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miércoles, 4 de diciembre de 2013

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EXPERIENCIA ORTODOXA

EXPERIENCIA ORTODOXA

Tomas Spidlik

Los siglos parece como si se hubieran detenido cuando un visitante contempla el monte Athos. Al observar las formas de vida espiritual en el oriente cristiano, se siente uno impresionado por el sentido tan vivo de la tradición, de modo que a los ojos de un extraño las iglesias orientales no parecen conocer un verdadero desarrollo, una evolución dinámica a lo largo de los siglos. Pero esta impresión es falsa y se basa desde el comienzo en un equívoco. El occidente tiene un marcado sentido por la «forma»; en consecuencia, evolucionar significa cambiar las formas de vida, de pensamiento. El oriente se parece a su arte típico, al arte de los iconos; las «formas» siguen siendo de ordinario tradicionales, pero los coloridos y la luz cambian continuamente; los pintores intentan verificar todas las posibilidades artísticas de una forma establecida. De modo semejante los santos orientales parecen ser tan sólo verificaciones actuales de las formas espirituales heredadas de los padres de la iglesia, imágenes dinámicas; las líneas trazadas por el pasado sólo pueden comprenderse a la luz del tiempo y en la situación que fue propia e irrepetible de cada uno. Pero al mismo tiempo también la luz, al ser reflejo de la Luz del Espíritu, conserva el dinamismo coherente de una vida. Podemos por tanto seguir sus etapas cronológicas.

I. Del judaísmo al universalismo cristiano
El cristianismo se presenta al principio como un movimiento judío. Los temas teológicos y las estructuras de las instituciones cristianas corresponden a aquel ambiente. La vida espiritual se presenta en primer lugar como adhesión firme de fe a Jesús, el mesías esperado desde hacía siglos. Los estudios recientes demuestran que existe una verdadera teología judeo-cristiana, un intento serio de dar una visión total, de demostrar que la vida de Cristo y los acontecimientos de la iglesia corresponden al plan eterno de Dios. La acción del Verbo divino, prefigurada en la historia de Israel, se extiende a todas las criaturas. Los pueblos, según la Biblia, no son iguales por su origen, pero se encuentran iguales dentro de la iglesia, que no es «ni griega ni judía» (Gál 3 28). Los «espirituales» de los primeros tiempos se distinguen de los duros seguidores de la antigua ley por su apertura a la voz del Espíritu que se hace oír por todas partes. El cristianismo entra en la historia de los pueblos. La iglesia oriental con su pluralidad de lenguas, de ritos, de estructuras, de culturas, dio desde el comienzo un testimonio de este mensaje.

2. La fe y el coloquio con Dios-Padre
No debe sorprendernos el hecho de que entre los cristianos venidos del paganismo el primer problema de vida espiritual fuera lo que constituye la esencia del mensaje de Cristo: la revelación de Dios-Padre. Los padres se daban cuenta de su novedad. El cristianismo nace en el momento en que el mundo greco-romano sentía una fuerte necesidad religiosa. Todos los filósofos predicaban la elevación de la mente a Dios, único verdadero Bien y única verdadera Belleza. Al mismo tiempo el judío Filón descubría que bajo estas nobles tendencias se escondía un «ateísmo». Los filósofos conocen a Dios-ley o a Dios-idea, pero ignoran al Theos, al Dios-Padre, persona libre que nos ama y que nos invita a un diálogo continuo con él.
Así pues, los padres tenían que defender la providencia divina como el primer fundamento de la vida espiritual. Ya Clemente de Alejandría escribió un tratado Sobre la providencia y hasta la época bizantina todos se preocuparán en cierto modo de este tema. Además, podemos considerar el tratado Sobre la oración de Orígenes como una de las obras maestras de espiritualidad propia de la situación descrita. La oración no es más que la consecuencia práctica de la fe en DiosPadre. De ahora en adelante el tema principal de los escritores espirituales de oriente será la oración bajo sus diferentes aspectos y en sus diversas formas.

3. El carismatismo «ontológico» y el carismatismo «consciente»
Si no hubiera sido «asumida» por el Hijo de Dios, la humanidad no podría entrar en relación dialogal con Dios Padre. A continuación, el cristiano en la iglesia se hace cristoforme al recibir el Espíritu santo. La espiritualidad cristiana es por tanto «ontológica» (expresión de P. Evdokimov). El hombre se define como «espiritual» por estar compuesto de tres elementos (la tricotomía oriental): carne, alma y espíritu (Ireneo, Adv. haer. V, 9, 1-2: PG 7, 1.144 ss). El «camino real de nuestra santificación» se nos indica en una fórmula trinitaria en dos aspectos, ascendente y descendente. Escribe san Basilio: «El camino del conocimiento de Dios va del único Espíritu, por medio del único Hijo, hacia el único Padre; y en sentido inverso, la bondad esencial, la santidad natural, la dignidad real se derrama desde el Padre por medio del Hijo unigénito hasta el Espíritu» (Tr. de Spiritu Sancto, 16: PG 32, 137B).
Los cristianos orientales han permanecido fieles a esta concepción de la santidad cristiana: ser « espirituales en virtud de la energía del Espíritu» (Juan Crisóstomo, Hom. 2, 5 sobre la oscuridad de los profetas: PG 56, 183A). Con el pretexto de poner de relieve esta energía del Espíritu los carismáticos sirios, mesalianos, en el siglo IV, presentan su acción como externa, que procede de fuera e influye a veces junto con el diablo en el corazón del hombre. En contra de ellos san Basilio, aunque reconoce la transcendencia y la divinidad del Espíritu, defiende al mismo tiempo su unión íntima con los cristianos, de manera que el Huésped divino se convierte en nuestra «forma» (eidos), en la parte divinizada de nuestro «yo» (Tract. de Sp. Sancto 26: PG 32, 180BC). Más tarde los orientales llamarán al Espíritu «alma de nuestra alma», nuestro «hecho interior». «El carismatismo es por tanto inherente a la naturaleza humana» (P. Evdokimov); pero se vive «en el misterio», sin identificarse -como pretendían los mesalianos- con la conciencia, con el sentimiento de la gracia.

4. «Dios no es causa de los males» (san Basilio)
La discusión con los mesalianos llevó a los ortodoxos a dirigir la atención al problema moral-psicológico del pecado. Desde el principio los cristianos rechazaron toda solución dualista o fatalista, ya que atribuir a Dios el mal habría sido una ofensa. La única causa del pecado podía ser sólo la elección libre del hombre. Y si se admite que el Espíritu pertenece a la «naturaleza» del hombre, el mal tendrá que provenir entonces «de fuera» (en contra de lo que enseñaban los mesalianos) y no se hace nuestro hasta que no es aceptado libremente. La moral cristiana comienza precisamente con la distinción entre los malos pensamientos y las tentaciones por un lado y el pecado mismo por otro. Más tarde los hesicastas establecerán con una fina psicología las diversas etapas de penetración y de resistencia contra los logismoi, los pensamientos diabólicos. Entre los ermitaños de Egipto se establecieron los primeros criterios del discernimiento de espíritus. Evagrio Póntico (+399) con su lista de los «ocho vicios fundamentales» (que se convirtieron en occidente en los «siete pecados capitales») puso los fundamentos de una moral que podríamos llamar «objetiva», distinguiendo entre el bien y el mal según el objeto del acto humano. Pero nunca se olvidó de que estas distinciones formales no son más que una ayuda para alcanzar la pureza del corazón humano y de la mente creada para ver a Dios en todas las cosas.

5. A la reconquista de la imagen pura de Dios: el nacimiento del monaquismo
Las enseñanzas sobre el pecado son solamente una expresión negativa del optimismo cristiano. Es lo que podemos ver en el monaquismo que surgió en el siglo IV como un gran movimiento que la iglesia oriental considera esencial para su vida. Todos están llamados a salvar su alma; los monjes son aquellos cristianos auténticos que utilizan los medios eficaces para purificar la imagen de Dios contaminada por el pecado. Lo que impresiona a primera vista en el monaquismo oriental es su carácter «cataníctico», penitencial, su huida del mundo y su ascetismo practicado a veces de una forma dura. En siriaco el nombre 'abila (plañideros) pasa a ser sinónimo de «monjes». El verdadero sentido del llanto sagrado (penthos a diferencia del lypos, tristeza, pecado capital) está expresado en un aforismo de san Efrén: «Las lágrimas que caen sobre el cuerpo no resucitan el cadáver; las que caen sobre el alma la resucitan y la hacen vivir» (In Is. 26, 10, ed. Roma 1732-1746, t. II, 346). Si el único mal, el pecado, procede de la decisión libre del hombre, el ascetismo cristiano se inspira en el firme convencimiento de que la misma libertad humana está llamada a liberar al hombre y a todo el mundo del pecado y de sus consecuencias. El pecado nos arrojó del paraíso; la vida ascética es el camino de vuelta a la «vida angelical», a la verdadera «naturaleza» humana.

6. El oriente contemplativo
Hay un motivo especial para que los monjes lleven una vida angelical: los ángeles ven continuamente el rostro de Dios (cf. Mt 18, 10). Según la ley de Justiniano (Nov. 133), la contemplación es la única finalidad de la vida monástica. Los autores espirituales de oriente describen las delicias y los diferentes modos de la contemplación y enseñan los métodos para practicarla. La antigua tradición de los griegos tuvo también su peso en este caso. Varios siglos antes de Jesucristo el filósofo Anaxágoras había declarado la theoria como verdadera finalidad de la vida humana. Luego, todos los filósofos se mostraron de acuerdo en afirmar que el entendimiento es la facultad humana más noble. El patriarca de los monjes, San Basilio Magno, recoge su sentencia: la mente es la que hace al hombre un ser especial. Pero Basilio coloca este presupuesto en un ambiente totalmente nuevo: el fin de la vida humana según el evangelio es amar a Dios (Lc 10, 25-38; Mt 25, 31-46). Pero ¿cómo podría amarlo el hombre de forma verdaderamente humana si su mente perdiese el recuerdo continuo de su Creador? Por tanto, los monjes son contemplativos no por deseos de conocer, sino para amar a Dios. Por otra parte el amor de Dios que purifica los corazones es la condición necesaria para la theoria verdaderamente cristiana. Los autores indican entonces -falseándola- la etimología de esta palabra: Theos y 'oran, creando así una definición muy bella de la contemplación: ver a Dios en todas las cosas. Pero al mismo tiempo declaran que es imposible ver a Dios-Amor sin amarlo, sin la praxis cristiana.

7. El nacimiento de la mística: la superación definitiva del intelectualismo
Basada en la fe, en las virtudes y en el amor, la contemplación cristiana tiene un fondo místico. Este aspecto se desarrolló expresamente en el siglo IV gracias a san Gregorio de Nisa en su tratado clásico de la mística cristiana, La vida de Moisés. En él se describen las fases características del conocimiento progresivo de Dios. La primera es la percepción de la fuerza divina que actúa en este mundo; viene luego la teología «positiva» por medio de conceptos racionales; ésta es superada por la teología «negativa» o «apofática», que es la conciencia de que Dios transciende todos los conceptos humanos. Finalmente el hombre, «tomando las alas del amor», capta el misterio divino por medio del éxtasis «en medio de las tinieblas».
Al lado de esta «mística de las tinieblas», Evagrio Póntico puso las bases para la «mística de la luz». Aun reconociendo el papel necesario del amor, Evagrio se esfuerza en concebir que es posible alcanzar a Dios fuera de la inteligencia (ek-stasis); así pues, la misma inteligencia tiene que purificarse de manera que consiga aferrar el misterio divino en sí misma (en-stasis). Esto exige una purificación total, no sólo de los pecados y de las pasiones, sino incluso de todos los conceptos limitados, particulares. El entendimiento queda entonces «desnudo», «sin forma», pudiendo así aferrar el misterio divino como «luz pura».
El siglo IV es el período de las grandes luchas dogmáticas. Se forman los símbolos de la fe, se acuñan los términos, se afinan los conceptos. Pero al propio tiempo nace un gran sentido del misterio. Si el racionalismo de los filósofos griegos perdura en las herejías, los padres ortodoxos abren el camino a la mística cristiana que luego, por medio de Pseudo-Dionisio el Areopagita, prestará sus formas a la mística occidental.

8. El culto a las imágenes
La lucha contra el iconoclasmo y la consiguiente «victoria de la ortodoxia» (año 846) podría parecer casi un episodio marginal y hasta un primer signo de decadencia: después de las grandes discusiones cristológicas y trinitarias surge una lucha despiadada sobre la licitud de pintar el rostro de Cristo y de los santos sobre tablas de madera. Sin embargo, se trata de un período muy importante en la evolución de la espiritualidad. Es casi una concientización vivida de la gran síntesis teológica elaborada por san Máximo Confesor (+662), que constituye el punto culminante de la espiritualidad de los padres griegos. La discusión con el monoteísmo le dio ocasión de defender con energía la divinidad de Cristo junto con la integridad de su humanidad hasta las últimas consecuencias. Nos presenta entonces a Cristo, Dios-hombre, como centro y raíz de toda la realidad cósmica, destinada también a convertirse en realidad divino-creada. Los cristianos son invitados a participar en una «liturgia cósmica».
La «visión de Dios en el mundo, es decir, de la Sabiduría divina» que se presenta a la vista de quienes visitan la iglesia de Hagia Sophia en Constantinopla es, como escribe Sergio Bulgakov (The Wisdom of God, London 1937, 13), la última gran palabra que la iglesia griega ha pronunciado en favor de la iglesia universal. Este es también realmente el ideal de la iconografía sagrada: no sólo ver a Dios en todo lo creado, sino además santificar lo creado, sus formas, sus colores, para que constituya un lugar de encuentro con Dios y con los santos.

9. La reforma estudita
Sería un error afirmar que la evolución de las iglesias ortodoxas se detuvo una vez acabado el VII concilio ecuménico. Pero por otra parte también es verdad que el período siguiente está caracterizado por una fidelidad ejemplar a «la fe de los padres y de los concilios». En los momentos de decadencia las reformas apelan al «retorno a los padres». Este fue el principio que inspiró a san Teodoro Estudita ( j'826) en la reforma de los monasterios bizantinos según el genuino espíritu de san Basilio. Pero la vida no vuelve hacia atrás. Aunque auténticamente basilianos, los monasterios estuditas poseen una organización mucho más desarrollada y el papel de los superiores esté mucho mejor determinado. Por eso se convierten en comunidades de trabajo al mismo tiempo que de beneficencia y de cultura: poseen campos, construyen orfanatos, hospitales, escuelas; sus monjes se convierten en misioneros en los países balcánicos, en Rusia, se trasladan a Italia meridional. En los países recién convertidos difunden una concepción del cristianismo como de un «reino ortodoxo», semejante a un gran monasterio donde los gobernantes, la jerarquía, los monjes y el pueblo deberían vivir en una perfecta «sinfonía».

10. La rigidez en el tradicionalismo
Lo mismo que en occidente, también en oriente la edad media aparece con rostros diversos, a veces contradictorios. Mirándole desde el punto de vista de la literatura espiritual, queda uno impresionado por el estancamiento del pensamiento, por el tradicionalismo profesado abiertamente como un signo infalible de la ortodoxia.
El antiguo imperio se derrumba por todas partes. Bizancio se considera el último bastión de la religión y de la civilización.
Muchas comunidades cristianas habían caído bajo el dominio de los musulmanes y vivían o semivivían intentando conservar lo mejor posible los tesoros de la tradición de los padres. Pero en ese mismo tradicionalismo rígido cayeron también las iglesias que habían quedado libres en los estados cristianos, como las del imperio bizantino antes de la caída de Constantinopla, las de Rusia, Etiopía... La herencia religiosa y cultural del pasado se presentaba entonces desproporcionadamente tan grande que nadie se sentía con ánimos de poder añadirle algo nuevo que no fuese una herejía.
En este sentido resultan sin duda características las palabras del ruso José de Volokolamsk: «El hombre de los tiempos presentes se ha hecho tan débil en la fe que ya no es digno de ser iluminado por el Espíritu santo para poder imitar aquello que fueron en otros tiempos los confesores y los bienaventurados padres de la iglesia, llenos del espíritu y de la fuerza de Dios. Pero no tenemos que dejarnos llevar por la desesperación. Por esta razón Dios, amigo de los hombres, nos ha dado la divina Escritura, para que nosotros, dóciles a sus enseñanzas, no nos dejemos engañar de los impíos herejes» (Prosvetitel' Illuminator, Kazan 1857, 582ss).
Empiezan a multiplicarse los elogios a las «divinas escrituras». Los escritores se limitan a hacer florilegios de ellas («abejas», en ruso) profesando solemnemente que no han añadido a ellos «nada de su propia cabeza». Pero no tiene que engañarnos ese término. Las «escrituras» no significan en ese caso la Biblia, como entre los reformados, sino todo lo que habían dejado los padres y escritores de la antigüedad. La obediencia a estos documentos del pasado llevó a veces al cisma, como en el caso de los «viejos creyentes» de Rusia, con ocasión de una pequeña reforma litúrgica bajo el patriarca Nicón de Moscú (siglo XVII).

11. La disensión carismática; el hesicasmo
Identificar el cristianismo con los conceptos tradicionales y los deberes cristianos con las reglas de una cierta sociedad siempre suscita oposiciones. En oriente estas oposiciones aparecieron de múltiples formas.
En comparación con el occidente son raros los movimientos heréticos. Los « judaizantes» y los «strigolniki» en la Rusia del siglo VI nacieron más bien bajo la influencia europea.
Al contrario, alcanzó un gran vigor la disensión religioso-política en la forma de los salo¡ (término siríaco helenizado), jurodivye (eslavo), o «locos por Cristo» (en Rusia son 36 los que se veneran como santos). Cuando en Moscú uno escupía al pasar un honorable ciudadano y se inclinaba respetuosamente ante un bandido llevado al suplicio no podía expresar con mayor espectacularidad la opinión de que las verdaderas leyes de Dios son interiores y que vale muy poco la justicia exterior.
El gran movimiento del hesicasmo tiene que juzgarse no tanto como una oposición, sino más bien como una corriente distinta, aunque igualmente tradicional en el mejor sentido de la palabra, del tradicionalismo externo.
Hubo hesicastas famosos entre los antiguos monjes de Egipto, en el Sinaí. Algunos de ellos fueron verdaderos místicos. Pero a partir del siglo XI se pueden observar ciertas tendencias nuevas, como un hambre de gozar, experimentándolo, el «paraíso interior», de saborear la dulzura de la paz y la tranquilidad del corazón. En el ambiente bizantino el hesicasmo se presenta como una vuelta consciente a la espiritualidad de los solitarios, en reacción contra la tendencia de los estuditas.
Cuando alrededor del año 1325 llegó Gregorio el Sinaíta al monte Athos, se quedó sorprendido de que también allí los monjes se dedicasen a la «praxis exterior», a la observancia de las reglas y mandamientos, pero sin conocer la «praxis interior», el arte de vigilar sus propios pensamientos, la vigilancia del corazón, la «atención» (prosoché) que es la «madre de la oración» (proseuché)». A continuación, el monte Athos se convirtió en el centro de este movimiento de los hesicastas, que buscaban la unión con Dios por medio de la hesychía, la paz externa e interna. A comienzos del siglo XIV el monje Nicéforo describió allí el llamado «método físico», que consiste en regular la respiración, concentrándose en el lugar donde está el corazón, o en el ombligo, y repitiendo la fórmula de la oración a Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador».

2. Los problemas monásticos
Toda la historia de la iglesia oriental es inconcebible sin el conocimiento del monaquismo. En Bizancio, en los siglo IX-X hubo una reacción por parte de las universidades y de los hombres de la corte en contra de los «zelantes» (religiosos intransigentes). Pero en este conflicto fueron los monjes los que alcanzaron la victoria final. A continuación los monasterios se multiplicaron e influyeron por todo el oriente. No se distinguían, como en occidente, diversas «órdenes», aunque también en ellos se notaban diversas tendencias. Para la historia de la vida religiosa resulta bastante instructiva la evolución del monaquismo ruso. A comienzos del siglo XVI entraron en conflicto dos tendencias zelantes en la reforma: la corriente típicamente tradicionalista (san José de Volokolamsk, +1515) y los que buscaban una reestructuración nueva, más libre, en el sentido del hesicasmo (san Nilo Sorkij, +1508). Las dos tendencias tuvieron un éxito inmediato, pero durante un tiempo relativamente breve. El verdadero despertar del monaquismo ruso se debe a los startsi, padres espirituales, famosos desde el siglo XVIII. Es la confirmación, en el plano de la vida espiritual, de la validez de las relaciones vivas y personales más allá de las reglas y de los principios escritos.

Durante la edad media las iglesias orientales vivían su vida espiritual en ambientes fieles a su propia tradición. Desde el siglo XVII los contactos con la civilización racionalista europea produjeron en un primer momento incertidumbres y vacilaciones semejantes a las de la iglesia occidental frente a la ilustración. Pero muy pronto se diversificaron las reacciones de las iglesias. Los occidentales intentaron con un gran esfuerzo verificar los «fundamentos racionales de la fe» así como de toda la vida ascética. Por el contrario, los orientales volvieron con insistencia a la convicción mística de que la fe y la vida espiritual son «metalógicas». El punto de contacto entre Dios y el hombre no es la « razón», sino el «corazón».
La «espiritualidad del corazón», que había aparecido ya en tiempos de los padres como reacción popular contra la contemplación intelectual de los doctos, fue defendida desde el siglo pasado con plena conciencia, especialmente por los rusos, como la espiritualidad típica ortodoxa en oposición al occidente racionalista. Insiste en los «sentimientos espirituales». Las expresiones, si las tomásemos en sentido vulgar, podrían originar algún malentendido. Pero colocadas en su ambiente expresan la necesidad de una espiritualidad menos analítica, integral, divino-humana, en la que todas las dimensiones del ser colaboran armónicamente y alcanzan una estabilidad en la oración, que se manifiesta por medio de una intuición espiritual, «sentimiento del corazón» unido al Espíritu santo. «El Espíritu y el corazón divididos entre sí -escribe Teófanes el Recluso, autor clásico de esta tendencia (+1894)- hacen al hombre totalmente incapaz».

14. El cristocentrismo de los pensadores rusos del siglo pasado
También a la iglesia oriental le tocó sufrir los insultos lanzados contra ella por la ilustración, que la acusaba de seguir conservando el oscurantismo medieval. Sobre todo si se tiene en cuenta que en Rusia el progreso venía del occidente, mientras que la iglesia con su tradición estaba ligada al oriente. Desde los tiempos de Pedro el Grande (+1725), la inteligencia rusa busca el camino de su formación cultural en occidente. Pero casi siempre sus representantes volvieron desengañados e interiormente atormentados por el « espíritu analítico» del occidente racionalista.
A menudo, después de una larga crisis personal, casi todos se ponen a soñar con un ideal: devolver la unidad deseada al pensamiento europeo roto. Esta sería la vocación propia de la nueva filosofía rusa. Esta unidad debe ser viva y al mismo tiempo universal; por consiguiente, debe buscarse solamente en Cristo, dicen abiertamente los principales representantes del pensamiento ruso. «Cristo es la ley interna del mundo», afirma ya G. S. Skovoroda (+ 1794), el primer representante de la filosofía rusa moderna (Obras, en ruso, Petersburgo 1912 78). En este mismo sentido escribe F. M. Dostoyevskij (+ 1881): «Hacerse uno genuinamente ruso significa precisamente introducir de forma definitiva la conciliación en las contradicciones europeas... según la ley evangélica de Cristo» (Diario de un escritor, agosto 1880, capítulo II; ed. rusa de Berlin 1922, 598). Esta unidad, afirma P. Florensky ( j- probablemente en 1946), no puede ser una nueva reanudación del esfuerzo «escolástico», sino que tiene que alcanzar su fondo natural en la unidad viva de las tres divinas personas.

Durante el concilio Vaticano II se suscitó de nuevo el problema de la perspectiva escatológica del cristianismo. Se trata de un aspecto que, a juicio de los ortodoxos recientes, ha quedado bastante marginado en la teología latina. Pero cuando se habla del «escatologismo oriental» hay que observar que también él se presenta bajo diversos puntos de vista. Puede llamarse «catastrófico» cuando, especialmente en tiempos de desastre, se predica una catástrofe cercana. Pero puede decirse «de recompensa» cuando se promete el premio futuro por los esfuerzos realizados. El escatologismo de los padres griegos podría llamarse «apocatástico», en cuanto que la perfección se describe como una vuelta al paraíso. Pero el escatologismo típico de los teólogos y de los pensadores rusos más recientes podría llamarse «antropológico» en un sentido totalmente social: el hombre, su existencia, sus derechos, su libertad, pero también sus pensamientos, sus tendencias, todos sus problemas humanos sólo pueden comprenderse y resolverse fijando la mirada en la última perfección del mundo, en la segunda venida de Jesucristo. De este modo, según las palabras de P: Evdokimov, toda alma cristiana se comprende en su «eterno femenino», en cuanto que da a luz al Cristo que viene.

16. La sofiologia
Las doctrinas «sofiológicas» o «sofiánicas» dominan las concepciones teológicas de los rusos recientes: V. Soloviev, P. Florensky, S. Bulgakov, B. Zenkovsky. El modo de exponerlas es bastante diverso, pero los une el esfuerzo común de superar el desesperado determinismo científico del hombre moderno (en este sentido vuelve el primer problema cristiano a finales de la antigüedad), de «ver el mundo litúrgicamente», de captar en una visión total la actividad cósmica de Dios Creador junto con la obra misteriosa de la gracia, la santificación en la iglesia, la divinización del mundo. Más allá del mundo «muerto», «objetivado», que nos presentan las ciencias y los sistemas filosóficos, la Sofia, la Sabiduría divino-humana tal como la concibe Florensky, es una «omni-unidad» de la criatura que participa de la vida de la santísima Trinidad. Por consiguiente, la Sofía es la verdadera realidad del mundo. Es divino-humana-cósmica; es antitética, dinámica, dialogal. Por consiguiente, descubrir la esencia de todas las cosas (tal como fue siempre el ideal de la filosofía) es posible únicamente en el diálogo con el Padre, el Hijo y el Espíritu santo, partiendo de todo lo creado, es decir, en la oración. Estudiar el mundo rezando es la única ciencia verdadera digna del homo sapiens.

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