319: "Hijo de Dios": Metáfora de la Teología cristiana (Juan José TAMAYO ACOSTA)
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"Hijo de Dios": Metáfora de la Teología cristiana
Juan José TAMAYO ACOSTA
Este texto es el capítulo IV del libro de Juan José TAMAYO, Jesús y Dios, volumen 6 de la colección "Hacia la comunidad", editorial Trotta, Madrid 2002, pp. 111-142. trotta@infornet.es
1. OBJETIVOS
- Seguir el itinerario del título «Hijo de Dios» aplicado a determinadas personalidades religiosas y políticas en las distintas religiones y culturas.
- Analizar otras aplicaciones del mismo título en la tradición judeo- cristiana: a los/as israelitas, a los cristianos y cristianas, a la Sabiduría personificada en forma de mujer, etc.
- Descubrir el significado de dicho título aplicado a Jesús de Nazaret en las diferentes tradiciones del Nuevo Testamento: sinópticos, Pablo, escritos de Juan.
- Descubrir la experiencia religiosa de los seguidores en su relación con Jesús y las primeras formulaciones de esa experiencia.
- Seguir las formulaciones ulteriores a lo largo de la historia del cristianismo.
- Analizar las dificultades que plantea la afirmación de la divinidad de Jesús tanto entre los cristianos como entre los no cristianos.
2. CLAVES PARA LA REFLEXIÓN
Con el título «hijo de Dios», el Nuevo Testamento pretende expresar, por una parte, la relación personal de Jesús con Dios, una relación única, que no logra afirmarse de manera adecuada sólo con la afirmación de la humanidad, y por otra, la manifestación de Dios al modo humano, es decir, el Deus humanisimus, de que habla Schillebeeckx.
Ahora bien, por muy única y peculiar que sea la relación paterno-filial entre Dios y Jesús, va más allá de ambos e implica a los cristianos y las cristianas, que también son hijos e hijas. Por ello pueden dirigirse a Dios utilizando la misma invocación empleada por Jesús en la oración: «¡Abba! (Rom 8, 15). Jesús el Cristo es el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29), y los cristianos/as son hijos/as en el Hijo.
Pero no vayamos tan de prisa. Vamos a seguir el rastro del tema desde el principio.
«Hijo de Dios», un título aplicado desde antiguo a faraones y reyes
La expresión «hijo de Dios» no se aplica por primera vez a Jesús en el entorno judío y menos aún en la historia de las religiones. Empezaremos, por ello, haciendo un somero recorrido por el uso de ese título en las religiones límitrofes a Israel y en el Antiguo Testamento.
«Hijo de Dios» se emplea con frecuencia en el Antiguo Oriente, sobre todo en Egipto. El faraón ostentaba dicho título. Él gozaba de la misma esencia de la divinidad. Al haber nacido de una madre terrena virgen y de un padre divino, tenía dos naturalezas: era verdadero dios y verdadero ser humano. Pero la revelación de su condición divina tenía lugar en el solemne acto de la entronización. «El mito egipcio de la filiación divina física del rey -observa H. Haag- constituye un fenómeno único en todo el Oriente antiguo» [1] .
Las ideas egipcias sobre el faraón como hijo de Dios se extendieron por Israel, sobre todo con la consolidación de la monarquía divídico-salomómica, y el título de hijo de Dios se aplicó al rey davídico y al rey mesiánico cuya venida se esperaba anhelantemente. Las relaciones padre-hijo constituyen el ideal y el modelo de las relaciones entre Dios y el rey. Así se pone de manifiesto en la profecía de Natán: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo» (2 Sm 7, 14; 1 Cr 17, 13). El reconocimiento de la filiación divina del rey es el acto que da legitimidad al soberano y a sus actos de gobierno.
El Salmo 89 desarrolla la teología de 2 Sm 7. En plena agonía de la monarquía, el salmista recuerda la unción de David (Sal 89, 21) como garantía de pervivencia de la realeza. Las promesas del pasado abren perspectivas de esperanza en el futuro. Los reyes de la dinastía davídica invocarán a Dios de esta guisa: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora» (9, 28).
En la misma línea se sitúa el Salmo 2, en cuyo origen se encuentra el ritual de entronización del rey judío, que se inspira, a su vez, en el ritual egipcio de entronización del faraón. Se cita expresamente el «decreto del Señor»: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7), que era el documento entregado al rey en el momento de la entronización. Ese día se le concedía el título de «hijo de Dios». El decreto alude, asimismo, a la promesa que emana de la alianza y a la profecía de Natán. Ambos textos son citados en el escrito a los Hebreos (Heb 1, 5) para demostrar la filiación divina de Jesús. Hechos de los Apóstoles cita el Sal 2, 7 para indicar que la promesa de Dios se cumple resucitando a Jesús (Hch 13, 33).
El Salmo 110 es también un salmo de entronización real, quizá conforme al modelo cananeo. En él leemos: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, que voy a hacer de tus enemigos estrado de tus pies"» (Sal 110, 1). A la hora de identificar a la persona a quien se dirige el oráculo, se han dado numerosas interpretaciones. Parece querer expresar la generación divina del rey.
El Nuevo Testamento lo cita repetidas veces dándole sentido mesiánico. El evangelio de Mateo pone dos veces en boca de Jesús el primer versículo del Salmo. Una, en plena disputa con los fariseos: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies» (Mt 22, 44). Otra, durante el proceso ante el Sanedrín, como respuesta de Jesús a la pregunta del Sumo Sacerdote sobre si era «el Cristo, el Hijo de Dios»: «Tú lo has dicho. Pero os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 63-64). Ante tan osada respuesta de Jesús, el Sumo Sacerdote se rasga los vestidos y le acusa de «blasfemo» (Mt 26, 65), pues entiende que se ha arrogado la dignidad divina. En el discurso de Pentecostés, Pedro cita el Salmo 110, 1 como prueba «de que Dios ha constituido Señor y Mesías al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2, 34-36). También es citado por Pablo en 1 Cor 15, 25 y por el escrito a los Hebreos repetidas veces (Heb 1, 13).
Como fácilmente puede apreciarse, los textos en los que se reconoce al rey como hijo de Dios jugaron un papel fundamental en la configuración de la cristología neotestamentaria.
Hijos e hijas de Yahvé
Llegados aquí, conviene subrayar que el hebreo ben (hijo) (=bar en arameo) no designa ni sólo ni primariamente la descendencia y el parentesco físicos. Tiene un sentido más amplio: se trata de un concepto asociativo que indica la pertenencia al mismo pueblo, al mismo Dios, al mismo grupo humano, al mismo oficio. En este sentido se llama «hijo» al pueblo de Dios, en cuanto amado, elegido, defendido por Dios; al pueblo a quien Dios quiere liberar de la opresión de Egipto: «Israel es mi primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Éx 4, 23).
Una de las formas de expresar la relación entre Yahvé e Israel es la de paternidad-filiación. Yahvé se declara padre de Israel y considera a éste su primogénito. Así aparece en el profeta Jeremías: «Porque yo soy para Israel un padre, y Efraín es mi primogénito» (Jr 31, 9). El cántico de Moisés reconoce a Dios como padre y creador de Israel (Dt 32, 6), como el que da a luz al pueblo israelita (Dt 32, 18). Los israelitas son hijas e hijos de Dios (Dt 14, 1, 32, 19; Is 43, 6). Israel invoca a Dios como padre suyo y creador. El amor de Dios hacia Israel es un amor filial, de padre a niño pequeño, que implica gestos de ternura como tomarlo en brazos, enseñarle a andar, darle de comer (Os 11, 1-3; Dt 1, 31). Un amor que se caracteriza por la paciencia y la comprensión, por la bondad y la permanente disposición al perdón.
Dios es padre; más aún, es madre, como nos recordaría el papa Juan-Pablo I en una de las pocas alocuciones dirigidas a la gente reunida en la plaza de San Pedro durante su breve pontificado. Y así se nos presenta en numerosos e importantes textos del Antiguo Testamento. Ante la queja permanente de Israel de que Yahvé le ha abandonado (Is 49, 14), éste le responde: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). El mismo Isaías presenta a Yahvé como parturienta: «Como parturienta grito, resoplo y jadeo entrecortadamente» (Is 42, 14). El comportamiento materno de Dios para con Israel aparece igualmente en Oseas, Jeremías y el Deuteronomio. Ante Israel, a Yahvé se le convulsiona el corazón y se le estremecen sus entrañas (Os 8, 8). El profeta Jeremías es formado en el seno materno de Dios (Jr 1, 5).
La raíz rhm, que evoca el amor de madre, aparece en todas las tradiciones y establece las bases de la gran metáfora bíblica, «el arco semántico que va del seno materno de las mujeres a la compasión de Dios», como afirma bella y certeramente Ph. Trible [2] .
La literatura sapiencial presenta al justo -sobre todo al justo sufriente- como hijo de Dios. En el judaísmo helenista «el justo se ufana de tener por padre a Dios» (Sab 2, 16). Ése es el reproche que le hacen sus enemigos, que se mofan de él diciendo: «Si es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo arrancará de las manos de los enemigos» (Sab 2, 18). En el Eclesiástico leemos: «Sé como un padre para los huérfanos, y como un marido para su madre (mejor, quizá, «viuda»). Así serás como un hijo del Altísimo» (Eclo 4, 10). El mismo título se da también a los isrelitas del pasado en cuanto miembros del pueblo de Dios (Sab 12, 19.21). En el Antiguo Testamento se llama, a veces, «hijos de Dios» a los ángeles (Job 1, 6; 2, 1; 38, 7; Sal 29, 1; 89, 7).
La Sabiduría, hija de Dios
A partir del exilio, la denominación de hija de Dios se aplica a la sabiduría. Ésta adquiere mayor relieve en Israel y se personifica. Como los profetas, la sabiduría pregona por las calles denunciando la arrogancia y la necedad, la despreocupación de lo insensatos y el desprecio del saber (Prov 1, 20-33). Habla con sinceridad; llama a la prudencia y la sensatez; saborea la verdad y aborrece el mal; no es hipócrita ni retorcida; camina por veredas de justicia, valora el conocimiento más que el oro puro (Prov 8, 1-21).
Su personificación tiene lugar en la forma de mujer. Se la presenta como la amada a la que se busca ávidamente (Eclo 14, 22-25); la madre que protege a sus hijos (Eclo 14, 26-27); la esposa joven (Eclo 15, 2); el ama de casa que ha construido su casa, hace su matanza, prepara un festín e invita a compartir su comida y su bebida (Prov 9, 1-6).
La sabiduría se autopresenta como hija de Dios, engendrada antes de la creación de todas las cosas, formada desde la eternidad (Prov 8, 22 ss). Cuando Dios crea el mundo, aparece a su lado como confidente, compartiendo el trono, viviendo en intimidad con él y haciendo de mediadora entre Dios y la creación (Prov 8, 22-31; Sab 8, 3). Está iniciada en el conocimiento de Dios (Sab 8, 3-4). Es imagen de Dios, esposa de Dios, goza de su mismo poder y su misma ciencia. El libro de la Sabiduría la presenta así: «Es un soplo del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente (...) Es reflejo de la luz eterna, espejo inmaculado de la actividad de Dios e imagen de su bondad» (Sab 7, 25-26). Filón la llama «hija de Dios y madre primogénita de todo» (Quest. Gen. 4, 97).
Bajo la influencia de la filosofía griega, se la define con estas características: «espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, perspicaz, inmaculado, claro, impasible, amante del bien, agudo, libre, bienhechor, filántropo, firme seguro, sereno» (Sab 7, 22-23).
La sabiduría tiene carácter cósmico y universal. Rige el universo (Sab 8, 1). Actúa en la tierra y se instala en Israel (Eclo 24, 8-12). Se manifiesta a través de la ley: el cumplimiento de ésta lleva derechamente a alcanzar la sabiduría (Eclo 15, 1). Más aún: se la llega a identificar con la Ley (Eclo 24, 23-24).
La sabiduría hebrea guarda cierta afinidad con las diosas del Próximo Oriente antiguo, por ejemplo, Isis y Astarté, que son creadoras y redentoras.
«Hijo de Dios» aplicado a Jesús en los evangelios sinópticos
El título «hijo de Dios» aplicado a Jesús por los cristianos de la primera generación hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. Casi todos los textos veterotestamentarios que aplican la expresión a una persona individual son citados en el Nuevo Testamento. Pues bien, según hemos observado ya, en el hebreo bíblico los términos «padre» e «hijo» no se utilizaban de manera exclusiva para referirse al parentesco y la descendencia, como suele suceder en nuestras lenguas. En el griego neotestamentario persiste la misma tendencia a utilizar hijos o hijitos y padre sin que expresen relaciones de descendencia. Tampoco expresa de por sí esa relación la denominación «hijo de Dios», cuyo principal significado suele ser la unión íntima de la persona a la que se aplica con Dios.
Vamos a hacer un breve recorrido por las principales tradiciones del Nuevo Testamento, para descubrir el significado de dicha expresión en cada una de ellas.
El título de «Hijo de Dios» aplicado a Jesús ocupa lugares importantes en la estructura del evangelio de Marcos. Aparece, bajo diferentes modalidades, al comienzo mismo (1, 1.11), en el centro (9, 7), al final (15, 39) y cinco veces más (3, 11; 5, 7; 9, 7; 12, 6; 14, 61). Dios reconoce a Jesús como «mi Hijo amado» (1, 11; 9, 7). El centurión romano, como «Hijo de Dios» (15, 39). Los espíritus inmundos le declaran, una vez, «Hijo de Dios Altísimo» (5, 7) y, otra, «Hijo de Dios» (3, 11).
«Hijo de Dios» aparece ya al principio: «Comienzo del Evangelio de Jesus el Cristo, Hijo de Dios» (1, 1), pero sin la connotación de filiación de naturaleza, sino sólo adoptiva [3] . Un poco más adelante encontramos la expresión «Hijo amado» (1, 11) en el relato del bautismo de Jesús, inspirada en el Salmo 2, 7, que debe interpretarse en el sentido del mesías real. En la escena de la transfiguración, las palabras desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle», son lo más parecido a una entronización de Jesús como Hijo de Dios (9, 7). En 3, 11 y 5, 7, Hijo de Dios expresa la práctica taumatúrgico-liberadora de Jesús para con las personas poseídas por los poderes del mal.
La confesión de fe del centurión romano: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), en el momento de la muerte de Jesús en la cruz, nos remite al principio del evangelio y puede considerarse un resumen del mismo y la culminación de la revelación de Jesús como Hijo de Dios. Hijo de Dios se refiere, por tanto, a la vida y a la muerte de Jesús.
En la parábola de los viñadores homicidas (12, 1-12), el «Hijo amado» es presentado como profeta enviado por Dios, si bien no es un profeta más, sino el último y el más grande. ¿Significa esto que es igual a Dios? No parece que Marcos hable en ningún momento de igualdad de naturaleza entre Jesús y Dios. Más bien la excluye expresamente, como sucede cuando Jesús se niega a aceptar el tratamiento de «Maestro bueno», argumentando que «nadie es bueno sino sólo Dios» (10, 18).
Jesús habla, más bien, de una radical desigualdad entre lo que puede, quiere y sabe Dios, y lo que puede, quiere y sabe el Hijo, como se pone de manifiesto en el discurso escatológico (13, 32) y en la oración de Getsemaní (14, 36). Aun cuando Jesús actúa con la autoridad de Dios, es llamado Hijo amado de Dios y está cerca de Dios, no es Dios.
Lo que la parábola de los viñadores quiere expresar es, en definitiva, que el Hijo está investido de autoridad escatológica y que con él comienza el tiempo del fin.
¿Qué significado debe darse, entonces, a la confesión de Jesús como Hijo de Dios en Marcos?: «Quizá simplemente que Jesús es el rey mesiánico», respondemos con B. van Iersel [4] . Dicha confesión debe enmarcarse en el tema central de este evangelio: el secreto mesiánico, como ha hecho ver muy oportunamente J. Gnilka [5] .
Mateo emplea la expresión «Hijo de Dios» con más frecuencia que Marcos, aunque con menos precisión. No sólo la aplica a Jesús, sino a otras personas, como las que trabajan por la paz (Mt 5, 9) y las que aman a sus enemigos (5, 45). Cuando la refiere a Jesús, suele atenerse a los significados de la expresión en el Antiguo Testamento, sobre todo el mesiánico. La genealogía con que comienza el evangelio tiene como finalidad, precisamente, vincular a Jesús con los personajes que el Antiguo Testamento presentaba como depositarios de las promesas mesiánicas, Abrahán y David, y con los descendientes reales de este último (Mt 1, 1-17). Mateo 1, 23 ve cumplida en Jesús la profecía del Enmanuel del primer Isaías: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7, 14). «La inmediata mención de David (en la genealogía) —aseveran Malina y Rohrbaugh— trata de subrayar el rol mesiánico de Jesús» [6] . Cuando Mateo Mt 2, 15, aplica a Jesús la cita de Os 11, 1: «de Egipto llamé a mi hijo», está subrayando el significado mesiánico de éste. El mismo significado tiene la pregunta del Sumo Sacerdote durante el proceso: «Te conjuro por Dios vivo; dinos si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).
La expresión «mi Hijo amado en quien me complazco» (Mt 3, 17), aplicada a Jesús en el bautismo constituye igualmente un reconocimiento de su carácter mesiánico y de su obediencia filial a la voluntad del Padre. Ambas cosas se ponen a prueba en las tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan (...); si eres Hijo de Dios tírate abajo, pues escrito está (...)» (4, 3.6).
Hay veces que el título expresa unas relaciones especiales, únicas, de conocimiento y de amor, entre Dios y Jesús, como refleja el texto Mt 11, 25-30). Pero en ningún caso llega a producirse un desplazamiento del significado hacia el contenido de la definición dogmática de Calcedonia. Ni siquiera cuando Jesús dice a Pedro que su confesión de fe «tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» no se la ha revelado ni la carne ni la sangre, sino el Padre de los cielos (Mt 16, 17). Tampoco al final del evangelio, cuando envía a los apóstoles a bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (28, 19). La fórmula, según B. van Iersel, no parece tener la intención de hacer enunciado alguno sobre Jesús. Y si la tuviera, ello no supondría que Padre, Hijo y Espíritu Santo estuvieran en pie de igualdad [7] .
Con la expresión «Hijo de Dios» Mateo subraya, otras veces, la dimensión taumatúrgica de Jesús, como sucede cuando, tras caminar sobre las aguas y amainar el viento, los discípulos se postran ante él diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 33) [8] .
Lucas da al título el significado mesiánico que tiene en los otros dos sinópticos. Ahora bien, en el relato del nacimiento hay un texto que parece ir más allá al relacionarlo con la procedencia divina de Jesús: «El Espíritu del Señor vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se llamará Hijo de Dios» (1, 35).
En Hechos de los Apóstoles aparece dos veces. La primera resume la predicación de Pablo en las sinagogas de Damasco: «Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y enseguida se puso a predicar en las sinagogas: Este es el Hijo de Dios» (9, 19-20). La segunda se encuentra en el discurso pronunciado por Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Allí afirma que Dios ha cumplido la promesa hecha a los padres «en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús». Y, como confirmación, cita el Salmo 2, 7: «Hijo mío eres tu; yo te he engendrado hoy». La resurrección viene a ser la entronización mesiánica de Jesús como «Hijo».
La cristología de Pablo: el Resucitado, Hijo de Dios
«Hijo de Dios» es el título que caracteriza la cristología paulina (1 Tes 1, 10; Rom 1, 3-4.9; 9, 5; Gál 1, 16; 2, 20; 4,4.6). Pero Pablo no restringe el título a Jesús; lo extiende a quienes creen en él y se dejan llevar por el Espíritu de Dios (Rom 8, 14-18; 8, 29). En 2 Cor 6, 18, aplica la profecía de Natán a los creyentes: «Yo seré para vosotros un padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas». En Gál 3, 26 va más allá y osa afirmar que todos, judíos y gentiles, son hijos de Dios por la fe en Jesucristo.
Con todo, la filiación divina de los cristianos y cristianas y la de Jesús no se encuentran en el mismo plano. Los primeros son hijos por adopción; Jesús es el Hijo propio de Dios, a quien el padre envía al mundo para la liberación del género humano (Rom 8, 3-15; Gál 4, 4-6) y lo entrega por nosotros.
En cuanto Hijo de Dios, Jesús es «imagen de Dios» tanto en la primera como en la nueva creación (Col 1, 15; Rom 8, 29; 2 Cor 4, 4), reflejo de la gloria de Dios (2 Cor 4, 6), primogénito de toda la creación (Col 1, 15).
Rom 1, 3-4 recoge una confesión cristológica prepaulina muy antigua, que vincula el título de Hijo de Dios con la resurrección. Distingue dos momentos en el ser de Jesucristo: el primero, terreno, donde aparece como «nacido del linaje de David según la carne»; el segundo, celestial, en el que Jesús es «constituido Hijo de Dios con poder (...) por su resurrección de entre los muertos». En esta profesión de fe encontramos, por tanto, las dos raíces de la cristología: una, el Jesús terreno, que desciende de David; otra, el acontecimiento de la resurrección. Resucitando a Jesús, Dios se pone de parte del Crucificado, lo rehabilita, le confirma como su Ungido, le justifica frente a sus perseguidores y, en definitiva, le reconoce como Hijo suyo. Desarrollaré esta idea en el capítulo siguiente dedicado a la resurrección.
Los escritos de Juan: el Hijo Unigénito
En los escritos de Juan (evangelio y cartas), el uso del título «Hijo (de Dios)» es frecuente y tiene especial relevancia. El significado dado por Juan a dicho título coincide, en aspectos fundamentales, con el de Pablo. Dios envía a su «Hijo único» al mundo para vivir por medio de él y salvar al mundo (1 Jn 4, 9-10.14). La adhesión al «único Hijo de Dios» es condición necesaria para salvarse del juicio (Jn 3, 17-18). La fe en Jesús asegura la vida eterna (Jn 3, 15).
El Jesús enviado al mundo no procede del mundo, sino del cielo, de Dios (Jn 6, 4-6). Entre el Padre y el Hijo existe una unión íntima en todos los niveles: en las palabras y las obras (Jn 5, 19 ss). El Padre da autoridad al Hijo para pronunciar sentencia (Jn 5, 27). Entre el Padre y el Hijo se da una comunicación fluida (Jn 5, 20). El Hijo recibe del Padre el poder de dar vida (Jn 5, 21.25) y de juzgar (Jn 5, 22.27). La gloria de Dios se manifiesta por medio del Hijo (Jn 14, 13). El conocimiento de Dios es inseparable del conocimiento del Hijo, y viceversa (Jn 8, 19).
Hay en el prólogo del evangelio de Juan que puede resultar problemático: «A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). De este texto no puede deducirse que el Hijo haya nacido del Padre. Su significado se aclara comparándolo con Jn 13, 23, donde se habla del discípulo recostado al lado de Jesús. Pues bien, ni éste ni ningún otro texto joánico hablan de la procedencia o nacimiento del Hijo de Dios Padre.
Tras el recorrido por las diferentes tradiciones del Nuevo Testamento, podemos concluir que «Hijo de Dios» es la expresión que integra de manera conjunta y armónica a Dios y a Jesús, y que mejor subraya la relación filial, íntima, especial entre ambos: Jesús es el Hijo amado de Dios (Mc 1, 1, 11; 9, 7; 12, 6: y paralelos en Mt y Lc), el Elegido; el Hijo Unico (Jn 1, 14.18; 3, 16.18; 1 Jn 4, 9); el primogénito (Rom 8, 29; Col 1, 15.18; Heb 1, 6). También los cristianos y cristianas son hijos e hijas en el Hijo.
Jesús, ¿Dios?
La divinidad de Jesús de Nazaret constituye uno de los núcleos fundamentales de la tradición cristiana. Es, al decir de B. Mcermott, «el sello y el alma del cristianismo» [9] . Sin embargo, nunca fue tema de consenso entre los cristianos, los teólogos, los obispos, etc. Siempre fue vivida y confesada en medio de fuertes y permanentes conflictos doctrinales que provocaron quiebras profundas, cuando no rupturas, en la unidad de la fe, tanto en sus aspectos religiosos como en sus implicaciones políticas. Aun en los entornos en que fue aceptada, fue objeto de plurales y divergentes interpretaciones. En las definiciones cristológicas hubo una tendencia a la absolutización del lenguaje. Lo que, como ya viera Rahner, eran convenciones de lenguaje se elevó a la categoría de textos inmutables.
Hoy nos encontramos con reacciones enfrentadas al respecto. Por una parte, las formulaciones tradicionales sobre la divinidad de Jesucristo provocan un profundo malestar entre los cristianos y un fuerte rechazo en los entornos culturales ajenos al cristianismo. Por otra, en amplios sectores cristianos hay una tendencia a identificar -e incluso a confundir- a Jesús con Dios y a Dios con Jesús. Ello se debe a una educación religiosa desviada, que debe ser corregida, ya que carece de base neotestamentaria. Veámoslo.
Pocos son los textos del Nuevo Testamento en que se aplique a Jesús el término «Dios». La reticencia para tal designación quizá se deba a la herencia del judaísmo, para quien Dios es el Padre del cielo. Como ya vimos, Jesús se resiste a que le llamen «bueno», alegando que sólo Dios es bueno (Mc 10, 18). En repetidas ocasiones establece su diferencia con el Padre, a quien llama «mi Dios». La carta a los Efesios marca también las distancias entre Dios y Jesús cuando afirma que «el Padre es un solo Dios» y que Jesús es «un solo Señor» (Ef 4, 4-5).
Los textos en que se presenta a Jesús como Dios ofrecen no pocas dificultades. Los testimonios que se citan a este respecto (Jn 1, 1; 20, 28; Rom 9, 5; Heb 1, 8; 2 Pe 1, 1) suelen enmarcarse más en el género hímnico o doxológico que en el narrativo o epistolar. Esta apreciación concuerda con el testimonio de Plinio el Joven, gobernador romano en Bitinia, en una de las cartas dirigidas al emperador Trajano (Cartas, 19, 96) —que data del primer decenio del siglo ii d. C.—, donde le informa de que los cristianos cantaban himnos a Jesús como Dios.
En el prólogo del evangelio de Juan leemos: «En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba en la presencia de Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1, 1). Aquí, el término theos (=Dios) aplicado a la Palabra no lleva artículo. No expresa, por tanto, la identificación personal de la Palabra con el Padre, a quien, en otros textos, se le llama Dios con artículo (= o theos). Esto se ve confirmado en dos afirmaciones que el propio evangelio de Juan pone en boca de Jesús. La primera: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). La segunda: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti (Padre) el único Dios verdadero y al que tu has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
La presentación de la Palabra como Dios parece tener la intención de enlazar con la confesión de Tomás, recogida en el mismo evangelio, que reconoce a Jesús como «Dios mío» (Jn 20, 28). Con ello, el evangelista responde a las acusaciones de quienes no aceptaban que Jesús se proclamase igual a Dios (Jn 5, 18; 10, 33.36).
Creo que no puede identificarse el significado de la frase «la Palabra era Dios», de Jn 1, 1, con la confesión del concilio de Nicea que reconoce a Jesucristo como «Dios verdadero de Dios verdadero». Como observa R.-E. Brown, entre ambas formulaciones tiene lugar una importante evolución en lo referente al pensamiento filosófico. Además, ambas formulaciones responden a problemáticas distintas [10] .
Pablo raras veces llama a Jesús «Dios». La tendencia es a reservar ese título al «Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15, 6). Y para que no quede ninguna sombra de duda al respecto, afirma taxativamente: «para nosotros (...) hay un único Dios: el Padre, de quien procede el universo, y para quien existimos nosotros. Y hay un único Señor: Jesucristo, por medio del cual fue creado el universo, y por el cual existimos nosotros» (1 Cor 8, 6).
Por lo que se refiere a Rom 9, 5, no hay acuerdo entre los traductores y comentaristas. Unos traducen: «de ellos (de los patriarcas) procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén» (Biblia de Jerusalén). Otros prefieren traducir: «a ellos pertenecen los patriarcas, y de ellos procede Cristo, en cuanto a su origen natural. ¡Dios, dueño de todo, es digno de alabanza por siempre! ¡Amén!» (Senén Vidal). Quienes optan por la primera traducción, entienden que la doxología se refiere a Cristo. Quienes se inclinan por la segunda, creen que la alabanza final pertenece a la tradición judía (Rom 1, 25), y se refiere a Dios [11] .
Pablo presenta a Cristo como subordinado al Padre (1 Cor 3, 23: «Vosotros (sois) de Cristo y Cristo (es) de Dios»; 1 Cor 11, 3 : «la cabeza de Cristo es Dios»). Dicha subordinación se da tanto en la obra creadora del principio (1 Cor 8, 6) como en la acción salvadora del final (= escatológica) (1 Cor 15, 27-28).
B. van Iersel resume muy certeramente el punto de vista de Pablo en estos términos: «En las cartas de Pablo no descubrimos nada acerca de la preexistencia y consustancialidad (de Jesús) con Dios. Al contrario, la consustancialidad se halla en tensión con la idea de que el Hijo de Dios es la fiel imagen del Padre (...) El hijo de Dios es quien más cosas manifiesta acerca de Dios y es, además, el primogénito de toda la creación (Col 1, 15). Por tanto, es más que ninguna criatura, pero es inferior a Dios» [12] .
Del análisis precedente podemos concluir que la identificación de Jesús de Nazaret con Dios no se deduce de los datos del Nuevo Testamento. Pero cabe afirmar asimismo que tampoco se deduce de las enseñanzas cristológicas de los concilios. El concilio de Nicea no dice que Jesús sea Dios, sino que es de la misma naturaleza que el Padre. El de Calcedonia tampoco identifica a Jesús con Dios, sino que habla de la convergencia o unión de las dos naturalezas en él, pero sin confusión ni cambio, sin división ni separación. Más adelante nos referiremos a la definición dogmática de Constantinopla.
El enigma de la cristología
¿Jesús, hijo de Dios? Estamos, como reconoce M. Hengel, ante el enigma por excelencia de los orígenes de la cristología, pero, también ante uno de los problemas fundamentales de la teología y del cristianismo. Veamos por qué [13] .
Jesús de Nazaret fue crucificado como malhechor, enemigo del Imperio romano y blasfemo de su propia religión. Ése fue el tema central del volumen anterior titulado Por eso lo mataron. Los hechos sucedieron en torno al año 30 de la era cristiana. Un cuarto de siglo después, Pablo, un judío de procedencia farisea, a quien Nietzsche considera el «verdadero fundador del cristianismo» y Wrede el «segundo fundador del cristianismo», escribe una carta a la comunidad cristiana de Filipos, que recoge un antiguo himno sobre el crucificado Jesús en estos términos:
Él, teniendo un modo de existencia divina,
no quiso aprovecharse de esa su condición divina,
sino que se despojó de su poder,
asumiendo el modo de existencia de un esclavo.
Convertido así en un semejante a cualquier humano
y apareciendo en su existencia como un ser humano,
se humilló a sí mismo,
haciéndose sumiso hasta la muerte,
y, concretamente, una muerte de cruz.
Precisamente por eso, Dios lo exaltó a lo más alto,
y le concedió el título de rango superior a cualquier otro,
para que ante ese rango de Jesús, toda rodilla se doble
-en el cielo, en la tierra, en el abismo-
y toda lengua confiese:
¡El Señor es Jesucristo!
para gloria de Dios Padre (Flp 2, 6-11) [14]
El himno tiene dos partes. La primera subraya la autohumillación de Cristo que, siendo de condición divina, se convierte en esclavo. La segunda se refiere a la exaltación de Jesús por parte de Dios a la categoría de Señor. Establece, además, una relación de causa a efecto entre humillación y exaltación: «Precisamente por eso» (Flp 2, 9). Y aquí radica la gran paradoja: que quien no destacó en vida por gesta heroica alguna, quien no fue soberano ni tuvo el título de Señor, quien termina sus días crucificado por vil y subversivo a los ojos del Imperio y de su propia religión, es considerado «Señor» y Mesías. Y, paradoja todavía mayor: el anuncio del Mesías crucificado se convierte en el núcleo de la predicación de Pablo y en el centro de la fe cristiana. Esto no podía por menos que chocar a la mentalidad helenista que, en sus cultos, aclamaba a los «señores» que habían tenido una existencia gloriosa. Tenía que soprender igualmente al mundo judío, para quien el Mesías debía tener una existencia gloriosa, que ciertamente Jesús no tuvo. Por eso, dirá Pablo que el anuncio de un Mesías crucificado es «escándalo para los judíos, locura para los griegos» (1 Cor 1, 23).
La influencia del helenismo
Llegados aquí hemos de preguntarnos si en la génesis de la cristología puede hablarse de continuidad entre Jesús y Pablo o, más bien, hay que hablar de ruptura? Las respuestas a esta pregunta son plurales y divergentes. Veamos algunas de las más significativas e influyentes en el panorama teológico del siglo xx.
La teología liberal y la escuela de la historia de las religiones señalan a Pablo como el responsable del ocultamiento del Jesús histórico, de la aparición de la cristología y, en definitiva, de la helenización del cristianismo. El desarrollo de la cristología no es otra cosa que «la historia del desplazamiento del Jesús histórico por el preexistente (del Jesús real, por el Jesús pensado) en la dogmática» [15] . Así pensaba A. von Harnack, para quien el enriquecimiento divino de Cristo trajo como consecuencia la supresión de la plena personalidad humana de Jesús. Pablo es, a su juicio, el creador de la especulación sobre la naturaleza celeste de Jesús, que convierte la fe viva en profesión de fe fideísta y el seguimiento de Jesús en cristología. ¿Qué significa esto? Que la recta doctrina de y sobre Jesús amenaza con trastornar la majestad y sencillez del evangelio. El teólogo liberal invita a volver al evangelio liso y llano de Jesús, libre de las especulaciones cristológicas posteriores, para descubrir lo que resuena en él, que «no es el Hijo, sino sólo el Padre» [16] .
El filósofo de las religiones H.-J. Schoeps cree que fue Pablo el primero que, en su reflexión sobre la figura mesiánica de Jesús, convirtió un título mayestático en enunciado ontológico y a Cristo en magnitud sobrenatural, haciéndole afín a los seres celestes del gnosticismo. El Jesús histórico es absorbido por el Cristo preexistente. La fe en el hijo de Dios no pertenece a la fe judía, sino que constituye una premisa pagana en la que Pablo fundamenta su cristología. El cristianismo convierte dicha fe en dogma y rompe con la fe judía. Estamos, a su juicio, ante una de las más nítidas manifestaciones de la helenización del cristianismo [17] .
En parecidos términos se expresa R. Bultmann, para quien la nueva imagen de Cristo da lugar a un nuevo cristianismo de cuño helenista, alejado del primitivo cristianismo palestinense. Conforme a la tesis de la escuela de la historia de las religiones, Bultmann relaciona la idea de la filiación divina de Cristo con las religiones mistéricas y de la gnosis. «Esta figura de un hijo de Dios que sufre, muere y vuelve a la vida, es conocida también por las religiones mistéricas, y ante todo la gnosis conoce la figura de un hijo de Dios hecho hombre, del redentor celestial hecho hombre» [18] . Pablo des-ubica a Jesús del horizonte profético que le es propio y le sitúa en la esfera metafísica y mítica que le es ajena.
El concilio de Calcedonia no zanja el problema
Los concilios suelen moverse en un doble plano: a) el de la polémica en torno a una cuestión doctrinal debatida, que contribuye a clarificar las diferentes posturas al respecto, y b) el de las soluciones de compromiso, por el que las partes en conflicto hacen concesiones mutuas hasta llegar a un consenso. Estamos ante un ejercicio práctico de la razón teológico-dialógica, que puede servir de ejemplo en otros ámbitos del cristianismo.
A su vez, los concilios ofrecen respuestas concretas a problemas concretos o, si se prefiere, respuestas parciales y limitadas a cuestiones igualmente parciales. Teniendo esto en cuanto, creo debe atenderse a la inteligente observación de T. van Babel: «las generaciones futuras no deberían sobreestimar la terminología de Calcedonia» [19] . No se olvide que muchos de los obispos participantes en el concilio de Calcedonia expresaron su desconfianza hacia la terminología utilizada y relativizaron los nuevos conceptos, por no responder a la experiencia religiosa popular. Si los obispos entonces mostraron esa desconfianza, por qué no vamos a poder expresarla hoy. Si a muchos obispos de entonces les parecían inadecuadas las expresiones allí empleadas, hoy con más motivo. No se trata, por tanto, de ser fieles a la literalidad del texto, que nos llevaría derechamente a actitudes fundamentalistas, sino de preguntarnos por la significación de Jesús el Cristo en la vida de los cristianos y cristianas, por su relevancia hoy en condiciones diferentes de aquellas en que se formuló la profesión de fe de Calcedonia, por la respuesta a la llamada de Jesús y, en definitiva, por las condiciones del seguimiento de Jesús en cada momento histórico. Es necesario recurrir a la mediación hermenéutica como algo constitutivo de la reflexión teológica.
Las definiciones, por muy precisas que sean, son sólo una aproximación a la verdad que quieren mostrar; nunca la agotan. De nuevo Bavel: «La letra de una definición no coincide completamente con la verdad que se desea expresar o, mejor dicho, la verdad que se desea expresar es siempre mayor que lo que puede expresarse en conceptos» [20] . A esto cabe añadir con Rahner que los dogmas son convenciones lingüísticas y comunitarias y, por ende, con el correr de los tiempos y los cambios culturales, pueden ser formulados de forma distinta a como se formularon originariamente. Además, la reglamentación del lenguaje no puede confundirse con la realidad [21] .
En la definición de Calcedonia no aparece referencia alguna a la vida terrena de Jesús de Nazaret, a su ministerio público, a su pasión, a su muerte, a la experiencia de la resurrección vivida por sus seguidores. La perspectiva desde la que se habla de Jesús es ajena a la perspectiva de loas relatos evangélicos. El Cristo de Calcedonia es un ser estático, inmóvil, sin acción ni pasión, sin actividad ni movimiento, sin historia ni vida terrena. Es verdad que se acentúa su humanidad, pero no se ofrece ni una sola manifestación de la misma. Es una humanidad a-histórica, sin valor intrínseco en sí misma. La humanidad es relevante sólo en la medida en que opera como mediación para la manifestación del mundo de lo divino. La ruptura con el Jesús histórico es total. El Jesús nacido en Palestina es trasladado conceptualmente a Grecia.
El Cristo de Calcedonia es tan perfectamente humano que tiene más parecido con un retrato robot que con la vida real de los seres humanos que se alegran y entristecen, penan y gozan, viven y mueren, cambian de opinión, sienten miedo, e incluso pánico, tienen dudas de fe -e incluso, a veces, la pierden-, esperan y desesperan. Las cualidades atribuidas a Jesús no son humanas, sino divinas. Y esto es reduccionismo trascendentalista.
Por otra parte, la relación entre las dos naturalezas, la divina y la humana, es de yuxtaposición. Cada una tiene su campo de acción. Lo que, según van Bavel, lleva derechamente a un «dualismo práctico».
En la base de la definición estática y a-histórica de Cristo se encuentra un concepción igualmente estática y a-histórica de Dios. El Dios de Calcedonia es el Dios eterno, todopoderoso, inalterable, ajeno a los sufrimientos de los seres humanos y de la creación, que ni siente ni padece, ni se inmuta ni se altera por nada. El Dios y el Cristo de Calcedonia tienen muy poco que ver con el Dios y el Cristo de la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11), y menos aún con el Yahvé compasivo del Exodo o con el «Siervo de Yahvé» de los cantos de Isaías.
En la formulación cristológica de Calcedonia, lo mismo que antes en las de Nicea y Constantinopla, se produce un cambio en la mediación cultural, o si se prefiere, un desplazamiento a la hora de reflexionar sobre la persona de Jesús de Nazaret. Se pasa de un campo cultural, el bíblico, a otro, el helenístico; de un género literario, el relato, a otro, la argumentación; y, en consecuencia, del ámbito de la experiencia al del pensamiento racional. Coincido con J. Moingt en que el desencadenante de dicho desplazamiento cultural en relación con el sistema simbólico veterotestamentario presente en el Nuevo Testamento, es la incorporación del término «Logos» en el discurso cristiano [22] .
En el actual contexto multicultural del cristianismo, creo necesario superar la formulación de Calcedonia. Ni el Jesús de Dios de Calcedonia tiene que ver con el Jesús de Dios de los evangelios, ni el Dios de Jesús de Calcedonia tiene que ver con el Dios revelado por y en Jesús: amoroso, perdonador, reconciliador, solícito, solidario con los sufrientes.
Calcedonia intentó dar respuesta definitiva a una de las cuestiones fundamentales de la fe: la dialéctica humanidad-divinidad de Jesús de Nazaret, pero, quizá sin quererlo, se convirtió en el antecedente de un gran cisma, todavía hoy no superado [23] . Se salvan la humanidad y la divinidad, es verdad, pero en vacío, en abstracto. En cuanto a precisión conceptual, la definición resulta impecable. Pero en cuanto a su relación con el Jesús de la historia, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
La dialéctica humanidad-divinidad
Durante muchos siglos la afirmación de la divinidad de Cristo se ha hecho a costa de la humanidad. Cuanto más crecía aquélla, más menguaba la humanidad, que se convertía en simple remedo o imitación, máscara o disfraz. La humanidad de Cristo era sacrificada en aras de la divinidad, dando lugar a un monofisimo doctrinal latente y a un monofisismo práctico patente. La figura de Cristo perdía toda su fuerza histórica y se convertía en mito. La resultante era un cristianismo con fundamento divino y sin radicación antropológica, una religión gnóstica, intemporal y deshumanizada.
Hoy la relación humanidad-divinidad de Cristo no se plantea ni se explica por vía conceptual griega bajo la idea de «unión hipostática», sino por vía relacional. Jesús no vive ni actúa para sí, ni se predica a sí mismo, ni se considera el centro de nada. Su vida y su persona, su mensaje y su práctica son relacionales: están referidas a los demás -Bonhoeffer lo definió como «ser-para-los-demás»- y a Dios -padre y madre-. «Jesús -afirma Schillebeeckx- pone el epicentro de su vida en Dios» [24] .
En su relación con los demás, Jesús vive una experiencia radical de reconocimiento y acogida del otro como otro, como diferente e irrepetible, que se traduce en opción por los pobres y marginados. Esta opción se convierte en la dimensión fundamental de su vida. Con ello está reconociendo la dignidad a quienes la sociedad y la religión se la negaban. Para Jesús no hay extraños, extranjeros; todos son prójimos, próximos, hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios.
Con esa actitud, revela a Dios, pero no al Dios que se manifiesta majestuosamente en la naturaleza, ni al que compite en poder con los poderosos de la tierra y elimina a los enemigos; tampoco al Dios inapelable, a quien no se pueda recurrir en busca de ayuda, o al inaccesible, a quien no se pueda llegar más que a través de intermediarios, o al impasible, ajeno a lka compasión, o al inmutable, siempre el mismo, sin cambio, o al insensible al clamor de los que sufren. Jesús revela, en expresión de Ch. Duquoc, a un «Dios diferente» [25] , que actúa en la historia y se implica en la trama humana, al «Dios crucificado» (Moltmann), al «Dios débil y sufriente» (Bonhoeffer).
La relación paterno-materno-filial, observa Schillebeeckx, «constituye la humanidad de Jesús en su más honda autonomía» [26] . Lo que en un lenguaje no religioso se llama persona humana, se llama Hijo de Dios en lenguaje creyente cristiano, en base a la constitutiva relación de este hombre al Padre.
Según esto, humanidad-divinidad en Jesús no son compartimentos estancos, ni pisos superpuestos. Entre ellas no se da una dependencia jerárquica (sumisión) del Hijo al Padre, ni dominio de la primera sobre la segunda, y menos aún anulación del Hijo por el padre. En suma, no hay engallamiento de la humanidad ni vaciamiento de la divinidad.
La divinidad, expuesta en madera muerta
La respuesta más adecuada a la pregunta ¿cómo Jesús es Hijo de Dios?, es, a mi juicio, la ofrecida por el mismo Schillebeeckx: «Jesús de Nazaret, el Crucificado resucitado, es el Hijo de Dios en forma de hombre real y contingente» [27] . Quizá no se pueda decir más ni mejor. Yo, al menos, no soy capaz de hacerlo. Sí puede decirse de otra manera más vital, más cercana a las experiencias humanas. Es como lo expresa el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer: «¿Qué es lo que quiere decir el proletariado cuando, en un mundo lleno de desconfianza, pregunta: "¿era Jesús bueno?". Quiere decir que en el caso de Jesús no hay motivos para desconfiar. El proletario no dice: "Jesús es Dios". Pero cuando dice que es un hombre bueno, dice más de lo que dice el burgués cuando afirma "Jesús es Dios"» [28] .
Especialmente sugerente es también la manera de entender la divinidad de Jesús (y del cristianismo) de la pensadora francesa Simone Weil. El carácter sobrenatural de Cristo aparece, según ella, no en los milagros —como quería la vieja apologética—, sino en el sudor de sangre, en la súplica por salvarse, en el sentimiento de abandono de Dios. «La divinidad —afirma en un texto de gran belleza literaria— está dispuesta para nosotros en madera muerta, cortada geométricamente a escuadra, de la que cuelga un cadáver. El secreto de nuestro parentesco con Dios debe buscarse en nuestra mortalidad» [29] .
La prueba de que el cristianismo es divino está en las palabras del Salmo 22, 2, recitadas por Jesús en la cruz, momentos antes de morir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14, 43). Ciertamente es en la cruz donde se revela la verdadera identidad de Jesús, como se pone de manifiesto en el testimonio del centurión romano —citado más arriba—, que estaba al pie de la cruz, vigilando a los crucificados del Gólgota: «Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios» (Mc 15, 39). La muerte de Jesús es el lugar de revelación, de descubrimiento, de Dios.
En suma, Jesús revela a Dios en su vida con hechos y palabras. Lo revela en su praxis liberadora, en su opción fundamental por los pobres, en el movimiento de hombres y mujeres que le acompañan y comparten su proyecto de vida. El Dios que nos muestra es, en expresión de Schillebeeckx, un «Deus humanissimus» [30] .
Jesús, «Hijo de Dios»: una metáfora de la teología cristiana
El lenguaje religioso —también el de la fe cristiana —tiene carácter metafórico y simbólico. Más aún, diríamos que dicho carácter le es connatural. Y no puede ser de otra manera, ya que a través de él se intenta expresar lo indecible, lo que trasciende la realidad, la experiencia del Misterio, lo indecible e indemostrable empíricamente. Eso mismo puede decirse de la expresión «Hijo de Dios», considerada por M. Hengel como una «metáfora firme e imprescindible de la teología cristiana» [31] . Yo creo que es en el concilio de Calcedonia donde se pasa del uso metafórico de la expresión a su consideración dogmática. Y eso, a mi juicio, constituye una grave pérdida para la fe y el lenguaje de la fe. Coincido a este repecto con B. van Iersel —a quien he seguido muy de cerca en este capítulo— en que «quien llama a Jesús "Dios" habla quizá más intensamente en metáforas que quien le llama cordero, camino, verdad, vida, luz, vid y pan» [32] eso no constituye ninguna devaluación de Jesús de Nazaret. Supone, más bien, una vuelta al lenguaje metafórico que él mismo empleó para hablar de Dios y del reino de Dios. Ese lenguaje es el que mejor expresa el misterio de Dios. En último término, si, como afirma E. Schillebeeckx, en el título de uno de sus libros, los seres humanos son «relato de Dios», Jesús es la metáfora más expresiva o, si se quiere, la metáfora viva de Dios.
Quizá se comprenda mejor la consideración de metáfora que damos aquí al título «Hijo de Dios» aplicado a Jesús a través de un diálogo muy pertinente que imagina Nicholas Lash entre un cristiano y dos teólogos [33] . Un cristiano pregunta a un teólogo si es verdad o no la afirmación de que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. El teólogo le dice que, antes de responder a su pregunta, debe considerar si esa afirmación ha de entenderse en su literalidad o sólo metafóricamente. Si la afirmación se entiende como una descripción literal, resulta ininteligible, y si es inteligible, ha de ser tenida por falsa. Por tanto —concluye el teólogo— la proposición «Jesús es el Hijo de Dios» es verdad, pero sólo metafóricamente.
El cristiano no se da por satisfecho con la explicación, y pregunta si la proposición «Jesús es el Hijo de Dios» es verdadera o falsa. A lo que el teólogo responde sin vacilar: es verdadera. Tomando pie en las distinciones anteriores del teólogo, el cristiano vuelve a dirigirse a éste y le pregunta si la proposición «Dios existe» es verdadera de manera literal o sólo metafóricamente. El teólogo que antes había considerado la afirmación «Jesús es el Hijo de Dios» sólo metafóricamente verdadera, no duda ahora en afirmar que la proposición «Dios existe» es literalmente verdadera.
En ésas estaban cuando se incorpora al debate otro teólogo que disiente de la última respuesta de su colega y dice que la afirmación «Dios existe» es metafóricamente verdadera, no en sentido literal. Ante esta respuesta, el teólogo que se había mostrado tan audaz al comienzo del debate, ahora se pone nervioso y reacciona diciendo que si la proposición «Dios existe» es sólo metafóricamente verdadera, no es verdad que Dios exista. A los ojos del primer teólogo, su colega recién llegado aparece como sospechoso de heterodoxia -lo que no le preocupa demasiado-, y de ateísmo -lo que sí le incomoda-. Nash, que se identifica con el teólogo recién llegado a la conversación, examina la posible utilidad de conceder la primacía del uso metafórico del lenguaje sobre el uso literal.
Alguien pensará que lo que constituye un misterio de la fe, en este diálogo del cristiano y los dos terólogos se torna un galimatías. Yo creo, más bien, que el diálogo muestra la complejidad del problema en un doble nivel: religioso y lingüístico; complejidad que no puede resolverse apelando a declaraciones magisteriales. Porque el contenido del título «Hijo de Dios» nada tiene de dogmático. Es la síntesis certera del relato de una vida, la de Jesús, donde se tejen la muerte y la resurrección. Una vida, descrita al modo parabólico, con todo su dramatismo, en la narración de los viñadores, donde, según vimos, es presentado como el profeta enviado de Dios, pero no del mismo rango que los anteriores profetas, sino como el último, el más grande y el que mantiene una relación más profunda con Dios en cuanto hijo amado. Una vida que, gracias al poder vivificador de Dios, logra vencer el poder de la muerte.
Jesús, Hijo de Dios en Asia
Jesús fue tan asiático como los fundadores del budismo y del islam. Sin embargo, apenas queda rastro de él en Asia. En una población con cerca de 3 000 millones de habitantes, sólo 25 millones se declaran cristiano, lo que representa poco más del 1%.
La vía por donde puede entrar Jesús en Asia hoy, cree el teólogo de Sri Lanka Aloysius Pieris, es la soteriológica o liberadora, tan presente en las culturas y religiones asiáticas. Cristo, Hijo de Dios, Señor, son sólo títulos, categorizaciones humanas, a las que recurre una cultura particular para intentar captar el misterio inenarrable de salvación presente en Jesús. La absolutez y unicidad no se encuentra en el título, que, al fin y al cabo, es una convención lingüística de una comunidad, sino en el misterio de salvación del que se consideran portadoras las religiones.
Jordán y Calvario son, a juicio de A. Pieris, los dos momentos más representativos de la «inmersión bautismal» de Jesús en la realidad de Asia. En el Jordán, Jesús opta por el ascetismo profético de Juan Bautista, que tenía un contenido político subversivo. Cuando entra en el Jordán, Jesús se inicia en el movimiento del gurú asiático Juan Bautista, opta por los pobres por quienes había optado Juan y se enfrenta al poder político opresor. La inmersión en el Jordán constituye la mediación para manifestar ante el pueblo su función salvadora como el Hijo amado de Dios y el cordero de Dios.
El bautismo del Jordán conduce derechamente al Calvario. «¿Puede haber una religiosidad auténtica -se pregunta Pieris- sin una dolorosa participación en los conflictos de la pobreza? ¿Es posible una experiencia del "Abba" sin una lucha contra Mammón? De hecho, la religiosidad de su tiempo, mancillada como estaba por el dinero, conspiró con el poder colonial —la inveterada alianza entre la religión y Mamón que existía todavía en Asia— para plantar la cruz en que él revelaría su verdadera identidad: "Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios" (Mc 15, 39)» [34] . Para que la dimensión revelatoria y mediadora se manifieste en el acontecer humano de Jesús, debe seguir el camino que vincula el Jordan de la religiosidad de Asia con el Calvario de su pobreza».
3. CUESTIONARIO
- ¿Cómo entender el título de «Hijo de Dios» en las religiones y culturas aquí estudiadas?
- ¿Cómo entender «Hijo de Dios» aplicado a Jesús de Nazaret?
- ¿Qué sentido le dan Pablo, los evangelios sinópticos y los escritos de Juan?
- ¿Cómo entender la expresión «hijos/as de Dios» aplicada a quienes creen en Jesús?
- ¿Cuáles son las principales dificultades que plantea hoy la divinidad de Jesús de Nazaret: a) entre las personas cristianas; b) en entornos culturales no cristianos?
4. TEXTOS SUGERENTES
Definición del concilio de Calcedonia
Siguiendo a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, verdaderamente Dios y verdardemante hombre, de alma racional y cuerpo, uno en esencia con el Padre según la divinidad, también uno en esencia con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado (Heb 4, 15); engendrado del Padre ante de todos los siglos según la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, según la humanidad. Un mismo y único Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación, jamás suprimida la diferencia de las naturalezas a causa de la unión, sino conservando cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no dividido o separado en dos personas, sino un mismo y único Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo, tal como ya de antiguo nos enseñaron de él los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo transmitió la confesión de fe de los padres.
Concilio de Calcedonia (año 451)
Hijo de Dios, Liberador
Las formulaciones de la fe en Cristo son importantes, pero secundarias con respecto a lo que realmente se cree. En América Latina se le llama el Liberador. Los teólogos podrán y deberán desentrañar esas formulaciones para mostrar su equivalencia con las formulaciones para mostrar sue quivalencia con las formulaciones del nuevo testamento y del magisterio. Pero lo importante es la realización de esa fe. Como ha dicho (...) Rahner, en el caso de que Jesús opere «de hecho sobre una persona cocnreta una impresión tan decisiva que ésta cobre el valor de entregarse incondicionalmente en vida y muerte a ese Jesús y se decida en consecuencia a creer en el Dios de Jesús», ése cree real y plenamente en Jesús como el hijo de Dios.
Jon Sobrino
«La palabra de Dios quiso ser asiática»
Cualquier rastreo cristológico en las culturas de Asia tropezará con el hecho de que ni Jesús ni la religión por él fundada han alcanzado en este continente una aceptación en gran escala. Los nombres de Gautama Buda y del profeta Mahoma son perfectamente conocidos en 0riente, mientras que Jesús apenas si es mencionado por la inmensa mayoría (más del 97 por 100) de nuestro pueblo. Sin embargo, Jesús no fue menos asiático que los fundadores del budismo y del islam. Incluso entre los que creen en él, ¿cuántos recuerdan que la palabra de Dios quiso ser asiática en espera de llegar a toda la humanidad? ¿Cómo es que los primeros asiáticos que le escucharon por nosotros y nos ofrecieron las interpretaciones normativas sobre su filiación divina abrieron una importante brecha en Occidente, pero no lograron penetrar en el complejo espíritu del alma asiática?
Aloysius Pieris
5. LECTURAS
O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 1999.
Ch. DUQUOC, Cristología. 1. El hombre Jesús, Sígueme, Salamanca, 21971, 369-436.
O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Editorial Católica, 1975.
J.-I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 1986.
M. HENGEL, El Hijo de Dios, Sígueme, Salamanca, 1978.
W. KASPER, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca, 1976.
H. KÜNG, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid, 1977.
J. LOIS, Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, HOAC, Madrid, 1995.
J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1975.
J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1997, 2 vols.
W. PANNENBERG, Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca, 1973.
P. RICOEUR, Le metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1980.
J. A. T. ROBINSON, Sincero para con Dios, Ariel, Barcelona, 1971.
J.-M. ROVIRA BELLOSO, La humanidad de Dios, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1986.
E. SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid, 1981.
P. SCHOONENBERG, Un Dios de los hombres, Herder, Barcelona, 1972.
P. STUHLMACHER, Jesús de Nazaret Cristo de la fe, Sígueme, Salamanca, 1996.
A. TORRES QUEIRUGA, Confesar a Jesús como el Cristo, Cuadernos FyS, Fe y Secularidad-Sal Terrae, Madrid-Santander, 1995.
VV. AA., ¿Jesús, Hijo de Dios?: Concilium 173 (1982).
VV. AA., ¿Quién decís que soy soy?: Concilium 269 (1997).
[1] . H. Haag, «Hijo de Dios en el mundo del Antiguo Testamento»: Concilium 173 (1982), 341.
[2] . Ph. Trible, God and the Rhetoric of Sexuality, Philadelphia, 1978, 51.
[3] . J. Gnilka cree que «la supresión de uiou theou en algunos testimonios textuales se explica por la inusual caracterización del evangelio. Y precisamente esto es una prueba a favor de su originalidad», El evangelio según san Marcos I, Sígueme, Salamanca, 21992, 50.
[4] . B. van Iersel, «"Hijo de Dios" en el Nuevo Testamento»: Concilium 173 (1982), 359.
[5] . J. Gnilka, El evangelio según san Marcos II, Sígueme, Salamanca, 21992, 73.
[6] . B.-J. Malina y R.-L. Rohrbaugh matizan que «al proporcionar a Jesús este tipo de genealogía real, Mateo lo sitúa en la cumbre de la escala del honor, una posición que "explica" cómo su ministerio posterior estuvo tan en desacuerdo con el status de honor que correspondía a un artesano de pueblo», Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo i. Comentario desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella, 1996, 30.
[7] . Cf. B. van Iersel, «"Hijo de Dios" en el Nuevo Testamento», cit., 361.
[8] . El texto griego dice Theou Uios sin artículo, aunque otras versiones castellanas lo traducen con artículo: «Verdaderamente eres el Hijo de Dios» (Biblia de Jerusalén).
[9] . B. McDermott, «Jesucristo en la fe y en la teología actual»: Concilium 173 (1982), 298.
[10] . Cf. R.-E. Brown, El Evangelio según Juan I-XII, Cristiandad, Madrid, 1999, 196.
[11] . La influencia judía se aprecia con sólo recordar la fórmula doxológica con que concluyen algunos Salmos: «Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y hasta siempre! ¡Amén! ¡Amén!» (Sal 41, 14; cf. 72, 18-19; 106, 48). Cf. S. Vidal, Las cartas originales de san Pablo, Trotta, Madrid, 1996, 440.
[12] . B. van Iersel, «"Hijo de Dios" en el Nuevo Testamento», 364-365.
[13] . Cf. M. Hengel, El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia de la religión-helenista, Sígueme, Salamanca, 1978.
[14] . Tomo la traducción de S. Vidal, Las cartas originales de Pablo, cit.
[15] . A. von Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte I, 1964, 704.
[16] . A. von Harnack, Das Wesen des Christentum, 41901, 91.
[17] . Cf. H.-J. Schoeps, Paulus. Die Theologie des Apostels im Lichte der jüdischen Religions-geschichte, 1959.
[18] . R. Bultmann, Glauben und Verstehen II, 1952, 251.
[19] . T. van Babel, «La significación de Calcedonia entonces y ahora»: Concilium 173 (1982), 380-390, la cita en p. 382.
[20] . Ibid., 388.
[21] . Cf. K. Rahner, «¿Qué es un enunciado dogmático?», en Escritos de teología V, Taurus, Madrid, 1964, 55-81; J.-J. Tamayo, «Dogma», en C. Floristán y J.-J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid, 1993, 331-344.
[22] . Cf. J. Moingt, «La cristología de la Iglesia primitiva: el precio de una mediación cultural»: Concilium 269 (1997), 87-95; J. Moingt, El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1997, 2 vols. Cf. P. Schoonenberg, Un Dios de los hombres, Herder, Barcelona, 1972, especialmente «El modelo calcedoniano y los reparos contra el mismo», 59-72.
[23] . «Fue precisamente el gran concilio de Calcedonia el que dio ocasión al primer gran cisma duradero de la Iglesia —afirma Hans Küng—, tan duradero que todavía no ha sido superado (la separación entre las Iglesias calcedonenses y las otras, que se apoyaban en el precedente concilio de Efeso). Porque tampoco Calcedonia había zanjado la cuestión para siempre. Pocos años después se desencadenó una disputa de inusitada violencia en torno al problema central eludido en Calcedonia: si Cristo o el mismo Dios pueden sufrir realmente», H. Küng, Ser cristiano, Trotta, Madrid, 1996, 133-134.
[24] . E. Schillbeeckx, Jesús. La historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid, 1981, 614.
[25] . Cf. Ch. Duquoc, Dios diferente, Sígueme, Salamanca, 1978.
[26] . E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un Viviente, cit., 614.
[27] . Ibid., 627.
[28] . Tomo la cita del prólogo de H. Golwitzer al libro de M. Machovec, Jesús para ateos, Sígueme, Salamanca, 1974, 13.
[29] . S. Weil, La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 1994, 128.
[30] . E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un Viviente, cit., 627. «Humano como él -dirá L. Boff de Jesús-, sólo Dios».
[31] . M. Hengel, El Hijo de Dios, cit., 126.
[32] B. van Iersel, «"Hijo de Dios" en el Nuevo Testamento», cit., 36
[33] . Cf. N. Lash, «Hijo de Dios». Reflexiones sobre una metáfora: Concilium 173 (1982), 311-319.
[34] . A. Pieris, «Hablar del Hijo de Dios en las culturas no cristianas de Asia»: Concilium 173 (1982), 396.
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