De la imagen de Cristo Semanas atrás, la National Gallery londinense conmemoraba el fin del segundo milenio de la Era cristiana, con una gran exposición que venía a dar cuenta de la evolución de la imagen de Cristo, personaje más retratado del arte actual, a lo largo de los siglos. Desde la Madonna de Giovanni Bellini, arrobada ante el Niño que duerme y que parece anunciar ya el abandono del Descendimiento, hasta el Crucificado de Dalí, que mira hacia la tierra, levitante en su madero mortal, Cristo, su figura, su rostro, llega a nosotros a través de las pinceladas maestras de artistas irrepetibles Retratado, he dicho. Pero retratr es pintar o efigiar alguna persona o cosa, o describirla con exacta fidelidad. ¿Y quién retrata o describe a aquel hombre de Nazareth, de quien ningún rastro fisonómico queda? Ni su faz -esa que Dalí alude, como hiciera en su día el frailecillo de Fontiveros- ni su figura fueron plasmadas -fresco, lienzo, escultura- mientras vivía, puesto que por temor a la idolatría la ortodoxia judía tenía prohibida toda representación de seres animados. Mucho tiempo después, escritores, artistas, fueron lentamente atreviéndose a imaginarlo, es decir, a inventarlo, a representarlo idealmente. Porque los textos neotestamentarios no se detienen a describir a Jesús. ¿Moreno, rubio, alto, bajo, fuerte, débil, vivaz, pausado? El pasaje de Isaías (53, 2) que alude a él como falto de cualquier encanto, y el Salmo 45, 3 hebr., que lo presenta como bellísimo entre los hijos de hombre, dieron lugar a sendas corrientes contradictorias: la que, por un respeto, proclamaba la fealdad de su aspecto (san Justino, san Clemente Alejandrino, Tertuliano, Orígenes, san Efrén...) y la que propugnaba su hermosura (san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nisa, Teodoreto, san Jerónimo, san Agustín, santo Tomás...), corriente ésta que prevaleció y se impuso hasta alcanzar nuestros días. Tienen razón Ricciotti y Leclercq cuando señalan que si Jesús hubiera desarrollado su ministerio en tierras greco-romanas, probablemente tendríamos hoy algún vestigio iconográfico contemporáneo o de fecha inmediata a la de su muerte. Pero debió de ser como un judío de entonces. (Recuérdense las palabras de san Pablo en su epístola a los filipenses 2,7). Eso sí, hombre pleno, todo un hombre, era también Dios. Y ello, sobre todo, habría de advertirse en su prestancia, en su firmeza, en su seguridad, en su porte. En sus propios discípulos despertaba admiración, pero también temor. La sencillez con que llevaba a cabo sus prodigios, desconcertaba; como sus palabras, hondas de tan claras. Trazar su imagen con las apuntaciones de cuantos de él escribieron época tras época, tarea sería imposible. Uno indaga en los que tiene más a mano (Fray Luis de Granada, Leclercq, Ricciotti, Strauss, Papini, Guardini, Mauriac, Renan, Martín Descalzo...) y un cúmulo de datos, dispares a veces, obturan la conclusión precisa; algunos, tan singulares como Miró o el propio Jalil Gibran, pasan los rasgos caracterizadores del Maestro por el tamiz de quienes conformaron su entorno, en una nómina que, en el caso del libanés, atrae tanto cuanto sorprende. Como sorprenden escritores que le describen al detalle, tal y como si le hubieran conocido-lo hizo, años ha, López Grosso, en las páginas de ABC-, o médicos que, más cautamente, llegan a deducciones atrevidas (Patricio Frontiñán, Mezquita Moreno). Mas si pasamos de las letras a las artes, ese ¿cómo era? se multiplicará, incesante. Libros como Cien rostros de Cristo, de Clemente Arranz, o El rostro de Jesús, el Cristo, del padre Ramón Puig, hacen desfilar ante nuestros ojos las más variadas interpretaciones que, al hilo de las centurias, han pretendido fijar el auténtico retrato de Jesús, su vero icono. Dios puede ser el cadejo de carne de Correa de Vivar, de Morales o de Bassano, como el chaval de Coello a la puerta del templo, o el hombrón del bautismo de Fernández de Navarrete; o el que Penni ve glorioso y transfigurado; Van Dyck, traicionado en el huerto; Massys, presentado al pueblo vociferante; Cranach, clavado entre ladrones; Masip, descendido; Maino o Stomer o El Greco, resucitado. Distinto siempre, y el mismo. Luego, está la Sábana Santa, tan estremecedora como controvertida. Pero eso es ya otro cantar. Carlos Murciano |
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lunes, 25 de agosto de 2014
De la imagen de Cristo
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