza de ánimo y su
coherencia; el contenido de su gesto se convierte en posibilidad, para todo el
que lo desee, de pasar al significado expresado en aquella muerte: el amor mismo
de Dios.
La
fuerza provocativa que dimana del martirio y que mueve a reflexionar sobre el
sentido de la existencia y sobre el significado esencial que hay que dar a la
vida es tan evidente que no se necesita ninguna demostración para convencer de
ella. La decisión de llegar a una opción coherente y definitiva encuentra
aquí su espacio vital. La historia de los mártires manifiesta con toda lucidez
que la muerte de cada uno de ellos, si por una parte dejaba atónitos a los
espectadores, por otra sacudía hasta tal punto su conciencia personal que se
abrían a la conversión y a la fe: sanguis martyrum, semen christianorum.
3.
LA SIGNIFICATIVIDAD DEL MARTIRIO. La reflexión teológicofundamental encuentra
en el martirio una de las expresiones más cualificadas para proponer todavía
hoy auténticamente la /credibilidad de la revelación cristiana.
La
perspectiva apologética preconciliar se limitaba normalmente al estudió del
martirio dentro de la esfera de una casuística para el descubrimiento de las
virtudes heroicas que atestiguaban los mártires en favor de la verdad de la fe.
Superando esta lectura, es posible ver el martirio relacionado más bien con las
perennes cuestiones del hombre, y por tanto adecuado para ser signo que ilumina
a quienes se ponen a buscar un sentido a su existencia.
Hay
tres cuestiones que parecen afectar continuamente a la persona humana: la verdad
de su propia vida personal, la libertad ante la muerte y la decisión para la
eternidad.
Por
lo que se refiere al primer momento, la verdad de la propia vida personal, se
puede observar que, desde los primerísimos tiempos de la Iglesia, el martirio
fue interpretado como uno de los gestos más coherentes que el hombre podía
realizar. El creyente que había acogido la fe veía realizada en la muerte del
mártir la coherencia más profunda entre la profesión de la fe y la vida
cotidiana. Un análisis de los informes procesales de los mártires nos hace
descubrir que el mártir concebía el camino del martirio como el sendero que
tenía que seguir para ver finalmente realizada
su
propia identidad de cristiano y para sentirse completo.
La
verdad de la fe, que al foral se convierte para el mártir en "dar la vida
por los amigos" (Jn 15,13), es una experiencia concreta de verdad sobre sí
mismo; en efecto, el mártir comprende que entregar su vida al tirano en nombre
de Cristo es lo que constituye y forma la verdad de su ser. La verdad sobre su
vida y la verdad del evangelio confluyen aquí en una síntesis tan estrecha que
ya no cabe la idea de concebirse fuera de la verdad acogida en la fe. De este
modo el mártir se hace testigo de la verdad del evangelio, descubriendo la
verdad sobre su propia vida, que carecería de sentido fuera de esa perspectiva.
Sin
embargo, el martirio es en este contexto una expresión de la honestidad y de la
coherencia que lleva a privilegiar y a anteponer la verdad universal sobre las
propias opciones personales de vida. En efecto, el mártir indica no solamente
que cada uno puede conocer integralmente la verdad sobre su propia vida, sino
más aún, que él puede dar su misma vida para convencer sobre la verdad que
guía sus convicciones y sus opciones.
Por
lo que se refiere al segundo momento, la libertad personal ante la muerte, hay
que observar que en el martirio esta libertad resulta tan paradójica que parece
contradictora: ¿cómo puede pensarse que uno es libre, si éste es precisamente
el momento en que la propia vida depende de la voluntad de otro?
Además
de la tesis iluminadora de K. Rahner sobre este punto (Sentido teológico de
la muerte,
Herder, Barcelona 1965, 88-128), hay que señalar los siguientes
aspectos ulteriores:

a)
La /muerte constituye un acontecimiento
que determina la vida de cada uno y que forma la historia personal. Se
sitúa como elemento significativo para el discernimiento de la verdad sobre uno
mismo y sobre todo lo que realiza; en una palabra, la muerte toca al hombre en
su globalidad, es un hecho universal; nadie queda excluido.
Sin
embargo, la muerte no es un simple dato biológico ante el que cada uno ve la
parábola de su propia vida; es algo más, ya que precisamente en ese momento se
descubre que uno no está hecho para la muerte, sino para la vida. La negativa a
verse desaparecer con la desaparición física de sí mismo hace comprender
cuán esencial es para la persona el enfrentamiento consciente con este
acontecimiento, a pesar de que nos gustaría borrarlo de nuestra propia mente.
b)
La muerte constituye también un misterio que desborda infinitamente al
hombre y ante el cual se alternan las reacciones más diversas: el miedo, la
huida, la duda, la contradicción, el deseo de querer saber más, la
desconfianza, la serenidad, la desesperación, el cinismo, la resignación, la
lucha.
En
la muerte cada uno juega su carta definitiva, ya que se ve obligado a esa
"partida de ajedrez" (cf el filme significativo de Bergman El último
sello)
que ya no puede diferirse más y que al foral se busca como algo
necesario e improrrogable.
Por
este motivo se puede afirmar que también el mártir, más aún, sobre todo el
mártir, revela su libertad plena ante la muerte precisamente cuando parece que
no queda ya ningún espacio para la libertad.
En
efecto, puesto ante la muerte, el mártir sabe dar el significado supremo a su
vida, aceptando la muerte en nombre de la vida que le proviene de la fe. Por
consiguiente, el mártir, a pesar de estar condenado a morir, escoge la muerte;
para él morir equivale a escoger libremente entregarse a sí mismo, plena y
totalmente, al amor del Padre. El mártir sabe que su aceptación de la muerte,
con este
significado, corresponde a
liberarse a sí mismo de una vida que, fuera de ese horizonte, se quedaría sin
sentido.
Finalmente,
también para la última pregunta -¿qué habrá después de la muerte?- el
martirio consigue ser expresión de un sentido nuevo.
En
los procesos de los mártires aparece como un leitmotiv la expresión
"reunirse con el Señor". Así pues, en la muerte se encuentra la
dimensión íntima de la capacidad personal de decisión. Aunque pueda parecer
paradójico, la decisión más auténtica para el sujeto, y por tanto la más
libre, es la de saber confiarse al misterio que se percibe. El hombre es
misterio, pero comprende dentro de sí la presencia de un misterio mayor que lo
abraza sin destruirlo. Fuera de este horizonte uno se convertiría en enigma
insoluble; por el contrario, dentro de él se encuentra la clave para poder
autocomprenderse.
El
martirio, en cuanto signo del amor, es también signo de aquel que en el amor
acoge el misterio del otro. En este punto ya no existen más preguntas, sino
sólo la certeza de ser amado y acogido por él. La fuerza del mártir tiene que
encontrarse en la conciencia de que, puesto que Cristo ha vencido a la muerte,
también el que se confía a él reinará para siempre. La palma del mártir se
convierte en el signo perenne de la victoria que va más allá de la derrota de
la muerte.
Estos
elementos que hemos descrito permiten ver el martirio como un signo importante
para la búsqueda del sentido y para la credibilidad de la revelación. La
muerte del mártir se convierte en signo de la naturaleza del morir cristiano:
asunción de la muerte misma de Cristo en la vida, acto supremo de la libertad
que introduce en el amor del Padre.
El
mártir, en definitiva, es aquel que da a la muerte un rostro humano;
paradójicamente,
expresa la belleza de la muerte. Yendo a su encuentro, él la ve ciertamente
como un momento dramático, aunque no trágico, de su existir, y sin embargo
digna de ser vivida por ser expresión de su capacidad para saber amar hasta el
fin.
4.
PARA UNA AMPLIACIÓN DE LA IDENTIDAD DEL MÁRTIR. Una rápida panorámica sobre
la historia del concepto de mártir muestra que en las diversas épocas se han
expresado diferentes acentuaciones. Así, Agustín dirá que "martyres non
facit poena, sed causa" (Enarrationes in Ps. 34); le hará eco santo
Tomás, diciendo que "causa sufficiens ad martyrium non solum est confessio
fidei, sed quaecumque alia virtus non politica sed infusa, quae finem habeat
Christum"; y también: "Patitur etiam propter Christum non solum qui
patitur propter fidem Christi, sed etiam qui patitur pro quocumque justitiae
opere pro amore Christi" (Epist. ad Rom. 8,7). Es sugestiva la posición de
Pascal: "El ejemplo de la muerte de los mártires nos afecta porque son
miembros nuestros. Tenemos con ellos una vinculación; sus decisiones pueden
formar la nuestra, no solamente por el ejemplo que nos dan, sino sobre todo
porque han hecho posible nuestra decisión" (Pensées, 481). También es
impresionante la de Kierkegaard: "Si Cristo volviera al mundo, quizá no lo
habrían matado, pero se habrían burlado de él. Es éste el martirio de los
tiempos de la inteligencia: ser entregados a la muerte en el tiempo de la
pasión y del sentimiento"; y en otro pasaje continúa: "Ninguna vida
tiene un efecto tan grande como la del mártir, porque el mártir sólo comienza
a actuar después de la muerte. Así la humanidad o se adhiere a él o se queda
aprisionada en sí misma" (Diario). Los manuales de teología en su
definición del martirio, defenderán particularmente el motivo del odium fidei:
"Teológicamente el martirio se define así: sufrimiento voluntario de la
condenación a muerte, infligida por odio contra la fe o la ley divina,
que
se soporta firme y pacientemente y que permite la entrada inmediata en la
bienaventuranza" (S. TROMP, De revelatione christiana, 348).
También
el concilio ha procurado dar su propia visión teológica del martirio, en la
que es fácil ver una articulación que se puede describir con estas
características: en primer lugar las premisas cristológicas, luego la
inserción
en el escenario eclesial, después la comprobación de la
especificidad
del
mártir creyente y finalmente la parénesis,
para que
todos los bautizados estén dispuestos a profesar la fe incluso con
la entrega de su propia vida. "Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó
su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que
entrega
su vida por él y por sus hermanos
(premisa cristológica).Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros
tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo
testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores (escenario
eclesial).Por tanto,
el martirio, en el que el discípulo se asemeja (assimilatur)
al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y
se conforma
a él en la efusión de su
sangre, es estimado por la iglesia como un don eximio y la suprema prueba de
amor (especificidad del martirio). Y aunque concedido a pocos, todos
deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por
el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la
Iglesia
(parénesis)" (LG 42; cf también LG 511; GS 20; AG 24; DH 11.14).
Como
se advierte en este texto, el Vaticano II inserta al mártir en una
clara
perspectiva cristocéntrica; la muerte salvífica de Jesús de Nazaret
constituye el principio normativo del discernimiento del martirio cristiano. De
todas formas, esta centralidad se describe con la expresión "dar la vida
por los hermanos", que recuerda el texto de Jn 15,13 y permite verificar
que lo que mueve al mártir a dar su vida es el amor arquetípico y normativo de
Cristo. Igualmente, el recuerdo de la dimensión eclesial no hace más que
subrayar la continuidad del testimonio de amor dado por el mártir para
confirmar a los hermanos en la fe. Además, cuando el texto conciliar habla de
la especificidad del martirio cristiano diciendo que es un "don
eximio", y por tanto una gracia y un carisma dados a quien más ama, y
"la suprema prueba de amor", es decir, el testimonio definitivo del
amor, tanto lo uno como lo otro es visto como algo que se da en la Iglesia y
para la Iglesia, para que de este modo pueda crecer "hacia aquel que es la
cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos
sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se
desarrolla en el amor" (Ef 4,15-16; cf 1Cor 12-14).
Así
pues, cabe pensar que con esta descripción el Vaticano II abre el camino a una
interpretación nueva y más globalizante del testimonio del mártir, con vistas
a las nuevas formas de martirio a las que hoy asistimos debido a la
modificación de los acontecimientos. Por tanto, es lícito pensar que con el
concilio se llega a identificar el martirio con la forma del don de la vida por
amor.
El
texto de LG 42, anteriormente citado, no habla ni de profesión de fe ni de odium
fidei; los
supone ciertamente, pero prefiere hablar de martirio como signo
del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí.
Si
se subraya el amor más que la fe, se comprende que es más fácil
destacar
la normatividad del amor de Cristo, que está en la base del testimonio del
mártir; en efecto, esta forma de amor sigue siendo creíble también entre los
contemporáneos, que se ven provocados por una persona en la esfera más
profunda de su ser.
Luego
si el acento se pone en el amor que está en la base del testimonio del mártir,
se comprende también que resulte mucho más fácil la identificación del
mártir con aquel que no sólo profesa la fe, sino que la atestigua en todas las
formas de justicia, que es el mínimo del amor cristiano.
Por
consiguiente, el amor permite referir a la identidad del mártir su testimonio
personal y su compromiso directo en e] desarrollo y progreso de la humanidad; el
mártir atestigua que la dignidad de la persona y sus derechos elementales, hoy
universalmente reconocidos pero no respetados, son los elementos básicos para
una vida humana. Si se asume. este horizonte interpretativo, resulta claro que
el mártir no se limita ya a unos cuantos casos esporádicos, sino que se le
puede encontrar en todos aquellos lugares'en los que por amor al evangelio, se
vive coherentemente hasta llegar. a dar .la vida, al lado de los pobres; de los
marginados y de los oprimidos, defendiendo sus derechos pisoteados.
Sin
embargo una ampliación del concepto de mártir no corresponde a un uso
indiscriminado o inflacionista del mismo. No todos los que mueran en favor de
los derechos de los hombres o de sus aspiraciones más profundas podrán ser
mártires; lo cual indica que es precisa una definición ulterior del martirio
que sepa comprender las nuevas formas de persecución en las que se ve
comprometida la verdad de la fe y la credibilidad del amor.
Un
ejemplo claro del uso moderno de "martirio" es el que nos ofrece
Maximiliano
Kolbe. Cuando el 17 de octubre de 1971 Pablo VI lo beatificó, lo incluyó entre
los confessores. Pero en la canonización, el 10 de octubre de 1982, Juan
Pablo II lo incluyó entre los mártyres. Una crónica de los hechos
permite verificar los siguientes datos:
1)
El 5 de junio de 1982, algunos obispos polacos y alemanes, en representación de
sus respectivas conferencias episcopales, dirigieron una carta al Papa,
publicada en L'Osservatore Romano sólo el 7 de octubre de 1982,
solicitando expresamente que el beato Maximiliano Kolbe fuera canonizado como
"mártir de la fe católica". Las motivaciones que acompañaban a esta
petición se mueven en un plano de justificación canónica y siguen las huellas
de una antigua concepción del martirio: ante todo, el hecho de que la
ideología nazi era contraria a la ética cristiana y que el encarcelamiento del
padre Kolbe estuvo dictado por el odio contra la fe, mientras que el beato,
durante su prisión en el campo de Auschwitz, no fomentó odio alguno contra el
perseguidor que se encarnizaba en él; finalmente, el hecho de haberse ofrecido
en lugar de un padre de familia con las simples palabras soy un sacerdote
católico".
2)
Aquel mismo día, L'Osservatore Romano presentaba en segunda página un
artículo, más autorizado todavía por la ausencia de firma, donde se deseaba
una ampliación del concepto de martirio con estas palabras: "Tocará al
teólogo justificar en el plano teórico una opción que quizá no esté aún
plenamente decantada en las escuelas. Desearía que la teología lograse darnos
cuanto antes el perfil exacto del `martirio moderno', ya que estoy convencido de
que representa una fuente de energía para los fieles cristianos el poder mirar
con conciencia y con coherencia la `actualidad plena' del martirio".
3)
Más expresivo y extraordinariamente moderno es el discurso pronunciado por Juan
Pablo II en la misa de canonización. No aparece nunca en las palabras del Papa
la
expresión "mártir de la fe",
pero toda
la homilía se consagra a mostrar
el testimonio de amor que dio el padre Kolbe. El Papa asume la categoría de signo
como la expresión lingüística y teológica que mejor puede manifestar el
testimonio dado por amor.
El
comienzo dei discurso se sitúa a la luz de Jn 15,13, que es el texto asumido
por la LG 42; se usa más de 11 veces el término "amor" y al menos
otras cinco una expresión sinónima; por seis veces se dice que Kolbe es
"signo" del amor; esto permite comprender por qué el Papa se expresa
literalmente de este modo: "¿No constituye esta muerte, arrostrada
espontáneamente por amor al hombre, un cumplimiento particular de las palabras
de Cristo? ¿No hace a Maximiliano particularmente semejante a Cristo, modelo de
todos los mártires, que da su propia vida en la cruz por los hermanos? ¿No
posee semejante muerte una elocuencia penetrante, especial, para nuestra época?
¿No constituye un testimonio particularmente auténtico de la Iglesia en el
mundo contemporáneo? Por eso,.en virtud de mi autoridad apostólica he
decretado que Maximiliano María Kolbe, que después de la beatificación era
venerado como confesor, sea venerado en adelante como mártir".
Se
advierte, por tanto, que es posible y que se ha dado ya de hecho una ampliación
del concepto de mártir. De todas formas, ello está pidiendo una reflexión
crítica por parte de la teología.
Proponemos
a continuación una "definición" de mártir que intenta recoger las
diversas exigencias expresadas anteriormente, situada más bien ahora en el
horizonte de la teología fundamental:
"El
mártir, signo del amor más grande, es un testigo que se ha puesto a seguir a
Cristo hasta el don de su vida para atestiguar la verdad del evangelio.
Reconocido como tal por la voz del pueblo de Dios, es confirmado por la Iglesia
como un testigo fiel de Cristo".
Conviene
explicitar algunos elementos de esta 'definición":
1)
Signo del amor más grande.
Con esta
expresión se intenta-recuperar la centralidad del amor como signo último,
capaz de provocar a cada uno a la decisión de fe. Además, el amor apela a la
dimensión de gratuidad y de don: en cuanto que el mártir se configura más que
cualquier otro con Cristo, se comprende como destinatario de una gracia que
sólo en el amor es explicable y comprensible.

2)
Seguimiento de Cristo.
Con esta
expresión se quiere mostrar la libertad del sujeto de optar por la fe y por las
últimas consecuencias de la misma. El seguimiento de Cristo no es un acto de
simple profesión, sino praxis concreta de vida y, al mismo tiempo, testimonio
eclesial, ya que se inserta en la única misión de la Iglesia.

3)
Don de la vida.
Se indica aquí la
característica constitutiva del martirio, la muerte. Pero se la comprende no en
sentido negativo -la muerte como privación de la vida-,sino de forma positiva:
el mártir no muere, sino que entrega y ofrece su vida dentro de la plena
libertad que ha adquirido. El martirio es un acto con el que se sigue viviendo.

4)
La verdad del evangelio.
Se pretende
hablar de la salvación. El elemento último y definitivo del anuncio
evangélico es la vida eterna, es decir, la salvación que nos ha llegado en la
persona de Jesús de Nazaret. La salvación tiende a crear la persona como un
objeto libre, plenamente
realizado en su
naturaleza, y precisa
mente por eso capaz de
dialogar con
Dios. Esto significa que la
verdad del evangelio es también anuncio salvífico de la dignidad y sacralidad
del hombre. Por tanto, cada una de las acciones en favor de la dignidad humana
tiene en sí misma un carácter salvífico y cada una de las acciones que
tienden a suprimir o a obstaculizar semejante anuncio debe considerarse como un
obstáculo y una persecución contra la fe.
5)
Reconocido por el pueblo de
Dios.
De esta manera se quiere recuperar concretamente la importancia de la comunidad
local, en sintonía con la praxis de la Iglesia de los primeros siglos. La
comunidad participa siempre del martirio de uno de sus miembros; por eso
precisamente es la única capaz de comprender el alcance de aquel testimonio y
de juzgar su signo como expresión auténtica del amor cristiano. Es la
comunidad local la que sabe reconocer cuándo la muerte del mártir ha sido por
la "verdad del evangelio" y no por otros fines; en efecto, en ella es
donde el mártir nace, crece y se robustece tanto en la experiencia de fe como
en la preparación para el propio martirio,. Para los mártires de los primeros
siglos era inconcebible una vida fuera de la comunidad, y en muchos casos se
tiene el testimonio de una comunidad que llega a corromper a los carceleros para
poder estar cerca de su mártir.

6)
La Iglesia confirma. No
se quiere
ciertamente disminuir el valor de la canonización, que permanece vinculado al
acto infalible del papa, sino más bien resaltar el carácter universal de la
santidad del mártir, que es propuesto al culto y al ejemplo de todos los
cristianos.
El
martirio no es una especulación
intelectual,
sino una concreción de
vida; más aún: es
el punto culminante
de una existencia
plenamente humana, expresa la libertad plena
del
hombre ante la muerte.
El
obispo mártir Óscar Romero decía en la homilía del sábado santo de 1979:
"Gracias a Dios, poseemos páginas de martirio no sólo de la historia
pasada, sino también de la hora presente. Sacerdotes, religiosos, catequistas,
hombres sencillos del campo han sido masacrados, despojados, abofeteados,
torturados, perseguidos por ser hijos fieles de este único Dios y Señor".
Pues bien, ningún creyente que haya tomado seriamente conciencia de su propia
fe puede pensar que no ha sido llamado al martirio. El martirio pertenece hasta
tal punto a la esencia misma de la vocación cristiana que constituye el
"caso serio" de la vida de cada uno.
Aquí
nos sentimos llamados a dar la respuesta última de la petición de amor, ya que
se comprende y se tiene la certeza de que otro, por nosotros, ha entregado
gratuitamente su vida como testimonio de amor.
El
martirio se presenta, por tanto, como aquella realidad que todavía hoy puede la
Iglesia, con orgullo, ofrecer al mundo como el signo más grande del amor
realizado por el hombre. Cada uno, ante este signo, se siente interpelado y
tiene que tomar posición. Por tanto, preguntarse si hay todavía hoy mártires
y quiénes son es preguntarse si también hoy la Iglesia está en disposición
de presentar el amor inmutable y fiel, que tiene su fuente en la trinidad de
Dios.
Si
el mártir es el signo del amor más grande, esto es, sin embargo, una señal de
que todavía hoy, en el mundo, se da el rechazo de Dios y de que hay personas
alérgicas al anuncio profético y a la fuerza testificante de las comunidades
cristianas. Es verdad, estos nuevos perseguidores, cada vez más hábiles por
estar cada vez más ligados a formas oscuras del poder, no ofrecerán al
creyente la posibilidad de atestiguar la fe y el amor como en los primeros
tiempos de la Iglesia: no condenarán a muerte
con
sentencias jurídicas pronunciadas por los tribunales...; en los perseguidores
de nuestro tiempo se disimula una forma más solapada, más grave y más taimada
de perseguir: la burla, la banalización, la indiferencia o la calumnia..., y a
veces la muerte a traición.
El
coraje de los mártires, por consiguiente, apela al coraje de poner siempre,
incesantemente, nuevas formas y estilos de vida que anuncien la fuerza
victoriosa de la persona de Cristo, que sigue hoy viviendo en medio de los
suyos, que lo proclaman -como los primeros creyentes- Señor y testigo fiel.

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