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diferentes, según la gracia que Dios nos ha confiado, el que habla en nombre de Dios,
hágalo de acuerdo con la fe; el que sirve, entréguese al servicio; el que enseña, a la
enseñanza; el que exhorta, a la exhortación”(Rom 12, 4-8)
Esta lista de carismas se completa en otras cartas en las que el apóstol enumera dones más
espectaculares como “el don de hacer milagros, de curar enfermedades, de asistir a los necesitados”
(1 Cor 12,28). En el pensamiento paulino, mientras que los frutos del Espíritu pertenecen de suyo a
todos los miembros (Cf. Gal 5,22), los carismas son dones del Espíritu concedidos con vistas al bien
común.
Siguiendo la doctrina paulina, el concilio Vaticano II ha puesto de relieve la presencia de los
carismas en la Iglesia y ha reconocido no solamente los carismas institucionales, gracias a los cuales
el cuerpo va creciendo bien organizado bajo la guía de los obispos, sino también los diversos dones
que poseen todos los fieles, llamados también a edificar a la Iglesia.
El criterio esencial para juzgar el valor de los carismas no es su carácter más o menos espectacular
ni la intensidad de la experiencia espiritual que se presupone a los mismos, sino su utilidad con
vistas a la edificación de la comunidad: Así pues, ya que tanto deseáis los dones del Espíritu,
procurad que el abundar en ellos sea para el bien de la Iglesia” ( 1 Cor 14,12).
Pero por encima de todo carisma, válido tanto para la vida personal como para la comunidad, está el
don de la caridad, que es el que discierne todos los demás.
b). Los frutos del Espíritu
Si el concepto de frutos del Espíritu se vincula directamente con el texto paulino: los frutos del
Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí
mismo (Gal 5,22), resultaba ciertamente familiar a la primera comunidad cristiana, como atestiguan
las cartas católicas:
“La sabiduría de arriba es en primer lugar intachable, pero además es pacífica, tolerante,
conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. En resumen, los que promueven la
paz van sembrando en paz el fruto que conduce a la salvación”
(Sant 3, 17-18).
Fue el mismo Jesús el que dio a la imagen del fruto un sentido espiritual dinámico, desconocido en
el antiguo Testamento: el que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho
fruto (Jn 15,5). Al decir esto, sugería al mismo tiempo el misterio del crecimiento del reino en
nosotros y su fuerza de expansión y de manifestación.
La imagen evangélica del fruto indica siempre, junto con la realidad interior, una manifestación que
puede percibirse desde fuera . ¿No es acaso el tipo producido por el árbol el criterio de
discernimiento que enseñó Cristo a los apóstoles? (cf. Mt 7 16-18). Además de esto, el fruto
evangélico está ligado eminentemente a la actividad apostólica, dirigida toda ella a la glorificación
final del Padre: la luz de las buenas obras de los cristianos tienen que resplandecer ante los
hombres, para que puedan dar gloria al Padre Celestial (cf. Mt 5, 16); es lo que remacha solamente
Jesús.
En el discurso de despedida que recoge el evangelio de Juan, Jesús dice así: Mi Padre recibe gloria
cuando producís fruto en abundancia..
A la necesidad de dar fruto para el reino, la lista paulina de los frutos del Espíritu añade la
descripción del comportamiento del hombre nuevo, del hombre espiritual. La descripción que San
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