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domingo, 11 de enero de 2015

Descargar eBook PDF La Santa Misa Testimonio de Catalina Rivas - Catalina Rivas

Descargar eBook PDF La Santa Misa Testimonio de Catalina Rivas - Catalina RivasEL TESORO ESCONDIDO DE LA SANTA MISA
San Leonardo de Porto-Maurizio
(1676-1751)
Franciscano genovés, nacido en Porto Maurizio (hoy Imperia), gran misionero popular,
propagador del Via Crucis y predicador incansable de Jesús Crucificado.
Celebraba siempre la Santa Misa con cilicio y en memoria de los siete dolores de la Santísima
Virgen llevó por toda la vida una cruz con siete puntas sobre el pecho.
Su apostolado fueron las misiones populares, a las que llamaba "campañas contra el infierno":
en 44 años de misionero recorrió con los pies descalzos, sin sandalias, todos los caminos de la
Italia del Norte y Central, predicando 339 misiones y erigiendo 576 viacrucis o "baterías contra
el infierno".
Este "gran cazador del paraíso" —como le llamaba su amigo el papa Benedicto XIV—murió al
clausurar una misión, como anhelaba en uno de sus propósitos: "Deseo morir en misión con la
espada en la mano contra el infierno".
Beatificado en 1796 por Pío VI y canoniza-do en 1867 por Pío IX, Pío XI lo nombró en 1923
patrono de los sacerdotes dedicados a las misiones populares.
Festividad: 26 de noviembre.
CAPÍTULO
EXCELENCIA, NECESIDAD Y UTILIDADES DE LA SANTA MISA
Antes de principiar te diré que este Santo Sacrificio se llama Misa, esto es, enviada, porque
representa la legación que media entre Dios y el hombre; pues Dios envía a su Hijo al altar, y
de aquí la Iglesia le envía a su Eterno Padre para que interceda por los pecadores. (SAN
BUENAVENTURA. In exp. Miss.).
1. Mucha paciencia se necesita para tolerar el contagioso lenguaje de algunos libertinos que
con frecuencia se atreven a difundir proposiciones escandalosas, que tienen sabor de muy
pronunciado ateísmo, y son un veneno para la piedad cristiana.
"Una Misa más o menos, dicen, poco importa".
"Ya no es tan poca cosa oír la Misa los días de obligación".
"La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa: y cuando lo veo acercarse al altar
escapo de la iglesia".
Los que así se expresan dan bien a entender que en poco, mejor dicho, que en nada aprecian
el adorable sacrificio de la Misa. ¿Sabes, querido lector, lo que es en realidad la Santa Misa?
Es el sol del mundo cristiano, el alma de la fe, el centro de la Religión católica, hacia el cual
convergen todos los ritos, todas las ceremonias y todos los Sacramentos; en una palabra, es el
compendio de todo lo bueno, de todo lo bello que hay en la Iglesia de Dios. Medita, pues,
atentamente, piadoso lector, lo que voy a decirte en estas páginas para tu instrucción.
Artículo I
EXCELENCIA DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA
2. Es una verdad incontestable, que todas las religiones que existieron desde el principio del
mundo establecieron algún sacrificio que constituyó la parte esencial del culto debido a Dios:
empero, como sus leyes eran o viciosas o imperfectas, también los sacrificios que prescribían
participaban de sus vicios o de sus imperfecciones. Nada más vano que los sacrificios de los
idólatras, y por consiguiente no hay necesidad de mencionarlos. En cuanto a los de los
hebreos, aun cuando profesaban entonces la verdadera Religión, eran también pobres e
imperfectos, pues sólo consistían en figuras: Infirma et egena elementa[1], según expresión del
Apóstol San Pablo, porque no podían borrar los pecados ni conferir la divina gracia.
El sacrificio, pues, que poseemos en nuestra Santa Religión es el de la Santa Misa, el único
sacrificio santo y de todo punto perfecto. Por medio de él todos los fieles pueden honrar
dignamente a Dios, reconociendo su dominio soberano sabre nosotros, y protestando al mismo
tiempo su propia nada. Por esta razón el santo rey David le llama Sacrificium iustitiae[2]),
sacrificio de justicia, no sólo porque contiene al Justo por excelencia y al Santo de los Santos, o
mejor dicho, a la Justicia y Santidad por esencia, sino porque santifica las almas por la infusión
de la gracia y por la abundancia de dones celestiales que les comunica. Siendo, pues, este
augusto Sacrificio el más venerable y excelente de todos, y a fin de que te formes la sublime
idea que debes tener de un tesoro tan precioso, vamos a explicar sucintamente algunas de sus
divinas excelencias, porque para explicarlas todas se necesitaba otra inteligencia superior a la
nuestra.
1. El sacrificio de la Misa es igual al sacrificio de la Cruz
3. La principal excelencia del santo sacrificio de la Misa es que debe ser considerado como
esencial y absolutamente el mismo que se ofreció sobre la cruz en la cima del Calvario, con
esta sola diferencia: que el sacrificio de la cruz fue sangriento, y no se ofreció más que una vez,
satisfaciendo plenamente el Hijo de Dios, con esta única oblación, por todos los pecados del
mundo; mientras que el sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser renovado
infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada uno en particular el precio universal que
Jesucristo pagó sobre el Calvario por el rescate de todo el mundo. De esta manera, el sacrificio
sangriento fue el medio de nuestra redención, y el sacrificio incruento nos da su posesión: el
primero nos franquea el inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino Salvador; el
segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos. La Misa, pues, no es una
simple representación o la memoria únicamente de la Pasión y muerte del Redentor, sino la
reproducción real y verdadera del sacrificio que se hizo en el Calvario; y así con toda verdad
puede decirse que nuestro divino Salvador, en cada Misa que se celebra, renueva
místicamente su muerte sin morir en realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo
sacrificado e inmolado: "Vidi (...) agnum stantem tamquam occisum”[3].
En el día de Navidad la Iglesia nos representa el Nacimiento del Salvador; sin embargo, no es
cierto que nazca en este día cada año. En el día de la Ascensión y Pentecostés, la misma
Iglesia nos representa a Jesucristo subiendo a los cielos y al Espíritu Santo bajando a la tierra;
sin embargo, no es verdad que en todos los años y en igual día se re-nueve la Ascensión de
Jesucristo al cielo, ni la venida visible del Espíritu Santo sobre la tierra. Todo esto es
enteramente distinto del misterio que se verifica sobre el altar, en donde se renueva realmente,
aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio que se realizó sobre la cruz con efusión
de sangre. El mismo Cuerpo, la misma Sangre, el mismo Jesús que se ofreció en el Calvario, el
mismo es el que al presente se ofrece en la Misa.
Ésta es la obra de nuestra Redención, que continúa en su ejecución, como dice la Iglesia: Opus
nostrae redemptionis exercetur[4]. Sí, exercetur; se ofrece hoy sobre los altares el mismo
sacrificio que se consumó sobre la cruz.
¡Oh, qué maravilla! Pues dime por favor. Si cuando te diriges a la iglesia para oír la Santa Misa
reflexionaras bien que vas al Cal-vario para asistir a la muerte del Redentor, ¿irías a ella con
tan poca modestia y con un porte exterior tan arrogante? Si la Magdalena al dirigir sus pasos al
Calvario se hubiese prosternado al pie de la cruz, estando engalanada y llena de perfumes,
como cuando deseaba brillar a los ojos de sus amantes, ¿qué se hubiera pensado de ella?
Pues bien; ¿qué se dirá de ti que vas a la Santa Misa adornado como para un baile? ¿Y qué
será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas indecentes, con palabras inútiles y
encuentros culpables y sacrílegos? Yo digo que la iniquidad es un mal en todo tiempo y lugar;
pero los pecados que se cometen durante la celebración del santo sacrificio de la Misa y en
presencia de los altares, son pecados que atraen sobre sus autores la maldición del Señor:
Maledictus qui facit opus Domini fraudulenter[5]. Medítalo atentamente mientras que te
manifiesto otras maravillas y excelencias de tan precioso tesoro.
2. El santo sacrificio de la Misa tiene por principal sacerdote al mismo Jesucristo. Funciones
del celebrante y de los asistentes
4. Imposible parece poderse hallar una prerrogativa más excelente del sacrificio de la Misa, que
el poderse decir de él que es, no sólo la copia, sino también el verdadero y exacto original del
sacrificio de la cruz; y, sin embargo, lo que lo realza más todavía, es que tiene por sacerdote un
Dios hecho hombre. Es indudable que en un sacrificio hay tres cosas que considerar: el
sacerdote que lo ofrece, la Víctima que ofrece, y la majestad de Aquél a quien se ofrece. He
aquí, pues, el maravilloso conjunto que nos presenta el santo sacrificio de la Misa bajo estos
tres puntos de vista. El sacerdote que lo ofrece es un Hombre-Dios, Jesucristo; la víctima
ofrecida es la vida de un Dios, y aquél a quien se ofrece no es otro que Dios. Aviva, pues, tu fe,
y reconoce en el sacerdote celebrante la adorable persona de Nuestro Señor Jesucristo. Él es
el primer sacrificador, no solamente por haber instituido este sacrificio y por-que le comunica
toda su eficacia en virtud de sus méritos infinitos, sino también por-que, en cada Misa, Él
mismo se digna convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre preciosísima. Ve, pues, cómo
el privilegio más augusto de la Santa Misa es el tener por sacerdote a un Dios hecho hombre.
Cuando consideres al sacerdote en el altar, ten presente que su dignidad principal consiste en
ser el ministro de este Sacerdote invisible y eterno, nuestro Redentor. De aquí resulta que el
sacrificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios, cualquiera que sea la indignidad del
sacerdote que celebra, puesto que el principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el
sacerdote visible no es más que su humilde ministro. Así como el que da limosna por mano de
uno de sus servidores es considerado justamente como el donante principal; y aun cuando el
servidor sea un pérfido y un mal-vado, siendo el señor un hombre justo, su limosna no deja de
ser meritoria y santa.
¡Bendita sea eternamente la misericordia de nuestro Dios por habernos dado un sacerdote
santo, santísimo, que ofrece al Eterno Padre este Divino Sacrificio en todos los países, puesto
que la luz de la fe ilumina hoy al mundo entero! Sí, en todo tiempo, todos los días y a todas
horas; porque el sol no se oculta a nuestra vista sino para alumbrar a otros puntos del globo; a
todas horas, por consiguiente, este Sacerdote santo ofrece a su Eterno Padre su Cuerpo, su
Sangre, su Alma, a sí mismo, todo por nosotros, y tantas veces como Misas se celebren en
todo el universo. ¡Oh, qué inmenso y precioso tesoro! ¡Qué mina de riquezas inestimables
poseemos en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la nuestra si pudiéramos asistir a todas esas Misas!
¡Qué capital de méritos adquiriríamos! ¡Qué cosecha de gracias recogeríamos durante nuestra
vida, y qué inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo con fervor a tantos y tan Santos
Sacrificios!
5. Pero ¿qué digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no solamente desempeñan el oficio
de asistentes, sino también el de oferentes; así que con razón se les puede llamar sacerdotes:
Fecisti nos Deo nostro regnum, et sacerdotes[6]. El celebrante es, en cierto modo, el ministro
público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es el mediador de los fieles, y
particularmente de los que asisten a la Santa Misa, para con el Sacerdote invisible, que es
Jesucristo Nuestro Señor; y juntamente con Él, ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y
en el suyo, el precio infinito de la redención del género humano. Sin embargo, no está solo en
el ejercicio de este augusto misterio; con él concurren a ofrecer el sacrificio todos los que
asisten a la Santa Misa. Por eso el celebrante al dirigirse a los asistentes, les dice: Orate,
fratres: "Orad, hermanos, para que mi sacrificio, que también es el vuestro, sea agradable a
Dios Padre todopoderoso". Por estas palabras nos da a entender que, aun cuando él
desempeña en el altar el principal papel de ministro visible, no obstante todos los presentes
hacen con él la ofrenda de la Víctima Santa.
Así, pues, cuando asistes a la Misa, desempeñas en cierto sentido las funciones de sacerdote.
¿Qué dices ahora? ¿Te atreverás toda-vía de aquí en adelante a oír la Santa Misa sentado
desde el principio hasta el fin, charlando, mirando a todas partes, o quizás medio dormido,
satisfecho con pronunciar bien o mal algunas oraciones vocales, sin fijar la atención en que
desempeñas el tremendo ministerio de sacerdote? ¡Ah! Yo no puedo menos de exclamar: ¡Oh,
mundo ignorante, que nada comprendes de misterios tan sublimes! ¡Cómo es posible estar al
pie de los altares con el espíritu distraído y el corazón disipado, cuando los Ángeles están allí
temblando de respeto y poseídos de un santo temor a vista de los efectos de una obra tan
asombrosa!
3. El sacrificio de la Misa es el prodigio más asombroso de cuantos ha hecho la Omnipotencia
divina
6. ¿Te admirarás acaso al oírme decir que la Santa Misa es una obra asombrosa? ¡Ah! ¿Tan
poca cosa es a tus ojos la maravilla que se verifica a la palabra de un simple sacerdote? ¿Qué
lengua de hombres, ni aun de ángeles, podrá explicar jamás un poder tan ilimitado? ¿Quién
hubiera podido concebir que la voz de un hombre, que ni aun puede sin algún esfuerzo levantar
una paja, debería estar por gracia, dotada de una fuerza tan prodigiosa que obligase al Hijo de
Dios a bajar del cielo a la tierra? Éste es un poder mucho mayor que el de trasladar los montes
de un lugar a otro, secar el Océano, o detener el curso de los astros. Éste es un poder que de
algún modo rivaliza con aquel primer Fiat, por medio del cual sacó Dios el mundo de la nada y
que parece aventajar, en cierto sentido, al otro Fiat, por el cual la Santísima Virgen recibió en
su seno al Verbo Eterno. Con efecto, la Santísima Virgen no hizo más que suministrar la
materia para el Cuerpo del Salvador, que fue formado de su substancia, es decir, de su
preciosísima sangre, pero no por medio de Ella, ni de su operación; mientras que la voz del
sacerdote, en cuanto obra como instrumento de Nuestro Señor Jesucristo, en el acto de la
consagración re-produce de una manera admirable al Hombre-Dios, bajo las especies
sacramentales, y esto tantas cuantas veces consagra.
El Beato Juan el Bueno de Mantua con un milagro hizo conocer en cierto día esta ver-dad a un
ermitaño, compañero suyo. No podía éste comprender que la palabra del sacerdote fuese
bastante poderosa para convertir la substancia del pan y del vino, en el Cuerpo y Sangre de
Nuestro Señor Jesucristo; y, lo que aún es más lamentable, cedió a las sugestiones del
demonio. Tan pronto el venerable Siervo de Dios se apercibió del gravísimo error de su
compañero, lo condujo cerca de una fuente, de la que sacó un poco de agua, que le hizo tomar.
El ermitaño, después de haberla bebido, declaró que jamás había gustado un vino tan delicado.
Pues bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿veis lo que significa este prodigio? Si por mi
mediación, y eso que no soy más que un miserable mortal, la virtud divina ha mudado el agua
en vino, ¿con cuánta mayor razón debéis creer que por medio de las palabras del sacerdote,
que son las palabras del mismo Dios, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de
Nuestro Señor Jesucristo? ¿Quién, pues, se atreverá a fijar límites a la omnipotencia de Dios?
Esto bastó para ilustrar a aquel afligido solitario, quien, alejando de repente todas las dudas
que atormentaban su alma, hizo una austera penitencia de su pecado.
Tengamos fe, pero fe viva, y confesaremos que son innumerables las maravillosas excelencias
contenidas en este adorable Sacrificio. Entonces no nos asombraremos viendo renovarse a
cada instante, y en mil y mil lugares diversos, el prodigio de la multiplicación de la Humanidad
sacratísima del Salvador, por la cual goza de una especie de inmensidad no concedida a
ningún otro cuerpo, y reservada a ella sola en recompensa de una vida inmolada al Altísimo.
Esto es lo que el demonio, hablando por boca de una obsesa o endemoniada, hizo comprender
a un judío incrédulo, valiéndose de una comparación material y ordinaria. Encontrábase este
judío en una plaza pública con otras muchas personas entre las cuales estaba la obsesa,
cuando vio pasar un sacerdote que, seguido de una numerosa comitiva, llevaba a un enfermo
el Sagrado Viático. Todos se arrodillaron al instante para adorar al Santísimo Sacramento; pero
el judío permaneció inmóvil y no dio la menor señal de respeto. Apercibiéndose de ello la
obsesa, se levantó con ira, y dando al judío un fuerte bofetón, le quitó con violencia su
sombrero. "Desgraciado, le dice, ¿por qué no rindes homenaje al verdadero Dios, que está
presente en este Divino Sacramento? — ¿Qué verdadero Dios? replicó el judío; si así fuese,
pudiera decirse que había muchos dioses, puesto que cuando se celebra la Misa hay uno en
cada altar". Al oír estas palabras tomó la obsesa una criba, y poniéndola en frente del sol, le
dijo al judío que mirase los rayos que pasaban por medio de los agujeros, y en seguida añadió:
"Dime, judío, ¿son muchos los soles que atraviesan esta criba, o no hay más que uno?" El judío
contestó que sólo había uno, no obstante la multiplicación de rayos. "¿Por qué te asombras,
pues, repuso la obsesa, de que un Dios hecho hombre, aun-que uno, indivisible e inmutable, se
ponga por un exceso de amor, real y verdadera-mente presente bajo los velos del Sacramento
y sobre muchos altares a la vez?" Esta reflexión fue bastante para confundir la perfidia del
judío, que se vio obligado a confesar la verdad de la fe.
¡Oh fe santa! Necesitamos un rayo de tu luz para repetir con fervor: ¿Quién se atreverá jamás a
fijar límites a la omnipotencia de Dios? La sublime idea que Santa Teresa de Jesús había
concebido de esta omnipotencia, le hacía decir a menudo, que cuanto más profundos e
inaccesibles a nuestro entendimiento eran los misterios de nuestra Religión, más se adhería a
ellos, con más firmeza y devoción, sabiendo muy bien que el Todo-poderoso puede hacer, si es
de su divino agrado, prodigios infinitamente más admirables que todo cuanto vemos. Aviva,
pues, mucho tu fe, y confesarás que este Divino Sacrificio es el milagro de los milagros, la
maravilla de las maravillas, y que su principal excelencia consiste en ser incomprensible a
nuestra débil inteligencia, y lleno de asombro di una y mil veces: ¡Ah qué gran tesoro! ¡Cuán
inmenso es! Pero si su prodigiosa excelencia no basta a conmoverte, te conmoverás, sin duda,
en vista de la suprema necesidad que tenemos de este Santísimo Sacrificio.
Artículo II
NECESIDAD DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA PARA APLACAR LA IRA DE DIOS
7. ¿Qué sería del mundo si llegase a verse privado del sol? ¡Ay! No habría en él más que
tinieblas, espanto, esterilidad, miseria horrible. Y ¿qué sería de nosotros faltando del mundo la
Misa? ¡Ah! ¡desventurados de nosotros! Estaríamos privados de todos los bienes, oprimidos
con el peso de todos los males; estaríamos expuestos a ser el blanco de todos los rayos de la
ira de Dios. Admíranse algunos al ver el cambio que, en cierta manera, se ha verificado en la
conducta de la providencia de Dios con respecto al gobierno de este mundo. Antiguamente se
hacía llamar: El Dios de los ejércitos. Hablaba a su pueblo en medio de nubes y armado de
rayos, y de hecho lo castigaba con todo el rigor de su divina justicia. Por un solo adulterio hizo
pasar a cuchillo veinticinco mil personas de la tribu de Benjamín. Por un ligero sentimiento de
orgullo que dominó al rey David, por contar su pueblo, Dios le envió una peste tan terrible, que
en muy pocas horas perecieron setenta mil personas[7]. Por haber mirado los betsamitas el
Arca Santa con mucha curiosidad y poco respeto, Dios quitó la vida a más de cincuenta mil[8].
Y ahora, he aquí que este mismo Dios sufre con paciencia, no sólo la vanidad y las ligerezas de
la inconstancia, sino también los adulterios más asquerosos, los escándalos más repugnantes y
las blasfemias más horribles, que un gran número de cristianos vomitan continuamente contra
su santo nombre. ¿Cómo, pues, se concibe esto? ¿Por qué tal diversidad de conducta?
¿Nuestras ingratitudes serán hoy más excusables que lo eran en otros tiempos? No, por cierto;
antes al contrario, son mucho más criminales en razón de los inmensos beneficios de que
hemos sido colmados. La verdadera causa de esa clemencia admirable por parte de Dios es la
Santa Misa, en la que el Cordero sin mancha se ofrece sin cesar al Eterno Padre como víctima
expiatoria de los pecados del mundo. He ahí el sol que llena de regocijo a la Santa Iglesia, que
disipa las nubes y deja el cielo sereno. He ahí el arco iris que apacigua las tempestades de la
justicia de Dios. Yo estoy firmemente persuadido de que sin la Santa Misa, el mundo a la hora
presente estaría ya abismado y hubiera desaparecido bajo el inmenso peso de tantas
iniquidades. El adorable Sacrificio del altar es la columna poderosa que lo sostiene.
De lo dicho, pues, hasta aquí, bien puedes deducir cuán necesario nos es este divino Sacrificio;
mas no basta el que así sea, si no nos aprovechamos de él en las ocasiones. Cuando
asistimos, pues, a la Santa Misa, debemos imitar el ejemplo del célebre ALFONSO DE
ALBUQUERQUE. Viéndose este famoso conquistador de las Indias orientales en inminente
peligro de naufragar con todo su ejército, tomo en sus brazos un niño que se hallaba en la
nave, y elevándolo hacia el cielo, dijo: "Si nosotros somos pecadores, al menos esta tierna
criatura libre está ciertamente de pe-cado. ¡Ah, Señor! por amor de este inocente, perdonad a
los culpables". ¿Lo creerías? Agradó tanto al Señor la vista de aquel niño inocente, que,
tranquilizado el mar, se trocó en alegría el temor a una muerte inminente. Ahora bien; ¿qué
piensas que hace el Eterno Padre cuando el sacerdote, elevando la Sagrada Hostia entre el
cielo y la tierra, le hace presente la inocencia de su divino Hijo? ¡Ah! Ciertamente su compasión
no puede resistir el espectáculo de este Cordero sin mancha, y se siente como obligado a
calmar las tempestades que nos agitan y socorrer todas nuestras necesidades. No lo dudemos;
sin esta Víctima adorable, sacrificada por nosotros primeramente sobre la cruz, y después
todos los días sobre nuestros altares, ya estaría decretada nuestra reprobación y cada cual
hubiera podido decir a su compañero: ¡Hasta la vista en el infierno! ¡Si, sí, hasta volver a vernos
en el infierno!... Pero, gracias al tesoro de la Santa Misa que poseemos, nuestra esperanza se
reanima, y nos asegura de que el paraíso será nuestra herencia. Debemos, pues, besar
nuestros altares con res-peto, perfumarlos con incienso por gratitud, y sobre todo honrarlos con
la más perfecta modestia, puesto que de allí recibimos todos los bienes. No cesemos de dar
gracias al Eterno Padre por habernos colocado en la dichosa necesidad de ofrecerle a menudo
es-ta Víctima celestial, y todavía más por las utilidades inmensas que podemos reportar si
somos fieles, no solamente en ofrecerla, sino en ofrecerla según los fines para que se nos ha
concedido tan precioso don.
Articulo III
UTILIDADES OUE NOS PROPORCIONA EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA
1. Nos hace capaces de pagar todas las deudas que tenemos contraídas con Dios
8. Lo magnífico y lo bello son dos alicientes que ejercen un poderoso imperio sobre los
corazones; pero la utilidad hace más que con-moverlos, pues triunfa de ellos casi siempre, aún
a despecho de las más fuertes repugnancias. Prescinde, por un momento si quieres, de la
excelencia y necesidad de la Santa Misa; ¿podrás, sin embargo, prescindir de apreciar la suma
utilidad que ella proporciona a los vivos y a los muertos, a los justos y a los pecadores, durante
la vida, en la hora de la muerte y aún más allá de la tumba?
Figúrate que eres aquel deudor del Evangelio que, cargado con la enorme deuda de diez mil
talentos y llamado a rendir cuentas, se humilla en presencia de su acreedor, implora su
indulgencia, y pide un plazo para satisfacer cumplidamente sus obligaciones: Patientiam habe
in me, et omnia reddam tibi[9]. Y he ahí lo que en realidad debes hacer que tienes, no una, sino
mil deudas que satisfacer a la Justicia divina. Humiliate y pide de plazo para pagarlas el tiempo
que necesitas para oír la Santa Misa, y puedes estar seguro de que por este medio satisfarás
cumplidamente todas tus deudas. (SANTO TOMÁS, 1.2., q. 102, a. 3, ad 10).
El Angélico doctor SANTO TOMÁS explica cuáles son nuestras deudas u obligaciones para con
Dios, y entre ellas cita especialmente cuatro, y todas son infinitas.
La primera, alabar y honrar la infinita majestad de Dios, que es digna de honores y alabanzas
infinitas.
La segunda, satisfacer por los innumerables pecados que hemos cometido.
La tercera, darle gracias por los beneficios recibidos.
La cuarta, en fin, dirigirle súplicas, como autor y dispensador de todas las gracias.
Ahora bien: ¿cómo se concibe que nosotros, criaturas miserables que nada poseemos en
propiedad, ni aún el aire que respiramos, podamos, sin embargo, satisfacer deudas de tanto
peso? He ahí el medio más fácil y el más a propósito para consolarnos y consolar al mundo.
Procuremos asistir con la mayor atención al mayor número de Misas que nos sea posible;
hagamos celebrar muchas, y por exorbitantes que sean nuestras deudas, por más que sean sin
número, no hay duda que podremos satisfacerlas completamente por medio del inagotable
tesoro de la Santa Misa.
A fin de que estés mejor instruido acerca de estas deudas, y que tengas de ellas el
conocimiento más perfecto posible, voy a explanarlas una por una, y seguramente te llenarás
de inefable consuelo al ver las preciosas utilidades y las riquezas inagotables que puedes sacar
de la mina que te descubro, para satisfacerlas todas.
2. Primera obligación: alabar y adorar a Dios
9. La primera obligación que tenemos para con Dios, es la de honrarle. La misma ley natural
nos dicta que todo inferior debe homenaje a su superior; y cuanto más elevada sea su
dignidad, mayores y más profundos deben ser los homenajes que se le tributen.
Resulta, pues, de aquí que, siendo la majestad de Dios infinita, le debemos un honor infinito.
Pero ¡pobres de nosotros! ¿en dónde encontraremos una ofrenda que sea digna de nuestro
Soberano Creador? Dirige una mira-da a todas las criaturas del universo, y nada verás que sea
digno de Dios. ¡Ah! ¿Qué ofrenda podrá ser jamás digna de Dios, sino el mismo Dios? Es
preciso, pues, que Aquél que está sentado sobre su trono en lo más alto de los cielos, baje a la
tierra y se coloque como víctima sobre sus propios altares, para que los homenajes tributados a
su infinita majestad estén en perfecta relación con lo que ella merece. He aquí lo que se verifica
en la Misa: en ella Dios es tan honrado como lo exige su dignidad, puesto que Dios se honra a
sí mismo. Jesucristo se pone sobre el altar en calidad de víctima, y por este acto de humillación
inefable adora a la Santísima Trinidad tanto como es adorable: y de tal manera, que todas las
adoraciones y homenajes que le tributan las puras criaturas desaparecen ante este acto de
humillación del Hombre-Dios, coma las estrellas ante la presencia de los rayos del sol.
Cuéntase que un alma santa, abrasada por el fuego del amor de Dios y llena del deseo de su
gloria, exclamaba con frecuencia: "¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo quisiera tener tan-tos corazones y
lenguas como hojas hay en los árboles, átomos en los aires y gotas de agua en el mar, para
amaros y alabaros tanto como merecéis! ¡Ah! ¡Quién me diera que yo pudiera disponer de
todas las criaturas para ponerlas a vuestros pies, a fin de que todas se inflamasen de amor por
Vos, con tal que yo os amase más que todas ellas juntas, más aún que los Ángeles, más que
los Santos, más que todo el paraíso!" Un día que ella se entregaba a estos dulcísimos
transportes, oyó la voz del Señor que le decía: "Consuélate, hija mía; con asistir a una sola
Misa con devoción me darás toda esa gloria que deseas, e infinitamente más todavía".
¿Te admiras quizás de esta proposición? En este caso tu admiración no sería razonable. En
efecto, como nuestro buen Salvador no es solamente hombre, sino también Dios verdadero y
todopoderoso, al dignarse bajar sobre el altar tributa a la Santísima y adora ble Trinidad, por
esta humillación divina, una gloria y honor infinito, y por consiguiente nosotros, que concurrimos
con Él a ofrecer el augusto Sacrificio, contribuimos también, por su mediación, a tributar a Dios
homenajes y gloria de un precio infinito.
¡Oh qué acto tan grandioso! Repitámoslo una vez más, porque importa mucho el saberlo.
Oyendo con devoción la Santa Misa, damos a Dios una gloria y honor infinitos. Confiesa, pues,
en medio de tu admiración, que es una verdad incontestable la proposición arriba enunciada, a
saber: que un alma que asiste a la Santa Misa con devoción, tributa a Dios más gloria que
todos los Angeles y Santos con las adoraciones que le dirigen en el cielo. Como éstos no son
más que puras criaturas, sus homenajes son limitados y finitos; mientras que en la Santa Misa
Jesús es quien se humilla, Jesús cuyas humillaciones son de un mérito y precio infinito: de lo
cual se deduce que la gloria y el honor que por su medio damos a Dios, ofreciéndole el santo
sacrificio de la Misa, es una gloria y honor infinitos. Y siendo esto así, ¡ah! ¡cuán digna-mente
satisfacernos nuestra primera obligación para con Dios asistiendo a la Santa Misa! ¡Oh mundo
ciego e insensato! ¡Cuándo abrirás los ojos para comprender verdades tan importantes! Y
habrá todavía quien tenga valor para decir: "Una Misa más o menos ¿qué importa?" ¡Qué
ceguedad tan deplorable!
3. Segunda obligación: satisfacer a la Justicia divina por los pecados cometidos
10. La segunda obligación que tenemos para con Dios es la de satisfacer a su divina Justicia
por tantos pecados como hemos cometido. ¡Ah, qué deuda ésta tan inmensa! Un solo pecado
mortal pesa de tal manera en la balanza de la Justicia divina, que para ex-piarlo no bastan
todas las obras buenas de los justos, de los Mártires y de todos los Santos que existieron,
existen y han de existir hasta el fin del mundo. Sin embargo, por medio del santo sacrificio de la
Misa, si se considera su mérito y su valor intrínseco, se puede satisfacer plenamente por todos
los pecados cometidos. Fija bien aquí tu atención, y comprenderás una vez más lo que debes a
Nuestro Señor Jesucristo. Él es el ofendido, y a pesar de esto, no contento con haber
satisfecho a la Justicia divina sobre el Calvario, nos dio y nos da continuamente en el santo
sacrificio de la Misa el medio de aplacarla. Y a la verdad, en la Misa se renueva la ofrenda que
Jesucristo hizo de sí mismo a su Eterno Padre sobre la cruz por todos los pecados del mundo;
y la misma sangre que ha sido derramada por la redención del humano linaje es aplicada y se
ofrece, especialmente en la Santa Misa, por los pecados del que celebra o hace celebrar este
tremendo Sacrificio, y por los de todos cuantos asisten a él con devoción.
No es esto decir que el sacrificio de la Misa borre por sí mismo inmediatamente nuestros
pecados en cuanto a la culpa, como lo hace el sacramento de la Penitencia; sin embargo, los
borra mediatamente, esto es, por medio de movimientos interiores, de santas inspiraciones, de
gracias actuales y de todos los auxilios necesarios que nos alcanzan para arrepentirnos de
nuestros pecados, ya en el momento mismo en que asistimos a la Misa, ya en otro tiempo
oportuno. Además, Dios sabe cuántas almas se han apartado del cieno de sus desórdenes en
virtud de los auxilios extraordinarios debidos a este Divino Sacrificio. Advierte aquí que si el
sacrificio, en cuanto es propiciatorio, no aprovecha al que se halla en pecado mortal, siempre le
vale como impetratorio, y por consiguiente todos los pecadores debían oír muchas Misas, a fin
de alcanzar más fácilmente la gracia de su con-versión y perdón.
En cuanto a las almas que viven en estado de gracia, la Santa Misa les comunica una fortaleza
admirable para perseverar en tan dichoso estado, y borra inmediatamente, según la opinión
más común, todos los pecados veniales, con tal que se tenga dolor general de ellos. Así lo
enseña clara y terminante mente SAN AGUSTÍN. "El que asista con devoción a la Misa, dice
este Santo Padre, será fortalecido para no caer en pecado mortal, y alcanzará el perdón de
todas las faltas leves cometidas anteriormente". Nada hay en esto que deba admirarse. Refiere
SAN GREGORIO EL GRANDE (4 Dial. c. que una pobre mujer mandaba celebrar una Misa
todos los lunes por el eterno descanso del alma de su marido, que había sido reducido a
esclavitud por los bárbaros (y a quien creía muerto), y que las Misas le hacían caer las cadenas
de sus manos y pies, de manera que durante el tiempo de la celebración del Santo Sacrificio el
esclavo permanecía libre y desembarazado de sus hierros, según él mismo confesó a su mujer
después de haber conseguido la libertad. Ahora bien: ¿Con cuánta mayor razón debemos creer
en la eficacia del Divino Sacrificio, para romper los lazos espirituales, esto es, los pecados
veniales, que tienen cautiva nuestra alma y la privan de aquella libertad y de aquel fervor con
que obraría si estuviese libre de todo embarazo? ¡Oh Misa preciosa, que nos proporciona la
libertad de los hijos de Dios y satisface todas las penas debidas por nuestros pecados!
11. Según eso, me dirás acaso, bastará oír o hacer celebrar una sola Misa para pagar las
enormes deudas contraídas con Dios por tantos pecados como hemos cometido, y satisfacer
todas las penas por ellos merecidos, toda vez que la Misa es de un precio infinito, y por ella se
ofrece a Dios una satisfacción infinita. Poco a poco, si te place. — Aunque la mina et peccata
etiam ingentia dimittit". (Sess. 22, c. II)[10].
Sin embargo, como no tenéis conocimiento cierto, ni de las disposiciones interiores con que oís
la Santa Misa, ni del grado de satisfacción que le corresponde, debéis tomar el partido más
seguro de asistir a muchas Misas, y asistir con la mayor devoción posible. ¡Dichosos vosotros,
sí, una y mil veces dichosos, si tenéis una gran confianza en la misericordia de Dios y en este
Divino Sacrificio, en donde brilla admirablemente! ¡Dichosos si asistís siempre a la Santa Misa
con fe viva y con gran recogimiento! ¡Ah! en este caso os digo que podéis alimentar en el fondo
de vuestro corazón la dulcísima esperanza de ir derechamente al Paraíso sin parar un instan-te
en las penas del purgatorio. ¡A Misa, pues, a Misa! y sobre todo que vuestros labios no
pronuncien jamás esta proposición escandalosa: "Una Misa más o menos poco importa".
4. Tercera obligación: Acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos
12. La tercera obligación que tenemos para con Dios es la de darle gracias por los inmensos
beneficios que debemos a su amor y a su liberalidad. Repasa con tu entendimiento todos los
favores que has recibido de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: el
cuerpo y sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la vida, que todo lo debemos a su
infinita bondad. Añade a éstos la misma vida de Jesús, su Hijo, su misma muerte sufrida por
nosotros, y conocerás no tener límites nuestra deuda por sus innumerables beneficios.
Ahora bien; ¿cómo podremos jamás corresponder debidamente a tantos beneficios? Si la ley
de la gratitud es observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se cambia alguna vez en
un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley menos sagrada para los seres dotados
de razón y colmados por Dios de tantas gracias? Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande,
que no podemos pagar ni el menor de los beneficios que debemos a su liberalidad, porque el
menor de ellos, por lo mismo que lo recibimos de una mano tan augusta, y que está
acompañado de un amor infinito, adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y
acción de gracias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuán miserables somos! Si el peso de un solo
beneficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no deberá agobiarnos la incalculable multitud de los
favores celestiales? — Henos, pues, condenados forzosamente a vivir y morir en la ingratitud
para con nuestro soberano Bienhechor. — Pero no, consolémonos; pues el santo rey David nos
indica ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de gratitud a los beneficios de nuestro
Dios. Previendo en espíritu el Divino Sacrificio de nuestros altares, el Profeta Rey proclama
abiertamente que nada hay en el mundo que sea capaz de dar a Dios las acciones de gracias
que le son debidas, a no ser la Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los
beneficios que me ha hecho? "Quid retribuam Domino omnibus quae retribuit mihi?"[11]. Y
dándose a sí mismo la respuesta, dice: Yo elevaré hacia el cielo el cáliz del Salvador: "Calicem
salutaris accipiam"[12]; es decir: yo le ofreceré un sacrificio que le será infinitamente agradable,
y con esto solo yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos y tan preciosos beneficios.
Añade que nuestro Divino Redentor ha instituido este sacrificio principalmente con este fin;
quiero decir, para manifestar a Dios nuestro reconocimiento y darle gracias. Por eso se le da
por antonomasia el nombre de Eucaristía: palabra que significa acción de gracias. El mismo
Salvador nos ha manifestado este designio con el ejemplo que nos dio en la última Cena,
cuando, antes de pronunciar las palabras de la consagración, dio gracias a su Eterno Padre:
Elevatis oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh divina acción de gracias, que nos descubre el
fin sublime por el que fue instituido este adorable Sacrificio! ¡Qué invitación tan tierna a
conformarnos con nuestro Divino Maestro! Todas las veces, pues, que asistimos a la Santa
Misa, sepamos aprovecharnos de este inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de
agradecimiento a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más, cuanto que todo el Paraíso, la
Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de vernos pagar este tributo de acción de
gracias a nuestro augusto Monarca.
13. La venerable Hermana Francisca Farnesia estaba afligida del más vivo sentimiento,
viéndose colmada de pies a cabeza de los beneficios divinos, y sin hallar un medio de
descargarse de su deuda de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una justa recompensa. Un día
que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por un ardiente amor de Jesús, se le
apareció la Santísima Virgen, y colocándole en sus brazos a su Divino Hijo, le dijo: "Tómale; es
tuyo, y saca de Él todo el provecho posible: con Él y sólo con Él satisfarás todas tus
obligaciones". ¡Oh preciosa Misa, por la cual el Hijo de Dios es depositado, no sola-mente en
nuestros brazos, sino también en nuestras manos y hasta en nuestro corazón, para estar
enteramente a disposición nuestra: "Parvulus enim natos est nobis"[13].
Con Él, pues, con Él solo podemos sin duda alguna satisfacer por completo la deuda de
gratitud que tenemos con Dios. Aún diré mucho más. Si fijamos bien nuestra atención, veremos
que en la Santa Misa damos a Dios, en cierta manera, más de lo que Él nos ha dado, si no en
realidad, a lo menos en apariencia, porque el Padre Eterno, no nos dio a su Divino Hijo más
que una sola vez, en la Encarnación, mientras que nosotros se lo ofrecemos infinitas veces por
medio de este Sacrificio. Parece, pues, que le ganamos en cierto modo, si no por la cualidad
del don, puesto que no es posible que lo haya más excelente que el Hijo de Dios, a lo menos
por las apariencias, en tanto que ofrecemos este don repetidas veces.
¡Oh gran Dios! ¡Oh Dios de amor! ¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros acciones de
gracias infinitas por el inmenso tesoro con que nos habéis enriquecido en la Santa Misa! ¿Y
cuáles son ahora ¡oh cristiano lector! tus sentimientos? ¿Has abierto al fin los ojos y reconocido
el precio de este tesoro? Si hasta aquí ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que
comienzas a apreciarlo, ¿podrás prescindir de exclamar en medio de la admiración más
profunda: ¡Ah! ¡Qué inmenso tesoro! ¡Qué precioso tesoro!?
5. Cuarta obligación: Implorar nuevas gracias
14. No se limita a lo dicho la inmensa utilidad del santo sacrificio de la Misa. Por ella podemos,
además, satisfacer la obligación que tenemos para con Dios de implorar su asistencia y pedirle
nuevas gracias. Ya sabes cuán grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y
cuánto necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te asista y no cese de socorrerte a
cada instante, puesto que es el Autor y principio de todo bien, en el tiempo y en la eternidad.
Pero, por otra parte, ¿con qué título y con qué confianza te atreverías a pedir nuevos
beneficios, en vista de la excesiva ingratitud con que has correspondido a tantos favores que te
ha con-cedido, hasta el extremo de haberlos convertido contra Él mismo para ofenderlo? Sin
embargo, no te desanimes, porque si no eres digno de nuevos beneficios por méritos propios,
alguien los ha merecido para ti. Nuestro buen Salvador ha querido con este fin ponerse sobre el
altar en el estado de Hostia pacífica, o sea un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de
su Eterno Padre todo aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy amado
Jesús, en su calidad de primero y supremo Pontífice, recomienda en la Misa a su Padre
celestial nuestros intereses, pide por nosotros y se constituye abogado nuestro. Si supiéramos
que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros para alcanzar del Eterno Padre las
gracias que deseamos, ¿qué confianza no tendríamos de ser escuchados? ¿Qué confianza,
pues, y aún qué seguridad debemos experimentar, si pensamos que el mismo Jesús intercede
en la Misa por nosotros, que ofrece su sacratísima Sangre al Eterno Padre en nuestro favor, y
que se hace abogado nuestro? ¡Oh preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!
15. Pero es preciso profundizar más en esta mina, para descubrir todos los tesoros que
encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué gracias y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En
primer lugar, nos proporciona todas las gracias espirituales, todos los bienes que se refieren al
alma, como el arrepentimiento de nuestros pecados, la victoria en nuestras tentaciones, ya
sean exteriores, como las malas compañías o el demonio, ya sean interiores, como los
desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los socorros actuales, tan
necesarios para levantarnos, para sostenernos y hacernos adelantar en los caminos de Dios.
La Misa nos obtiene muchas buenas y santas inspiraciones, muchos saludables movimientos
interiores, que nos disponen a sacudir nuestra tibieza y nos mueven a ejecutar todas nuestras
acciones con más fervor, con una voluntad más pronta, con una intención más recta y pura, lo
cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son otros tantos medios
eficacísimos, para alcanzar la gracia de la perseverancia final, de la que depende nuestra
salvación eterna, y para tener una certeza moral, la mayor posible en esta vida, de estar
predestinados a una feliz eternidad. Además, la Santa Misa nos alcanza también todos los
bienes temporales, en tanto que puedan contribuir a nuestra salvación, como son la salud, la
abundancia de los frutos de la tierra y la paz; preservándonos a la vez de todos los males que
se oponen a estos bienes, como de enfermedades contagiosas, temblores de tierra, guerras,
hambre, persecuciones, pleitos, enemistades, pobreza, calumnias e injurias: en suma, de todos
los males que son el azote de la humanidad; en una palabra, la Santa Misa es la llave de oro
del paraíso: y cuando nos la da el Padre Eterno, ¿qué bienes podrá rehusarnos? Él, que no
perdonó a su propio Hijo, según expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos donó con 21 todos sus bienes? "Qui etiam proprio Filio suo non
pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit ilium: quomodo non etiam cum illo omnia nobis
donavit?"[14].
Ved, pues, con cuánta razón acostumbraba a decir un virtuoso sacerdote, que aun cuando
pidiese a Dios cualquier favor para sí o para otro, al celebrar la Santa Misa, siempre se le
figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que solicitaba de Dios con la ofrenda que le
hacía. He aquí cuál era su razonamiento. Las gracias y favores que yo pido a Dios en la Santa
Misa, son bienes finitos y creados, mientras que los dones que yo le presento son increados e
inmensos, y por consiguiente, todo bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En esta
confianza pedía y alcanzaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc. 8, t. 4). Ea, pues, ¿cómo
no te despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios? Si quieres seguir mi consejo, pide a
Dios en todas las Misas que haga de ti un gran santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo
que no es mucho. ¿No es el mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por
un vaso de agua dado por su amor nos re-compensará con el paraíso? ¿Cómo, pues, en
retorno de la ofrenda que le hacemos de toda la sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría
cien paraísos si los hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto a concederte
todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar a ser santo, y un gran santo en el cielo?
¡Oh bendita Misa! Ensancha, pues, animosamente tu corazón, y pide grandes cosas,
considerando que te diriges a un Dios que no se empobrece dando, y que cuanto más le pidas
más alcanzarás.
6. Por la Santa Misa alcanzamos aun aquellas gracias que no pedimos
16. ¿Lo creerías? Además de los bienes que pedimos en la Santa Misa, nuestro buen Dios nos
concede otros muchos que no pedimos. Así nos lo dice SAN JERÓNIMO con las palabras
siguientes: "Sin duda alguna Dios nos concede todas las gracias que le pedimos en la Misa, si
nos conviene: y lo que todavía es más admirable, nos concede muy frecuentemente aun
aquello que no le pedimos, con tal que por nuestra parte no pongamos obstáculos a su
generosidad". "Absque dubio dat nobis Dominus quod in Missa petimus; et quod magis est,
saepe dat quod non petimus". (Div. Hieronym.). De esta suerte, bien puede decirse que la Misa
es el sol del género humano, que extiende sus rayos sobre buenos y malos, y que no hay en el
mundo una sola alma, por perversa que sea, que no saque algún provecho de la asistencia al
santo sacrificio de la Misa, y muchas veces sin pensar en ello ni aun hacer súplica alguna. (S.
Hier., Cap. cum Mart. de celebr. Miss.).
Escucha el suceso siguiente, que tuvo lugar en circunstancias bien memorables, según nos lo
refiere SAN ANTONINO, arzobispo de Florencia. Dos jóvenes, bastante libertinos, salieron
juntos un día, a una partida de caza. Uno de ellos había asistido antes a la Santa Misa, el otro
no. Estando ya en camino, se levantó de repente una violenta tempestad, y en medio de los
truenos y relámpagos, oyeron una voz que clamaba: "¡Hiere, hiere!" y luego cayó un rayo y
mató al que no había oído Misa en aquel día. Aterrado y fuera de sí el compañero, buscaba
dónde salvar su vida, cuando oyó nuevamente la misma voz que repetía: "¡Hiere, hiere!" Ya el
infeliz aguardaba la muerte, que creía inevitable, mas pronto fue consolado por otra voz que
respondió: "No puedo, porque oyó en el día de hoy el Verbum caro factum est". La Misa, pues,
a que había asistido aquella mañana, lo preservó de una muerte tan terrible y espantosa.
¡Ah, cuántas veces el Señor os ha preservado de la muerte o de muy graves peligros por virtud
de la Santa Misa que habíais oído! SAN GREGORIO EL GRANDE así lo afirma en su 4o
Diálogo: Per auditionem Missae homo liberatur a multis malis et periculis.[15] Es indiscutible,
dice este sabio Pontífice, que el que asiste a la Misa será librado de muchos males y peligros
hasta imprevistos. Más aún: según enseña SAN AGUSTÍN, será preservado de una muerte
repentina, que es el golpe más terrible que los pecadores deben temer de la Justicia divina. He
aquí, pues, conforme a la doctrina del Santo Obispo de Hipona, una admirable prevención
contra el peligro de muerte repentina: oír todos los días la Santa Misa, y oírla con la mayor
atención posible. El que tenga cuidado de prevenirse con esta salvaguardia tan eficaz, puede
estar seguro que no le sucederá tan espantosa desgracia.
Hay una opinión singular, que algunos atribuyen a San Agustín, a saber: que mientras una
persona asiste a la Misa no envejece, sino que, durante este tiempo, se conserva en el mismo
grado de fuerza y de vigor que tenía al principio de la Santa Misa. No me fatigaré por saber si
esto es o no verdad; sin embargo, afirmo que si el que oye Misa envejece en cuanto a la edad,
no envejece en la malicia porque, como dice SAN GREGORIO, el que asiste a la Santa Misa
con devoción, se conserva en la buena vida, crece constantemente en mérito y en gracia, y
adquiere nuevas virtudes que le hacen más y más agradable a su Dios.
A todo lo dicho añade SAN BERNARDO que se gana más oyendo una sola Misa con devoción
(entiéndase en cuanto a su valor intrínseco), que distribuyendo todos los bienes a los pobres y
marchando en peregrinación a todos los santuarios más venerados del mundo. ¡Oh riquezas
inmensas de la Santa Misa! Medita atentamente esta verdad: oyendo o celebrando dignamente
una sola Misa, considerado el acto en sí mismo y con relación a su valor intrínseco, se puede
merecer más que si uno dedicase todas sus riquezas al socorro de los pobres, más que si
fuese en peregrinación hasta el fin del mundo, más que si visitase con la mayor devoción los
santuarios de Jerusalén, de Roma, de Santiago de Galicia, de Loreto y otros. Dedúcese esta
doctrina de lo que enseña el angélico doctor SANTO Tomás, cuando dice: "Que una Misa
encierra todos los frutos, todas las gracias y todos los tesoros que el Hijo de Dios repartió en su
Esposa la Santa Iglesia por medio del cruento sacrificio de la cruz": In qualibet Missa.
Detente aquí un instante, cierra el libro y no leas más, pero reúne en tu entendimiento todas
estas utilidades tan preciosas que nos proporciona la Santa Misa, medítalas atenta-mente, y
después dime: ¿Tendrás todavía dificultad alguna en conceder que una sola Misa (abstracción
hecha de nuestras disposiciones, y sólo en cuanto a su valor intrínseco) tiene tal eficacia que,
según afirman muchos Doctores, bastaría para salvar todo el género humano? Figúrate, por
ejemplo, que Nuestro Señor Jesucristo no hubiese sufrido la muerte en el Calvario, y que en
lugar del sangriento sacrificio de la cruz hubiese instituido solamente el de la Misa, y con
precepto expreso de no celebrar más que una en el mundo. Pues bien, admitida esta
suposición, ten entendido que esta sola Misa, celebrada por el sacerdote más pobre del mundo,
hubiera sido más que suficiente, considerada en sí misma y en cuanto al mérito de la obra
exterior, para alcanzar la salvación de todas las criaturas. Sí, sí, no me canso de repetirlo, una
sola Misa, en la anterior hipótesis, bastaría para merecer la conversión de todos los
mahometanos, de todos los herejes, de todos los cismáticos, en una palabra, de todos los
infieles y malos cristianos: bastaría para cerrar las puertas del infierno a todos los pecadores, y
sacar del purgatorio a todas las almas que están allí detenidas.
¡Oh, qué desdichados somos! ¡Cuánto restringimos la esfera de acción del santo sacrificio de la
Misa! ¡Cuánto pierde de su eficacia provechosa por nuestra tibieza, por nuestra indevoción, y
por las escandalosas inmodestias que cometemos asistiendo a ella! Que no pueda yo
colocarme a una elevada altura para hacer oír mi voz en todo el mundo ex-clamando: "Pueblos
insensatos, pueblos extraviados, ¿qué hacéis? ¿Cómo no corréis a los templos del Señor para
asistir santamente al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a los
Santos Ángeles, quienes, según el pensamiento del Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa
bajan a legiones de sus celestes moradas, rodean el altar cubriéndose el rostro con sus alas
por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para interceder más eficazmente por
nosotros?" Porque ellos saben muy bien que aquél es el tiempo más oportuno, la coyuntura
más favorable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú? ¡Ah! Avergüénzate de haber
hecho hasta hoy tan poco aprecio de la Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por
haber profanado tantas veces un acto tan sagrado, especialmente si fueses del número de
aquéllos que se atreven a lanzar esta pro-posición temeraria: Una Misa más o menos poco
importa.
7. La Santa Misa proporciona un gran alivio a las almas del purgatorio
17. Para concluir y dar fin a esta instrucción, te haré notar que no sin razón te dije más arriba,
que una sola Misa, considerado el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría
para sacar todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la Misa es
útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sacrificio satisfactorio, ofreciendo a
Dios la satisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus tormentos, sino también como
impetratorio, alcanzándoles la remisión de sus penas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que
no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su libertad.
A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de estas almas santas, ten entendido que el fuego
en que están sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO, no
cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento de la divina Justicia, es tan
vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los Mártires
y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo que más las aflige todavía, es la
pena de daño; porque, como enseña el DOCTOR ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no
pueden contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su soberano Bien, del
que se ven constantemente rechazadas.
Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro
de ahogarse en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías
obligado a hacerlo por caridad y por justicia? ¿Cómo es posible, pues que veas a la luz de la fe
tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en un
estanque de fuego, y rehuses imponerte la pequeña molestia de oír con devoción una Misa
para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos
pobres cautivos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de SAN JERÓNIMO. ni
te enseñará claramente que, "cuando se celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel
fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura la
celebración del Sacrificio". (S. Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor
afirma también que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgatorio y vuelan al
cielo.
Añade a esto que la caridad que tengas con los difuntos redundará enteramente en favor tuyo.
Pudiérase confirmar esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno,
perfectamente auténtico, que sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo perdido este Santo
a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera
más cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de harapos. Un día
encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría creyendo tener un tesoro!
¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería muchos proyectos; pero después
de haber reflexionado bien, se decidió a llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el
sacrificio de la Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la
fortuna cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo
recogió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al
estudio, de suerte que llegó a ser un personaje célebre y un gran Santo. Elevado a la púrpura,
fue el ornamento y una de las más firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa
que hizo celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.
¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los vivos y a los muertos en el tiempo y en la
eternidad! En efecto, estas almas santas son tan agradecidas a sus bienhechores, que,
estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta
verlos en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer
perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado enteramente el
importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de satisfacer sus pasiones,
sirviendo de auxiliar al demonio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes
todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en ciertos días la Santa Misa por el
eterno descanso de las almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas
santas, como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida por un
dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame lugar donde se
encontraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión general.
Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales las más ciertas de su
predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas
que ella hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del letargo de
nuestra indevoción, y no permitamos que los publicanos y mujeres perdidas se nos adelanten
en conseguir el reino de Dios (Mt. 21, 31).
Si fueses del número de aquellos avaros, que no solamente quebrantan las leyes de la caridad
descuidando la oración por sus difuntos y no oyendo, al menos de tiempo en tiempo, una Misa
por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la justicia, rehúsan satisfacer
los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo
sacerdotes, acumulan un considerable número de limosnas, sin pensar en la obligación de
cumplirlas a tiempo, ¡ah! avivado entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara:
Retírate, por-que eres peor que un demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los
réprobos, pero tú atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los
condenados, pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente:
no hay para ti confesión que valga, ni confesor que pueda absolverte, mientras no ha-gas
penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muertos. Pero,
Padre mío, dirá alguno, yo no tengo medios para ello... no me es posible... ¿Conque no
puedes? ¿Conque no tienes me-dios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y
espectáculos del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades?
¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida, en tus diversiones y placeres y... quizás en
tus desórdenes escandalosos? En una palabra, ¿tienes recursos para satisfacer tus pasiones, y
cuando se trata de pagar tus deudas a los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no
tienes con qué satisfacerlas? ¿No puedes disponer de nada en su favor? ¡Ah! te comprendo: es
que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las
ha de tomar Dios. Continúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los legados
piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero ten presente que hay en las Santas
Escrituras una amenaza profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de
enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu persona y bienes, y en tu
reputación. Es palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra.
La ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las casas de aquéllos que no
satisfacen sus obligaciones para con los muertos. Recorre el mundo, y sobre todo los pueblos
cristianos, y verás muchas familias dispersas, muchos establecimientos arruinados, muchos
almacenes cerrados, muchas empresas y compañías en suspensión de pagos, muchos
negocios frustrados, quiebras sin número, inmensos trastornos y desgracias sin cuento. Ante
este cuadro tristísimo exclamarás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz sociedad! Ahora bien, si
buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas principales es la
crueldad con que se trata a los difuntos, descuidando el socorrer-los como es debido, y no
cumpliendo los legados piadosos: además, se cometen una infinidad de sacrilegios, es
profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enérgica expresión del Salvador, es
convertida en cueva de ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe
sus azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género de
castigos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos, y el Señor descargó sobre
ellos su pesado brazo: "Lingua eorum et adinventiones eorum contra Dominum. (...) Vae
animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala"[16]. Con razón, pues, el cuarto Concilio de
Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y
el Concilio de Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.
Todavía no es éste el mayor de los castigos que Dios tiene reservado a los hombres sin piedad
para con sus difuntos: los males más terribles les esperan en la otra vida. El Apóstol Santiago
nos asegura que el Señor juzgará sin misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los que
no han sido misericordiosos con sus prójimos vivos y muertos: "Iudicium enim sine misericordia
illi qui non fecit misericordiam"[17]. El permitirá que sus herederos les paguen en la misma
moneda, es decir, que no se cumplan sus últimas disposiciones, que no se celebren por sus
almas las Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios Nuestro Señor,
en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fruto a otras almas necesitadas que durante su vida
hubiesen tenido compasión de los fieles difuntos. Escucha el siguiente admirable su-ceso que
se lee en nuestras crónicas, y que tiene una íntima conexión con el punto de doctrina que
venimos explicando. Aparecióse un religioso después de muerto a uno de sus compañeros, y le
manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por haber descuidado la oración
en favor de los otros religiosos difuntos, y añadió que hasta entonces ningún socorro había
recibido, ni de las buenas obras practicadas, ni de las Misas que se le habían celebrado para
su alivio; porque Dios, en justo castigo de su negligencia, había aplicado su mérito a otras
almas que durante su vida habían sido muy devotas de las del purgatorio. Antes de concluir la
presente instrucción, permíteme que arrodillado y con las manos juntas te suplique
encarecidamente, que no cierres este pequeño libro sin haber tomado antes la firme resolución
de hacer en lo sucesivo todas las diligencias posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa,
con tanta frecuencia como tu estado y ocupaciones lo permitan. Te lo suplico, no solamente por
el interés de las al-mas de los difuntos, sino también por el tuyo, y esto por dos razones:
primera, a fin de que alcances la gracia de una buena y santa muerte, pues opinan
constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la Santa Misa para conseguir
este dichoso término. Nuestro Señor Jesucristo re-veló a Santa Matilde, que aquél que tuviese
la piadosa costumbre de asistir devotamente a la Santa Misa, sería consolado en el instante de
la muerte con la presencia de los Angeles y Santos, sus abogados, que le protegerían contra
las asechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si durante la vida has oído Misa con
devoción y con la mayor frecuencia posible!
La segunda razón que debe moverte a asistir al Santo Sacrificio es la seguridad de salir más
pronto del purgatorio y volar a la patria celestial. Nada hay en el mundo como las indulgencias y
la Santa Misa para alcanzar el precioso favor, la gracia especial de ir derechamente al cielo sin
pasar por el purgatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus abrasadoras
llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos Pontífices las concedieron pródigamente a los
que asisten con devoción a la Santa Misa. En cuanto a la eficacia de este Divino Sacrificio para
apresurar la libertad de las almas del purgatorio, creemos haberla demostrado suficientemente
en las páginas anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, debiera bastar el ejemplo
y autoridad del VENERABLE JUAN DE ÁVILA. Hallábase en los últimos instantes de su vida
este gran Siervo de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y preguntado qué era lo
que más ocupaba su corazón, y qué clase de bien sobre todo deseaba se le proporcionase
después de su muerte. "Misas, respondió el Venerable moribundo, Misas, Misas"[18].
Sin embargo, si me lo permites, te daré con este motivo y de muy buena gana, un consejo que
creo importantísimo, y es: que durante tu vida, y sin confiar en tus herederos, tengas cuidado
de hacer que se celebren aquellas Misas que desearías se celebrasen después de tu muerte, y
tanto más, cuanto que SAN ANSELMO nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por las
necesidades de nuestra alma mientras vivimos, nos será más provechosa que mil celebradas
después de nuestra muerte.
Así lo había comprendido un rico comerciante de Génova que, hallándose en el artículo de la
muerte, no tomó disposición alguna para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un
hombre tan opulento, tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan cruel consigo
mismo. Pero al pro-ceder, después de su muerte, al examen de sus papeles, se encontró un
libro en donde había anotado todas las obras de caridad que había practicado por la salvación
de su alma.
"Para Misas que hice celebrar por mi alma
2,000 liras
"Para dotes de doncellas pobres 10,000
"Para el Santo Hospital 200, etc."
Al fin de este libro leíase la máxima siguiente: "Aquél que desee el bien, hágaselo a sí mismo
mientras vive, y no confíe en los que le sobrevivan". En Italia es muy popular este proverbio:
"Más alumbra una vela delante de los ojos, que una gran antorcha a la espalda". Aprovéchate,
pues, de este saludable aviso, y después de haber medita do prudentemente sobre la
excelencia y utilidades de la Santa Misa, avergüénzate de la ignorancia en que has vivido hasta
aquí, sin haber hecho el aprecio debido de un tesoro tan grande, que fue para ti ¡ay! un tesoro
escondido. Ahora que conoces su valor, des-tierra de tu espíritu, y más todavía de tus
discursos, estas proposiciones escandalosas, y que saben a ateísmo:
—Una Misa más o menos poco importa.
—No es poca cosa oír Misa los días de obligación.
—La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa, y cuando lo veo acercarse al altar,
me escapo de la iglesia.
Renueva, además, el saludable propósito de oír la Santa Misa con la mayor frecuencia y
devoción posibles, a cuyo fin podrás servirte, con mucha utilidad, del siguiente método práctico
que voy a exponer.
MÉTODO PARA OÍR CON FRUTO LA SANTA MISA
1, Disposiciones generales con que se debe asistir al santo sacrificio de la Misa
1. Como indicamos ya en la instrucción precedente, fue opinión aprobada y confirmada por
SAN GREGORIO en su cuarto Diálogo, que cuando un sacerdote celebra la Santa Misa bajan
del cielo innumerables legiones de Ángeles para asistir al Santo Sacrificio. SAN NILO, abad y
discípulo de San Juan Crisóstomo, enseña que mientras el Santo Doctor celebraba los divinos
misterios veía una multitud de esos espíritus celestiales rodeando el altar y asistiendo a los
sagrados ministros en el desempeño de su tremendo ministerio. Siendo esto así, he ahí las
disposiciones más esenciales para asistir con fruto a la Santa Misa. Ve a la iglesia como si
fueses al Calvario, y permanece en presencia de los altares como si estuvieses delante del
trono de Dios y acompañado de los santos Ángeles. Considera ahora cuáles deben ser tu
modestia, tu atención y respeto, si quieres recoger de los misterios divinos los frutos y
beneficios que Dios se digna conceder a los que asisten a ellos con un exterior devoto y
sentimientos religiosos.
2. Leemos en el Antiguo Testamento, que cuando los israelitas ofrecían sus sacrificios, en los
que sólo se inmolaban toros, corderos y otros animales, admiraba el ver la atención, el silencio
y veneración con que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el número de asistentes fuese
inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a setecientos, parecía, sin embargo, que el
templo estaba vacío; tanto era el cuidado con que cada uno procuraba no hacer el más
pequeño ruido. Pues bien; si tanta era la veneración con que se celebraban estos sacrificios
que, al fin, no eran más que una sombra y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué
devoción y religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa Misa, en que el
Cordero sin mancha, el Verbo Divino se inmola por nosotros? Muy bien lo comprendía SAN
AMBROSIO. Cuando celebraba el Santo Sacrificio, según refiere Cesáreo, y concluido el
Evangelio, se volvía al pueblo, y después de haber exhortado a los fieles a un recogimiento
profundo, les ordenaba que guardasen el más riguroso silencio, y así consiguió que no
solamente pusiesen un freno a su lengua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún
es más admirable, que se abstuviesen de toser y de moverse con ruido. Estas prescripciones
se cumplían con exactitud, y por eso todos los que asistían a la Santa Misa sentíanse como
embargados de un santo temor y profundamente conmovidos, de manera que conseguían
muchos frutos y aumento de gracia.
2. Métodos diferentes para oír la Santa Misa. Primero y segundo
3. El objeto de este opúsculo es instruir, al que quiera leerlo bien, sobre el mérito del santo
sacrificio de la Misa, e inclinarlo a abrazar con fervor la práctica de asistir a ella frecuentemente,
siguiendo el método que me propongo trazar más adelante. Sin embargo, como hay libros
piadosos, difundidos con gran utilidad entre los fieles, que contienen diversos métodos, muy
buenos y provechosos, para oír la Santa Misa, de ninguna manera trato de violentar el gusto de
nadie; por el contrario, a todos dejo en completa libertad para escoger aquél que juzgue más
agradable y el más conforme a su capacidad y a sus piadosas inclinaciones únicamente me
propongo, querido lector, desempeñar contigo el oficio de Ángel Custodio, sugiriéndote el que
pueda serte más provechoso, es decir, según mi pobre juicio, el que te sea más útil y menos
molesto. A este fin pienso reducirlos todos a tres clases o tres métodos en general.
4. El primero consiste en seguir con la mayor atención y con el libro en las manos, todas las
acciones del sacerdote, rezando a cada una de ellas la oración vocal correspondiente
contenida en el libro, de suerte que se pase leyendo todo, el tiempo de la Misa. Si a la lectura
se une la meditación de los santos misterios que se celebran sobre el altar, es indudable que se
asiste al adorable Sacrificio de un modo excelente y además muy provechoso. Pero como esto
pide una sujeción excesiva, puesto que es preciso atender a las ceremonias que se hacen en el
altar y dirigir alternativamente la mirada al sacerdote y al libro, para leer en él la oración que
corresponde a la parte de la Misa, resulta de aquí que es muy trabajoso en la práctica; y aun
me inclino a creer que habrá pocos fieles que perseveren mucho tiempo empleando este
método, por útil que sea. Es tal la debilidad de nuestro entendimiento, que se distrae fácilmente
cuando tiene que atender a la multitud de acciones que el sacerdote ejecuta en el altar. A pesar
de esto, el que se encuentra bien con este método, y consiga por él su provecho espiritual,
puede continuar usándolo con la esperanza de que un trabajo tan penoso le granjeará una
magnífica recompensa de parte de Dios.
5. El segundo método para asistir con fruto a la Santa Misa se practica no por medio de la
lectura, ni aun durante el tiempo del Sacrificio, sino contemplando con los ojos de la fe a
Jesucristo clavado en la cruz, a fin de recoger en una dulcísima contemplación los frutos
preciosos que caen de ese árbol de vida. Se emplea, pues, todo el tiempo de la Santa Misa en
un profundo recogimiento interior, ocupándose en considerar espiritualmente los divinos
misterios de la Pasión y muerte del Salvador, que no solamente se representan, sino que
también se reproducen místicamente sobre el altar. Los que siguen este método es indudable
que, si tienen cuidado de conservar unidas a Dios las potencias de su alma, lograrán ejercitarse
en actos de fe, esperanza, caridad y de todas las virtudes. Esta manera de oír Misa es más
perfecta que la primera, y al mismo tiempo más dulce y más suave, según lo experimentó un
santo religioso lego, el cual acostumbraba decir que oyendo Misa no leía más que tres letras.
La primera era negra, a saber, sus pecados, cuya consideración le inspiraba afectos de dolor y
arrepentimiento, y éste era el punto de su meditación desde el principio de la Misa hasta el
Ofertorio. La segunda era encarnada, a saber, la Pasión del Salvador, meditándola desde el
Ofertorio hasta la Comunión, sobre la preciosísima Sangre que Jesús derramó por nosotros y la
muerte cruel que sufrió en el Calvario. La tercera letra era blanca, a saber, la Comunión
espiritual, que jamás omitía en el momento que comulgaba el sacerdote, uniéndose de todo
corazón a Jesús, oculto bajo las especies sacramentales; después de lo cual permanecía
abismado en su Dios y en la consideración de la gloria, que esperaba como fruto de este Divino
Sacrificio. Este pobre religioso, a pesar de no tener instrucción, oía la Misa de una manera muy
perfecta, y yo quisiera que todos aprendiesen en su escuela una ciencia tan profunda.
3. Tercer método de oír la Santa Misa
6. El tercer método para asistir con fruto al santo sacrificio de la Misa tiene la preferencia sobre
los anteriores. No exige lectura de un gran número de oraciones vocales como el primero, ni
requiere un espíritu contemplativo como se necesita para seguir el segundo. Sin embargo, si
bien se considera, es el más conforme al espíritu de la Iglesia, cuyos deseos son que los fieles
estén unidos a los sentimientos del sacerdote. Éste debe ofrecer el Sacrificio por los cuatro
fines indicados en la instrucción precedente (n° 8) , por cuanto éste es el medio más eficaz de
cumplir con las cuatro obligaciones que tenemos contraídas con Dios. Por consiguiente, y
puesto que cuando asistes a la Misa desempeñas en cierta manera las funciones de sacerdote,
debes dedicarte del mejor modo posible a la consideración de los cuatro fines indicados, lo cual
te será muy fácil por medio de los cuatro ofrecimientos que voy a presentarte.
He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria
estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita
sujetarse a las palabras. Luego que comience la Misa y cuando el sacerdote, humillándose en
las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto
de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios
del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el respeto y
devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro importantísimas
obligaciones de que te he hablado, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del
modo siguiente:
7. En la primera parte, desde el principio hasta el Evangelio, satisfarás la primera deuda, que
consiste en adorar y alabar la majestad de Dios, que es infinitamente digna de honores y
alabanzas. Para esto humíllate profundamente con Jesucristo, abísmate en la consideración de
tu nada, confiesa sinceramente que nada eres delante de aquella inmensa Majestad, y
humillado con alma y cuerpo (pues en la Misa debe guardarse la postura más respetuosa y
modesta), dile: "¡Oh Dios mío! yo os adoro y reconozco por mi Señor y dueño de mi alma y
vida: yo protesto que todo lo que soy y cuanto tengo lo debo a vuestra infinita bondad. Bien sé
que vuestra soberana Majestad merece un honor y homenajes infinitos; pero yo soy un
pobrecillo impotente para pagar esta inmensa deuda, por tanto os presento las humillaciones y
homenajes que el mismo Jesús os ofrece sobre este altar. "Yo quiero hacer lo mismo que hace
Jesús: yo me abato con Jesús, y con Jesús me humillo delante de vuestra suprema Majestad.
Yo os adoro con las mismas humillaciones de mi Salvador. Yo me regocijo y me felicito de que
mi Divino Jesús os tribute por mí honores y homenajes infinitos".
Aquí cierra el libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que Dios
sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces estas palabras:
"Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que vuestra Divina Majestad recibe de
este augusto Sacrificio. Me complazco y alegro cuanto sé y cuanto puedo". No te empeñes con
afán en repetir a la letra estas mismas palabras: emplea libremente las que tu piedad te
sugiera. Sobre todo procura conservarte en un profundo recogimiento y muy unido a Dios. ¡Ah!
¡qué bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!
8. Satisfarás la segunda desde el Evangelio hasta la elevación de la Sagrada Hostia, y
dirigiendo una mirada a tus pecados, y considerando la inmensa deuda que has contraído con
la divina Justicia, dile con un corazón profundamente humillado:
"He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado
de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos pecados que he
cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesucristo os da sobre el
altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y
hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi
favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por
su preciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e
imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericordia, y
misericordia os pide mi corazón arrepentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis
lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia
para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que
por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis
vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida". Enseguida, y habiendo cerrado
el libro, repite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de
tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón: "¡Mi muy amado Jesús!
Dadme las lágrimas de San Pedro, la contrición de la Magdalena y el dolor de todos los Santos,
que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del
Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados". Reitera estos mismos
actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satisfarás completamente todas las
deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.
9. En la tercera parte, es decir, desde la elevación del cáliz hasta la Comunión, considera los
innumerables beneficios de que has sido colmado. En cambio, ofrece al Señor una víctima de
precio infinito, a saber: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Convida también a los Ángeles y
Santos a dar gracias a Dios por ti, diciendo estas o parecidas palabras:
"Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de
gratitud y reconocimiento a todos los beneficios generales y particulares de que me habéis
colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eternidad. Confieso
que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a
pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las
manos del sacerdote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está
colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos
los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por
todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.
"Ángeles del Señor, y vosotros, dichosos moradores del cielo, ayudadme a dar gracias a mi
Dios, y ofrecedle en agradecimiento por tantos beneficios, no solamente esta Misa a que tengo
la dicha de asistir, sino también todas las que en este momento se celebran en todo el mundo,
a fin de que por este medio satisfaga yo a su ardiente caridad por todas las mercedes que me
ha hecho, así como por las que está dispuesto a concederme ahora y por los siglos de los
siglos. Amén". ¡Con qué dulce complacencia recibirá este Dios de bondad el testimonio de un
agradecimiento tan afectuoso! ¡Cuán satisfecho quedará de esta ofrenda que, siendo de un
precio infinito, vale más que todo el mundo! A fin, pues, de excitar más y más en tu corazón
estos piadosos sentimientos, convida a toda la corte celestial a dar gracias a Dios en tu
nombre. Invoca a todos los Santos a quienes tienes particular devoción, y con toda la efusión
de tu alma dirígeles la siguiente plegaria: "¡Oh gloriosos bienaventurados e intercesores míos
cerca del trono de Dios! Dad gracias por mí a su infinita bondad, para que no tenga la
desventura de vivir y morir siendo ingrato. Suplicadle se digne aceptar mi buena voluntad, y
tener en consideración las acciones de gracias, llenas de amor, que mi adorable Jesús le
tributa por mí en ese augusto Sacrificio". No te contentes con manifestar una sola vez estos
sentimientos: repítelos a intervalos, en la firme seguridad de que por este medio satisfarán
plenamente tan inmensa deuda. A este fin harás muy bien en rezar todos los días algún Acto
de ofrecimiento, para ofrecer a Dios en acción de gracias, no solamente todas tus acciones,
sino también las Misas que se celebran en todo el mundo.
10. En la cuarta parte, desde la Comunión hasta el fin, mientras que el sacerdote comulga
sacramentalmente, harás la Comunión espiritual de la manera que te explicaré al terminar este
capítulo. Dirige en seguida tus miradas a Dios Nuestro Señor que está dentro de ti, y anímate a
pedir muchas gracias. Desde el momento en que Jesús se une a ti, Él es quien ruega y suplica
por— ti. Ensancha, pues, el corazón, y no te limites a pedir solamente algunos favores: pide
muchas, muchísimas gracias, porque el ofrecimiento de su Divino Hijo, que acabas de hacerle,
es de un precio infinito. Por consiguiente, dile con la más profunda humildad: "¡Oh Dios de mi
alma! Me reconozco indigno de vuestros favores: lo confieso sinceramente, así como también
que no merezco el que me escuchéis, atendida la multitud y enormidad de mis faltas. Pero,
¿podréis rechazar la súplica que vuestro adorable Hijo os dirige por mí sobre ese altar, en que
os ofrece por mí su Sangre y su vida? ¡Oh Dios de infinito amor! Aceptad los ruegos del que
aboga en favor mío cerca de vuestra Divina Majestad!; y en atención a sus méritos
concededme todas las gracias que sabéis necesito para llevar a feliz término el negocio
importantísimo de mi eterna salvación. Ahora más que nunca me atrevo a implorar de vuestra
infinita misericordia el perdón de todos mis pecados y la gracia de la perseverancia final.
Además, y apoyándome siempre en las súplicas que os dirige mi amado Jesús, os pido por mí
mismo, ¡oh Dios de bondad infinita! todas las virtudes en grado heroico, y los auxilios más
eficaces para llegar a ser verdaderamente santo. Os pido también la conversión de los infieles,
de los pecadores, y en particular de aquéllos a quienes estoy unido por los lazos de la sangre,
o de relación espiritual. Imploro además la libertad, no de una sola alma, sino la de todas las
que en este momento están detenidas en la cárcel del purgatorio. Dignaos, Señor,
concedérsela a todas, y haced quede vacío ese lugar de dolorosa expiación. En fin, ojalá que la
eficacia de este Divino Sacrificio convirtiera este mundo miserable en un paraíso de delicias
para vuestro Corazón, donde fueseis amado, honrado y glorificado por todos los hombres en el
tiempo, para que todos fuésemos admitidos a bendeciros y alabaros en la eternidad. Así sea".
Pide sin temor, pide para ti, para tus amigos, parientes y demás personas queridas. Implora la
asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y temporales. Ruega también por las
de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se digne librarla de los males que la afligen y
concederle la plenitud de todos los bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor
confianza; y está seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.
Concluida la Misa practica el siguiente acto de acción de gracias, diciendo: "Os damos gracias
por todos vuestros beneficios, oh Dios todopoderoso, que vivís y reináis por los siglos de los
siglos. Así sea".
Saldrás de la iglesia con el corazón tan enternecido como si bajases del Calvario. Dime ahora:
si hubieras asistido de esta manera a todas las Misas que has oído hasta hoy, ¡con qué tesoros
de gracias habrías enriquecido tu alma! ¡Ah! ¡Cuánto has perdido asistiendo a este augusto
Sacrificio con tan poca religiosidad, dirigiendo tus miradas acá y allá, ocupado en ver quiénes
entraban y salían, murmurando algunas veces, quedándote dormido, o cuando más,
balbuceando algunas oraciones sin atención ni recogimiento! Si quieres, pues, oír con fruto la
Santa Misa, toma desde este momento la firme resolución de servirte de este método, que es
muy agradable, y que está todo él reducido a satisfacer las cuatro enormes deudas que
tenemos contraídas con Dios. Persuádete firmemente de que en poco tiempo adquirirás
inmensos tesoros de gracias y méritos, y de que jamás te asaltará la tentación de decir: Una
Misa más o menos ¿qué importa?
4. Modo de hacer la Comunión espiritual
11. Dejamos dicho que el que asiste a la Santa Misa no debe omitir la Comunión espiritual
cuando el sacerdote comulga. Réstanos ahora explicar el modo de hacerlo. Según la doctrina
del Santo CONCILIO DE TRENTO, hay tres clases de Comunión: la primera meramente
sacramental; la segunda puramente espiritual, y la tercera sacramental y espiritual a la vez[19].
No se trata aquí de la primera, que consiste en comulgar en realidad, pero en pecado mortal, a
imitación del traidor Judas; tampoco hablamos de la tercera, que es la que practican todos los
fieles cuando reciben a Jesucristo en estado de gracia. Trátase únicamente de la segunda, que
se reduce -según las palabras del mismo Concilio-, a un ardiente deseo de alimentarse con
este Pan celestial, unido a una fe viva que obra por la caridad, y que nos hace participantes de
los frutos y gracias del Sacramento. En otros términos: los que no pueden recibir
sacramentalmente el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, lo reciben espiritualmente haciendo
actos de fe viva y de caridad fervorosa, con un ardiente deseo de unirse al soberano Bien, y por
este medio se disponen a participar de los frutos de este Divino Sacramento. Considera bien lo
que voy a decir para facilitarte una práctica que tantas utilidades proporciona. Cuando el
sacerdote va ya a comulgar, estando con gran recogimiento interior y exterior, modestia y
compostura, excita en tu corazón un verdadero dolor de los pecados, y date golpes de pecho
para significar que te reconoces indigno de la gracia de unirte a Jesucristo. Después ejercítate
en actos de amor, de ofrecimiento, de humildad y demás que acostumbras hacer al acercarte a
la Sagrada Mesa, añadiendo a esto el más ardiente y fervoroso deseo de recibir a Jesucristo,
que, por tu amor, está real y verdaderamente presente en el augusto Sacramento. Para avivar
más y más tu devoción, figúrate que la Santísima Virgen, o tu Santo Patrón, te presenta la
Sagrada Hostia, y que tú la recibes en realidad y como si abrazaras estrechamente a Jesús en
tu corazón, y repite una y muchas veces en tu interior estas palabras dictadas por el amor:
"Venid ¡Jesús mío! mi vida y mi amor, venid a mi pobre corazón; venid y colmad mis deseos;
venid y santificad mi alma; venid a mí, ¡dulcísimo Jesús! Venid". Permanece después en
silencio, contempla a tu Dios dentro de ti mismo; y como si hubieses comulgado realmente,
adórale, dale gracias y haz todos los actos que se acostumbran después de la Sagrada
Comunión. Ten por cierto, amado lector, que esta Comunión espiritual, tan descuidada por los
cristianos de nuestros días, es, sin embargo, un verdadero y riquísimo tesoro que llena el alma
de bienes infinitos; y, según opinión de muchos y muy respetados autores, -entre otros el P.
RODRÍGUEZ, en su obra De la perfección cristiana-, la Comunión espiritual es tan útil, que
puede causar las mismas gracias y aun mayores que la Comunión sacramental. En efecto,
aunque la recepción real de la Sagrada Eucaristía produzca por su naturaleza más fruto, puesto
que, siendo sacramento, obra por su propia virtud; puede no obstante suceder que un alma
deseosa de su perfección haga la Comunión espiritual tan humildemente, con tanto amor y
devoción, que merezca más a los ojos de Dios que otro comulgando sacramentalmente, pero
con menor preparación y fervor. Se conoce cuánto agrada a Jesucristo esta Comunión
espiritual, en que muy frecuentemente se ha dignado escuchar -por medio de patentes
milagros-, los piadosos suspiros de sus servidores, unas veces dándoles por sus propias
manos la Comunión sacramental, como a Santa Clara de Montefalco, a Santa Catalina de Sena
y a Santa Ludovina; otras por manos de los Ángeles, como a mi Seráfico Doctor San
Buenaventura, y a los obispos Honorato y Fermín, y alguna vez también por el ministerio de la
augusta Madre de Dios, que por su misma mano dio la Sagrada Comunión al Beato Silvestre.
Rasgos tan tiernos por parte de Dios no deben asombrarte, si consideras que la Comunión
espiritual inflama las almas en el fuego de un santo amor, las une a Dios y las dispone a recibir
las más señaladas gracias. ¿Y será posible que tantas utilidades no te causen alguna
impresión y continúes siempre en tu indiferencia e insensibilidad? ¿Qué excusa podrás alegar
desde ahora para descuidar todavía una práctica tan útil y tan santa? Resuélvete, pues, de una
vez a servirte de ella frecuentemente, advirtiendo que la Comunión espiritual tiene sobre la
sacramental la ventaja de que ésta no puede recibirse más que una vez al día, mientras que
aquélla se puede renovar, no solamente en todas las Misas a que asistas, sino también en
todas las horas del día; de mañana y tarde, por el día y por la noche, en la iglesia y en tu
aposento, sin que para esto necesites el permiso de tu confesor; en una palabra, cuantas veces
practiques lo que acabo de prescribirte, otras tantas harás la Comunión espiritual, y
enriquecerás tu alma de gracias, de méritos y de toda clase de bienes.
Tal es el objeto de este opúsculo: inspirar a cuantos lo lean un santo deseo de introducir en el
mundo católico la piadosa costumbre de oír todos los días la Santa Misa con una sólida piedad
y verdadera devoción, haciendo en ella siempre la Comunión espiritual.
¡Ah, qué dicha si pudiera conseguirse! Entonces se vería reflorecer en todo el mundo aquel
fervor tan admirable de los felices siglos de la primitiva Iglesia en que los cristianos recibían
diariamente la Divina Eucaristía asistiendo al Santo Sacrificio. Si no eres digno de recibir a Dios
tan a menudo, procura a lo menos oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión
espiritual. Si yo lograse persuadirte de esta piadosa práctica, creería haber ganado todo el
mundo, y tendría la dulce satisfacción de haber empleado bien el tiempo y mis trabajos. Y a fin
de echar por tierra todas las excusas que acostumbran alegar los que pretenden dispensarse
de asistir a la Misa, pondré en el capítulo siguiente varios ejemplos adaptados a toda clase de
personas, para que todos comprendan que si se privan de un tan gran tesoro, esto nace, o bien
de su negligencia, o bien de su tibieza y repugnancia a todas las obras de piedad, por cuyas
causas les esperan amargos remordimientos para la hora de la muerte.
CAPÍTULO III
EJEMPLOS OPORTUNOS PARA INCLINAR A LAS PERSONAS DE TODOS LOS
ESTADOS Y CONDICIONES A OÍR TODOS LOS DÍAS LA SANTA MISA
Los que no tienen deseo de asistir a la Misa alegan siempre una multitud de excusas, creyendo
justificar así su falta de devoción. Los verás totalmente ocupados y llenos de afán por los
intereses materiales; nada les importan los trabajos y fatigas si se trata de acrecentar su
fortuna, mientras que para la Santa Misa, que es el negocio por excelencia, sólo encontrarás
frialdad e indiferencia. Alegan mil pretextos frívolos, ocupaciones graves, indisposiciones,
asuntos de familia, falta de tiempo, en una palabra, si la Iglesia no los obligase bajo pena de
culpa grave a oír Misa los domingos y días de fiesta, Dios sabe si pondrían jamás los pies en
un altar. ¡Ah! ¡Qué vergüenza! ¡Qué tiempos tan calamitosos los nuestros! ¡Qué desgraciados
somos! ¡Cuánto hemos decaído del fervor de los primeros fieles que, como ya dije, asistían
todos los días al Santo Sacrificio y se alimentaban allí del Pan de los Ángeles por medio de la
Comunión sacra-mental! Y no es que les faltasen negocios, ni ocupaciones; sin embargo, la
Misa, lejos de servirles de molestia, era a sus ojos un medio eficaz de que prosperasen a la vez
sus intereses temporales y espirituales.
¡Mundo ciego! ¿Cuándo abrirás los ojos para reconocer un error tan manifiesto? Cristianos,
despertad por fin de vuestro letargo, y que vuestra devoción más dulce y predilecta sea oír
todos los días la Santa Misa, y hacer en ella la Comunión espiritual. Para que tú, cristiano
lector, formes esta resolución, no encuentro otro medio más eficaz que el del ejemplo; porque
es un hecho que salta a la vista, que todos somos gobernados por él. Todo lo que vemos hacer
a otros, nos es fácil y cómodo. "Y ¿por qué no podrás hacer tú lo que éstos y aquéllos?". Éste
era el reproche que SAN AGUSTÍN se dirigía a sí mismo antes de su conversión. Voy, pues, a
citarte algunos, siguiendo las diferentes categorías de personas, y de esta manera abrigo la
esperanza de ganar tu corazón. 1. Ejemplos de varios príncipes, reyes y emperadores
Los ejemplos de los grandes del mundo causan ordinariamente más impresión que la piedad,
aun extraordinaria, de los simples particulares, lo cual confirma la verdad de aquel axioma tan
conocido: "El pueblo sigue el ejemplo de su rey": Regis ad exemplum totus componitur orbis.
Bien podría citar aquí un considerable número de aquellos personajes, a fin de animarte a
imitarlos y a oír todos los días la Santa Misa; mas para no exceder los justos límites, me
contentaré con indicar algunos.
El gran CONSTANTINO asistía todos los días al Santo Sacrificio en su palacio; pero esto no
bastaba a satisfacer su piedad, pues cuando marchaba a la cabeza de sus ejércitos y hasta en
los campos de batalla, llevaba con-sigo un altar portátil, no dejando pasar un solo día sin
ordenar que se celebrasen los divinos misterios, a lo cual debió las señala-das victorias que
obtuvo sobre sus enemigos. LOTARIO, emperador de Alemania, observó constantemente la
misma piadosa práctica: en la paz como en la guerra, quiso oír hasta tres Misas diarias. El
piadoso rey de Inglaterra ENRIQUE III, hacía lo mismo con edificación de toda su Corte; y su
devoción fue recompensada por Dios, aun temporalmente, concediéndole un reinado de
cincuenta y seis años[20].
Mas para conocer bien la piedad de los monarcas ingleses y su asistencia continua al santo
sacrificio de la Misa, no es preciso recurrir a los siglos pasados: basta fijar la consideración en
aquella grande alma, cuya muerte todavía llora la ciudad de Roma; me refiero a la piadosa
reina MARíA CLEMENTINA. Esta princesa, según ella misma tuvo la bondad de confiármelo
muchas veces, tenía sus principales delicias en oír la Santa Misa, así que lo hacía diariamente
y en el mayor número posible. Asistía a ellas de rodillas, sin almohadillas para las rodillas, sin
apoyo alguno, inmóvil, cual una verdadera estatua de la piedad. Una asistencia tan fervorosa al
Sacrificio inflamó de tal manera su corazón en el fuego de amor a Jesús, que todos los días
quería hallarse presente a tres o cuatro reservas del Santísimo Sacramento, que se celebraban
en distintas iglesias, haciendo ir al galope sus caballos por las calles de Roma, para llegar
oportunamente a todos los templos. ¡Ah! ¡Qué torrentes de lágrimas vertía esta virtuosa señora
para conseguir saciar el hambre que tenía del Pan de los Ángeles! Hambre tan devoradora que
la hacía padecer noche y día, y era que su corazón sentíase constantemente transportado al
objeto de su amor. Sin embargo, Dios permitió que sus apremiantes súplicas no fuesen siempre
escuchadas; y lo permitió a fin de hacer más heroico el amor de su sierva, o más bien para
hacerla mártir del amor, pues, a mi juicio, esto fue lo que abrevió los días de su vida, de lo cual
es una prueba evidente la carta que me escribió estando ya moribunda. Lo que hay de cierto
es, que si se vio privada de la frecuente Comunión sacra-mental, no por eso perdió el mérito;
porque aquellos dulcísimos deliquios del amor que no podía experimentar comulgando sacra-
mentalmente, se los proporcionaba la Comunión espiritual que renovaba, no sólo siempre que
asistía a la Santa Misa, sino también muchísimas veces al día, y con un gozo interior
inexplicable, siguiendo con exactitud el plan trazado en el capítulo anterior.
Ahora yo pregunto: este ejemplo tan sublime y edificante, del que puedo asegurar haber sido
testigo de vista, puesto que ha pasado en mi presencia, y que en nuestros días ha sido en
Roma objeto de admiración, ¿no bastará para cerrar la boca de los que alegan tantas y tantas
dificultades para dispensarse de oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión
espiritual? Pero todavía no me satisface que procures imitar a esa virtuosa reina en su ardiente
deseo de unirse a Jesucristo; yo quisiera que la imitases también en el celo con que trabajaba
con sus propias manos para proveer de vestiduras sagradas a las iglesias pobres: ejemplo que
siguieron en Roma muchas señoras distinguidas, que se recreaban en una ocupación tan
piadosa, como útil y modesta. Conozco fuera de Roma una gran princesa, tan célebre por su
piedad como por su esclarecido nacimiento, que oye todos los días varias Misas y tiene a sus
doncellas frecuente-mente ocupadas en trabajos de mano para el servicio de los altares, hasta
el punto de entregar cajones de corporales, purificadores y otros ornamentos, bien a
misioneros, bien a predicadores, para que éstos los distribuyan a las iglesias, a fin de que el
Divino Sacrificio se celebre en todas partes con la decencia y pompa convenientes.
Séame permitido exclamar ahora: ¡Oh poderosos del mundo! Ved ahí el medio seguro de
conquistar el cielo. Y vosotros, ¿qué hacéis? Decídmelo por favor: ¿qué hacéis? ¿Cómo no
abrís vuestras manos para distribuir abundantes limosnas a favor de tantas iglesias tan
necesitadas? No digáis que carecéis de recursos, que vuestras propiedades producen poco, y
que otras necesidades más apremiantes absorben vuestras rentas; por-que en este caso yo os
facilitaría el medio de proporcionar recursos a los altares sin perjudicar a las exigencias de
vuestro estado. Vedlo ahí: es muy fácil y lo tenéis a mano; un caballo menos en vuestras
caballerizas, un lacayo menos a vuestro servicio, cualquier otra superfluidad menos; y de este
modo podéis hacer economías suficientes para socorrer las necesidades de muchas iglesias
sumamente pobres. Y ¡qué de bendiciones atraería sobre el Estado y sobre vosotros mismos
una conducta tan edificante! Convócanse asambleas, reúnense congresos, fórmanse
conferencias, consejos de guerra para la seguridad de las provincias, juntas de notables para
deliberar sobre los medios de aumentar la prosperidad y riqueza pública, y de alejar los peligros
que pudieran impedirla, y es muy frecuente no conseguirlo. Pues bien, una buena idea, un
medio sugerido con oportunidad bastaría para allanar estas dificultades y asegurar de una vez
la tranquilidad del reino. Pero, ¿y de dónde nos vendrá este feliz pensamiento? —De Dios,
sabedlo bien, de Dios. — ¿Y cuál es el medio más eficaz para conseguirlo? —La Santa Misa.
óyela, pues, querido lector, con la frecuencia posible, y haz que se celebre a menudo por tu
intención: cuida de proveer a las iglesias de vasos sagrados y ornamentos convenientes, y
verás entonces los efectos de una providencia especial, que asegurará tus posesiones, y que
te hará dichoso en el tiempo y en la eternidad.
Concluiré este párrafo con un ejemplo de SAN WENCESLAO[21], rey de Bohemia, a quien
deberías imitar, si no en todo, a lo menos en parte. Este Santo Rey no se contentaba con asistir
diariamente a varias Misas, arrodillado sobre el pavimento desnudo, y ayudando a veces al
sacerdote con más humildad y modestia que un joven de prima tonsura. El piadoso monarca se
empleaba además en adornar los altares con las joyas más ricas de su corona y con las ropas
más preciosas de su palacio. Acostumbraba también a preparar con sus propias manos las
hostias destinadas al Santo Sacrificio; y el grano que servía para confeccionarlas era recogido
por el mismo Santo Rey. Veíasele, sin temor de rebajar la dignidad real, trabajar la tierra,
sembrar el trigo y recoger la cosecha; después de lo cual él mismo molía el grano y cernía la
harina, con cuya flor amasaba las hostias y las presentaba humildemente a los sacerdotes. ¡Oh
manos dignas de empuñar el cetro de todo el mundo! Pero ¿qué utilidades le reportó una
devoción tan tierna? Dios permitió que el emperador Otón distinguiese a este Santa Rey con
una benevolencia sin igual, de la que le dio una brillante prueba concediéndole la gracia de unir
a su escudo de armas todos los blasones del Imperio: favor que no se había concedido a
ningún príncipe. Pero Dios, que se dignó recompensar en este mundo la devoción de
Wenceslao al santo sacrificio de la Misa, le preparó en el cielo una recompensa mucho más
magnífica, cuando, después de un glorioso martirio, fue elevado de un reino temporal a un
trono eterno de la gloria. Reflexiona sobre estos grandes ejemplos, y toma una resolución
generosa.
2. Ejemplos de grandes damas y señoras del mundo
Hay señoras que parece quieren convertir la iglesia en un teatro para su vanidad. Al entrar en
ella atraen las miradas de todos con su brillante y acicalado traje. ¡Plegue a Dios que no
usurpen o no estorben las adoraciones que debieran dirigirse hacia el altar! Como entre esta
clase de personas se encuentran muchas bastante asiduas en la asistencia a los Oficios
divinos, no nos detendremos tanto en exhortarlas a frecuentar el lugar santo, como en
enseñarles la modestia y el respeto con que es preciso portarse en la casa de Dios,
particularmente durante la celebración del Santo Sacrificio. En efecto, tan edificado como estoy
de la conducta de un gran número de matronas romanas, y de las más distinguidas, que se
presentan delante de nuestros altares con un exterior suma-mente sencillo, sin pompa alguna y
sin adornos; tanto me escandaliza ver otras vanidosas, que con su ridículo peinado y su vestido
de teatro tienen la necia pretensión de pasar por diosas en las iglesias. A fin de inspirar a estas
desgraciadas un saludable y santo temor a nuestros tremendos misterios, voy a referir el
siguiente ejemplo que se lee en la vida de la BEATA IVETA DE HUY, en el territorio de Lieja
(Bolland, vita B. Ivetae). Oyen-do Misa esta santa viuda el día de Navidad, Dios le hizo ver un
espectáculo espantoso. Estaba a su lado una persona distinguida que parecía tener los ojos
fijos en el altar, pero no era con el objeto de prestar atención al Santo Sacrificio, o de adorar al
Santísimo Sacramento que se disponía a recibir, sino que estaba la infeliz entretenida en
satisfacer una pasión impura que había concebido por uno de los cantores que se hallaba en el
coro, y cuando la desgraciada se levantó para acercarse a la Sagrada Mesa, la Bienaventurada
Iveta vio una turba de demonios saltando y bailando alrededor de aquella mujer: unos le
levantaban su vestido, otros le daban el brazo, y todos parecían emplearse con diligencia en
servirla, aplaudiendo a la vez su acto sacrílego. Rodeada de este infernal cortejo fue a
arrodillarse ante el altar de la Comunión: bajó el sacerdote, llevando en su mano la Sagrada
Hostia, y la depositó sobre la lengua de aquella infeliz mujer; pero en el mismo instante la Santa
viuda vio a Nuestro Señor volar al cielo, por no habitar en un alma que era guarida de los
espíritus impuros. Con esta inmodestia sacrílega había atraído los demonios y ahuyentado al
Divino Salvador, según la infalible sentencia del Espíritu Santo: La sabiduría encarnada no
entrará en un alma depravada, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado. "In malevolam
animam non introibit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis". (Sab. 1, 4).
Quizás me dirás, al leer estas páginas, que tú no eres del número de las personas que no
guardan moderación ni decencia. Me complazco en creerlo, digo más, ni aun lo dudo; pero
cuando se nota que vas a la iglesia adornada y perfumada como para un baile, y vestida con
tan poca modestia, ¿no hay derecho para dirigirte una censura severa? ¡Qué dolor! En verdad
que así se hace de la casa de Dios una cueva de ladrones, puesto que, distrayendo a todo el
mundo, se roba a Jesucristo el honor y atención que le son debidos.
Entra, pues, dentro de tu corazón, y toma la firme resolución de imitar a SANTA ISABEL DE
HUNGRÍA[22]. Esta santa reina tenía el mayor anhelo por oír Misa, pero cuando llegaba el
momento de asistir al Santo Sacrificio, dejaba su corona, quitaba las sortijas de sus dedos, y
despojada de todo adorno, se conservaba en presencia de los altares cubierta con un velo y en
actitud tan modesta, que jamás se la vio dirigir sus miradas a derecha ni izquierda. Esta
sencillez y esta modestia agradaron tanto a Dios, que quiso manifestar su contento por medio
de un brillante y ruidoso prodigio. Al tiempo de celebrarse la Misa, la Santa se vio rodeada de
una luz tan resplandeciente, que los ojos de los demás asistentes quedaron deslumbrados:
parecía un ángel bajado del cielo. Aprovéchate de tan bello ejemplo; y si lo haces, está segura
de que así agradecerás a Dios y a los hombres, y de que tus sacrificios te acarrearán inmensas
utilidades en esta vida y en la otra.
3. Ejemplos de mujeres de humilde condición
En la primera instrucción se ha demostrado de una manera incontestable que la Santa Misa es
de grandísima utilidad para toda clase de personas. Sin embargo, no es oportuno que mujeres
de cierta condición, y a causa de los deberes que tienen que cumplir, asistan a ella todos los
días de la semana. Si criáis niños, o si por un motivo de caridad o de justicia cuidáis enfermos;
en fin, si un marido díscolo os prohíbe salir, no tenéis motivo para inquietaron y mucho menos
para desobedecer; porque, aun cuando la asistencia a la Misa sea la cosa más santa y
provechosa, sin embargo la obediencia y la mortificación de la propia voluntad siempre son
preferibles. Para vuestro consuelo añadiré que obedeciendo dobláis vuestros méritos, en
atención a que Dios, en este caso, no sólo recompensará vuestra obediencia, sino que además
tomará en cuenta la buena voluntad que tenéis de asistir a la Misa, como si en realidad la
hubieseis oído. Por el contrario, desobedeciendo, perderíais uno y otro mérito, demostrando
con vuestra conducta que preferís satisfacer los deseos de vuestra propia voluntad a cumplir
con la de Dios, de la cual se nos dice expresamente en las Santas Escrituras que "la
obediencia es mejor que los sacrificios", es decir, que prefiere una su-misión humilde a todas
las Misas que no sean de precepto.
¿Y qué sería si, después de ir a la Santa Misa, volvieseis con las manos vacías, efecto de
vuestra charlatanería, de vuestra curiosidad y distracciones voluntarias? Escuchad el caso que
voy a referir. Una buena mujer que habitaba en un pueblito a cierta distancia de la iglesia,
resolvió y prometió a Dios oír un gran número de Misas durante un año, a fin de alcanzar una
gracia que deseaba vivamente. Por esta razón, en el momento en que sonaba la campana de
una ermita, interrumpía de repente sus ocupaciones, y se dirigía con prontitud a la iglesia a
pesar de la lluvia, de la nieve y de todas las intemperies de la estación. Cuando volvía a su
casa procuraba apuntar las Misas oídas, con el fin de tener la seguridad de que era puntual en
el cumplimiento de su promesa, a cuyo efecto colocaba por cada Misa un haba en una cajita
que cerraba con todo cuidado. Pasado el año, y no abrigando la menor duda de haber
satisfecho con exceso lo que había prometido, alcanzado muchos méritos y proporcionado
mucha gloria a Dios Nuestro Señor, abrió su caja: pero ¡cuál sería su sorpresa al encontrar una
sola haba, de tantas como había depositado! En vista de tan esperado suceso, entregóse a una
profunda pena, y vertiendo lágrimas, fue a quejarse a Dios con las siguientes palabras: ¡Oh
Señor! ¿Cómo es posible que de tantas Misas como he oído sólo encuentre la señal de una?
Yo jamás he faltado a ella, a pesar de los obstáculos de toda clase, a pesar de la lluvia, del
hielo y del calor. . . ¿Cómo, pues, ¡Dios mío! me explico este suceso? Entonces el Señor le
inspiró el pensamiento de que fuese a consultar a un sabio y virtuoso sacerdote. Preguntóle
éste por las disposiciones con que acostumbraba dirigirse a la iglesia y por la devoción con que
asistía al Santo Sacrificio. A esta pregunta contestó la pobre mujer, diciendo con toda verdad,
que durante el tiempo que empleaba en ir de casa a la iglesia, no se ocupaba más que en
negocios y baga-telas; y que mientras se celebraba la Santa Misa, estaba constantemente
preocupada con los cuidados de la casa, o con los trabajos del campo y aún charlando con
otras. He aquí, le dijo el sacerdote, la causa de que se hayan perdido todas estas Misas: los
discursos inútiles e impertinentes, la disipación y las distracciones voluntarias os quitaron todo
el mérito. El demonio se aprovechó de esto, y vuestro Ángel bueno llevó todas las habas que
servían de señales, para daros a entender que el fruto de las buenas obras se pierde cuando
no se practican bien. Por consiguiente, dad gracias a Dios porque a lo menos hay una que fue
oída con gran provecho vuestro.
Ahora entra dentro de ti mismo y di: De tantas Misas como he oído en el curso de mi vida,
¿cuántas habrá que Dios haya tomado en cuenta? ¿Qué te dice la conciencia? Si te parece
que serán pocas las que hayan sido favorablemente recibidas del Señor, observa otro método
en lo sucesivo. Y a fin de que jamás seas del número de aquellas desgraciadas que sirven de
ministros al demonio, aun en las iglesias, para arrastrar almas al infierno, escucha el ejemplo
siguiente, muy a propósito para hacerte temblar.
Se lee, en el Sermonario llamado Dormisicuro, que una mujer reducida a extrema necesidad
andaba errante cierto día por lugares solitarios, y tentada de la desesperación, cuando de
repente se le apareció el demonio y le ofreció cuantiosas riquezas, con tal que ella quisiera
ocuparse en distraer a los fieles durante la Misa, entreteniéndolos con discursos inútiles. La
infeliz aceptó esta proposición, según ella dijo; y habiendo comenzado a ejercer su oficio
diabólico, lo desempeñó tan maravillosamente, que a cualquiera persona que estuviese cerca
de ella le era imposible prestar atención a los Oficios divinos, ni oír devotamente la Santa Misa.
Pero no pasó mucho tiempo sin que aquella mujer desgraciada se viese herida por la mano de
Dios. En una mañana de violenta tempestad un rayo cayó sobre ella sola y la redujo a cenizas.
Aprende por cuenta ajena y evita en todo lugar, y especialmente en la iglesia, el estar al lado
de aquéllos que con sus chanzas, con sus conversaciones impertinentes y con sus
irreverencias de toda clase, se convierten en instrumentos del demonio: de otra manera te
expondrías a incurrir como ellos en el desagrado de Dios.
4. Ejemplos de negociantes y artesanos
El dinero es el ídolo de nuestros días. ¡Ah! ¡Cuántos desgraciados están constantemente
prosternados ante esta falsa deidad, a la que únicamente rinden culto! Ellos llegan a olvidar al
Creador del cielo y de la tierra, y por consiguiente se precipitan en un abismo de males aun
temporales, mientras que el Real Profeta nos asegura que los que buscan a Dios ante todo,
estarán al abrigo de los infortunios y serán colmados de bienes: "Inquirentes autem Dominum
non minuentur omni bono"[23]. Esta sentencia se verifica especialmente, en favor de aquéllos
que pro-curan prepararse para el trabajo y demás ocupaciones del día, con la asistencia al
santo sacrificio de la Misa. La prueba de esta verdad nos la suministra el siguiente caso
notable, ocurrido a tres negociantes de Gubbio, en Italia.
Habíanse dirigido los tres a una feria que se celebraba en la villa de Cisterno, y después de
haber arreglado sus compras, trataron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos fueron de
parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano, a fin de llegar a sus casas antes
de anochecer; empero el tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún
modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa. También exhortó a sus
compañeros a que tomasen la misma resolución para volver juntos como habían ido, añadiendo
que, después de haber cumplido este precepto y tomado un buen desayuno, viajarían más
contentos; y por último dijo: que si no era posible llegar a Gubbio antes de anochecer, no
faltarían mesones en el camino. Los compañeros rehusaron conformarse con un dictamen tan
sabio y provechoso, y queriendo a toda costa llegar a su casa el mismo día, respondieron: que
si por esta vez dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así, pues, el domingo al
rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia, montaron a caballo y emprendieron el viaje a su
pueblo. Bien pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída durante la
noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal punto, que la corriente, azotando con
violencia el puente de madera, lo había sacudido fuertemente. Sin embargo, los jinetes
subieron, pero apenas dieron los primeros pasos cuando la impetuosidad de las aguas arrastró
el puente con los caballeros, y los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los
aldeanos, y con el auxilio de ganchos consiguieron sacar los cadáveres de aquellos
desgraciados que acababan de perder su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a
orillas del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa sepultura. Durante
este tiempo el tercer negociante, que se había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa,
cumplido este deber había emprendido alegremente su viaje. No tardó mucho en llegar al sitio
de la catástrofe, quedando aturdido a la vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a
mirarlos, reconoció a sus compañeros de la víspera. Oyó, vivamente conmovido, la relación de
la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y levantando sus manos al cielo, dio gracias
a la Bondad in-finita por haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil
y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de sus deberes religiosos,
atribuyendo su conservación al santo sacrificio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo
extendió en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los corazones un vivísimo
deseo de asistir todos los días a la Santa Misa.
¡Maldita avaricia! muy necesario es que lo diga: ¡maldita avaricia! Tú eres la que apartas los
corazones de Dios, y les quitas, por decirlo así, la libertad de ocuparse del importantísimo
negocio de su salvación.
Con el fin, pues, de que todos los que están expuestos a este vicio comprendan bien en qué
consiste, voy a explicarlo por medio de una comparación tomada de la Sagrada Escritura.
Sansón, como sabéis, dejóse atar al principio con nervios de buey; después con gruesas
cuerdas nuevas, que todavía no habían prestado servicio alguno; y las rompió como se rompe
un hilo. Pero al fin, vencido por las importunas molestias de Dalila, su mujer, le descubrió que el
secreto de sus fuerzas estaba en sus cabellos: de suerte que habiéndole rasurado la cabeza se
convirtió en un hombre débil como los demás, y cayó en poder de los filisteos que le arrancaron
los ojos, y lo condenaron a hacer dar vueltas a la rueda de un molino. Ahora pregunto: ¿En qué
estuvo la falla de Sansón? ¿En dejarse atar de tantas maneras? No; porque él sabía muy bien
que todas las liga-duras cederían a sus esfuerzos como un delgado hilo. La gran falta que tuvo
fue el re-velar el verdadero secreto de su fuerza y dejarse cortar los cabellos, sin los cuales
Sansón no fue ya Sansón. Del mismo modo, digo, supuesto que un negociante, un industrial,
se deje aprisionar por miles de ocupaciones, en el tráfico, en la industria y en empresas de toda
clase: ¿es esto en lo que consiste el vicio funesto de la avaricia? No: el vicio consiste en
dejarse cortar los cabellos. Me explicaré: Tal negociante está abrumado de asuntos, y, sin
embargo, por la mañana temprano, al oír tocar a Misa, se dice a sí mismo: tregua a los
cuidados, la Misa antes que todo. Ved aquí un Sansón que está atado, si se quiere, con
muchas cuerdas, pero que no está rasurado. Otro está sujeto por más de siete lazos, por
ejemplo: expediciones que hacer, jornaleros que pagar, cartas que escribir, cuentas que
arreglar, deudas que satisfacer, créditos que cobrar: ¡ah! ¡qué de ligaduras y qué laberinto! Sin
embargo, llega el domingo o un día de fiesta y este hombre se desentiende de todos estos
embarazos y se dirige a la iglesia para oír la Santa Misa y practicar sus devociones: ved ahí
todavía un Sansón que está muy atado, pero que conserva su cabellera, porque en medio de
sus numerosos negocios no pierde de vista el importantísimo de su eternidad. Pero (fijad bien
la atención en este pero), cuando estáis fuertemente ligados con mil lazos de intereses
temporales, y no tenéis bastante fuerza para romperlos, esto es, para desembarazaros de
cuan-do en cuando, y acercaros con regularidad de cristianos a los Santos Sacramentos, y a
oír la Santa Misa, desde entonces ¡ay! no sois más que unos infelices Sansones ligados y
rasurados a la vez. Vuestros títulos y rentas quizás sean legítimos; pero no lo es seguramente
ese furor por adquirir que absorbe toda vuestra atención: ésa es una avaricia cruel que os
tratará como a Sansón, es decir: que, como él, seréis envueltos en las ruinas de vuestras
casas. Y entonces esos tesoros que amontonáis, ¿para quién serán? "Quae autem parasti,
cuius erunt?"[24].
Pero no olvidemos, querido lector, que estos avaros jamás se rendirán, a menos que se les
tome por su lado débil. Pues bien, les diré: ¿Qué es lo que pretendéis? ¿Enriqueceros, ganar
dinero y redondear vuestra fortuna? ¿Y sabéis cuál es el medio más seguro y eficaz de
conseguirlo? Vedlo aquí: asistid todos los días a la Santa Misa. El ejemplo siguiente debe
convenceros de esta verdad. Había dos artesanos que ejercían el mismo oficio: uno de ellos
estaba cargado de familia, pues tenía mujer, hijos y aún sobrinos que alimentar, y no en corto
número; el otro vivía solo con su mujer. El primero criaba su familia con bastante desahogo, y
todo le salía maravillosamente: tenía un almacén muy acreditado, trabajo cuanto pudiera
desear, y negocios bastante lucrativos para hacer cada año algunas economías des-tinadas a
la dote de sus hijas, cuando llegasen a la edad de casarse. El otro artesano, aunque solo,
estaba sin trabajo y muerto de hambre. Acercóse un día a su vecino y le dijo en confianza:
"¿Cómo haces y qué conducta es la tuya para vivir tan cómodamente y aumentar tus
intereses? Diríase que Dios hace llover en tu casa todos los bienes en abundancia, mientras
que yo, infeliz, no puedo levantar la cabeza, y todas las desgracias me oprimen. —Yo te lo
explicaré bien, le respondió su amigo: mañana por la mañana pasaré por tu casa, y te enseñaré
el lugar donde voy a negociar mi buena fortuna". A la mañana siguiente fue a buscarlo y lo
condujo a la iglesia para oír la Santa Misa, después de lo cual lo acompañó a su taller: hizo lo
mismo el segundo y tercer día, y al cuarto le dijo el otro: "Si no hay más que hacer que ir a la
iglesia y asistir al Santo Sacrificio, yo sé perfectamente el camino; por consiguiente no es
necesario que te molestes más. —Esto es precisamente, le contestó el primero: asiste todos los
días a la Santa Misa, y verás cómo la fortuna te sonríe". Así sucedió efectivamente. Desde el
momento en que abrazó esta práctica tan piadosa, se vio muy surtido de trabajo, pagó sus
deudas en poco tiempo, y puso su casa en buen pie. (Surio, en la Vida de S. Juan el
Limosnero).
Creéis al Evangelio, ¿no es así? Pues bien: si creéis en él, no podéis dudar de esta verdad.
¿No dice terminantemente: "Quaerite primum regnum Dei (Mt. 6,33): Buscad primero el reino
de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura"? Procurad hacer la prueba, a lo menos
durante un año. A la Misa todas las mañanas; y si vuestros negocios no tienen mejor éxito, os
permito quejaros de mí. Pero no sucederá así segura-mente, antes por el contrario, tendréis
motivos poderosos para darme gracias.
5. Ejemplos de jornaleros y sirvientes
El apóstol SAN PABLO dice que el cristiano que no tiene cuidado de los suyos, y
especialmente de los domésticos, es peor que un infiel. Esta solicitud que se les debe,
entiéndese no sólo en cuanto al cuerpo, sino y mucho más en cuanto al alma. Por consiguiente,
si el Apóstol tenía por crueldad el que se les dejase carecer de lo necesario para la vida
corporal, mucho mayor lo será privarlos del alimento espiritual, principalmente prohibiéndoles
asistir todos los días a la Santa Misa. No hay un señor, por rico y poderoso que sea, que sepa
comprender la pérdida que le ocasiona tal privación. Cuando Dios estableció alianza con
Abrahán, le ordenó que no solamente se circuncidase, sino que obligase a hacer lo mismo a
todos sus servidores y esclavos: prueba evidente de que todo buen cristiano no debe
contentarse con servir a Dios por sí mismo, especialmente con la asistencia al Santo Sacrificio,
sino que debe procurar que todos sus criados, que toda su casa, le sirva igualmente.
SAN ELEÁZARO, conde de Ariani, practicó perfectamente esta santa economía espiritual. En
un reglamento que había formado para su palacio, ordenaba en primer lugar que todos oyesen
diariamente la Santa Misa; domésticos y sirvientes, mozos y empleados, a todos quería verlos
asistiendo al adorable Sacrificio del altar. Esta piadosa costumbre es seguida por un gran
número de señores, de cardenales y prelados de Roma. Todos los días oyen o celebran la
Santa Misa, y quieren que todos sus dependientes y domésticos asistan a ella, y no vayáis a
creer que el tiempo que éstos emplean en oír Misa es un tiempo perdido, no: es el tiempo que
Dios tendrá más en cuenta.
SAN ISIDRO[25] era un pobre labrador; pero tenía sumo cuidado de no faltar a Misa. Dios le
hizo conocer cuán agradable le era su devoción por el suceso siguiente. Un día que el Santo
estaba trabajando en el campo, oyó tocar a Misa en una iglesia inmediata; deja sus bueyes, y
marcha precipitadamente con objeto de asistir al Santo Sacrificio. Pero ¡oh prodigio! mientras
que San Isidro estaba en Misa, los Angeles se ocuparon en continuar la labor de aquel devoto y
piadoso labrador. Es verdad que Dios no hará milagros tan patentes en favor vuestro; sin
embargo, ¿no tiene medios infinitos para re-compensar vuestra piedad? Bien podéis
comprenderlo por lo que hizo con un pobre viñador, cuya historia es la siguiente: Este virtuoso
jornalero, que criaba su familia con el sudor de su rostro, acostumbraba, antes de consagrarse
al trabajo, asistir todos los días al santo sacrificio de la Misa. Un día muy temprano dirigióse al
punto donde se reunían sus compañeros, esperando que alguno viniese para alistarlos. En este
tiempo oyó sonar la campana, y al instante, según costumbre se dirigió a la iglesia para rezar
en ella sus oraciones. Después de la primera Misa salió inmediatamente otra, que el piadoso
jornalero oyó con la misma devoción. Al volver a su puesto ya no encontró a ninguno de sus
compañeros: todos habían sido alistados y enviados al campo, y los dueños también habían
desaparecido. Aquel buen hombre volvíase triste a su casa, cuando un rico propietario del lugar
se apercibió de ello; y al notar en su rostro su gran tristeza, se acercó a él y le preguntó la
causa. "Qué quiere usted, respondió el pobre trabajador, esta mañana, por temor de perder la
Misa, he perdido mi jornal. —No te aflijas por eso, respondió el rico: vuelve a la iglesia, oye una
Misa más por mi intención, y esta tarde te pagaré tu jornal". El pobre hombre fue a cumplir con
lo que le ordenaba su nuevo amo, y no solamente asistió a la Misa que se le había prescrito,
sino que además oyó todas las que se celebraron en aquel día. Al caer de la tarde se presentó
al rico para recoger su jornal. En efecto, recibió doce sueldos, salario ordinario de un jornalero
de aquel país. Marchábase muy contento a su casa, cuando vio venir hacia él un personaje
desconocido (era Nuestro Señor Jesucristo), y le preguntó cuánto le dieron por el trabajo de un
día tan bien empleado; y oyendo que sólo recibiera doce sueldos, le dijo: "¿Tan poco ganaste
por una obra tan meritoria? Vuelve a casa de ese rico, y dile: que si no aumenta la retribución,
sus negocios irán muy mal". El jornalero desempeñó con humilde sencillez el encargo que
llevaba para el rico, quien le entregó cinco sueldos más, enviándole en paz. Marchó el buen
hombre muy satisfecho con esta gratificación; pero el Divino Salvador no se contentó con ella:
viendo que el aumento no excediera de cinco sueldos, le dijo: "Esto no es bastante todavía;
vuelve a casa de ese avaro, y hazle presente que si no se muestra generoso, vendrá sobre él
una terrible desgracia". El jornalero se presenta nuevamente delante del rico con un temor
respetuoso, y le hizo a medias palabras aquella nueva demanda. Entonces el rico, herido
interiormente por la gracia del Señor, llevó su generosidad hasta el punto de darle cien sueldos
y un buen vestido nuevo. Sin duda os admiraréis, y con razón, del modo con que la Divina
Providencia recompensó a este pobre viñador, de la piedad que le movía a oír todos los días la
Santa Misa; pero más admirable es todavía la misericordia que Dios tuvo de este rico. A la
noche siguiente apareciósele el Salvador, y le reveló que, gracias a las Misas oídas por aquel
pobre, había sido preservado de una muerte repentina, que en aquella misma noche lo hubiera
precipitado en el infierno. Al oír un aviso tan espantoso, se levantó sobresaltado, y entrando en
cuentas consigo mismo, comenzó a detestar su mala vida; y se declaró muy devoto de la Santa
Misa, a la que asistió en adelante todos los días con bastante regularidad. No se contentaba
con oírla, sino que además hacía que diariamente se celebrasen otras muchas en diferentes
iglesias, por cuyo medio alcanzó la gracia de pasar el resto de su vida en la práctica constante
de la virtud y la de una muerte preciosa a los ojos del Señor. (Nicol Lac. trat. 6 dist. 10 de Misc.,
c. 200).
6. Ejemplo formidable para los que no aprecian el inmenso tesoro de la Santa Misa
Dos insignes doctores de la Iglesia, el Ángel de las Escuelas Santo Tomás de Aquino y el
Seráfico San Buenaventura, enseñan, como se dijo en el capítulo primero, que el adorable
sacrificio de la Misa es de un precio infinito, tanto por razón de la Víctima, como por la del
sacerdote que la inmola. La Víctima ofrecida es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo; y el primer sacrificador, es el mismo Jesucristo. ¿De qué procede,
pues, que tantos cristianos hacen tan poco caso de este inestimable tesoro, prefiriendo a él un
vil interés?
Hemos escrito este opúsculo con el fin de instruir a todos los que quieran leerlo con atención, e
inspirarles la más sublime idea de este Divino Sacrificio. Si hasta hoy ¡oh cristiano lector! fue
para ti un tesoro escondido, ahora que ya conoces su valor infinito, quisiera que tomases una
resolución eficaz de aprovecharte de él, asistiendo todos los días a la Santa Misa. Para concluir
de animarte a la práctica de una obra tan piadosa y fecunda en resultados espirituales y aún
temporales, voy a referirte un ejemplo terrible que pondrá el sello a toda la obra.
Eneas Silvio, que llegó a ser Papa con el nombre de Pío II[26], cuenta que un gentil-hombre de
los más distinguidos de la provincia de Istria, después de haber perdido la mayor parte de su
inmensa fortuna, se había retirado a una aldea suya para vivir allí con más economía. Vióse al
poco tiempo ataca-do de una negra melancolía que no le dejaba un momento de sosiego,
persiguiéndolo hasta el punto de querer abandonarse a la desesperación. En medio de luchas
interiores tan horribles recurrió a un piadoso confesor, quien, después de haberle oído sus
trabajos, le dio un excelente consejo: "No deje usted pasar, le dijo, un solo día sin oír la Santa
Misa, y no tenga usted ningún temor". Este aviso agradó tanto al gentilhombre, que se apresuró
a ponerlo en ejecución, con el objeto de asegurar más y más la facilidad de su cumplimiento,
tomó un capellán para que le dijese Misa todos los días en el castillo. Por un compromiso
inevitable, tuvo este sacerdote que ir muy temprano a una villa poco distante, para ayudar a
otro compañero que celebraba la primera Misa. Nuestro piadoso caballero, no queriendo pasar
un solo día sin asistir al adorable Sacrificio, salió del castillo en dirección a la villa con el fin de
oír allí la Santa Misa. Como iba a un paso muy acelerado, un aldeano que lo encontró en el
camino le dijo: "Que podía volverse a su casa, porque la Misa del nuevo sacerdote había
concluido y no se celebraba ninguna otra". Al oír esta noticia se llenó de turbación, y
empezando a lamentarse, exclamó: ".Qué será de mí en este día, qué será de mí? Quizá sea
hoy el último de mi vida". Asombrado el aldeano de verle tan afligido, le dijo: "No os
desconsoléis, señor: con mucho gusto os vendo la Misa que acabo de oír. Dadme la capa que
cubre vuestros hombros y os cedo la Misa, con todo el mérito que por ella pude haber contraído
delante de Dios". El gentilhombre tomó la pa-labra del aldeano, y después de haberle
entregado muy gozoso su capa, continuó su viaje a la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al
regresar al castillo y habiendo llegado al sitio donde se había verificado el indigno cambio, vio al
infeliz aldeano colgado de una encina como Judas. Dios había permitido que la tentación de
ahorcarse, que tanto atormentaba al gentilhombre, se apoderase de aquel desgraciado que,
privado de los auxilios que había alcanzado por medio de la Santa Misa, no tuvo fuerzas para
resistir. Horrorizado a vista de semejante espectáculo, comprendió una vez más toda la eficacia
del remedio que su confesor le había dado, y se confirmó en la resolución de asistir todos los
días al Santo Sacrificio.
A propósito de este tremendo caso, quisiera hacerte dos observaciones de altísima
importancia. La primera es concerniente a la monstruosa ignorancia de aquellos cristianos que
no apreciando debidamente las inmensas riquezas encerradas en el Sacrificio del altar, llegan a
tratarle como si fuera un objeto de tráfico. De aquí proviene esa manera de hablar tan
inconveniente, que tienen ciertas personas, cuyo cinismo llega al extremo de preguntar a un
sacerdote: ¿Cuánto me cuesta una Misa? ¿Quiere usted que se la pague hoy? ¡Pagar una
Misa! ¿Y en dónde encontraréis capital equivalente al valor de una Misa, que vale más que el
paraíso? ¡Qué ignorancia tan insoportable! La moneda que dais al sacerdote es para proveer a
su subsistencia, pero no un pago de la Santa Misa, que es un tesoro que no tiene precio.
Muy cierto es, amado lector, que en este opúsculo te he exhortado constantemente a oír todos
los días la Santa Misa, y a que hicieses celebrarla con la mayor frecuencia posible. Y quién
sabe si con este motivo habrá tomado un pretexto el demonio para soplar-te al oído esta
maldita sospecha: "Los sacerdotes presentan muy buenas y excelentes razones para
inclinarnos a dar limosnas destinadas a la celebración del Santo Sacrificio; sin embargo, no es
oro todo lo que reluce. Bajo una apariencia de celo, ellos buscan su provecho, pues cuando se
penetra en el fondo de ciertas cosas, se comprende al fin que el interés es el único móvil de
todo lo que hacen y de todo lo que dicen". ¡Ah! si tal crees te engañas miserablemente. En
cuanto a mí, doy gracias a Dios por haberme llamado a una Religión en donde se hace voto de
pobreza, la más estricta y rigurosa, y en donde no se recibe estipendio de Misas. Aún cuando
se nos ofrecieran cien escudos por celebrar una sola vez el Santo Sacrificio, no los
recibiríamos. Nosotros, al decir Misa, nos conformamos siempre con la intención que tuvo el
mismo Jesucristo al ofrecerse al Eterno Padre en sacrificio, sobre el altar sangriento del
Calvario. Por consiguiente, si alguno puede hablar con toda claridad y sin temor de que se
atribuyan miras interesadas, soy yo que no pienso ni puedo pensar en otra cosa que en el bien
de todos. Por lo mismo vuelvo a repetir lo que te dije al principio de este opúsculo: asiste
frecuentemente a la Santa Misa; a ello te conjuro en el nombre de Dios; asiste muy
frecuentemente y da limosnas para hacer que se celebren en el mayor número posible, y de
este modo amontonarás un rico y precioso tesoro de méritos, que te será muy provechoso en
este mundo y en la eternidad.
La segunda observación que debo hacerte con relación al ejemplo que acabas de leer, es
acerca de la eficacia de la Santa Misa para alcanzarnos todos los bienes y preservarnos de
todos los males, especialmente para avivar nuestra confianza en Dios y darnos fuerzas con las
cuales vencer todas las tentaciones. Permíteme, pues, que te diga una vez más: ¡A Misa, por
favor, a Misa! si quieres triunfar de tus enemigos y ver al infierno humillado a tus pies.
Antes de terminar este opúsculo, creo conveniente decir algunas palabras acerca del ministro
que ayuda a Misa. En estos días desempeñan este oficio los niños o personas sencillas,
mientras que ni aún las testas coronadas serían dignas de un honor tan singular. SAN
BUENAVENTURA dice que el ayudar a Misa es un ministerio angélico, puesto que los muchos
Ángeles que asisten al Santo Sacrificio sirven a Dios durante la celebración de este augusto
misterio. SANTA MATILDE Vio el alma de un fraile lego más resplandeciente que el sol, porque
había tenido la devoción de ayudar a todas las Misas que podía. SANTO Tomás DE AQUINO,
brillante antorcha de las escuelas, no apreciaba menos la dicha del que sirve al sacerdote en el
altar, puesto que, después de celebrar, nada deseaba tanto como ayudar a Misa. El ilustre
canciller de Inglaterra, TOMÁS MORO, tenía sus delicias en el desempeño de tan santo
ministerio. Habiéndole reprendido cierto día uno de los grandes del reino, diciéndole que el Rey
vería con disgusto que se rebajase hasta el punto de convertirse en monaguillo, Tomás Moro
respondió: "No, no, al Rey mi señor no pueden disgustarle los servicios que yo hago al que es
Rey de los reyes y Señor de los señores". ¡Qué motivo de confusión para aquellos cristianos
que, aun haciendo alguna vez profesión de piedad, se hacen rogar para ayudar a Misa,
mientras que debieran disputar a otros este honor, que envidian los Ángeles del cielo!
Por otra parte, es preciso tener cuidado de que el que ayuda a Misa sea capaz de cumplir con
su ministerio de una manera conveniente. Debe tener la vista mortificada y manifestar un
exterior grave, modesto y piadoso: debe pronunciar las palabras clara-mente, sin apresurarse y
a media voz; no en tono tan bajo que no le oiga el sacerdote, ni tan alto que incomode a los
que celebran en otros altares. Por consiguiente, no deben ser admitidos ciertos niños
desvergonzados, que están burlándose unos de otros durante la Misa y distraen al celebrante.
Yo suplico al Señor se digne iluminar a los hombres sabios, e inspirarles la resolución de
ocupar-se en un ministerio tan santo y meritorio. A las personas más distinguidas corresponde
dar el ejemplo.
Para concluir, sólo me resta dar un saludable consejo que comprenda a seglares y sacerdotes.
Dirigiéndome a los primeros, les digo: Si queréis recoger frutos abundantísimos del santo
sacrificio de la Misa, asistid a ella con la mayor devoción. Por todo este opúsculo he insistido
más de una vez sobre este punto; y ahora, al terminar, insisto todavía y con más eficacia, si
cabe. Asistid, pues, con devoción a la Santa Misa, y si lo encontráis bueno, utilizad este librito,
practicando exactamente lo que se prescribe en el capítulo segundo. Haciéndolo así, os
aseguro pues tengo la experiencia por testigo) que bien pronto experimentaréis en vuestro
corazón un cambio muy notable, y palparéis las inmensas utilidades que redundan en beneficio
de vuestra alma.
En cuanto a vosotros, sacerdotes del Señor permitidme que, con mi frente pegada al polvo, os
dirija una súplica. Os ruego, por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo, que toméis la firme y
constante resolución de celebrar todos los días la Santa Misa. Si en la primitiva Iglesia los
mismos seglares no dejaban pasar un solo día sin comulgar, ¿con cuánta mayor razón
debemos creer, que los sacerdotes celebraban diariamente? "Cada día ofrezco a Dios el
Cordero sin mancha", dijo SAN ANDRÉS APÓSTOL, dirigiéndose al tirano. SAN CIPRIANO[27]
escribió en una carta las palabras siguientes: "Nosotros, los sacerdotes, que celebramos y
ofrecemos a Dios todos los días el Santo Sacrificio". SAN GREGORIO EL GRANDE refiere de
Casiano, obispo de Narni, que teniendo éste la piadosa costumbre de celebrar diariamente,
Dios Nuestro Señor encargó a uno de sus capellanes le dijese en su nombre que se portaba
muy bien, que su piedad le era muy agradable, y que por ella recibiría una recompensa
magnífica en el reino de los cielos.
Por el contrario, ¿quién será capaz de comprender, ni menos de expresar, el daño que causan
a la Iglesia los sacerdotes que sin impedimento legítimo y sólo por pura negligencia, omiten la
celebración del adorable Sacrificio? Y no crea el sacerdote indevoto que pueda alegar como
excusa, para no decir Misa, las muchas ocupaciones de que está rodeado. El BEATO
FERNANDO, arzobispo de Granada y ministro del reino a la vez, estaba siempre ocupadísimo,
y sin embargo celebraba todos los días la Santa Misa. Advertido en cierta ocasión por el
cardenal Toledo de que la Corte murmuraba porque, a pesar de verse abrumado de tantos
negocios, no quería privarse de celebrar un solo día, el Siervo de Dios le respondió: "Ya que
Sus Altezas pusieron sobre mis débiles hombros una carga tan pesada, necesito un poderoso
apoyo para no sucumbir. ¿Y dónde lo encontraré mejor que en el santo sacrificio de la Misa?
Allí adquiero toda la fuerza y el vigor necesarios para llevar mi carga".
Hay sacerdotes que, apoyándose en cierta humildad omiten celebrar todos los días la Santa
Misa. SAN PEDRO CELESTINO[28], a consecuencia de la sublime idea que había forma-do de
este augusto Misterio, quiso abstenerse de la celebración diaria; pero un santo Abad, de cuyas
manos había recibido el hábito religioso, se le apareció, y en tono de autoridad le dijo:
"¿Encontrarás en el cielo un serafín que sea digno de ofrecer a Dios el tremendo sacrificio de la
Misa? Dios eligió, para ministros suyos, no Ángeles, sino hombres; y como tales están sujetos a
mil imperfecciones. Humíllate, pues, muy profundamente, pero no dejes de celebrar un solo día,
porque ésta es la voluntad de Dios".
Sin embargo, y a fin de que la frecuencia no disminuya el respeto, todo sacerdote debe
esforzarse en imitar a los Santos que brillaron especialmente por la modestia y fervor con que
subían al altar. El ilustre arzobispo de Colonia, SAN HERIBERTO, manifestaba al celebrar una
devoción tan extraordinaria, que hubiéraselo tenido por un ángel bajado del cielo. SAN
LORENZO JUSTINIANO[29] estaba como fuera de sí cuando decía la Santa Misa. Pero SAN
FRANCISCO DE SALES parece descollar sobre todos. Jamás se vio un sacerdote que subiese
al altar con más dignidad, con más respeto y recogimiento; desde que se revestía de los
ornamentos sagrados no se ocupaba de ningún pensamiento extraño al tremendo Sacrificio; y
en el momento en que ponía el pie sobre la primera grada del altar, se notaba en él un no sé
qué de celestial, que asombraba y era el embeleso de todos los circunstantes.
Si estos ejemplos os parecen muy sublimes, adoptad la práctica de SAN VICENTE
FERRER[30]. Este gran Santo, que celebraba todos los días antes de subir a la cátedra del
Espíritu Santo, tenía sumo cuidado de acercarse al altar con dos disposiciones importantísimas.
Para conseguir la primera, recurría todas las mañanas a la santa Confesión. Yo quisiera que
hicierais lo mismo, sacerdotes fervorosos, que, celebrando los mismos misterios buscáis el
medio de dar a Dios la mayor satisfacción posible. ¡Cosa extraña! se ve a muchos emplear
medias horas en la lectura de ciertos libritos a fin de prepararse para el Santo Sacrificio,
mientras que haciendo un corto examen y excitándose al dolor de los pecados de la vida
pasada, su-puesto que no hubiese otra materia, confesándose, podrían adquirir una grande
pureza de alma. Ved aquí, sacerdotes del Señor, la preparación más excelente, y cuya práctica
os aconsejo. No menospreciéis este aviso que os doy, así como daría mi vida por vuestra
salvación. ¡Ah! ¡Qué tesoro de méritos adquiriréis por este medio! ¡Qué gracias me daréis
cuando nos encontremos en la dichosa eternidad!
Para obtener la segunda disposición, San Vicente Ferrer quería que el altar estuviese adornado
con cierta magnificencia. Como celebraba ordinariamente en presencia de una numerosa
asistencia, exigía la limpieza y decencia más exquisitas en las vestiduras sagradas y en todo lo
que servía al Santo Sacrificio. No se me oculta que la pobreza a que se ven hoy reducidas las
iglesias, las excusa de tener ricos ornamentos de seda y tisú; pero ¿podrá dispensarlos de la
decencia y limpieza que se requieren? Mi Padre SAN FRANCISCO DE Asís tenía tanto celo por
los divinos misterios, que a pesar de su amor a la pobreza exigía, sin embargo, la mayor
decencia y aseo en las sacristías, en el altar, y sobre todo en las vestiduras sagradas que
sirven inmediatamente al Santísimo Sacramento. A todo esto añadiré, que la SANTÍSIMA
VIRGEN, para darnos a entender la necesidad de esta limpieza exterior, en una de sus
revelaciones a Santa Brígida, le dijo: "La Misa no debe celebrarse sino con ornamentos que
puedan inspirar devoción por su limpieza y decencia".
Procuremos, pues, sacerdotes del Altísimo, celebrar la Santa Misa con estas dos disposiciones:
limpieza exterior, y sobre todo la pureza del alma. Celebremos todos los días el Santo Sacrificio
con el fervor y modestia con que celebraríamos, si toda la Corte celestial asistiese visiblemente.
De esta manera daremos gloria y alabanza a la Santísima Trinidad, proporcionaremos alegría a
los Ángeles, perdón a los pecadores, auxilios de gracia a los justos, alivio y sufragio a las almas
del purgatorio, a toda la Iglesia bienes inmensos, y a nosotros mismos la medicina y remedio de
todas nuestras necesidades. Por último, yo abrigo la confianza de que si celebramos con
recogimiento, y sobre todo con una viva fe y un gran fervor, los seglares se determinarán a
asistir devotamente todos los días al Santo Sacrificio, y nosotros tendremos el consuelo de ver
renovarse entre los cristianos el fervor de los primeros fieles, y Dios será honrado y glorificado.
Ved ahí el único objeto que me propuse al escribir este opúsculo, a que doy fin rogándoos
recéis por mí una sola Ave María[31].
***
NOTAS
[1] "Débiles y pobres elementos". (Gal. 4, 9). (N.del E.).
[2] S. 4, 6. (N. del E.)
[3] "Vi (...) un cordero de pie como degollado".
[4] "Se realiza la obra de nuestra redención" (Oración de la Secreta del 99 Domingo después de
Pentecostés). (N. del E.).
[5] "Maldito el que ejecuta de mala fe la obra del Señor". (Jer. 48,10). (N. del E.).
[6] "Nos has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes" (Ap. 5,10) . (N. del E.).
[7] Par. 21, 1-17. (N. del E.)
[8] 1 Sam 6, 19. Sabre este pasaje, véase:
"Sin duda los betsamitas miraron el Arca con curiosidad registrando su contenido y tocándolo
todo lo cual estaba prohibido hasta a los levitas (Núm. 4, 5 y 20).
El número elevado de cincuenta mil muertos en una pequeña ciudad se debe a un error del
copista. Flavio Josefo habla de setenta muertos". (Nota de Straubinger).
"El texto masorético y la Vulgata ponen aquí un 'estrago de setenta varones por un lado y
cincuenta mil por otro, muertos por mirar el arca. Se impone la corrección del texto según la
versión de los LXX, que reduce los muertos a setenta". (Nota de Nácar-Colunga). (N. del E.).
[9] Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. (Mt. 18,26). (N. del E.).
[10] "En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia y el don de la
penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean". (Denz, 940; D-S 1743). (N.
del E.).
[11] "¿Con qué retribuiré al Señor por todas las cosas que me ha hecho?". (S. 115, 12). (N. del
E.).
[12] "Tomaré el cáliz de la salud" (S. 115,13). (N. del E.).
[13] “Porque nos ha nacido un niño”. (Is. 9, 6). (N. del E.).
[14] "El que ni aun a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no
nos dará también con Él todas las cosas?". (Rom. 8, 32). (N. del E.).
[15] "Escuchando la misa, el hombre se libra de ¡muchos males y peligros". (N. del E.).
[16] "Su lengua y sus mentiras contra el Señor. (... ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les
retribuyeron sus males". (Is. 3, 8-9). (N. del E.).
[17] "Porque el juicio [será] sin misericordia para el que no usó de misericordia". (Sant. 2,13).
(N. del E.).
[18] Beato JUAN DE ÁVILA (1500-1569): el "Apóstol de Andalucía", escritor místico y misionero
español, autor entre otras obras de un "Tratado del amor de Dios", una sobre el 'modo de rezar
el rosario y del célebre "Audi Filia", síntesis maravillosa de la espiritualidad cristiana.
Beatificado en 1894, el Papa Pío XII lo proclamó el 6 de julio de 1946 patrono principal del clero
secular español. Festividad: 10 de mayo. (N. del E.).
[19] Sesión XIII, cap. 8. (Denz. 881. D-S 1648). (N. del E.).
[20] 1216-1272. (N. del E.).
[21] SAN WENCESLAO, rey y mártir. Nieto de Santa Ludmila. Asesinado por su hermano
Boleslao el 28 de setiembre de 938. Santo patrono de la nación checa. Festividad: 28 de
setiembre. (N. del E.).
[22] Santa ISABEL DE HUNGRÍA (1207-1231): Hija del rey Andrés II de Hungría. Esposa del
landgrave Ludwig IV de Turingia. Canonizada en 1235. Festividad: el 19 de noviembre. Patrona
de la Tercera Orden Franciscana. (N. del E.),
[23] "Los que buscan al Señor no carecerán de bien alguno" (S. 33, 11). (N. del E.).
[24] "Pero lo que has preparado, ¿de quién será?" (Lc. 12, 20). (N. del E.).
[25] SAN ISIDRO LABRADOR (1082-1170): Patrono de Madrid, su ciudad natal. Festividad el
15 de mayo. El papa Gregorio XV, en la bula de canonización (1621), afirma que San Isidro
"nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a
Dios y a su Madre Santísima" (N. del E.).
[26] Eneas Silvio PICCOLOMINI (1405-1464), Papa Pío II (1458-1464): Estadista, diplomático,
orador, mecenas y erudito humanista; poeta, historiador, memorialista, pintor, etnógrafo y
geógrafo.
En 1459 convocó en Mantua infructuosamente un congreso de príncipes cristianos para
inducirlos a una gran cruzada contra el Turco, que fue siempre su preocupación fundamental.
En 1463 proclamó la Bula de Cruzada con estas palabras: "Ya que de otro modo nos es
imposible despertar los entorpecidos corazones de los cristianos, nosotros mismos nos
lanzaremos al peligro y gastaremos en esta empresa todos los recursos de la Iglesia romana y
del patrimonio de San Pedro, con el solo fin de amparar la fe católica. (...) Nuestra causa es la
de Dios; lucharemos por la ley de Dios y el mismo Dios aplastará a los enemigos ante nuestros
ojos". (N. del E.).
[27] SAN CIPRIANO (circa 200-258) : Obispo de Cartago, uno de los Padres de la Iglesia latina,
cuyos escritos "resplandecen más que el sol", al decir de San Jerónimo.
Apóstol y maestro de la Romanidad y del amor a la Iglesia: "No puede tener a Dios por padre
quien no tiene a la Iglesia por madre", escribe en el más hermoso de sus opúsculos, el "De
Catholicae Ecclesiae unitate" (251).
Mártir en la octava persecución, la de Valeriano, el 14 de septiembre de 258, el mismo día,
aunque no el mismo año que el Papa San Cornelio (251-253).
Festividad de ambos: el 16 de setiembre. (N. del E.).
[28] SAN PEDRO CELESTINO 0 SAN PEDRO DE MORRONE (1215-1296), Papa SAN
CELESTINO V (1294): Undécimo de doce hermanos, anacoreta y eremita, fundador de la
Congregación de los Celestinos (1264), rama benedictina aprobada por Gregorio X en 1274 y
suprimida a fines del siglo XVIII.
Estando la barca de la Iglesia sin su supremo pastor durante más de dos años (4 de abril de
1292: muerte de Nicolás IV, el primer papa franciscano), Celestino, que vivía consagrado a la
oración y a la penitencia en las soledades del monte Morrone, fue electo Papa sin su
conocimiento, el 5 de julio de 1294.
Después de cinco meses y seis días, convencido de su ineptitud, abdicó solemnemente al
pontificado el 13 de diciembre de 1294. Diez días después, era elegido sucesor el gran
pontífice BONIFACIO VIII (1294-1303) —propugnador del primado pontificio con todas sus
prerrogativas—, quien ratificó la validez de la abdicación de Celestino V, insertando la bula de
dimisión del pontífice en el Cuerpo del Derecho Canónico.
En razón del "gran rechazo" de Celestino a la tiara pontificia, DANTE lo hunde en el infierno:
"vidi e conobbi L'ombra di colui
che fece per viltá lo gran rifiuto".
(Infierno 3, 59-60; cfr. 27, 104-105).
Canonizado por Clemente V el 5 de mayo de 1313. Festividad: 19 de mayo. (N. del E.).
[29] SAN LORENZO JUSTINIANO (1381-1456): Escritor ascético, primer patriarca de Venecia
(1451).
Su reforma de costumbres del clero se adelantó en un siglo a las del Concilio de Trento y
desmiente los pretextos invocados por Lutero. "En España, en Italia, en Francia, en la misma
Alemania, los santos se anticiparon a los herejes y por el camino recto. Los siglos XIV y XV son
testigos de la aparición de varios milla-res de libros titulados DE REFORMATIONE ECCLESIAE
IN CAPITE ET IN MEMRRIS (Sobre la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros)"
(A. Montero).
Canonizado por Alejandro VIII en 1690. Festividad: 5 de setiembre. (N. del E.).
[30] SAN VICENTE FERRER (1350-1419): Famoso predicador, misionero y taumaturgo
español, nacido en Valencia, de la orden de Santo Domingo.
Sólido teólogo tomista y profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, a sus sermones
acudían multitudes de hasta quince mil personas. Contemporáneos del Santo refieren que,
predicando en su valenciana lengua nativa, le entendían por igual gentes de muy diversas
naciones.
Recorrió misionando toda Europa y convirtió a millares de judíos. Todos los días cantaba la
misa solemne y luego pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres y hasta seis horas,
como un Viernes Santo en Toulouse.
Contribuyó notablemente para la terminación del mal llamado "Cisma de Occidente" (1378-
1417).
Canonizado en 1455 por Calixto III, el papa valencia-no a quien, según la tradición, San Vicente
le profetizó la tiara pontificia y el honor de canonizarlo.
Festividad: 5 de abril. (N. del E.).
[31] El autor se halla en el número de los bienaventurados, que no necesitan de nuestras
oraciones, y por consiguiente puede ayudarnos eficazmente con las suyas. Es preciso, pues,
invocarlo devotamente, a fin de que nos alcance la gracia de aprovecharnos de sus lecciones y
ejemplos. (N. ed. 1924).

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