jueves, 31 de octubre de 2013
Muy a gusto hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en nosotros la fuerza de Dios
El Señor es el lote de mi heredad. Y ¿cuál es la heredad del Señor, sino  aquella de que está escrito: Pídemelo: te daré en herencia las  naciones? Pues los pecadores de las naciones creen en aquel que es capaz  de absolver al culpable. Y si la gloria de los paganos no procede de  los hombres, sino de Dios, también Cristo es rey de estos judíos. Porque  ser judío no está en lo exterior, ni circuncisión es tampoco la  exterior en el cuerpo. Entonces, ¿qué? ¿Es que no fueron muchos los que  creyeron procedentes de aquella circuncisión? No cabe duda de que fueron  muchos los que creyeron, pero una vez que, colocados en pie de igualdad  con los paganos, reconocieron su condición de pecadores y de esta forma  merecieron la misericordia, como nos enseña Pablo escribiendo a los  Gálatas: Si tú, siendo judío, vives a lo gentil, ¿cómo fuerzas a los  gentiles a las prácticas judías? Nosotros, judíos por naturaleza y no  pecadores procedentes de la gentilidad, sabemos que ningún hombre se  justifica por cumplir la ley. Por tanto, deseando ser ganado por Cristo  tomó conciencia de su ser de pecador, puesto que Cristo vino a llamar no  a los justificados, sino a los pecadores. Por esta razón, incluso los  que creyeron procedentes de la circuncisión hecha por mano de hombres,  creyeron después de haberse rebajado al nivel de la gentilidad pecadora,  para ser todos la herencia de Cristo: y no de entre aquellos que  piensan ser justificados en atención a sus propias obras, sino de entre  aquellos que son justificados por la gratuita gracia de Dios.
Habiendo, pues, Dios salvado por su gracia a aquellos a quienes él dio  en herencia, realmente el Señor es el lote de su heredad. El Hijo  conservó el obsequio, para no proclamar que su herencia la adquirió él  al precio de su sangre, sino que confiesa habérsela dado Dios,  reconociendo que el Señor es el lote de su copa, esto es, de su pasión.  Efectivamente, si es verdad que los gentiles fueron redimidos por la  pasión del Señor, no debemos olvidar que la misma pasión de Cristo es  obra de la voluntad del Padre, como lo atestigua el evangelio, cuando  dice: Padre, pase de mí este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero,  sino lo que tú quieres.
Por tanto, si consideras la voluntad del Señor, él mismo confesó  diciendo: Si es posible, pase de mí este cáliz. Por consiguiente,  incluso la redención de los paganos radica no en la voluntad del Hijo,  sino en la voluntad del Padre. No se haga —dice— lo que yo quiero, sino  lo que tú quieres. Esta es la razón por la que la misma gracia en virtud  de la cual, y mediante su muerte, fueron redimidos los gentiles, el  hijo no se la adjudica a sí mismo, sino al Padre. Por eso afirma que el  Señor es el lote de su heredad y su copa.
Hemos, pues, de aceptar en este mundo la plebeyez, la infamia, la  debilidad, la estulticia y otras cosas por el estilo, para llegar de  este modo a la nobleza, a la gloria, a la fuerza, a la sabiduría.  Cualidades todas que recibiremos cuando lleguemos allí donde Cristo está  sentado a la derecha de Dios. Se nos siembra en miseria, para que  resucitemos en gloria; se nos siembra en mortalidad, para que  resucitemos en inmortalidad. Por lo cual, también nosotros y, con mucho  gusto, hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en  nosotros la fuerza de Dios. De momento, que el Padre esté a nuestra  derecha, para que no vacilemos: más tarde vendrá a trasladarnos a su  derecha, a las riquezas de nuestro Señor Jesucristo, de quien es la  gloria. Amén.
San Hilario de Poitiers
Tratado sobre el salmo 15 (3.7.11: PL 9, 892.894.896.897)
miércoles, 30 de octubre de 2013
¿Qué no hizo nuestro Creador para lograr nuestra enmienda?
Dada la especial constitución de nuestro cuerpo, antes de crearnos a  nosotros, nuestro Creador sacó de la nada a este universo mundo. Pero,  ¿qué no hizo nuestro Creador, amante del bien, para lograr nuestra  enmienda y encauzar nuestra vida a la salvación? Creó este mismo mundo  sensible como un espejo de la creación supramundana, para que mediante  su contemplación espiritual, como a través de una admirable escala,  lleguemos a las realidades suprasensibles. Infundió en nosotros innata  la ley, cual línea inflexible, como juez inmune de error y doctor de  insobornable veracidad: me estoy refiriendo a la propia conciencia de  cada uno. De modo que si buceamos en nuestro interior con reflexiva  introspección, no necesitaremos de doctor alguno para la comprensión del  bien. Y si lúcidamente aplicamos nuestros sentidos a las cosas  exteriores, lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona  sobre sus obras, como dice el Apóstol.
Así pues, la custodia de la doctrina de las virtudes, revelada por la  naturaleza y la creación, se la confió Dios a los ángeles; suscitó como  guías a los patriarcas y a los profetas, mostró signos y prodigios para  conducirnos a la fe, nos dio la ley escrita que viniera en auxilio tanto  de la ley espiritual impresa en nuestra naturaleza como del  conocimiento que nos aporta la creación. Y cuando, finalmente, acabamos  de despreciarlo todo, ¡cuánta negligencia por nuestra parte! ¡Nosotros,  situados en los antípodas de la generosidad y solicitud de quien tanto  nos ama! Se nos dio a sí mismo en beneficio nuestro y, habiendo  derramado las riquezas de su divinidad en nuestra humildad, asumiendo  nuestra naturaleza y hecho hombre por nosotros, se puso a nuestro lado  como maestro. El nos enseña la magnitud de su benignidad, dándonosla a  conocer tanto de palabra como con las obras, induciéndonos al mismo  tiempo a la obediencia tanto para imitar su misericordia, como para huir  de la dureza de corazón.
Ahora bien, como quiera que el amor no suele ser tan fuerte en los  administradores del patrimonio, ni siquiera en los pastores de rebaños y  en los poseedores de riquezas propias, como en aquellos que están  unidos por vínculos de carne y sangre y, entre éstos, especialmente  entre padres e hijos, por eso, a fin de manifestarnos su benignidad, él  mismo se autodenominó Padre de todos nosotros, y habiéndose hecho hombre  por nosotros nos regeneró por medio del santo bautismo y por la gracia  del Espíritu Santo que en él se nos confiere.
Gregorio de Palamás
Homilía 3 (PG, 151, 35)
martes, 15 de octubre de 2013
viernes, 13 de septiembre de 2013
Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre
Jesús es garante de una alianza más valiosa. De aquéllos ha habido  multitud de sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer; como  éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no  pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él  se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.
Así pues, en cuanto que posee un sacerdocio que no pasa, en tanto  permanece sacerdote eternamente; y en cuanto que permanece hombre, en  tanto aparece menor. En consecuencia, o el sacerdocio acabará un día por  terminar, o jamás dejará de ser menor. Pues el sacerdote es siempre  menor que Dios, de quien es sacerdote.
No obstante, dos cosas hace el sacerdote: o intercede para ser  escuchado, o da gracias una vez que ha sido escuchado. Intercediendo,  ofrece el sacrificio de impetración; dando gracias, ofrece el sacrificio  de alabanza. Intercediendo, presenta las necesidades de los pecadores,  dando gracias, enumera los beneficios misericordiosamente concedidos a  los que han dado la oportuna satisfacción. Intercediendo, pide el perdón  para los reos; dando gracias, desea congratularse con los agraciados.
Así también Cristo, poseyendo un sacerdocio eterno, al que la muerte no  puede poner fin, como sucede con el resto de los sacerdotes, intercedió  por nosotros, ofreciendo sobre la cruz el sacrificio de su propio  cuerpo, intercede incluso ahora por todos, deseando que nosotros mismos  nos convirtamos en sacrificio puro para Dios.
Mas cuando la divina misericordia se haya plenamente cumplido en  nosotros, cuando la muerte haya sido absorbida en la victoria, cuando se  hayan acabado nuestros males, cuando, saciados de toda clase de bienes,  ya no pecaremos, ni sufriremos, ni habremos de soportar a nuestro  enemigo el diablo, sino que reinaremos en una total paz y felicidad,  entonces ciertamente dejará de interceder por nosotros, pues ya no  tendremos nada que pedir, pero jamás dejará de dar gracias por nosotros.
Pues así como ahora pedimos misericordia por medio de nuestro sacerdote,  así también una vez instalados en la bienaventuranza, ofreceremos el  sacrificio de alabanza por mediación de nuestro sacerdote. Testigo de  ello es el Apóstol, que dice: Por medio de él ofrecemos continuamente a  Dios un sacrificio de alabanza. Y cuando dejase de ser sacerdote, ¿por  mediación de quién ofreceremos continuamente el sacrificio de alabanza?  ¿O es que viviremos eternamente sin alabar a Dios? Atestigua lo  contrario el salmista, cuando dice: Dichosos los que viven en tu casa  alabándote siempre. Por tanto, si eternamente resonara el cántico de  alabanza, siempre le ofreceremos el sacrificio de alabanza, como nos  dice el Apóstol: Por medio de él ofrecemos continuamente a Dios un  sacrificio de alabanza.
Cristo, pues, será siempre sacerdote y por su medio podemos ofrecer un  sacrificio de alabanza: siempre menor, pues es sacerdote. Sin embargo,  como quiera que Cristo es siempre uno, él es a un mismo tiempo sacerdote  y Dios, un Dios a quien los fieles adoran, bendicen y glorifican  juntamente con el Padre y el Espíritu Santo: él intercede, se compadece,  agradece y da la gracia. Y así como enseñó a su Iglesia a observar esta  norma en los sacrificios de cada día: que ore por los pecadores, tanto  por los pecadores que aún se afanan en la tierra, como por los que  abandonaron ya este mundo, y, en cambio por los mártires debe elevar  acciones de gracias, lo mismo hace ahora también él con nosotros: cuando  nos ve miserables, intercede por nosotros, mientras que cuando nos  hubiera hecho dichosos, dará gracias. Y de esta forma, en ambos  ministerios sacerdotales, el eterno sacerdote está en posesión de un  sacerdocio que no pasa. Realmente es exacta la afirmación que  encontramos en la carta a los Hebreos: Jesucristo es el mismo ayer y hoy  y siempre.
Carta dogmática contra los arrianos (PLS 4, 34-35)
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