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   ![]() PRIMERA PARTE  LA PROFESIÓN DE LA FE SEGUNDA SECCIÓN: LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA CAPÍTULO SEGUNDO CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS ARTÍCULO 4  “JESUCRISTO PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO”  571 El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el  centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de  ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de  "una vez por todas" (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo  Jesucristo. 572 La Iglesia permanece fiel a "la interpretación de todas las  Escrituras" dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua ((Lc  24, 27. 44-45): "¿No  era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc  24, 26). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica  concreta por el hecho de haber sido "reprobado por los ancianos, los sumos  sacerdotes y los escribas" (Mc 8, 31), que lo "entregaron a los gentiles,  para burlarse de él, azotarle y crucificarle" (Mt 20, 19). 573 Por lo tanto, la fe puede escrutar las circunstancias de la muerte de  Jesús, que han sido transmitidas fielmente por los evangelios (cf.  DV 19) e iluminadas por otras fuentes históricas, a fin de comprender mejor  el sentido de la Redención. 574 Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de  Herodes, junto con sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3, 6). Por algunas de sus obras (expulsión de demonios, cf. Mt  12, 24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf.  Mc 3, 1-6; interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y los pecadores públicos, (cf. Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de  posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa  de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de  muerte a pedradas (cf. Jn 8, 59; 10, 31). 575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un  "signo de contradicción" (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de  Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia  "los judíos" (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38;  20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7,  48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente  polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc  12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1).  Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios:  la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las  formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre  de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios  y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34). 576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las  instituciones esenciales del Pueblo elegido: – contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas,  y, para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral. – contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios  habita de una manera privilegiada. – contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir. 577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia  solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera  Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza: 
 578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de  los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus  menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo  hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia  confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor  de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso,  en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios  por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como  recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto,  se hace reo de todos" (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3). 579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en  su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al  subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un  celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse  en una casuística "hipócrita" (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no  podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será  la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los  pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15). 580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino  Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4,  4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino "en el fondo  del corazón" (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el  derecho" (Is 42, 3), se ha convertido en "la Alianza del pueblo" (Is  42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la Ley"  (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los  preceptos de la Ley" (Ga 3, 10) porque "ha intervenido su muerte para  remisión de las transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9, 15). 581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un  "rabbi" (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia  argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12,  5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al  mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque  no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que  "enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Mt 7,  28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la  Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las  Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la  perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: "Habéis oído  también que se dijo a los antepasados [...] pero yo os digo" (Mt 5, 33-34).  Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas "tradiciones humanas" (Mc  7, 8) de los fariseos que "anulan la Palabra de Dios" (Mc 7, 13). 582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los  alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido  "pedagógico" (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: "Todo  lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro [...] —así declaraba  puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro  al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones  malas" (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la  interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la  Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los  signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12,  37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús  recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn  7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14,  3-4) que realizan sus curaciones. 583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo  respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta  días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años,  decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los  asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí  todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su  ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con  motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1.  10. 14; 8, 2; 10, 22-23). 584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro  con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se  indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21,  13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su  Padre: "No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se  acordaron de que estaba escrito: 'El celo por tu Casa me devorará' (Sal  69, 10)" (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles  mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5,  20. 21). 585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de  ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt  24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a  abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta  profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del  sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa  cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40). 586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21;  Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf.  Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura  Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo  presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn  2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22)  anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de  la historia de la salvación: "Llega la hora en que, ni en este monte, ni en  Jerusalén adoraréis al Padre"(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt  27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22). 587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de "contradicción" (cf.  Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está  en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—,  acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc  20, 17-18; Sal 118, 22). 588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los  pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf.  Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los "que se tenían por justos y  despreciaban a los demás" (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús  afirmó: "No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc  5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el  pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no  tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn  9, 40-41). 589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta  misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a  ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que  compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al  banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar  los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema.  Porque como ellas dicen, justamente asombradas, "¿Quién puede perdonar los  pecados sino sólo Dios?" (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús  blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5,  18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de  Dios (cf. Jn 17, 6-26). 590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una  exigencia tan absoluta como ésta: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt  12, 30); lo mismo cuando dice que él es "más que Jonás [...] más que Salomón" (Mt  12, 41-42), "más que el Templo" (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose  a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma:  "Antes que naciese Abraham, Yo soy" (Jn 8, 58); e incluso: "El Padre y yo  somos una sola cosa" (Jn 10, 30). 591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en  él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero  tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo  "nacimiento de lo alto" (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn  6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de  las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del  Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3,  6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por "ignorancia" (cf.  Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el "endurecimiento" (Mc 3,  5; Rm 11, 25) de la "incredulidad" (Rm 11, 20). 592 Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que la perfeccionó (cf.  Mt 5, 17-19) de tal modo (cf. Jn 8, 46) que reveló su hondo sentido (cf.  Mt 5, 33) y satisfizo por las transgresiones contra ella (cf. Hb 9,  15). 593 Jesús veneró el Templo subiendo a él en peregrinación en las  fiestas judías y amó con gran celo esa morada de Dios entre los hombres. El  Templo prefigura su Misterio. Anunciando la destrucción del Templo anuncia su  propia muerte y la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación,  donde su cuerpo será el Templo definitivo. 594 Jesús realizó obras como el perdón de los pecados que lo revelaron  como Dios Salvador (cf. Jn 5, 16-18). Algunos judíos que no le reconocían  como Dios hecho hombre (cf. Jn 1, 14) veían en él a "un hombre que se  hace Dios" (Jn 10, 33), y lo juzgaron como un blasfemo.   |  |



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