VENCEDOR DE TODOS SUS ENEMIGOS
VENCEDOR DE TODOS SUS ENEMIGOS
1. J/SEÑOR
Ahora mencionaremos a cada uno de los enemigos a que Cristo
dió muerte con su muerte de cruz.
Victoria sobre el demonio. J/VICTORIA-SAS
a) En primer lugar se despojó al demonio de su poder de una vez
para siempre (/Jn/16/11;/Jn/12/31). Satán quiso someter a Cristo
como a los demás hombres y le tentó en el desierto y terminó
logrando que Poncio Pilatos le condenara a muerte. Detrás de toda
repulsa y aversión a Cristo estuvo Satanás como fuerza personal de
la maldad y del odio. Pero pronto supo que Cristo no era como los
demás; pudo empujarle hasta la muerte al infundir en el corazón de
aquellos hombres que eran voluntarios instrumentos suyos el odio y
el deseo de muerte; triunfó así aparentemente, pero no consiguió
adueñarse de El en la muerte (lo. 14, 30); su poder se agotó y
quedó paralizado para siempre. Precisamente la destrucción a la
que entregó a su más peligroso enemigo fue su propio
destronamiento (Co 1. 2, 14). Es cierto que no fue aniquilado, sino
sólo abatido y menguado, como ejército derrotado puede causar
aún muchas desgracias. Pero ya no tiene posibilidad de vencer al
fin y dominar el mundo. Irremediablemente camina hacia la ruina
total; desde su rendición incondicional, que fue inevitable, la realeza
de Dios se revela de tal manera, que ni podrá parecer que Satanás
es peligroso. La victoria sobre el demonio, aunque ya ahora es real,
es un acontecimiento futuro. Frecuentemente dicen los Padres que
el demonio fue engañado. En realidad, este engaño no consiste en
otra cosa que en la implantación de la verdad de Dios a la que ni el
mismo demonio puede sustraerse aun habiendo conocido y
entendido la marcha de los acontecimientos. Los Padres describen
la lucha entre Cristo y Satanás con expresiones provenientes a
veces de las mitologías paganas, en las que se describe la eterna
lucha de la luz y las tinieblas. Pero la lucha es completamente
distinta en ambos casos: en el uno luchan los dioses entre sí y uno
vence sometiendo al otro; pero en cuanto el vencido se recupera, la
lucha empieza de nuevo. Cristo, en cambio, vence al diablo de una
vez para siempre. Tampoco se enfrentan dos poderes iguales: la
omnipotencia de Cristo se enfrenta con los poderes del infierno.
-Victoria sobre la muerte y el dolor. J/VICTORIA-MU:
b) También el poder de la muerte está destruido. Juntos van a la
derrota la muerte y el demonio. Por el pecado entró la muerte en el
mundo (Rom. 5, 12) y es su fruto. Satanás fue quien indujo al
hombre a sacudirse orgullosamente el dominio de Dios y él fue, por
eso, quien trajo la muerte al mundo. La muerte es uno de los modos
con que el demonio ejerce su poder sobre el hombre, ya que la
muerte es una atadura de la existencia. Cristo destruyó la muerte (2
Tim. 1, 10), que amenaza incesantemente al hombre entregándole
a la incertidumbre y a la angustia (Hebr. 2, 15; Rom. 8, 5). Cristo
venció a la muerte primero en algunos casos concretos al resucitar
muertos, lo mismo que al expulsar demonios venció una y otra vez a
Satanás. Con su muerte venció la muerte de todos (Hebr. 2, 14),
trayendo para todos la vida indestructible (11 Tim. 1, 10). Porque
no era merecedor de ella, la muerte no pudo adueñarse de El,
como de los demás (Apoc. 1, 18). Por eso volvió a la vida y tiene las
llaves de la muerte. Con su Resurrección acabó para siempre con
el poder de la muerte, la cual fue para El tránsito hacia una vida
nueva, y porque es cabeza de la creación, su muerte se convirtió
para todos en punto desde donde pueden pasar desde esta vida
perecedera a la vida indestructible. Las sepulturas que se abrieron
en el momento de morir Cristo, los muertos que resucitaron y se
aparecieron a muchos, el eclipse de sol, el temblor de tierra, el
estrépito de las rocas al hundirse son señales de su victoria sobre
la muerte (Mt. 27, 51-53). Su muerte está iluminada por la gloria de
la Resurrección, en la que ya empieza una nueva era. Cristo mismo
la llama tiempo del reino de Dios (Mt. 26, 29; 14, 25; Lc. 22, 16).
"Porque no muere por debilidad, sino en la plenitud de la vida.
Esta se manifiesta también en la última noche, en el huerto de los
Olivos (Lc. XII 39-46). Ciérnese sobre El el carácter horrible de su
muerte. Es presa de una angustia mortal, pero se somete a la
voluntad del Padre. La muerte no actúa en El desde el interior
mismo, como consecuencia de una destrucción vital. Al nacer, no se
sintió herido, como cada uno de nosotros, por la herida secreta,
cuya última consecuencia es la muerte real. Jesucristo es
esencialmente vivo; la muerte le llega por la voluntad del Padre, y El
la acepta con su propia voluntad, por lo cual se la asimila mucho
más profundamente que cualquier hombre. Nosotros la padecemos,
sometidos por la violencia; en cambio, El la acepta con el amor más
profundo e íntimo. Morir es es, por esto, muy difícil para él. Se ha
dicho que la muerte de muchos ha sido más horrible que la suya,
pero esto no es cierto. Nadie murió ni ha muerto como El. La muerte
es mucho más terrible cuando pone fin a una vida muy intensa,
pura, delicada. La nuestra está siempre orientada hacia la muerte.
En realidad ignoramos lo que es la vida propiamente dicha. Pero El
era tan plena y únicamente viviente, que pudo decir: "Yo soy la
vida". He aquí por qué apuró el cáliz de la muerte y por esto mismo
la venció y superó.
Después de Cristo, la muerte presenta otro aspecto. El mismo
nos ha dicho, sin embargo, que creer es participar de este misterio:
"Quien cree en mí vivirá, aunque muera." El que cree está
encuadrado en la verdadera vida, en la vida "eterna" (R. Guardini,
El Señor, vol. I 238-39).
c) El desposeer a la muerte de su poder supone hacer lo mismo
con el dolor, precursor de ella. En cuanto Cristo empezó a predicar
el Evangelio del reino de Dios, comenzó a expulsar demonios,
resucitar muertos y curar a los enfermos. La vinculación entre esas
tres realidades aparece claramente en el Evangelio de San Marcos.
El dolor entró en la historia humana por el mismo camino que la
muerte; por el camino de la rebelión contra Dios que condujo a la
esclavitud bajo el poder de Satanás. En la lejanía de Dios, de la luz,
de la alegría, de la vida, sólo puede haber tinieblas, dolor y muerte
(Apoc. 18, 21-24). Al vencer el poder del demonio se vence también
el del dolor traído por él. Cristo instaura un tiempo nuevo en el que
ya no gobiernan más estas fuerzas esclavizadoras del hombre. Ante
Dios sólo reina la alegría, la vida, la luz.
d) La victoria sobre la muerte y el dolor no significa que
desaparezcan del mundo; significa que la muerte y el dolor están al
servicio de la transformación para una vida nueva e imperecedera.
Para el que se une a Cristo por la fe y los sacramentos, la muerte
ya no es un poder aniquilador, sino sólo una fuerza creadora. Sin
duda que hay que pasar por todas las experiencias del dolor y la
muerte. Según la doctrina de los Padres griegos, la naturaleza
humana de Cristo se hizo partícipe de la vida inmortal mediante la
muerte. La Redención se halla perfectamente realizada en Cristo
resucitado. Los hombres la alcanzan mediante la comunidad de vida
con Cristo; el hombre llega con Cristo a la gloria por haber antes
realizado su vida en Cristo pasando por su muerte. El castigo
impuesto por Dios, tal como lo describe el tercer capítulo del
Génesis es aplicable a todos. Pero quien muere con Cristo,
participará de su vida. Por el bautismo caminamos con Cristo a la
muerte y le seguiremos mediante otros sacramentos en su dolor y
muerte corporal. Por la fe y los sacramentos el hombre se incorpora
a Cristo; participa de su muerte y de su gloria. La participación en la
muerte de Cristo se hace visible y real en el dolor y enfermedad
hasta llegar a su máxima expresión en la muerte corporal. Todo
dolor tiene el mismo sentido que la muerte de Cristo: es el modo
con que Dios domina al hombre y se muestra Señor de la vida; el
hombre, si comprende bien el dolor, se deja atar y reconoce el
señorío de Dios. Por el dolor y la muerte se establece así el reino
de Dios. A la vez el dolor significa siempre un paso más desde esta
forma de vida perecedera hacia la vida gloriosa de Cristo; la muerte
es el paso definitivo en ese sentido. Tanto el dolor como la muerte
conservan su fuerza dolorosa y siguen siendo enemigos (1 Cor. 15,
26), pero ya no son enemigos victoriosos y despóticos; ofrecen más
bien, al que cree en Cristo, una ocasión para la victoria definitiva.
e) No se nos ha revelado por qué el Padre no ahorró a los que
por la fe participan en la vida de su Hijo el camino hacia El, a través
de la fuerza transformadora, dolorosa y creadora del dolor y de la
muerte. La revelación definitiva y visible de la victoria sobre la
muerte ocurrirá en la segunda venida de Cristo. Hasta entonces hay
que llenar la medida de dolor determinada por Dios para su Iglesia.
El dolor de los miembros de Cristo dura todavía (Col. 1, 24): De mil
maneras somos atribulados, pero no abatidos; en perplejidades,
pero no desconcertados; perseguidos, pero no abandonados;
abatidos, no nos anonadamos" (2 Cor. 4, 8-9). Los miembros de
Cristo cargan sobre su cuerpo la muerte de Jesús en todo momento
para que también en ellos se revele la vida de Jesús. Por amor a
Cristo se entregan en vida a la muerte para que la vida de Cristo se
revele en la carne mortal.
-Victoria sobre el pecado.J/VICTORIA-P f) En estrecha relación
con la victoria sobre el demonio y la muerte está la destrucción del
pecado y liberación de su poder. El pecado es una fuerza que
domina al hombre (Rom. 5, 21; 6, 12. 14). Quien lo comete es
esclavo suyo (Rom. 6, 16, 20; lo. 8, 34) y está bajo su dominio
(Rom. 3, 19), obrará según la ley (Gal. 3, 21) y estará vendido a él
(Rom. 7, 14). Cristo es su vencedor. Su amor en el que actúa el
amor del Padre ha suprimido la lejanía entre Dios y el hombre, con
su humildad y obediencia se ha quebrantado por la raíz el orgullo
del hombre. Dios dejó que su Hijo se encarnara para que pudiera
enfrentarse con el pecado en su mismo campo de poder. "La carne
de Cristo pudo representar la de toda la humanidad y Dios
pronunció en la muerte carnal de su Hijo la condenación de toda
carne humana. Según derecho divino, mediante la muerte de Cristo
se libró del pecado a toda carne humana" (P. Feine, Theologie des
Neuen Testaments, 1910, 393). "No hay, pues, ya condenación
alguna para los que son de Cristo Jesús, porque la ley del espíritu
de vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte.
Pues lo que a la Ley era imposible, por ser débil a causa de la
carne, Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del
pecado y por el pecado, condenó al pecado en la carne" (Rom. 8,
1-3). Este es el cambio y la transformación introducidos por Cristo:
"Mas ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios,
atestiguada por la Ley y los Profetas; la justicia de Dios por la fe en
Jesucristo para todos los que creen, sin distinción; pues todos
pecaron y todos están privados de la gloria de Dios. Y ahora son
justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo
Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación,
mediante la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, por
la tolerancia de los pecados pasados, en la paciencia de Dios para
manifestar su justicia en el tiempo presente y para probar que es
justo y que justifica a todo el que cree en Jesús" (Rom. 3, 21-26).
Así como por el pecado de un solo hombre se condenaron todos,
así también por la justicia de uno solo llega a todos la justificación
de la vida. Pues como por la desobediencia de uno muchos fueron
hechos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos
serán hechos justos. Se introdujo la Ley para que abundase el
pecado; pero donde abund6 el pecado, sobreabundó la gracia,
para que, como reinó el pecado por la muerte, así también reine la
gracia por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo nuestro
Señor (Rom. S. 18-21). De una vez para siempre murió por los
pecados el Justo de los justos, para elevarnos a Dios (I Pet. 3, 18).
"El, en quien no hubo pecado y en cuya boca no se halló engaño,
ultrajado, no replicaba con injurias y, atormentado, no amenazaba,
sino que lo remitía al que juzga con justicia. Llevó nuestros pecados
en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado,
viviéramos para la justicia, y por sus heridas hemos sido curados" (I
Pet. 2, 22-24). Nuestro hombre viejo murió con Cristo en la Cruz
para que no seamos ya más esclavos del pecado (Rom. 6, 6).
Porque así como la muerte no tiene ya poder alguno sobre Cristo
también con su muerte fue vencido el pecado (Rom. 6, 10); por lo
que ya no hay muerte ni pecado para quien está con Cristo (Rom.
6, 9. 11), nacido de Dios, ya no puede pecar; ni el pecado ni el odio
dominan en él; sólo el amor (I lo. 3, 6-9). Y así el Evangelio de la
Cruz es el Evangelio de la victoria, del poder y de la sabiduría de
Dios (I Cor. 1, 18-19).
Claro está que aunque el cristiano haya sido librado del demonio
y del pecado y a pesar de que sea gobernado por Dios, verdad y
caridad, sigue estando amenazado y en riesgo; le atacan las viejas
fuerzas que no están muertas del todo, sino sólo heridas de muerte.
Se encuentra en ininterrumpida lucha y muchas veces es vencido.
Pero el hombre puede superar esa lucha si vive en Cristo
crucificado por medio de la fe y la entrega a El. Su vida transcurre,
por tanto, en una tensión continua; le ha sido dada la buena nueva
de que el pecado ha sido vencido; se conmueve ante la llamada a
no pecar más y así vive hasta que llegue la hora en que todo sea
sometido al Padre en el cielo. Entonces la gloria de los hijos de Dios
no podrá ser atacada por el mal (Rom. 8, 18). El futuro no expulsará
del todo el pecado de la sociedad humana. Siempre habrá
contradicción a Cristo. Para el que no cree en El, su muerte es
juicio y condenación (lo. 12, 31; 16, 11).
-Victoria sobre la Ley. LEY/P P/LEY:
g) Según el testimonio de San Pablo, la superación del pecado
está en estrecha relación con la de la Ley. Bajo el nombre de ley
entiende San Pablo el conjunto de preceptos legales del AT: todo lo
comprendido en la ley del AT. Esta ley era santa, justa y buena
(Rom. 7, 12); fue dada para la vida, que consiste en caridad y vivir
para los otros (Rom. 7, 10; 10, 5; 13, 9; Gal. 3, 12; 5, 14).
Pero fue ocasión de pecado de dos maneras: el poder del
pecado se sirvió de la ley para despertar en el hombre los deseos
contrarios a Dios. En la ley se avivó el afán humano de
independencia frente a las exigencias de Dios (Rom. 7, 8), lo cual
es el principio de todo pecado, comenzando por el desprecio de
Dios (Rom. 1, 21) hasta llegar a las perversiones sexuales y a las
irrupciones de odio que destruyen toda comunidad (Rom. 1,
24-31).
Fue necesario para el hombre bajo la ley, para que se le
despertara la conciencia y conociera su enfermedad de muerte. La
ley induce al pecado, porque el hombre conoce lo que se oculta
tras ella (Rom. 7, 7-13). Pone así al hombre bajo el poder del
pecado y la maldición al enseñarle lo que debe hacer y hacerle ver
su iNcapacidad para cumplir sus exigencias (Gal. 3, 10). Es verdad
que la ley fue dada para que fuera cumplida y contiene las
exigencias de Dios. EL que la cumple será salvo (Rom. 2, 7-13).
Pero nadie la cumple perfectamente, y esto hizo que la situación del
hombre fuera desoladora antes de la venida de Cristo (Gal. 3, 10;
Rom. 3, 9). Los hombres no lograron la justificación bajo la ley,
porque fueron sus transgresores y culpables, por tanto, delante de
Dios (Rom. 8, 2; 11 Cor. 3, 6-9).
Pero aunque uno cumpliera la ley, no se libraría de la maldición.
Justamente por cumplirla padecería la tentación de creer que tal
cumplimiento era obra suya y se presentaría con exigencias ante
Dios, creyendo ser obediente y honrado cuando en realidad cumple
la ley por soberbia y amor propio. La ley se le convierte así en
ocasión para librarse del dominio de Dios, para vivir en libertad e
independencia frente a Dios, y creyendo que debe el cumplimiento
de la ley a su esfuerzo y no a la gracia, buscará su gloria en vez de
buscar la de Dios (Gal. 2, 15-21; 5, 4; Rom. 4, 4-5; 16; 6, 14). Cae
así en la más dura opresión de su egoísmo y amor propio y cada
día será más exigente y su vida será penosa y desdichada (Rom. 6,
20; lo. 8, 34). Actualmente la ley hace que el hombre sea pecador,
sea porque la transgrede impulsado por sus inclinaciones
pecaminosas, sea por la vanagloria y orgullo en que se esconde su
cumplimiento. San Pablo dice en la Epístola a los Romanos: "Pero
yo no conocí el pecado sino por la ley. Pues yo no conocería la
codicia si la ley no dijera: "No codiciarás." Mas, con ocasión del
precepto, obró en mí el pecado toda concupiscencia, porque sin la
ley el pecado está muerto. Y yo viví algún tiempo sin ley, pero
sobreviniendo el precepto, revivió el pecado y yo quedé muerto, y
hallé que el precepto, que era para vida, fue para muerte. Pues el
pecado, con ocasión del precepto, me sedujo y por él me mató"
(Rom. 7, 7-11). Lo que aparece como poderío del pecado, no es
más que la intención divina: "Se introdujo la ley para que abundase
el pecado; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia"
(Rom. 5, 20). La ley llevó al hombre, que quiso hacer y configurar
su vida sin Dios, al pecado, para que con ello se estableciera de
nuevo relación con Dios. Así lo dice San Pablo en la Epístola a los
Romanos: "Pues a Abraham y a su posteridad no le vino por la ley
la promesa del que sería heredero del mundo, sino por la justicia de
la fe. Pues si los hijos de la ley son los herederos, quedó anulada la
fe y abrogada la promesa; porque la ley trae consigo la ira, ya que
donde no hay ley no hay transgresión. Por consiguiente, la promesa
viene de la fe, para que en virtud de la gracia sea firme la promesa
hecha a toda la descendencia no sólo a los hijos de la ley, sino a
los hijos de la fe de Abraham, padre de nosotros" (Rom. 4, 13-16).
Y en la Epístola a los Gálatas añade: "¿Luego la ley está contra las
promesas de Dios? Nada de eso. Si hubiera sido dada una ley
capaz de vivificar realmente, la justicia vendría de la ley; pero la
Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa fuese
dada a los creyentes por la fe en Jesucristo. Y así, antes de venir la
fe, estábamos encarcelados bajo la ley, en espera de la fe que
había de reveLarse. De suerte que la ley fue nuestro ayo para
llevarnoS a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero,
llegada la fe, ya no estamos bajo el ayo" (Gál. 3, 21-25). ¿Cómo
puede traer la salvación? Suena a canto jubilante el nombre de
Cristo pronunciado por San Pablo inmediatamente después de
describir la maldición que la ley ha traído al hombre. Cristo es quien
nos liberta de la maldición de la ley al hacerse El mismo maldición.
Hasta agotó la ley que dio origen al pecado, al llevarla consigo a la
Cruz (Gál. 3, 13). Al morir Cristo vence a ese duro enemigo. (Gál. 3,
23-25; 4, 29-31). En su muerte se separa de la ley y desde
entonces los que creen en El están libres de la ley. Pero no es una
situaci6n fuera de la ley, sino que ha sido roto el vínculo que une a
la ley por la vinculación a Cristo. El que está libre de la ley está
sometido a la de Cristo: la ley de Cristo es El mismo. Las eternas
exigencias de Dios siguen en pie. Su voz se deja oír ahora en
Cristo. Lo que ahora se exige no es el cumplimiento de los
preceptos, sino el amor y la entrega a Dios. La moral extrínseca y
ritual es sustituida por la moral personal.
El cristiano no está bajo la ley (Rom. 6, 14; Gal. 5, 18), pero eso
no significa que la ley no tenga validez. Han sido suprimidos los
preceptos rituales del AT, pero las normas morales contenidas en la
ley viejotestamentaria, que manifiestan la voluntad del Padre,
siguen teniendo validez tanto como las formas en que ha de
realizarse la caridad exigida por Cristo (Rom. 13, 8-10; Gal. 5, 14).
Las exigencias formuladas por Dios en las normas morales del AT
no afectan ya al cristiano como letra muerta, sino como apremiante
llamada del Padre que está en el cielo a través de Cristo. El
cristiano está libre de la ley en lo que tiene de letra muerta, pero no
en cuanto sea viva obligación impuesta por Dios, que manda vivir
como hijos del Padre celestial. Jamás suprimió Cristo en sus
preceptos morales la ley del AT; más bien la interpreta como forma
del amor (agape) que mueve a los creyentes, y a la vez la
desarrolla hasta la plenitud que corresponde al nuevo amor creador
y vivificante (Sermón de la Montaña). La "libertad" de la ley es,
pues, un estado muy peculiar: "¿O ignoráis, hermanos -hablo a los
que saben de leyes-, que la ley domina al hombre todo el tiempo
que éste vive? Por tanto, la mujer casada está ligada al marido
mientras éste vive; pero muerto el marido, queda desligada de la ley
del marido. Por consiguiente, viviendo el marido será tenida por
adúltera si se uniere a otro marido; pero si el marido muere, queda
libre de la ley y no será adúltera si se une a otro marido. Así que,
hermanos míos, vosotros habéis muerto también a la ley por el
cuerpo de Cristo para ser otro que resucitó de entre los muertos, a
fin de que deis frutos para Dios. Pues cuando estábamos en la
carne, las pasiones de los pecados, vigorizadas por la Ley, obraban
en nuestros miembros y daban frutos de muerte; mas ahora,
desligados de la Ley, estamos muertos a lo que nos sujetaba, de
manera que sirvamos en espíritu nuevo, no en la letra vieja" (Rom.
7, 1-6). Donde estaba antes la ley muerta con sus preceptos, está
ahora Cristo, que es fuerza de vida personal y espiritual, realidad
que San Pablo sintió y vivió a las puertas de Damasco y que sigue
siempre viviendo. Cristo nos hizo libres y nos llamó a la libertad
(Gal.5, 1), pero no al libertinaje (Gal. 5, 13). El Señor mismo, que
está en el cielo, es la norma de nuestra conducta y se ha convertido
en fuerza que nos domina y transforma; El es el comienzo personal
de todo acontecer del yo libre, sólo hace falta incorporarse en el
movimiento vital que Cristo desarrolla, toda acción surge así de la
unión y comunidad del creyente con Cristo. Esto no es la respuesta
a un precepto exterior, sino expresión de un poder espiritual que
obra en el mismo yo: ese poder es Cristo. La libertad no se logra
afirmando el "yo" frente a los preceptos divinos, sino entregándose
a Cristo, amor del Padre aparecido en la historia humana; se logra
con la fe viva configurada por la caridad. La libertad prometida al
cristiano se actualiza al cumplir la ley de Cristo, en la consumación
del amor (Gal. 6, 2). Objetivamente, consiste esa libertad del
cristiano en que no está atado a una serie de preceptos, sino que
en su actividad el amor le lleva a aquel Tú, a quien está destinado
por su naturaleza misma. Subjetivamente, el cristiano siente su
libertad como un poder hacer lo que su corazón transformado
desea, es decir, amar; para él, los preceptos no son más que
indicaciones que le obligan a realizar este amor en las situaciones
humanas concretas. Esta es la ley de la libertad (Sant. 1, 25). La
libertad del cristiano no es autónoma, sino teónoma. Pero al aceptar
libremente el amor de Dios y dejarse transformar por él, la teonomía
se convierte en autonomía, determinada por Dios a través de
Cristo.
-Superación de la caducidad J/VICTORIA-CADUCIDAD
b) La victoria sobre el demonio, la muerte y el pecado incluye
también la superación de todas las formas caducas de la creación.
La Escritura llama a esto victoria sobre el mundo. Esta palabra
designa conceptos distintos: la creación visible de Dios, la morada y
campo de acción de los hombres, el mundo del hombre caído en el
pecado y la vanidad del mundo provocada por el pecado humano.
Es el mundo, en las dos últimas significaciones apuntadas, el que
fue superado por Cristo (lo. 16, 33). El que cree en El vence el
mundo pecador (I lo. 5, 4-5) y está muerto al mundo con Cristo,
porque está muerto al pecado (Rom. 6, 11); así, se sustrae a su
caducidad.
Esto es consecuencia del dominio de Dios, realizado también
sobre la naturaleza. Como la rebeldía, también la sumisión fue
decisiva para la naturaleza; el Universo tiene parte en la historia
humana, porque la estimula continuamente. El reino de Dios implica
la liberación de la esclavitud del poder de los elementos naturales.
Por el pecado quedó maldecido el mundo, que fue confiado al
hombre para su cultivo. Así se explica su enemistad con el hombre;
participaba de su destino mortal y eso acentuaba su propia
caducidad, que es el carácter más saliente de la naturaleza. Por
todas partes lleva asediante el signo de la muerte; no puede
conceder al hombre la inmortalidad ni satisfacer sus últimos deseos;
es vana la esperanza de un paraíso terrestre. La naturaleza se
convirtió, por el contrario, en ejecutora del dolor y de la muerte del
hombre; está llena de horror y crueldad. de astucia y mentira. Sobre
el hombre arroja el fuego y el agua para destruirle y sigue
indiferente cuando miles y millones de hombres perecen bajo su
realidad destructora. En las leyendas de los espíritus de bosques y
aires se revela la oscura conciencia de esa enemistad de la
naturaleza. También lo testifican claramente el Génesis y San Pablo
(Gen. 3, 14-19, Rom. 8, 18-23). Pero esa enemistad no durará
siempre y la misma naturaleza suspira porque acabe, ese anhelo
que la invade como un gemido es un grito de esperanza: es el
gemido de la parturienta. La naturaleza yace en dolores
(/Rm/08/12) y suspira por transformarse en una vida nueva e
indestructible. El estado actual de la naturaleza tuvo origen en el
pecado y podía ya suponerse, que al ser restablecido el reino de
Dios, la naturaleza también renacía en un orden nuevo; y así, es de
hecho. Como la naturaleza se destruye y corrompe bajo el poder
del demonio (Mc. 5, 12), así fue libertada de la esclavitud de la
caducidad gracias al imperio de Dios. La transformación será tal
que la presencia de Dios se revelará en todas partes. De forma
visible y palpable será transformada por la gloria de Dios.
El tiempo de esa transformación fue instaurado con el reino de
Dios traído por Cristo. Los milagros hechos por Cristo sobre la
naturaleza demuestran que han llegado un cielo nuevo y una tierra
nueva, el apaciguamiento de la tempestad (Mt. 8, 23-27; Mc. 4,
~38-41; Lc. 8, 23-35) no es sólo una momentánea ayuda en la
necesidad ni sólo una simple confirmación de la divinidad de Cristo,
sino también la revelación del orden nuevo en el que la naturaleza
ya no es enemiga del hombre, sino amiga y servidora suya.
También el andar sobre las aguas de Cristo es señal del orden
nuevo (Mt. 14, 22-36; Mc. 6, 45-52; lo. 6, 15-21). Estos hechos
están, de suyo, referidos al futuro; entonces, cuando llegue la hora,
ocurrirá la total transformación del mundo; los milagros citados y
otros no son más que prefiguraciones del orden venidero. E1
milagro de la multiplicación de los panes tiene también, junto a otras
significaciones, ese mismo sentido revelador (Mt. 15, 32-39; Mc. 4,
34- 44; 8, 1-9; lo. 6, 5-15). El dominio de Dios influye sobre la
naturaleza de manera que deja de ser resistencia y carencia, para
convertirse en abundancia y plenitud. Después del banquete que
Cristo dio a sus oyentes, sobraron muchas espuertas de pan; esto
no es más que una alusión a que la naturaleza, una vez
transformada por dominio de Dios, concederá al hombre plenitud y
seguridad de vida.
(·SCHMAUS-3.Pág. 341-352)
........................................................................
2. 1.
Derrota de los poderes antidivinos J/VICTORIA
a) SAS/DERROTA: La instauración del reino de Dios implica la
derrota de los poderes antidivinos: del pecado, del demonio y de la
muerte. Por el pecado cayó la humanidad bajo el violento imperio
de Satanás. El diablo es el contradictor de Dios permitido por Dios.
Es el enemigo y destructor de todo lo divino en el mundo. Intentó
con éxito seducir al hombre a rebelarse contra Dios y a declararse
independiente, a sacudirse el reino de Dios (/Gn/03/15; /Ap/12/09).
Pero no le condujo en verdad a la libertad prometida, sino a la
esclavitud de su tiranía. Se hizo señor del mundo que no quiso
tener al Dios como Señor. Desde la primera caída del hombre
continúa la lucha contra el reino de Dios con todos los medios a su
alcance, con engaños y perfidia, con mentiras y violencia. El motivo
de su obrar es siempre el orgullo. Su dominio parecía estar
asegurado para siempre hasta que la venida de Cristo le preparó el
fin. En Cristo llegó el Fuerte que ata a Satanás y a los demonios y
los desarma (/Mc/03/27; /Mt/12/29 y sigs.; Lc. 11, 18; lo. 3, 8).
Despoja a este poderoso señor de la tierra (Lc. 11, 20; 10, 18; Mc.
3, 23-27; Mc. 12, 28).
Muy pronto conoció el demonio el peligro que le amenazaba por
parte de Cristo. Se lanzó con un esfuerzo extremo al contraataque.
Ve amenazado su reino y tiembla (Mc. 1, 24; 5, 7 y sigs.), pero a la
vez hace todo lo que puede por salvar su poder. Su derroche se
hace manifiesto en los muchos posesos que había en tiempo de
Cristo. No son fenómenos casuales. Se fundan en el hecho de que
Satanás presiente el extremo peligro de su reino y no se
avergüenza de ningún esfuerza por salvar lo que se pueda salvar.
Es obligado por Cristo, más poderoso que él, a emplear los últimos
recursos para salir al paso al peligro. Con más fuerza que en los
poseídos se ve su decidida voluntad negativa en los ataques que
dirige contra Cristo mismo. En todas las asechanzas que se le
ponen a Cristo está al fondo como escondido sugeridor, desde la
persecución por Herodes hasta el odio mortal de los jefes del
pueblo, hasta la traición de Judas, hasta los rabiosos gritos de las
masas que piden su muerte -de las masas que le siguieron al
principio, pero que fueron convertidas contra El por una hábil
propaganda nacionalista-, hasta la sentencia de culpabilidad
pronunciada por un Juez convencido de su inocencia. Detrás de
toda esta enemistad está Satanás como poder personal del mal.
Cristo tuvo que morir, porque el mundo había caído bajo el poder
de Satanás. El mundo confirmó su orgullo y su odio a Dios con la
muerte de Cristo. Claro que para Dios esta muerte fue el camino
hacia la imposición de su reino.
J/TENTACIONES: El ataque de Satanás contra Cristo fue todavía
más agudo. Atacó a la misma voluntad de Cristo. En tres
tentaciones intentó hacerle infiel a su tarea de instaurar el reino de
Dios. Tres veces le sugirió servir a la gloria de este mundo en lugar
de servir a la gloria de Dios, buscar la honra del hombre en lugar
del honor de Dios al comienzo de su actividad pública, de camino
hacia Jerusalén, cuando Satanás se sirvió de la compasión y de las
palabras del apóstol Pedro, y en el monte de los Olivos, en que
aprovechó el natural miedo humano ante el tormento y la muerte
(Mc/01/12:Mc/08/31-33; Mt. 4, 1 y sigs.; 16, 23; Lc. 4, 1-13- 23, 31.
44. 46). Pero Cristo no cayó. Está libre de las tentaciones del
demonio. "Los ataques del contradictor son rechazados. La decisión
sobre el camino futuro de la historia ha sido hecha: en la vida
voluntaria de Jesús y, en último término, en la oración de
Getsemaní" (según E. Stauffer).
La derrota de Satanás alcanza su máxima intensidad en el hecho
de que Cristo no lucha con los medios con que lucha Satanás
mismo. No expulsa a los demonios por intervención de poderes
terrenos o demoníacos, sino con el dedo de Dios (Mt. 11, 20 y
siguientes. Mc. 3, 23). No contesta al odio con odio ni a la mentira
con mentira. Este es un camino completamente nuevo de obrar
histórico, tan desacostumbrado, que pareció increíble a los
contemporáneos (Lc. 11, 20). Los poderes diabólicos son vencidos
exclusivamente con fuerzas divinas, con el poder de la santidad del
amor, de la verdad, por el hecho de que Cristo tributó honor a Dios.
En el modo de su lucha se reveló con suma claridad que, a
diferencia de todos los demás, no tenía nada que ver con el
demonio (/Jn/14/30, Stauffer).
Primero el imperio del diablo es vencido en lugares particulares
de la historia: allí donde Cristo se encuentra con posesos. Con su
muerte el reino de Dios fue instaurado para todo el cosmos, cuya
cabeza es Cristo (Col. 2, 10). Precisamente la aniquilación que
Satanás preparaba para su peligroso enemigo se convirtió en
camino de su derrota (Col. 2, 14). Cierto que no ha sido aniquilado,
pero ha sido herido de muerte. Puede por tanto todavía causar
desventuras como un ejército derrotado. Pero no puede conseguir
la victoria final. No tiene ya esperanza alguna de reinar sobre el
mundo. Camina hacia la plena derrota sin posible salvación. Desde
la hora de su incondicional capitulación, que es inevitable, el reino
de Dios se hará tan manifiesto que no podrá ya dar la impresión de
que Satanás pueda ser peligroso todavía. La derrota de Satanás,
por real que sea ya, es, sin embargo, a la vez un acontecimiento del
futuro.
b) MU/DERROTA: Paralela a la derrota del dominio del diablo va
la derrota del imperio de la muerte. Por el pecado llegó la muerte al
mundo (Rom. 5, 12). Los hombres que quisieron ser señores de su
vida se condenaron a sí mismos en cierto modo a muerte al
apartarse de Dios. Como fue Satanás quien los sedujo en último
término a sacudirse orgullosamente el dominio de Dios, él es quien
trajo la muerte a los hombres. La muerte es uno de los modos en
que él ejerce su poder sobre los hombres y encadena su existencia.
Cristo aniquiló la muerte que amenaza continuamente a la vida
humana y la entrega a la inseguridad y angustia (Hebr. 2, 15, Rom.
8, 5). La venció primero al resucitar muertos en algunos lugares del
cosmos, lo mismo que había vencido aquí o allá a Satanás al
expulsar demonios. Pero en su muerte suprimió la muerte de todos
los hombres (/Hb/02/14) y les trajo vida imperecedera (2 Tm. 1, 10).
Como él no era deudor ante la muerte como los demás, la muerte
no pudo retenerlo (Apoc. 1, 18); por tanto volvió a vivir. En su
Resurrección derrotó para siempre el poder de la muerte. La
muerte fue para El un paso hacia la vida nueva. Como El es la
cabeza de la creación, la muerte se convirtió para todos en lugar en
el que pueden dar el paso de la vida caduca a la vida
imperecedera. Los sepulcros que se abrieron al morir Cristo, los
muertos que resucitaron y se aparecieron a muchos en la ciudad, el
oscurecimiento del sol, los terremotos, el fragor de las rocas que
saltaban hechas pedazos son signos de su victoria sobre la muerte.
En su Resurrección se anuncia el nuevo tiempo; El mismo llama a
esta época tiempo del reino de Dios (Mt. 26, 29; 14, 25; Lc. 22, 16).
La derrota de la muerte implica la derrota del dolor, precursor de
la muerte. Cuando Cristo proclamó la buena nueva del reino de
Dios comenzó inmediatamente a expulsar demonios, resucitar
muertos y curar enfermos. En el evangelio de San Marcos aparece
esta relación con suma claridad. El dolor entró en la historia
humana por el mismo camino que la muerte. Fue el camino de la
rebelión contra el reino de Dios, que se convirtió en esclavización
bajo el imperio de Satanás. En la lejanía de Dios, que es la luz, la
alegría, la vida, el hombre sólo puede tener tinieblas, dolor y muerte
(/Ap/18/21-24). Con la victoria sobre el imperio del demonio fue
cumplida también la superación del dolor. Cristo inició la época en
que estos poderes esclavizadores del hombre no están ya en el
poder. Pues ante Dios reina la alegría, la vida, la luz.
MU/SUPERACION SFT/SUPERACION: La superación de la
muerte y del dolor no consiste en que sean eliminados del mundo,
en que el mundo esté sin dolor ni muerte. Sino que significa que la
muerte y el dolor están al servicio de una nueva vida indestructible.
Para quien se incorpora a Cristo en la fe y en los Sacramentos, la
muerte no tiene poder negador, sino fuerza creadora. Pero tiene
que seguir pasándola. En la fe y en los Sacramentos el hombre es
incorporado a Cristo. Es hecho partícipe de la muerte y gloria de
Cristo. La participación en la muerte de Cristo se hace visible y se
realiza continuamente en los dolores y enfermedades, hasta que
llega a su máxima y última acritud en la muerte corporal. Todo dolor
está, pues, lleno del mismo sentido que tuvo la muerte de Cristo. Es
el modo en que Dios ata a los hombres y se muestra Señor de la
vida humana, en el que el hombre, si es que penetra el sentido de
los sucesos, se deja atar reconociendo a Dios como Señor. En el
dolor y en la muerte se erige, por tanto, el reino de Dios. A la vez, el
dolor es un paso desde las formas caducas de este mundo hacia la
vida gloriosa de Cristo, hasta que en la muerte se da el último paso
en esa dirección. Dolor y muerte conservan, por tanto, su fuerza
dolorosa; pero ya no son enemigos vencedores y despóticos.
Tienen que ofrecer más bien al cristiano la ocasión de la victoria
segura y definitiva: y se la ofrecen justamente porque ellos vencen
provisionalmente.
c) P/DERROTA: La instauración del reino de Dios implica la
derrota del pecado. Cristo despertó y mantuvo alerta la conciencia
de pecado. La llevó hasta la claridad última. No pasa por alto el
pecado, sino que lo toma y lo condena como lo que es: como
enemistad contra Dios, como expresión demoníaca del odio a Dios.
Toma al hombre como lo que es: como pecador. Pero anula los
pecados revelados por El en todo su abismo. Cuando dice tus
pecados te son perdonados, el hombre se hace nuevo desde la
raíz. No sólo han sido olvidados los pecados, sino que ya no
existen. Aunque no pueden ser eliminados en su facticidad histórica
y, por lo tanto, siguen influyendo fatalmente en el ámbito histórico,
su culpabilidad es anulada al ser anulada la lejanía de Dios. Cristo
trata con los pecadores y se sienta a la mesa con ellos. Es amigo
de los publicanos y pecadores (MC. 2, 15; Lc. 5, 8. 30; 7, 34; Mt. 9.
10; 11, 19). Y así los lleva El, que es el mediador entre Dios y los
hombres, a la comunidad que le une a El con el Padre (Lc. 19, 1 y
sigs.; Jn. 15, 10). En Cristo ha irrumpido, pues, el tiempo que vio
Jeremías (31, 31-34). Es una época nueva en la que ya nadie
necesita decir al otro: reconoce al Señor, pues todos lo
reconocerán. El será Dios para ellos y ellos serán su pueblo. Pues
perdonará toda culpa y no se acordará ya más de los pecados.
Cristo emprendió la aniquilación del pecado, lo mismo que las
expulsiones de demonios y las curaciones de enfermos, tan pronto
como proclamó el reino de Dios en la sinagoga. En la nueva época,
caracterizada por la instauración del reino de Dios, el pecado no
puede ejercer ya ningún dominio. Cristo realizó, en acción llena de
espíritu, lo que primero proclamó con palabras eficaces. El mundo
puesto bajo el imperio de Dios se hace distinto de lo que era hasta
entonces. Si hasta entonces estaba bajo el poder del demonio, de
la muerte, del dolor y del pecado, ahora es liberado de todos estos
señores poderosos. También aquí hay que decir que la liberación
del pecado no significa su extirpación. Sino que significa que se ha
creado un camino por el que el hombre puede librarse del pecado.
Ya no está caído inevitablemente y sin salvación. Creyendo en
Cristo se puede elevar sobre el poder del pecado. El futuro traerá la
plena expulsión del pecado de la sociedad humana.
El reino de Dios en el cosmos NATURALEZA/RD
RD/NATURALEZA:
El reino de Dios se realiza también en la naturaleza. Del mismo
modo que la rebelión contra Dios fue decisiva para la naturaleza, el
sometimiento a Dios es decisivo para el cosmos. La naturaleza
participa de la historia humana y a su vez le da nuevos impulsos. El
reino de Dios comprende también la liberación de la esclavitud
frente a los elementos naturales. Por el pecado cayó en maldición la
naturaleza, confiada al hombre para su cultivo y edificación. Por
tanto está llena de animadversión contra él. Participa del destino
mortal del hombre y agudiza su propia caída en la muerte. La
caducidad es el aspecto omnipresente de la naturaleza, que por
todas las partes lleva en sí el signo de la muerte. No puede, por
tanto, dar al hombre la vida imperecedera que anhela. No puede
satisfacer los últimos anhelos del hombre. La esperanza en un
paraíso terreno es vana. La naturaleza es, al contrario, la
realizadora del dolor y de la muerte del hombre. Está llena de
crueldad y horror, llena de perfidia y sin sentido, llena de terror y
destrucción, llena de engaños y mentiras. Arroja hierro, fuego y
agua sobre el hombre para aniquilarlo. Permanece indiferente e
insensible cuando bajo su actividad destructora perecen miles y
millones. En los cuentos de los malos espíritus del bosque y del aire
se expresa una oscura conciencia de la animadversión de la
naturaleza. De ellos nos dan un claro testimonio el Génesis y el
apóstol San Pablo (/Gn/03/14-19; /Rm/08/18-23). Sin embargo, esa
animadversión no durará para siempre. La naturaleza misma anhela
superarla. Este anhelo la atraviesa como un gemido, pero es un
gemido de esperanza. Es el gemido de una parturienta. La
naturaleza gime en dolores de parto (Rom. 8, 12). Solloza por la
transformación en una forma nueva de vida, en la forma de la
inmutabilidad. Como el actual estado desolador de la naturaleza
procede del pecado, hay que esperar a priori que la instauración
del reino de Dios lleve también a la naturaleza a un nuevo estado. Y
así es de hecho. Lo mismo que por el imperio del demonio la
naturaleza es corrompida y destruida (Mc. 5, 12), por el imperio de
Dios es liberada de su esclavitud bajo la caducidad. Experimentará
tal transformación, que el rostro de Dios surgirá de todos los
estratos de la naturaleza. Estará penetrada visible y
perceptiblemente de la gloria de Dios. (Sobre la cuestión de cómo
hay que entender la animadversión de la naturaleza contra el
hombre véase 134 y sigs.)
Esta época fue introducida con la proclamación del reino de Dios
por Cristo. En los milagros de Cristo en la naturaleza se indica que
tiende hacia un cielo nuevo y hacia una tierra nueva. El
apaciguamiento de la tormenta (Mt. 8, 22-27; Mc. 4, 36-41; Lc. 8,
23-35) no es sólo una ayuda momentánea en la necesidad,
tampoco es exclusivamente una confirmación de la filiación divina
de Cristo, sino que en mayor medida es la revelación de una nueva
situación del mundo en la que la naturaleza ya no es enemiga, sino
amiga y servidora del hombre. También el caminar del Señor sobre
el agua es un signo de la nueva época (Mt. 14, 23-36; Mc. 6, 45-52;
Jn 6, 15-21). Estos sucesos apuntan hacia el futuro, en que ocurrirá
una total transformación del mundo. Son presagios del futuro
estado del mundo. También el milagro del pan (Mt. 15, 32-39; Mc. 4,
34-44; 8, 1-9; lo. 6, 5-15) tiene, junto a otras significaciones, este
sentido: el reino de Dios se manifiesta en la naturaleza de forma
que ésta ya no opondrá resistencia a los hombres, sino que les
dará riqueza y plenitud. El hecho de que después de la comida a
que Cristo invitó a sus oyentes sobraran todavía muchos cestos de
pan es una indicación de que la naturaleza puesta y transformada
bajo el reino de Dios dará al hombre plenitud de vida y fuerza vital.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 105-111
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